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Una noche de diciembre, mientras que el viento penetrante del invierno, acompañado de una lluvia menuda y glacial, ahuyentaba de las calles a los paseantes; varios amigos del doctor L. tomábamos el té, cómodamente abrigados en una pieza confortable de su linda aunque modesta casa. Cuando nos levantamos de la mesa, el doctor, después de ir a asomarse a una de las ventanas, que se apresuró a cerrar en seguida, vino a decirnos:
— Caballeros, sigue lloviendo, y creo que cae nieve; sería una atrocidad que ustedes salieran con este tiempo endiablado, si es que desean partir. Me parece que harían ustedes mejor en permanecer aquí un rato más; lo pasaremos entretenidos charlando, que para eso son las noches de invierno. Vendrán ustedes a mi gabinete, que es al mismo tiempo mi salón, y verán buenos libros y algunos objetos de arte.
Consentimos de buen grado y seguimos al doctor a su gabinete. Es éste una pieza amplia y elegante, en donde pensábamos encontrarnos uno o dos de esos espantosos esqueletos que forman el más rico adorno del estudio de un médico; pero con sumo placer notamos la ausencia de tan lúgubres huéspedes, no viendo allí más que preciosos estantes de madera de rosa, de una forma moderna y enteramente sencilla, que estaban llenos de libros ricamente encuadernados, y que tapizaban, por decirlo así, las paredes.
Arriba de los estantes, porque apenas tendrían dos varas y media de altura, y en los huecos que dejaban, había colgados grabados bellísimos y raros, así como retratos de familia. Sobre las mesas se veían algunos libros, más exquisitos todavía por su edición y encuadernación.
El doctor L. ..., que es un guapo joven de treinta años y soltero, ha servido en el Cuerpo Médico-militar y ha adquirido algún crédito en su profesión; pero sus estudios especiales no le han quitado su apasionada propensión a la bella literatura. Es un literato instruido y amable, un hombre de mundo, algo desencantado de la vida, pero lleno de sentimiento y de nobles y elevadas ideas.
No gusta de escribir, pero estimula a sus amigos, les aconseja y, de ser rico, bien sabemos nosotros que la juventud contaría con un Mecenas, nosotros con un poderoso auxiliar y, sobre todo, los desgraciados con un padre, porque el doctor desempeña su santa misión como un filántropo, como un sacerdote. Eso más que todo nos ha hecho quererle y buscar su amistad como un tesoro inapreciable.
Pero, dejando aparte la enumeración de sus cualidades que, lo confesamos, no importa gran cosa para entender esta humilde leyenda, y que sólo hacemos aquí como un justo elogio a tan excelente sujeto, continuaremos la narración.
El doctor pidió a su criado una ponchera y lo necesario para prepararnos un ponche que, en noche semejante, necesitábamos grandemente, y mientras que el se ocupaba en hacer la mezcla del kirchwasser con el té y el jarabe, y en remover los pedazos de limón entre las llamas azuladas, nosotros examinábamos, ora un cuadro, ora un libro, o repasábamos los mil retratos que tenía coleccionados en media docena de álbumes de diferentes tamaños y formas.
Nosotros, con una lámpara en la mano, pasábamos revista a los grabados que había en las paredes, cuando de repente descubrimos en un cuadro pequeño, con marco negro y finamente tallado, que no contenía más que un papel a manera de carta. Era en efecto, un papel blanco con algunos renglones que procuramos descifrar. La letra era pequeña, elegante y parecía de mujer. Con auxilio de la luz vimos que estos renglones decían:
Ningún ser puede amarme, porque nada hay en mí de simpático ni de dulce.
Ahora que es ya muy tarde para volver al pasado, pidamos a Dios para nosotros la paciencia y el reposo ...
— Doctor —le dijimos— ¿será indiscreto preguntar a usted qué significa este papel con las citas de los cuentos de Hoffmann?
— Ah, amigo mío ¿ya descubrió usted eso?
— Acabo de leerlo, y me llama la atención.
— Pues no hay indiscreción en la pregunta. Cuando mas, es dolorosa para mí, pero no es ni imprudente ni imposible de contestar. Ese papel tiene una historia de amor y desgracia, y, si ustedes gustan, la referiré mientras que saborean mi famoso ponche. He aquí, caballeros, mi famoso ponche de girsch, que los pondrá a ustedes blindados, no sólo contra el miserable frío de México, sino contra el de Rusia.
— Sí, doctor, la historia; venga la historia con el ponche.
El doctor sirvió a cada uno su respetable dosis de la caliente y sabrosa mixtura, gustó con voluptuosidad los primeros tragos de su copa y, viéndonos atentos e impacientes, comenzó su narración.
Estábamos a fines del año de 1863, año desgraciado en que, como ustedes recordarán, ocupó el ejercito francés a México y se fue extendiendo poco a poco, ensanchando el círculo de su dominación. Comenzó por los Estados centrales de la República, que ocupó también sin quemar un solo cartucho, porque nuestra táctica consistía sólo en retirarnos para tomar posiciones en los Estados lejanos y preparar en ellos la defensa. Nuestros generales no pensaban en otra cosa, y quizá tenían razón. Estábamos en nuestros días nefastos, la desgracia nos perseguía, y cada batalla que hubiéramos presentado en semejante época, habría sido para nosotros un nuevo desastre.
Así pues, nos retirábamos, y las legiones francesas, acompañadas de sus aliados mexicanos, avanzaban sobre poblaciones inermes que muchas veces se veían, obligadas por el terror, a recibirlos con arcos triunfales, y puede decirse que nuestros enemigos marchaban guiados por las columnas de polvo de nuestro ejército que se replegaba delante de ellos. De esta manera las tres divisiones del ejército francomexicano, mandadas por Douay, Berthier y Mejía, salidas en los meses de octubre y noviembre de México en diferentes direcciones, a fin de envolver al ejército nacional y apoderarse de las mejores plazas del interior, ocuparon sucesivamente Toluca, Querétaro, Morelia, Guanajuato y San Luis Potosí.
Como el general Comonfort había sido asesinado en Chamacuero por los Troncosos, precisamente cuando venía a ponerse a la cabeza del ejército nacional, su segundo, el general Draga, quedó con el mando en jefe de nuestras tropas.
Draga determinó evacuar las plazas que ocupaba, seguramente con el designio de caer después sobre cualquiera de ellas que hubiese tomado el enemigo, y salió de Querétaro con el grueso del ejército, ordenando al general Berriozábal, gobernador de Michoacán, que desocupase Morelia y se retirase a Druapan para reunírsele después.
Los franceses entonces se apoderaron de Querétaro y Morelia. El grueso de nuestro ejército, con Draga a la cabeza, se dirigió a La Piedad, en el Estado de Michoacán. Pocos días después Doblado evacuó Guanajuato y se dirigió a Lagos y a Zacatecas. El gobierno nacional también se retiró de San Luis Potosí, que ocupó Mejía, y se dirigió a Saltillo después del desastre que sufrió la división de Negrete al intentar el asalto de aquella plaza.
Así, pues, en pocos días, en dos meses escasos, el invasor se había extendido en el corazón del país, sin encontrar resistencia. Le faltaba ocupar Zacatecas y Guadalajara. Esto se hizo un poco más tarde, y todo el círculo que se había conquistado quedó libre cuando Draga, después de haber sido rechazado de la plaza de Morelia defendida por Márquez, se vio obligado a dirigirse al sur de Jalisco, donde aún pensó fortificarse en las Barrancas y resistir. Cuando Draga tomó esta dirección el general Arteaga evacuó también Guadalajara con las tropas que allí tenía y se retiró a Sayula, incorporándose después a Draga. Bazaine, general en jefe del ejército francés, ocupó la capital de Jalisco.
Debo volver ahora un poco atrás, a los días en que nuestro ejército se dirigía a La Piedad en el mes de noviembre, para decir a ustedes que yo, bastante enfermo y sin colocación en el Cuerpo Médico-militar, conseguí licencia del cuartel general para dirigirme a Guadalajara, y aproveché la salida de un pequeño cuerpo de caballería que el general envió a Arteaga, para incorporarme a él. Este cuerpo escoltaba un convoy de vestuario y armamento que se juzgó conveniente mandar a Guadalajara, donde el general Arteaga podía utilizarle.
Marchábamos, pues, los soldados de ese cuerpo y yo, grandemente contrariados por no poder asistir a las funciones de armas que evidentemente iban a verificarse dentro de muy pocos días.
Debo cesar aquí en el fastidioso relato histórico que me he visto obligado a hacer, primero por esa inclinación que tenemos los que hemos servido en el ejército a hablar de movimientos, maniobras y campañas, y además para establecer los hechos, fijar los lugares y marcar la época precisa de los acontecimientos.
Ahora comienzo mi novela, que por cierto no va a ser una novela militar, quiero decir, un libro de guerra con episodios de combates, sino una historia de sentimiento, historia íntima, ni yo puedo hacer otra cosa, pues carezco de imaginación para urdir tramas y para preparar golpes teatrales. Lo que voy a referir es verdadero; si no fuera así no lo conservaría tan fresco, por desgracia, en el libro fiel de mi memoria.
El coronel del cuerpo de que acabo de hablar era un guapísimo oficial: llamémosle X ... Los nombres no hacen al caso y prefiero cambiarlos, porque tendría que nombrar a personas que viven aún, lo cual sería, por lo menos, mortificante para mí.
Mandaba uno de los escuadrones otro oficial, el comandante Enrique Flores, joven perteneciente a una familia de magnífica posición, gallardo, buen mozo, de maneras distinguidas, y que a las prendas de que acabo de hablar agregaba una no menos valiosa, y era la de ser absolutamente simpático. Era de esos hombres cuyos ojos parecen ejercer desde luego en la persona en quien se fijan un dominio irresistible y grato.
Tal vez por esto el comandante Flores era idolatrado por sus soldados, muy querido por sus compañeros y el favorito de su jefe, porque el coronel no tenía otra voluntad que la de Enrique. De modo que era el árbitro en su cuerpo, y los generales a cuyas órdenes había militado, conociendo la influencia que ejercía sobre su jefe y su prestigio entre la tropa, no perdían ocasión de halagarle, de colmarle de atenciones y de hacerle entrever un próximo y honroso ascenso.
Como era la época en que se franqueaban los escalones de los más altos empleos más fácilmente que nunca, se susurraba que el coronel sería ascendido a general, y que entonces Flores quedaría con el mando de su cuerpo, quizá con el carácter que aquél tenía.
Además, y esto es de suponerse, Flores era peligroso para las mujeres, era irresistible, y mil relatos de aventuras galantes y que revelaban su increíble fortuna en asuntos de amor, circulaban de boca en boca en el ejército.
Flores, por otra parte, no perdía oportunidad de hacer uso de sus relevantes prendas; y aunque el ejército, en aquel tiempo, no hacía más que marchar en opuestas direcciones y cruzar rápidamente por las ciudades, el comandante, sin descuidar sus deberes, encontraba momentos a propósito para galantear a las más hermosas jóvenes de los lugares que tocaba, no siendo nada difícil para él concluir una conquista en breves días y, a veces, en horas.
El hecho es que no salía de una ciudad un poco importante, sin llevar consigo dulces y gratos recuerdos de ella, ni dejaban de verter lágrimas por él los ojos más hermosos de una población.
Ya se sabía; tan luego como se tocaba la botasilla para prepararse a salir, tan luego como se oían los toques de marcha, mientras que los demás pasábamos indiferentes por los pueblos y las ciudades y sólo nos ocupábamos en hacer nuestras maletas y comprar provisiones, Enrique, después de dar las órdenes necesarias a sus capitanes, siempre tenía que escribir un pequeño billete de despedida, siempre se apartaba un momento de la columna para galopar en uno de sus soberbios caballos en dirección a la casa de sus amadas de un día, para estrecharles la mano y recibir, en cambio de tiernas miradas, un pañuelo húmedo de lágrimas, un rizo de cabellos, un retrato o una sortija. ¡Qué dicha de hombre!
No: y debo confesar a ustedes que Flores era seductor; su fisonomía era tan varonil como bella; tenía grandes ojos azules, grandes bigotes rubios, era hercúleo, bien formado, y tenía fama de valiente. Tocaba el piano con habilidad y buen gusto, era elegante por instinto, todo lo que él se ponía le caía maravillosamente, de modo que era el dandy por excelencia del ejército.
Gastador, garboso, alegre, burlón, altivo y aun algo vanidoso, tenía justamente todas las cualidades y todos los defectos que aman las mujeres y que son eficaces para cautivarlas.
Por eso las muchachas más guapas de Querétaro, primero, y después de Guadalajara, se morían por bailar con él, gustaban de apoyarse en su brazo y saboreaban con delicia su conversación chispeante de gracia, salpicada de agudezas ingeniosas y, sobre todo, galante.
Enrique era el tipo completo del león parisiense en su más elegante expresión, y se desprendía de él, si me es permitida esta figura, ese delicado perfume de distinción que caracteriza a las gentes de buen tono.
Todavía mas. Flores era jugador y, por una excepción de la conocida regla, ganaba mucho. No parecía sino que un genio tutelar velaba por este joven y le abría siempre risueño las puertas del santuario del amor, del placer y de la fortuna. Era seguro que cuando nosotros estábamos en quiebra, Flores tenía en su bolsillo algunos centenares de onzas de oro y ricas joyas que valían un tesoro en aquellos tiempos.
Flores no esquivaba jamás la ocasión de prestar un servicio, y sus amigos le adoraban por su generosidad.
Me he detenido en la descripción del carácter del primero de mis personajes, porque tengo en ello mi idea: deseo que ustedes le conozcan perfectamente y comprendan de antemano la razón de varios sucesos que tengo que narrar.
Tal era el comandante Enrique Flores.
Había también en el mismo cuerpo, y mandando el segundo escuadrón, un joven comandante que se llamaba Fernando Valle. Era justamente lo contrario de Flores, el reverso del simpático y amable carácter que acabo de pintar a largas pinceladas.
Valle era un muchacho de veinticinco años como Flores, pero de cuerpo raquítico y endeble; moreno, pero tampoco de ese moreno agradable de los españoles, ni de ese moreno oscuro de los mestizos, sino de ese color pálido y enfermizo que revela o una enfermedad crónica o costumbres desordenadas.
Tenía los ojos pardos y regulares, nariz un poco aguileña, bigote pequeño y negro, cabellos lacios, oscuros y cortos, manos flacas y trémulas. Su boca regular tenía a veces un pliegue que daba a su semblante un aire de altivez desdeñosa que ofendía, que hacía mal.
Taciturno, siempre sumido en profundas cavilaciones, distraído, metódico, sumiso con sus superiores, aunque traicionaba su aparente humildad el pliegue altanero de sus labios, severo y riguroso con sus inferiores, económico, laborioso, reservado, frío, este joven tenía aspecto repugnante y, en efecto, era antipático para todo el mundo.
Sus jefes le soportaban, y se veían obligados a tenerle consideración, porque más de una vez en la campaña de Puebla, primera que había hecho en su vida, había dado pruebas de un valor temerario, de un arrojo que parecía inspirado por un ardiente deseo de elevarse pronto o de acabar, sucumbiendo, con algún dolor secreto que torturaba su corazón.
Se hubiera dicho que, desafiando a la muerte, había querido humillar a sus jefes, que combatían con la prudencia del valor reposado y experto.
En el ejército era un advenedizo, porque había aparecido como soldado raso en las filas el año de 1862, ascendiendo luego a cabo por su aplicación, después a sargento en las Cumbres de Acultzingo, a sub teniente (servía entonces en un cuerpo de infantería), luego a teniente después del 5 de Mayo y, por último, a capitán.
Como tal había tomado parte en la defensa de la plaza de Puebla en 1863, sirviendo entonces en el batallón mixto de Querétaro, a las órdenes del valiente y malogrado Herrera y Cairo.
No cayó prisionero, sino que pudo evadirse de la ciudad y se presentó al gobierno de México, que le ascendió a comandante y le destinó a servir en el cuerpo de caballería en que se hallaba actualmente.
Aplicado con asiduidad a esta para él nueva arma, había aprovechado tanto su tiempo, que se le citaba como al oficial más inteligente y más capaz, por lo cual y por su carácter frío y reservado, sus compañeros le profesaban un odio reconcentrado y mortal.
— Evidentemente, este muchacho escondía un proyecto siniestro, estaba inspirado por una ambición colosal, andaba su camino, y quién sabe ... él quería subir, y aparentaba servir a la República como un medio para llegar a su objeto. No era, pues, un patriota, sino un ambicioso, un malvado encubierto.
Esto se decían los oficiales en voz alta, esto se decía el coronel, esto se decía el mismo Flores, y más de una vez Valle tuvo que sufrir los sangrientos sarcasmos de todos, y los devoró en silencio y palideciendo de rabia.
— El no es un cobarde, él sufre nuestros insultos y evita toda pendencia; luego abriga una mira particular a cuya realización sacrifica hasta su amor propio.
Esto añadían en coro los oficiales.
Además Valle ni pedía un servicio a nadie ni lo hacía. Guardaba su poco dinero, le gastaba con parsimonia y evitaba toda ocasión de comprometerse a pagar en un convite la comida y el vino de sus compañeros, por lo cual regularmente comía aparte o en diferente fonda, siempre solitario y siempre económico.
Esta sobriedad calculada, su falta de buen humor, su aversión a los vicios a que es inclinada la juventud militar, le daban un aire de gazmoñería que no podía menos de atraerle la enemistad de las gentes.
Así, cuando algún oficial, porque todos los demás se amaban fraternalmente, estaba enfermo o metido en algún apuro, todo el mundo volaba a su socorro, se le prodigaban los cuidados más solícitos, se velaba a la cabecera de su cama, se le facilitaba dinero, se le asistía, en fin, como en familia.
Pero cuando Valle, que tenía, a pesar de su aparente raquitismo, una salud robusta, solía estar achacoso, o herido, como acababa de sucederle a consecuencia de una escaramuza, nadie le hacía el menor caso; se le trataba como a un perro, y el orgulloso comandante tenía que preparar sus hilas con una sola mano y que tomar sus tisanas y beber agua en su jarro con infinitos trabajos, porque rehusaba hasta los servicios de un viejo soldado que le servía, quien, por otra parte, le quería poco.
Francamente, hasta nosotros los médicos, hombres de caridad y que no consultamos nuestras simpatías para ser útiles a los que sufren, hasta nosotros, digo, repugnábamos acercarnos a él, porque sentíamos una invencible antipatía viendo a ese pequeño oficial con su mirada ceñuda, su color pálido e impuro y su boca despreciativa.
— La tisana que me recetó usted, doctor, no me ha hecho provecho alguno —me dijo un día en Querétaro cuando estaba atacado de fiebre a consecuencia de la herida.
Díjome estas palabras con tal desdén, con tal acento, que en un arranque de cólera le repliqué:
— Pues si no le hace a usted provecho, arrójela.
El me miró fijamente con sus ojos hundidos, y temblando por la calentura, se levantó, tomó su jarro de agua fría, bebió hasta hartarse y se volvió del lado de la pared.
Indignado yo de tamaña insolencia, salí refunfuñando.
¡Qué me importa que te lleve el diablo, oficialillo grosero!
Creí que se pondría peor y avisé a alguno de mis compañeros para que fuese a asistirle; él me manifestó que le sería desagradable, y no fue a verle.
Al día siguiente salimos de Querétaro.
— ¡Una camilla para el comandante herido —pidió en el patio del hospital el jefe del Cuerpo Médico, viendo que nadie se había acordado de Valle.
Pero los soldados estaban demasiado atareados con su equipo, nosotros ocupados en nuestros aprestos de viaje, los soldados de ambulancia se encogían de hombros, y el comandante quedó abandonado.
Íbamos acordándonos de él ya en la columna de camino y en marcha, cuando le vimos a la cabeza de su escuadrón, sereno, callado, cejijunto y llevando el brazo envuelto y colgado del cuello.
— Realmente hay algo de misterioso en la fuerza de espíritu de este muchacho —nos dijimos.
— ¿Será un héroe futuro?
— ¡Bah! tiene más aspecto de traidor que de héroe; él medita algo, no hay duda —se me contestó.
Y así continuamos hasta que él sano sin necesitar de más asistencia de facultativo.
Por lo demás, excusado es decir que el pobre comandante ni tenía aventuras de amor, ni aunque las tuviera serían del carácter de las de Flores. Era profundamente antipático para las mujeres, y él, que lo conocía, no las frecuentaba.
Siempre vestido con su uniforme cuidadosamente aseado, pero sin lujo, cuando asistía a algún baile, que era pocas veces y obligado por el coronel, se mantenía en un rincón y se retiraba a poco tiempo.
Así pues, ni una triste cualidad tenía mi comandante. Era un pobre diablo, bien seco, bien fastidioso, bien repulsivo.
Pero al día siguiente de aquel en que llegamos a Guadalajara, le vimos transformarse; lo que nos hizo pensar mucho. En la mañana se peinó, se vistió esmeradamente y salió del cuartel, dirigiéndose a una de las calles centrales. En la tarde volvió muy contento, trayendo en la mano un pequeño ramillete de heliotropos.
Alguno le dijo chanceándose:
— Parece que viene usted contento, comandante: ¡cosa rara! Trae usted flores: cosa más rara todavía. ¿Qué milagro es éste?
— ¡Oh! es una cosa muy sencilla —respondió— hace tanto tiempo que no veo a ninguno de mis deudos, que me alegro de encontrar uno aquí.
— Hola ¿tiene usted aquí un deudo?
— Sí.
— ¿Es uno, o una?
— Una ... es una prima mía —contestó sonriendo y haciéndose comunicativo por la primera vez.
— Linda ¿eh, comandante?
— Sí, es guapa, muy guapa.
A estas palabras Enrique Flores se acercó al grupo que se había formado en torno a Valle.
— Y bien, compañero, ¿conque tiene usted primas guapas? Pues vea usted, yo creía que no tenía usted parientes en este mundo.
— Sí los tengo —respondió Valle— tengo muchos, más de los que usted cree, y en posición que usted no sospecha; sólo que yo los detesto a casi todos.
— Es claro, usted detesta a todo el mundo. Pero vamos a ver ¿aborrece también a la primita?
— No; a esa no, ni tengo motivo; ahora la conozco y, a primera vista, creo que es una buena criatura.
— A primera vista ¡pícaro! Eso quiere decir que es bella. Caballeros, he aquí el prodigio, Valle enamorado, Valle el taciturno, Valle el huraño, Valle el enemigo de las pasiones, Valle el que se reía con desdén de nuestras debilidades, le he aquí que se humaniza, que se hace accesible, que se apasiona ... ¡Mal negocio, compañero, mal negocio! Va usted a hacer más locuras que nosotros, porque los empedernidos como usted, cuando resbalan, no paran hasta el abismo.
Valle recibió esta andanada que el burlón comandante le dirigió con su volubilidad y buen humor de costumbre, y se encogió de hombros.
— Conoceremos a la primita, por supuesto —añadió Flores— esto es si usted no lo lleva a mal, si no se vuelve usted un Otelo, porque también es otra gracia de los taciturnos y de los castos; cuando se enamoran se hacen celosos como unos árabes.
— No hay inconveniente —replicó Valle—. Usted la conocerá si ella lo permite, que sí lo permitirá. Es una joven amable y admirablemente educada, que tendrá mucho placer en conocer a mis camaradas.
— Muy bien —concluyó Flores— usted señalará el día de nuestra presentación, y que sea pronto, porque es preciso comenzar a hacer conocimientos en esta ciudad, que es un búcaro de rosas, que es un nido de ángeles.
Y dando un golpecito con familiaridad en el hombro de Valle, se retiró, haciendo nosotros lo mismo, no sin decir cada uno con malignidad:
— ¡Pobre primita, con Enrique!
Ahora bien: me faltaba decir a ustedes que el comandante no parecía querer a nadie en el cuerpo, más que a Enrique. Sea que el carácter simpático de Flores hubiera ejercido su influencia de siempre en el ánimo de Valle, sea que éste por miras secundarias tuviese necesidad de aparentarla, el hecho es que manifestaba frecuentemente una sincera atención hacia el comandante.
Le hablaba algunas veces sobre asuntos menos serios que los del servicio militar, le ayudaba en los trabajos de su escuadrón, particularmente en llevar su papelera, lo que hacía con facilidad y acierto; y algunas veces se propasó hasta regalarle alguna botella de exquisito vino, o un ramillete para que obsequiase a sus queridas.
Flores, en cambio, le reñía por su carácter reservado, le encargaba comisiones enfadosas, manifestándole de este modo su predilección, y aun solía pedirle consejo en asuntos de servicio.
Así, pues, se había entablado entre ambos jóvenes, si no una amistad, al menos una relación que no era la del odio. Esto explica la amabilidad con que Valle prometió a Enrique llevarle a casa de su prima.
Se hallaba Guadalajara en aquellos días llena de animación. A propósito, me parece conveniente hacer a ustedes la descripción de esta hermosa ciudad que tal vez no conozcan.
Guadalajara, que a justo título puede llamarse la reina de Occidente, es sin duda alguna la primera ciudad del interior, pues si bien León tiene una población más numerosa, y Guanajuato la tiene casi igual, la circunstancia de ser la primera de estas dos ciudades muy pobre y escasa de monumentos, y de estar la segunda situada en un terreno áspero y sinuoso, aunque rico en metales, hace que Guadalajara, por su belleza, por su situación topográfica, por su antigua importancia en tiempo de los virreyes —la que no ha disminuido en tiempo de la República— sea considerada superior, no sólo a las ciudades que he mencionado, sino a todas las de la República.
La antigua capital de la Nueva Galicia, que contaba en el año de 1738 más de ochenta mil habitantes, según afirma Mota Padilla, cronista de todos los pueblos de Occidente, ateniéndose a los padrones de su tiempo —razón por la cual me parece extraño que el célebre barón de Humboldt no le haya concedido más que diez y nueve mil— parece conservar una población igual a la que tenía en el siglo pasado, aunque, según los datos estadísticos recientes, se afirma que disminuye.
Esto, y el hecho de ser el centro agrícola y comercial de los Estados Occidentales, así como el haber representado siempre un papel importantísimo en nuestras guerras civiles, dan a Guadalajara un interés que no puede menos de inspirar la curiosidad más grande a los viajeros mexicanos que la ven por primera vez.
Yo particularmente sentía un placer inmenso en ir acercándome instante por instante a la bella ciudad que había oído nombrar a menudo como la tierra de los hombres valientes y las mujeres hermosas, y esto me compensaba en parte de la contrariedad que sufría por verme alejado del círculo de los sucesos militares.
Guadalajara está separada del centro de la República por una faja de desierto que comienza en Lagos, y que con la única interrupción de Tepatitlán, pequeño oasis famoso por la belleza de las huríes que le habitan, concluye a las puertas de la gran ciudad; de modo que ésta se muestra, al viajero que la divisa a lo lejos, más orgullosa en su soledad, semejante a una mujer que, dotada de una hermosura regia, se separa del grupo que forman bellezas vulgares, para ostentarse con toda la majestad de sus soberbios encantos.
Por el lado de las poblaciones centrales de México, Guadalajara está defendida naturalmente por el caudaloso río de Santiago que, nacido en la gran mesa del Anáhuac, y después de formar el lago de Chapala, va a desembocar en el mar Pacífico.
Por el occidente se alza gigantesca y grandiosa una cadena de montañas cuyos picos azules se destacan del fondo de un cielo sereno y radiante. Es la cadena de la Sierra Madre que atraviesa serpenteando el Estado de Jalisco, y cuyos ramales toman los nombres de Sierra de Mascota, Sierra de Alicia y más al norte, el de la Sierra de Nayarit, yendo después a formar las inmensas moles auríferas de Durango, hasta salir de la República para tomar en la América del Norte el nombre de Montañas Pedregosas (Rocky Mountains).
En el centro de este valle, trazado por el gran río y por la gigantesca cordillera, se halla asentada Guadalajara. Magnífico es el aspecto que presenta al que la ve, llegando por el lado del occidente, y después de trasponer las últimas colinas que bordean la ribera del Santiago, por el paso de Tololotlan.
La vista no puede menos de quedar encantada al ver brotar de la llanura, como una visión mágica, a la bella capital de Jalisco, con sus soberbias y blancas torres y cúpulas, y sus elegantes edificios, que brillan entre el fondo verde oscuro de sus dilatados jardines.
Todavía más que Puebla, Guadalajara parece una ciudad oriental, pues, rodeada como está de una llanura estéril y solitaria, encierra en su seno todas las bellezas que traen a la memoria la imagen de las antiguas ciudades del desierto, tantas veces descritas en las poéticas leyendas de la Biblia.
Efectivamente, la llanura que rodea a la ciudad da un aspecto extraño al paisaje, que no se observa al aproximarse a ninguna de las otras ciudades de la República.
En las mañanas del estío, o en los días del otoño y del invierno, como en los que llegué por primera vez a Guadalajara, aquel valle es triste y severo; el cielo se presenta radioso y uniforme, pero el sol abrasa y parece derramar sobre la tierra sedienta torrentes de fuego.
La brisa es tibia y seca, y el suelo, pedregoso o tapizado con una espesa alfombra de esa arena menuda y bermeja que los antiguos indios llamaron con el nombre genérico de Xalli (arena), de donde se deriva Jalisco, se asemeja a la rambla de un inmenso lago desecado, o el cráter relleno de un volcán extinguido hace millares de siglos.
Esto, como he dicho, en los tiempos calurosos; pero en la estación de aguas todo allí cambia de aspecto. El cielo parece siempre entoldado de nubes sombrías y tempestuosas; la cordillera no se distingue en el horizonte oscuro; la ciudad se envuelve en un manto de lluvia; silba el viento de la tempestad en la llanura desierta; se estremece el espacio a cada instante con el estallido del rayo, y el valle todo aparece magníficamente ceñido con una corona de tormentas.
En pocos lugares de la República puede contemplarse el grandioso espectáculo que en Guadalajara, que pudiera llamarse la hija predilecta del trueno y de la tempestad. Parece también que este cielo y esta atmósfera influyen en el alma de los hijos de la ciudad, pues hay algo de tempestuoso en sus sentimientos; y en sus amores, en sus odios y en sus venganzas se observa siempre la fuerza irresistible de los elementos desencadenados.
Pero, volviendo al camino de Guadalajara, observaré que no se advierte al aproximarse a ella ese movimiento, esa animación que anuncian la proximidad de una ciudad populosa. Ni carros, ni caminantes, ni rebaños se divisan en aquellas cercanías.
Apenas atraviesa veloz uno que otro jinete por aquellos senderos arenosos y tristes. El silencio rodea por todas partes a la más alegre y bulliciosa de las ciudades de Occidente.
Así avanzando y, cuando se camina absorto, contemplando a lo lejos aquel cuadro de desolación, repentinamente una oleada de brisa fresca y balsámica anuncia al viajero que ha llegado por fin al suspirado oasis de Jalisco.
Casi sin apercibirse de ello toca uno en ese pueblecillo delicioso que se llama San Pedro, por el cual se entra a Guadalajara como por una portada de verdura y de flores. San Pedro es un lugar de recreo con lindas casas de campo y bien cultivados jardines. Desde que se entra en sus callecitas alegres y risueñas, se comprende que el paraíso va a compensar a uno del fastidio del desierto.
Sobre las cercas, cubiertas con millares de parietarias, se asoman la oscura copa del nogal, el zapote de hojas brillantes, la magnolia con sus grandes y blancas flores, y el naranjo con sus pomas de oro.
Los árboles de diversas zonas se mezclan allí en admirable consorcio. El plátano confunde a veces sus anchos abanicos con los ramajes del albaricoque y el chirimoyo se cubre de flores a la sombra de la higuera. El ganado se cobija bajo las ramas del olivo, y el limonero y el manzano parecen alargarse mutuamente sus aromáticos frutos.
Se comprende, al ver esto, el por qué se ha dado a Jalisco el nombre de Andalucía de México, y por qué el buen Mota Padilla, hijo cariñoso de Guadalajara, haya dicho, al hablar de ella, que está situada en país alegre, abastecido y regalado.
No menos entusiasta que Mota Padilla, yo también me he difundido, señores, de una manera que parecerá fastidiosa a quien no estime aquella tierra, a la que me siento unido por la dulce cadena de los recuerdos.
Perdonen ustedes mi afición a describir, y no la juzguen tan censurable mientras que ella sirva para dar a conocer las bellezas de la patria, tan ignoradas todavía.
Por una calzada de hermosos fresnos se atraviesa en un instante la pequeña distancia que hay de San Pedro a Guadalajara.
Desde que se penetra en sus primeras calles hay algo que simpatiza profundamente: se ve algo semejante a la sonrisa de una familia hospitalaria; se diría que una mujer amable y buena le abre a uno los brazos y le estrecha contra su corazón.
Yo conozco muchas ciudades de la República, caballeros, y puedo asegurar a ustedes que, al atravesar por primera vez el umbral de algunas de ellas, he sentido algo que me repelía, se me ha oprimido el corazón como al penetrar en una ciudad enemiga o en una cárcel.
En cada habitante que he encontrado en las calles me ha parecido ver un pícaro; cada cara me ha mirado con ceño, y la población entera se me ha figurado que me hacía una mueca de odio y de insulto. Y aunque parezca singular, puedo añadir también que, en cada una de estas poblaciones chocantes he tenido siempre jaqueca durante el tiempo que he permanecido en ellas, el cual he procurado abreviar para no morirme de tedio, deseando al alejarme, lo mismo que aquellos dos discípulos de Jesús al pasar por una ciudad que les cerraba sus puertas, esto es, que lloviera fuego del cielo para que las consumiera como a la antigua Sodoma.
Tengo esta debilidad, así como tengo la contraria, a saber, la de apasionarme de los lugares que a primera vista me son simpáticos. Guadalajara lo fue.
En cada habitante que se detenía a ver pasar nuestra columna, creí ver un íntimo amigo y ganas tuve más de una vez de apearme del caballo para ir a abrazar a la primera vieja que se asomaba a su ventana, para sonreírnos con benevolencia, o a la muchacha del pueblo que fijaba en nosotros sus negros ojos con mil promesas de tierna confianza.
En Jalisco hay, como en todos los Estados de la República, provincialismo; pero no es ese provincialismo celoso y estúpido que cierra al extraño las puertas, y que le ve como a un animal feroz o como al gafo de la Edad Media; sino ese sentimiento apasionado hacia todo lo que pertenece a la tierra natal, y que, sin ser exclusivista, procura embellecer lo propio a los ojos del extraño.
Así es que en Guadalajara, apenas llega un mexicano cuando veinte personas le rodean afectuosamente, le invitan a pasar a la casa, le brindan con la más franca hospitalidad, le procuran relaciones, y le inician, por decirlo así, en todas las intimidades de aquella sociedad.
Se procura hacer deliciosa la mansión del viajero, se desea que encuentre el placer en todas partes, y se logra por fin que lleve de Guadalajara los recuerdos más alegres y duraderos.
Se conocerá la diferencia que hay, por ejemplo, entre el carácter de Guadalajara y el carácter de Puebla, en lo siguiente. En Puebla invitan al forastero a visitar las iglesias; en Guadalajara a visitar los establecimientos de beneficencia; en Puebla, después de infinitas pruebas parecidas a las que se exigen del profano antes de entrar en la masonería, los amigos, como una gran muestra de confianza, le ofrecen agua bendita y rezan con él un viacrucis; en Guadalajara, a los diez minutos de haber sido presentado, le ofrecen un banquete y apuran en su compañía la copa de la amistad.
En otras partes las mujeres apenas asoman las narices por sus balcones para ver pasar al viajero, y se apresuran a esconderse para no ser examinadas de cerca. En Guadalajara las mujeres se presentan francas y risueñas, comprendiendo muy bien que no es preciso ser mojigatas para ser virtuosas.
Decía yo que el provincialismo en Guadalajara consiste en querer aparecer bien a los ojos del extraño, y por este sentimiento que es el origen de todo patriotismo, no es raro oír encomiar en sus tertulias el valor de sus guerreros, el acierto de sus gobernantes, el talento de sus escritores y la belleza de sus mujeres, Y a fe que tienen razón.
Jalisco es la tierra de Prisciliano Sánchez, de López Cotilla, de Otero, de Herrera y Cairo, de Cruz Aero y de Epitacio Jesús de los Ríos. Y bajo aquel cielo de fuego se ha templado la lira de esa Isabel Prieto que, nacida en España, se ha desarrollado desde su niñez bajo la influencia de nuestro sol, y nos pertenece por entero, como nuestro Alarcón pertenece a España.
El carácter de los jaliscienses es demasiado conocido para que tenga yo necesidad de detenerme a encomiarle. En cuanto a las mujeres, en mi concepto, no sólo son hermosas sino divinas, y tienen, además de los encantos físicos que el cielo les otorgó con mano pródiga, una cualidad que no es común, que va siendo más rara de día en día, que va a desaparecer del mundo si Dios no lo remedia: el corazón, amigos míos, el corazón; lo que se llama hoy corazón ¿entienden ustedes?
No la entraña que yo, médico, no me atreveré a negar a ninguna mujer de la tierra, sino a esa facultad que, como el verdadero talento, es un privilegio, y consiste en saber amar bien y cumplidamente, con ternura, con lealtad, sin interés, sin miras bastardas, sino en virtud de un sentimiento tan exaltado como puro.
Este culto del amor ya sólo existe en algunos puntos del globo; él ha sido hasta aquí la religión del genero humano, pero desgraciadamente va sustituyéndose con la horrible idolatría del becerro de oro, que se halla extendida por toda la tierra, que gana prosélitos a cada momento y que parece estar cobijada bajo las alas poderosas de la civilización.
¡Blasfemia! diría cualquiera que me oyese hablar así. En efecto, blasfemia me parece también a mí cuando me pongo a reflexionar en que la civilización es la propaganda de todo lo bello y de todo lo bueno, y no puede de ningún modo reputarse tal, esa infame codicia que mata las más santas aspiraciones del alma.
Yo creo que esta especie de ateísmo que se burla de los sentimientos, y que no hace caso sino del estúpido goce material, no es más que el retroceso que toma una nueva forma, y que se envuelve y se mezcla entre las galas del progreso para emponzoñarle y destruirle, como un insecto que logra esconderse en el cáliz de una flor pomposa y perfumada para roerla y secarla.
Sea como fuere, nosotros advertimos, y esto es muy perceptible, que a medida que nuestro pueblo va contagiándose con las costumbres extranjeras, el culto del sentimiento disminuye, la adoración del interés aumenta, y los grandes rasgos del corazón, que en otro tiempo eran frecuentes, hoy parecen prodigiosos cuando los vemos una que otra vez.
Cuando el mundo esta así, la poesía es imposible, la novela es difícil, y sólo hay lugar para los cuentos de cocotas que hoy hacen la reputación de los escritores franceses, o para las sangrientas sátiras que, no por disfrazarse con la elegancia moderna, son menos terribles en la boca de los juvenales del siglo XIX.
Leandro y Hero, Romeo y Julieta, Isabel Segura y Diego Marsilla, hoy serían dos tipos increíbles.
Por eso amo a Guadalajara; allí todavía el amor tiene un santuario y adoradores fieles; allí se sabe amar; allí la civilización ha entrado, pero sin sus falaces arreos de codicia y de egoísmo. Algunas excepciones habrá, pero la mayoría de las mujeres permanece fiel a las leyes del corazón.
Y esto que digo de Guadalajara, debe considerarse dicho de todo el Estado de Jalisco. Sí, señores; aquella es una tierra en que la naturaleza se ostenta pródiga en las bellezas físicas y en las bellezas morales.
A veces han pasado sobre ella los huracanes de la guerra, dejándola asolada, o ha corroído sus entrañas el crimen. Pero la savia poderosa de su vida se ha sobrepuesto a estas crisis pasajeras, y Jalisco se ha alzado de su abatimiento más lozano, más pomposo, más bello que nunca.
Su pueblo será grande cuando sus hijos, olvidando sus rencillas domésticas, comprendan que es en la unión donde encontrarán el secreto para hacer que vuelva su país a su preponderancia anterior; porque ustedes no ignoran, y nadie ignora en México, lo que ha pesado Jalisco en los destinos de la patria.
He disertado, tal vez con gran pesar de ustedes, pero creí necesarias las observaciones que acabo de hacer, para que sea conocido el teatro en que van a representar mis personajes. Ahora vuelvo a la novela, que hace tiempo que la escena está sola y que no hago más que poner decoraciones.
He dicho que Guadalajara, cuando llegamos, estaba llena de animación y de ruido. Había en ella, no ese aspecto sombrío y severo de una plaza que está próxima a defenderse, sino la alegría aturdidora de una ciudad que, no teniendo duda acerca de la suerte que le espera, quiere al menos ahogar en la fiesta sus inquietudes y su desesperación.
Mañana caería en las garras del extranjero, y la familia liberal jalisciense, que lo sabía, procuraba gozar los últimos instantes, y darse, en medio de la locura del festín, los últimos adioses. Eran las postreras alegrías del hogar.
De modo que si Guadalajara ocultaba en su seno todas las palpitaciones de la zozobra y el temor, hacía esfuerzos para disimularlas con su semblante risueño, con sus gritos de entusiasmo y con su indolente amor al placer.
El general Arteaga, gobernador entonces de Jalisco, había reunido en la ciudad numerosas tropas de disciplina con empeño, esperando, como era de suponerse, que bien pronto tendría que hacer frente a las legiones extranjeras.
Nuestra llegada aumentó la animación; éramos mexicanos y jóvenes, es decir, gente alegre, bulliciosa y amante de divertirse hasta en vísperas de morir. Nuestros oficiales eran todos bien educados, elegantes y amables. Nuestro cuerpo de caballería, y digo nuestro, porque ya me consideraba perteneciente a él, era en este particular privilegiado.
El coronel era el tipo más acabado del gentleman. Había querido que sus oficiales fuesen semejantes a él, y había logrado reunir en su cuerpo una pleyade verdaderamente escogida de dandys.
El único con quien estaba descontento era Valle, y eso no porque careciera de modales finos, sino porque, como lo he dicho, no era comunicativo ni galante, ni gustaba de la francachela. Parecía el mal pariente de aquella familia militar; y como su conducta, su observancia rigurosa de las leyes del ejército, y su exactitud, eran un reproche constante para el coronel, que solía relajar la disciplina, éste deseaba con toda su alma desembarazarse de tan incómodo subalterno.
He dicho antes que Valle prometió a su amigo Flores llevarle a casa de su prima.
El don Juan, a quien pareció seductora la promesa, deseoso como estaba de conocer a las beldades de Jalisco, para quienes esperaba ser tan simpático como siempre, no perdió oportunidad de recordar a Valle su oferta; y al día siguiente, después de terminadas las ocupaciones militares del cuartel, los dos jóvenes se dirigieron a la plaza principal a practicar un reconocimiento, presumiendo, como era natural, que allí habría bellezas que contemplar y amigos que les sirvieran de cicerones.
Era domingo, y la mañana estaba hermosísima; pero en la plaza, cuyo cuadro está embellecido con una hilera de naranjos, no encontraron nada de particular, pues la reunión más notable se hallaba en el atrio de la Catedral, en la que se celebraba la misa de doce. Este atrio se halla limitado por una soberbia y magnífica reja de hierro.
Nuestros oficiales, llamando la atención por su elegante uniforme, y particularmente Flores por su gallardo continente, atravesaron la puerta de la reja y penetraron al interior del templo, cuya magnificencia omito describir para no parecer fastidioso. Sólo diré a ustedes que los jaliscienses se enorgullecen de poseer tan suntuoso edificio, obra del arquitecto Martín Casillas, el maestro más insigne que había en aquellos tiempos, según ellos dicen.
Cuando los oficiales entraron, la misa estaba concluyéndose, y mientras que Valle, más artista y más observador, examinaba la fábrica del templo, la forma y riqueza de los altares, y se fijaba con curiosidad en los sombreros viejos de los obispos difuntos, que están pendientes de un hilo arriba de cada uno de los altares, y acerca de los cuales se cuentan muchas candorosas tradiciones que el joven recordaba sonriendo, Flores, más inclinado a contemplar las bellezas humanas que las bellezas arquitectónicas y las antigüedades, recorría con admiración los diversos grupos de encantadoras hijas de Guadalajara, que llenaban las naves de la Catedral y en derredor del altar en que se celebraba el Oficio Divino.
— Hombre, Valle, deje usted de contemplar santos como un bobo y mire los primores que hay aquí. ¡Canario! qué muchachas tan deliciosas tiene Guadalajara.
Valle miró y quedo asombrado. En efecto, había allí un centenar de mujeres hermosas, hermosísimas, como las sueñan los poetas, como las pintan los enamorados.
Las naves resplandecían más que con el fulgor de los blandones y con los rayos de luz que penetraban por las ventanas, con el brillo de tantos ojos negros que parecían encendidos, no por el tibio fuego de la piedad, sino por la hoguera abrasadora del amor y del deseo.
La misa había concluido; los oficiales vinieron a situarse en la puerta principal, y allí pasaron revista a todas las bellezas que acababan de ver en conjunto y de prisa.
Todas ellas se fijaban en los dos jóvenes, y con especialidad en Flores, que estaba soberbio de belleza, de elegancia, y que tenía en su semblante y en su apostura ese no sé qué poderoso e irresistible que atrae infaliblemente las miradas y el corazón de las mujeres.
De repente se acercaron a ellos dos jóvenes gallardas y majestuosas como dos reinas. Una de ellas tenía cubierto el semblante con un espeso velo. La otra era hermosa como un ángel. Rubia, de grandes ojos azules, de tez blanca y sonrosada, y alta y esbelta como un junco, esta joven era una aparición celestial.
Valle, al verla, se ruborizó cuanto era posible en su semblante pálido. Ella le dirigió una mirada y le saludó sonriendo ligeramente; pero al fijarse después en Flores se detuvo un instante lo mismo que su compañera, como fascinada por la mirada audaz del bello seductor que estaba acostumbrado a imponer desde el primer instante, sobre las mujeres que veía, el despotismo de su influencia terrible.
Después de esta detención momentánea las dos damas salieron del templo con cierta precipitación, atravesando el atrio entre una doble hilera de leones de Guadalajara, que se inclinaron respetuosamente para saludarlas. En este momento Valle murmuró al oído de Enrique estas dos palabras:
— ¡Mi prima!
Enrique sonrió y se contentó con decir entre dientes:
— ¡Deliciosa!
La rubia, al través de las rejas del atrio aun volvió una vez el semblante y, sin hacer caso de los pisaverdes cuyos ojos la seguían, dirigió una última mirada al gallardo compañero de su primo.
— Entiendo —dijo Flores a éste— que tendrá usted el buen gusto de seguir a su linda prima; y yo creo que es de mi deber acompañarle.
— Bueno —contestó Valle un poco contrariado— no sé si se dirigirá a su casa y si podrá recibirnos a esta hora; pero vamos, y ella dirá.
— Querido —replicó Enrique— estoy seguro de que una mujer linda y de buen sentido tendrá mucho placer en recibir a cualquier hora a dos muchachos de México como nosotros.
Diciendo esto siguieron a las encantadoras criaturas que, atravesando la plaza y algunas calles y encontrando en su camino unas miradas de amor y saludos cariñosos se dirigieron a la calle del Carmen, deteniéndose a la entrada de una casita linda y alegre como una jaula de canarios. Allí, después de volver todavía el rostro para cerciorarse si eran seguidas, viendo a los oficiales que venían en pos de ellas a pasos rápidos, haciendo sonar en las baldosas sus acicates de oro, entraron y se dirigieron inmediatamente a la sala de recibir.
Los dos jóvenes atravesaron alegremente los umbrales de la linda casita, luego un pequeño patio que parecía una gruta de verdura y de flores con un risueño surtidor de mármol y bajo una cortina de enredaderas penetraron en el corredor y se detuvieron en la puerta de la antesala.
Ya los esperaban. La hermosa rubia se adelantó hacia ellos y les dijo con la más dulce de las voces humanas:
— Pasen ustedes.
Y los introdujo en el pequeño y fresco salón, en donde se hallaban reclinadas en un sofá una señora de cuarenta años y la joven que antes se cubría el rostro con un velo, y que mostraba ahora el más lindo semblante que hubiera podido soñar un poeta musulmán.
Era blanca, de ojos y cabellos negros y labios de mirto. Los jóvenes quedaron deslumbrados.
— Querida tía —dijo Valle a la señora mayor— tengo la honra de presentar a usted a mi buen amigo Enrique Flores, comandante como yo en el ejército.
Flores se inclinó graciosamente y murmuró las palabras de cortesía sacramentales.
Después Valle le presentó a su prima Isabel, que se ruborizó notablemente al encontrarse frente a frente del hermoso oficial.
— Ahora como compensación —dijo la señora— por el gusto que nos ha dado usted, presentándonos a su amigo, le presentaré a mi vez a la mejor amiga de Isabel y una de las señoritas más distinguidas de Guadalajara. Querida Clemencia, mi sobrino Valle y su amigo.
Los dos se inclinaron respetuosamente.
Valle sintió, al encontrarse con la mirada de Clemencia, que se le oprimía el corazón. Evidentemente en los ojos negros y lánguidos de aquella hermosura terrible había algo más que el brillo de la languidez. Había un agüero, quién sabe si feliz o desgraciado; ya sea que tengamos todos una sibila en el alma que nos hace presentir la influencia que ejercerá en nuestro destino la persona a quien vemos por primera vez, o sea que Valle, poco acostumbrado a acercarse a las mujeres bellas, se encontrase turbado y confuso, el hecho es que se estremeció visiblemente y que tuvo una sensación de miedo y de dolor.
— ¿Se pone usted malo, hijo mío? —preguntó la señora con interés a su sobrino.
— No, tía, no tengo nada.
— Está usted muy pálido.
— Fernando tiene una apariencia enfermiza —dijo Flores— pero con ese cuerpo delicado que ustedes ven, disfruta de una salud robusta. Fue herido hace poco; pero eso paso ya, quizá le ponga de este modo la agitación del momento, el clima nuevo para nosotros o, más bien, la timidez de su carácter, porque Valle es tímido de una manera rara.
— ¿Tímido? —replicó la señora— pues será una excepción de su familia. Su padre y primo mío y sus hermanos no pecan por encogimiento. Al contrario, son la personificación de la alegría y la franqueza. ¿Y por qué razón —añadió preguntando a Valle— se ha dado la circunstancia de que cuando he estado en México y aun en Veracruz no he visto a usted jamás en su casa? Siempre me decían que estaba usted ausente.
— Señora, desde muy pequeño —contestó Valle— me alejé del lado de mi familia para estudiar; después entre a servir en el ejército; apenas conozco a mis hermanos, y por muy poco tiempo he permanecido bajo el techo paterno.
— ¡Qué triste es eso! Pero ni aun en las reuniones íntimas, en aquellas en que no hay costumbres de que falten los hijos, como por ejemplo, en los días del papá o de la mamá, he visto a usted en su compañía. Y los otros hermanos habían venido, unos desde Veracruz y otros desde el extranjero a ocupar su puesto en el banquete de la familia; sólo usted faltaba siempre.
— Estaba yo enfermo unas veces, otras llegaba algunos días después, por motivos independientes de mi voluntad; pero no había otra causa ...
Esta conversación hacía mal a Valle, y era perceptible que deseaba no se continuase. La señora lo comprendió así y se volvió para hablar con Flores.
El galante oficial que primero había observado rápidamente y a fuer de hombre conocedor a las dos bellas jóvenes, pasaba de una a otra alternativamente los ojos, como en un estudio comparativo, y había acabado por comprender que las dos rivalizaban en hermosura y encantos.
La una era blanca y rubia como una inglesa. La otra morena y pálida como una española. Los ojos azules de Isabel inspiraban una afección pura y tierna. Los ojos negros de Clemencia hacían estremecer de deleite. La boca encarnada de la primera sonreía, con una sonrisa de ángel. La boca sensual de la segunda tenía la sonrisa de las huríes, sonrisa en que se adivinan el desmayo y la sed. El cuello de alabastro de la rubia se inclinaba, como el de una virgen orando. El cuello de la morena se erguía, como el de una reina.
Eran bellezas incomparables, y Flores, sin decidirse por ninguna de ellas, hizo lo que en semejantes casos tenía de costumbre, se dejó arrastrar por la mano del destino. Dejó a la suerte la elección, y como se había de empezar por algo, se acercó a Isabel y entabló con ella una de esas conversaciones frívolas de primera visita, sobre la población, el clima, la catedral, las señoras, la casa y las flores, y todo lo que presta un elemento para formar diálogo. Isabel se sentía turbada y feliz, Enrique la encantaba; aquel carácter ligero, agradable, risueño, aquellas palabras llenas de chispa y de agudeza le parecían sonar por primera vez en sus oídos y tenía todos los encantos de la novedad.
Por otra parte, hemos dicho que Flores era hermoso, e Isabel era de esas mujeres para quienes la forma es todo. Su pobre primo no podía sostener una comparación física con el joven y gallardo rubio.
Clemencia se parecía mucho en esto a su amiga. Adoraba la forma, creía que ella era la revelación clara del alma, el sello que Dios ha puesto para que sea distinguida la belleza moral, y en sus amigas y amigos examinaba primero el tipo y concedía después el afecto.
Y esto no da derecho a suponer que las dos jóvenes careciesen de talento y de criterio, no; la naturaleza había sido pródiga con ellas en dones físicos e intelectuales. Clemencia pasaba por tener una de las inteligencias más elevadas del bello sexo de Guadalajara. Isabel era citada por su talento. Ambas estaban dotadas del sentimiento más exquisito. Eran mujeres de corazón.
Pero juzgaban como juzgan casi todas las mujeres, por elevadas que sean, y eso en virtud de su organización especial. Aman lo bello y lo buscan antes en la materia que en el alma. Hay algo de sensual en su modo de ver las cosas. Particularmente las jóvenes no pueden prescindir de esta singularidad, sólo las viejas escogen primero lo útil y lo anteponen a lo bello. Las jóvenes creen que en lo bello se encierra siempre lo bueno, y a fe que muchas veces tienen razón.
Así, pues, Clemencia, desde que llegaron los oficiales, por una inclinación irresistible no cesó de dirigir frecuentes miradas para examinar a Flores, quien, a su vez, le hacía sentir el poder de sus ojos audaces e imperiosos.
El triste Valle continuó su conversación con la tía y le habló de plantas y árboles frutales. Era algo botánico, y como estaba poco habituado a las conversaciones de sociedad, procuraba mezclar siempre sus pequeños conocimientos para no quedarse callado.
No por eso dejó de observar la impresión que su amigo había causado en las dos hermosas muchachas, y más de una vez se quedó distraído y contrariado.
¿Comenzaba a amar? Puede ser, y en ese caso, la pura, la virginal Isabel, la que inspiraba amores castos y buenos, debía ser el ídolo de su corazón. El necesitaba un ángel, y su prima era un ángel que encerraba en su alma todos los consuelos, todas las esperanzas que podían cambiar el aspecto de su vida solitaria y triste.
Pero la rubia sonreía a Flores de una manera insinuante, era una esclava que se rendía sin combatir a su futuro señor.
Un momento después, y con los cumplimientos de estilo, los jóvenes salieron de aquella casa; Valle taciturno, Flores alegre, decidor y risueño.
— Clemencia ¿qué te parece mi sobrino? —preguntó la señora a la hermosa morena.
— Me parece un joven instruido y bueno, algo encogido.
— Fernando debe estar enfermo —añadió Isabel con cierta compasión— su palidez no es natural, y además ¿no has notado mamá? sus manos tiemblan.
— Será nervioso —observó Clemencia.
— Es un muchacho raro —volvió a decir la tía— y en su vida debe ocultarse algún misterio. Hemos estado en México y en Veracruz, hemos visitado con frecuencia su casa: jamás le hemos visto. Al preguntar por él, pues sabíamos que a más de los tres hijos de mi primo que allí vimos, había otro, siempre se nos contestó que estaba ausente; pero yo observaba cierto desagrado al hablar de él, lo que, por otra parte, se hacía de una manera breve y seca. Su familia, rica y de carácter alegre, daba fiestas a menudo, ya en sus salones de México, ya en sus haciendas del Estado de Veracruz, pero jamás parecía extrañar en ellas la falta de un hijo, jamás sus hermanas, que son muy lindas, le consagraban un recuerdo, jamás los amigos de la casa le nombraban: había cierto cuidado en evitar las conversaciones que pudieran recaer sobre su ausencia. En fin, yo supongo que este pobre joven debe haber causado a sus padres, hace tiempo, algún profundo disgusto, o ha cometido alguna gravísima falta; y que, a consecuencia de eso, ha incurrido en el desagrado de la familia y ha sido arrojado del hogar paterno. Tanto más probable es mi suposición, cuanto que su familia pertenece a un partido mortalmente enemigo de éste en cuyas filas anda sirviendo mi sobrino. Verdaderamente estoy admirada de ver a Fernando con el uniforme liberal, cuando su padre es uno de los más notables conservadores y ha prestado servicios a su partido, de gran consideración, lo cual ha hecho que se le vea en él con mucho respeto. Esto no puede explicarse sino existiendo una profunda división entre el padre y el hijo, pues de otro modo, creo que mi primo habría preferido matar a su hijo antes que verle de oficial en el ejército republicano. Pero, como ustedes supondrán, cualquiera que sea el origen de semejante división entre Fernando y su padre, no puede uno tener buena idea de un hijo así, y hay que sospechar acerca de su conducta.
— Mamá —dijo la dulce Isabel— yo le confieso a usted que veo en mi primo algo que me causa antipatía; y por Dios que mis ojos nunca me engañan, y que todo aquello que me disgusta a primera vista, resulta malo.
— Bien puede ser —replicó la señora— pero entretanto que averiguamos todo lo que hay en el asunto, tenemos que tratar a Fernando como a un pariente nuestro y que ocultarle nuestras sospechas, que bien podrían carecer de fundamento.
— Tal vez le condenan ustedes demasiado pronto —objetó Clemencia con aire de lastima—. Yo no le veo nada de repulsivo, como Isabel. No es agraciado, no es simpático y, además su encogimiento, que no parece ser propio de un mexicano, le perjudica mucho. Es muy serio; tal vez su carácter se haya agriado con alguna enfermedad, porque en efecto está muy pálido, muy delgado, y ahora nos lo pareció más, porque le comparábamos con su amigo que está brillante de salud y de frescura.
— ¡Oh! en cuanto a ese —dijo Isabel, ruborizándose ligeramente— ¡qué simpático es! ¡Qué guapo!
— ¿Te agrada, Isabel? —preguntó Clemencia con una imperceptible malicia.
— Sí, tiene mucha gracia, es muy fino.
— Es un joven distinguido, y no hay duda que pertenece a una buena familia —observó la señora.
— No hay muchos oficiales así —dijo Clemencia— éste es un modelo de elegancia y de caballerosidad. ¿Viste qué ojos tiene, Isabel?
— Y ¡qué bien habla!
— Y ¡con qué garbo lleva su uniforme!
— Mi pobre primo Fernando, la primera vez que nos hizo una visita nos habló de la atmósfera de Jalisco, de los árboles y del lago de Chapala. Ya tú comprenderás, Clemencia, que esto sería muy bueno, pero que no era oportuno ni tenía chiste. Mi primo será un observador, pero no es nada divertido ni galante; creo que nunca ha estado en sociedad, pues tartamudea y se avergüenza, y se queda callado como un campesino. Flores es diferente, ya lo has visto.
Clemencia se puso pensativa, y después dirigió a su amiga una mirada escrutadora y profunda.
Isabel, casi avergonzada de haber dicho tanto; y poniéndose roja como la grana, al sentir la mirada maliciosa de su amiga, repuso luego, como para chancearse:
— ¿Y tú, querida, has encontrado bien a mi primo? ¿Te has enamorado de él?
— Sí; encantador es tu primo, por vida mía.
Isabel sintió algo como un leve dolor de corazón, al oír hablar así a su amiga. Comprendió que el gallardo Enrique había causado una impresión grata en el ánimo de Clemencia, lo mismo que en el suyo, y tal vez presintió que iba a tener una rival, y rival temible, pues Clemencia, por sus encantos y por su talento, era más peligrosa que ella para los hombres.
Pero ¿qué pasaba? ¿Isabel estaba enamorada ya y tan pronto? No tal; pero sucedía entonces lo que sucede siempre que dos beldades se encuentran por primera vez con un hombre superior. Se establece entre ellas una rivalidad momentánea, cada una procura atraer la atención de aquel amante en ciernes, y cada una teme verse pospuesta a su antagonista.
Isabel y Clemencia eran dos bastante lindas mujeres para que carecieran de adoradores. Los tenían en gran número en Guadalajara, y estaban acostumbradas a dominar como reinas, alternativamente o juntas, en todas partes.
Así, pues, no era el deseo de ser amada por el primer venido, el que las hacía disputarse en aquel instante la preferencia del hermoso oficial, sino el amor propio, innato en el corazón de la mujer, y mayor en el corazón de la mujer bella, que quiere conquistar siempre, vencer siempre y uncir un esclavo más al carro de sus triunfos.
Además, ya he dicho cuales eran las ventajas físicas y sociales de Enrique, y será fácil comprender cuán superior le hallaron las lindas jóvenes a todos los rendidos amantes que hasta allí las habían rodeado. Ser amadas también de aquel gallardo y brillante joven de México ¡qué placer y qué orgullo!
Clemencia estaba invitada a almorzar en casa de Isabel. Se pusieron a la mesa y almorzaron alegremente; pero cualquiera habría podido notar en el semblante y en la conversación de las hermosas, que una preocupación oculta las agitaba y las ponía, a ratos, pensativas.
Iban a ser rivales o, más bien dicho, ya lo eran.
— ¿Por qué viene usted tan callado, Valle? ¿Ha dejado usted el alma en esa casa? —preguntó Flores a su amigo, después de haber andado algún rato.
— No tal.
— Sí; conmigo, fuera reservas; usted está enamorado, hijo mío, o algo le sucede de extraordinario, porque ha tenido usted singularidades que no pueden engañar a ojos tan expertos como los míos.
— Ya usted me conoce. Soy tímido delante de las mujeres, y esto es lo que me ha sucedido hoy. Ayer ha pasado lo mismo. Sabía yo que esta familia vivía en Guadalajara; que ella había estado en México y que había tenido intimidad con la familia de mi padre, a causa de su parentesco. Pero yo no la conocía; pregunté por ella al llegar; me dieron razón y me presenté en su casa. Me recibió mi tía muy bien; pero pasados diez minutos de mi visita no sabía ya de que hablar, y mi permanencia allí fue un suplicio. Como usted ve, mi prima es bella; su vista me causó una impresión difícil de definir; deseaba alejarme de ella, y lo sentía al mismo tiempo. No sé cuántas barbaridades dije, y era que me preocupaba su belleza, esa belleza inocente y encantadora.
— Eso se llama amor, chico. ¿Ha estado usted enamorado alguna vez?
— Nunca; le confieso a usted que cuando era estudiante vivía entregado a los libros, visitaba pocas casas, y en ellas, aunque solía encontrar muchachas hermosas, casi siempre las vi enamoradas de otros, y esto naturalmente me hacía alejarme de ellas, así como a ellas interesarse muy poco en agradarme. Además, yo conozco que no soy simpático para las mujeres, no tengo esas dotes brillantes que usted posee en alto grado para cautivar el corazón femenil. Mi carácter es sombrío y taciturno; ya usted comprenderá que hay motivo para que mi juventud se haya deslizado solitaria y triste. Le parecerá a usted ridículo, pero la verdad es que mi corazón está virgen de todo amor.
— ¡Hombre! ridículo, no; pero raro, sí, muy raro. ¡Un corazón virgen a los veinticinco años! ¡En este tiempo en que ya a los doce se tiene novia, y muchas veces querida! Convengo en que no haya usted amado, esta palabra ahora es convencional; pero habrá usted tenido una querida: ¿quién no tiene hoy, apenas llegada la pubertad, una triste querida?
— Tampoco; me hubiera sido eso difícil sin amar. Las pasiones de los sentidos no han sido hechas para mí. Como desde niño he carecido del dulce placer de sentirme amado, y como he atesorado en el alma un íntimo caudal de cariño tan ardiente como puro, he deseado con avidez amar; pero hubiera creído profanar mis sentimientos entregándome a las pasiones banales y que gastan la organización corrompiendo casi siempre el alma.
— ¡Canario, y que singular filósofo es usted, Fernando! Usted no pertenece a esta época. Es usted un casto soñador, un poeta quizá; pero de todos modos un hombre al agua. ¿Ha leído usted novelas?
— Pocas.
— ¿Ha frecuentado usted a los poetas?
— Algo; pero le diré a usted: antes, muy antes de que me aficionara a ese género de lectura, pensaba y sentía lo mismo. Las ideas que tengo no me vienen de los libros, sino de las impresiones que he recibido desde mi infancia. He sufrido, y el mundo, que pudo haber sido para mí un edén, fue un infierno desde los primeros pasos. ¡Feliz quien como usted sólo ha pisado rosas en su camino!
— Como habíamos hablado pocas veces de este modo, le confieso a usted que no le había observado esta particular disposición al romanticismo, que ahora le noto, y de que le habría curado radicalmente, como de una enfermedad odiosa. ¿Quién diablos le ha puesto a usted hollín en el cerebro? ¿Quién le ha dicho a usted que este hermoso y querido mundo es un infierno? Sólo los tontos creen ya en el valle de lágrimas; y quéjese a su mal gusto aquel que quiera recibir la vida como un cáliz amargo. Pues qué ¿usted toma las cosas a lo serio?
— ¿Y cómo no tomarlas así, cuando no se me presentan risueñas?
— El talento consiste, amigo mío, en cambiarles la cara. Yo nunca he sido romántico.
— Pero usted siempre habrá sido feliz.
— Feliz absolutamente, no; necesitaba yo muchas, muchísimas cosas para ser feliz. Mi ambición es insaciable, mis sentidos exigentes hasta lo imposible.
— ¿Sus sentidos? ¿Pero usted no tiene corazón?
— Querido ¿cree usted en el corazón?
— ¡Como si creo! Demasiado, y ahora más todavía.
— Arránqueselo usted en la primera oportunidad, Fernando. Créame usted, es una entraña que maldita la falta que nos hace, y que debe acarrear infinitas contrariedades. De mí sé decir que nunca lo he tenido, si no es en la acepción física de la palabra, y me he reído alegremente de aquellos que decían ser desgraciados por un exceso de sentimientos. Eso está bueno para urdir cuentos; el corazón es como el diablo, sólo existe en las leyendas.
— Pero ¡qué horrores está usted diciendo! Apenas me atrevo a creer que habla usted con formalidad.
— Pues no lo dude usted, amigo mío, y le aseguro bajo mi palabra de honor, que no soy de aquellos que por haber sufrido algún quebranto terrible en sus esperanzas o en sus pasiones, se hacen los interesantes, diciendo que ha muerto su corazón, que no tienen en el pecho más que cenizas, con otras mil necedades tan ridículas como impertinentes. No; si alguno puede dar gracias a la fortuna por sus coqueterías y sus lisonjas, soy yo, que sin fatuidad he apurado desde muy temprano los goces, y he hecho de mi vida una especie de orgía de buen tono. No es mi ánimo hacer a usted mi biografía, pero no dejará usted de creerme si le digo que hasta aquí la suerte no me ha contrariado nunca, y que apenas le he pedido algo cuando se ha dado prisa en alargármelo con buen modo. Nací rico y lo soy aún, no millonario, esto vendrá después; pero lo suficiente para haber tomado asiento, durante algunos meses, en el banquete que el placer ofrece en Europa a los sibaritas del siglo XIX. Aún me quedan, como es de suponerse, mil goces por saborear; pero esto, lejos de ser una contrariedad, es un incentivo para seguir mi camino; es una esperanza que me sonríe llamándome; es una garantía de que no tendré un porvenir fastidioso. ¿Qué habría quedado para mis cuarenta años, si hubiese agotado todas las delicias en la juventud? Volví al país, y por algún tiempo no tuve otra ocupación que galantear; el galanteo es un entretenimiento interino, y bueno cuando es provechoso. Yo no soy platónico; y, con perdón de usted, creo que el platonismo es manjar de tontos. En este tiempo en que se vive tan presto, sacrificar los mejores días a los goces de lo que ustedes llaman alma, es pasar una hermosa mañana de primavera estudiando geografía en un gabinete; es pasar una hermosa noche de estío traduciendo el Arte de amar. Así, pues, en cuanto a mujeres ...
— ¡Ah, sí! en cuanto a mujeres, demasiado sé cuán afortunado ha sido usted.
— He hecho llorar algunos hermosos ojos aquí en mi inculta patria, donde todavía se usan el color natural y las lágrimas sinceras; pero reflexione usted en que sería peor para mí, verme obligado a lamentar el rigor de las desdichas. Con las mujeres no hay remedio: o tiene uno que engañar o que ser engañado. ¿Preferiría usted ser lo último?
— Pero cuando el corazón se interesa ...
— Amigo mío, no olvide usted que le he dicho que yo no tengo esa desventaja. Si yo hubiese poseído un ápice de ese sentimentalismo anticuado, el libro de mis aventuras estaría en blanco como el de usted. Habría dado con la primera Dalila de las que andan por ahí, y a esta hora, tonsurado y miserable, habría compuesto algunas endechas llenas de dolor, pero no habría arrancado de la ingrata ni una sola de esas lágrimas que tantas veces han regado mis manos y mi cuello.
— ¡Pero, Enrique, por Dios, no todas son Dalilas!
— Todas, Fernando, todas. No lo son por maldad, lo son por naturaleza, inocentemente, sin saber lo que hacen, tal vez sin quererlo; pero el hecho es que aun amando acaban con las fuerzas de un hombre, lo enervan y lo entregan a los furores del destino, desarmado, impotente y el amor no debe ser más que el embellecimiento del camino de la ambición.
— Me espanta usted ... Yo creía que el amor era uno de los grandes objetos de la existencia; yo creía que la mujer amada era el apoyo poderoso para el viaje de la vida; yo creía que sus ojos comunicaban luz al alma, que su sonrisa endulzaba el trabajo, que el fuego de su corazón era una savia vivificante que impedía desfallecer.
— ¡Poesía! ¡Poesía! Deje usted de creer en eso, y mire usted, que le estoy hablando como no le hablaría a nadie, porque es peligroso revelar las opiniones íntimas de uno, como le es peligroso a un espadachín descubrir el cuerpo a los ojos de un contrario hábil. Esto le probará a usted que le quiero.
— Pero dígame usted, Flores, con semejantes ideas cuyo origen no me es desconocido ya ¿cómo es que sirve usted en el ejército, y en un tiempo como este, en que la República anda de capa caída? Flores sonrió y se turbó un poco ante la mirada fija de Valle.
— Precisamente por eso vengo aquí. ¿Usted tiene fe en el triunfo de la independencia?
— Tengo gran fe, una fe incontrastable.
— ¿Y usted cree que no morirá en la lucha?
— Eso no lo sé: nada difícil es que muera; pero moriré con la conciencia de que tarde o temprano triunfará la República.
— Pues bien; yo también tengo fe, y hay algo que me dice que sobreviviré a la guerra. Usted comprenderá que vamos a quedar muy pocos, y de esos pocos me propongo ser uno. El camino así se hace más corto, y yo llegaré a mi fin.
— De modo que el patriotismo entra muy poco en los propósitos de usted.
— El patriotismo tiene sus móviles de diferente especie; para unos es cuestión de temperamento, para otros es la simple gloria, ese otro platonismo de los tontos. Para mí es la ambición. Yo quiero subir.
— ¿Y todo para hundirse después en los goces?
— Es claro; en todos los goces, del orgullo, del poder, de la riqueza, del amor, de la gloria. Todos juntos se saborean cuando está uno colocado muy arriba de sus semejantes. Sin lograr esto, se tendrá uno de ellos o dos, pero no todos, y mi ambición los busca todos. Si me hubiese hecho banquero, soplándome el viento de la fortuna habría llegado a ser millonario; pero tendría quizá que inclinarme alguna vez delante del hombre de armas o del gobernante. Prosiguiendo mi carrera de galanteos, habría llegado a poseer acaso a todas las mujeres que hubiera deseado; pero en primer lugar tengo miedo al hastío, y luego, un don Juan ... ¿qué es un simple don Juan? Un reyezuelo de salón, una potencia de retrete que se eclipsa delante de un guerrero afortunado, delante de un millonario bestia, y aun muchas veces delante de un hombre de talento, que es mucho decir. Un don Juan tiene que ocultar en el misterio la satisfacción de su dicha, y cuando la hace pública, se limita a recibir incienso de una pequeña corte de aduladores vulgares, que son al gran libertino lo que los lebreles son al cazador; es decir, que sólo lamen la mano para obtener los restos de la presa. ¡Eso es fastidioso ...! Yo quiero algo más que semejantes goces mezquinos ... Pero, chico, nos engolfamos en una conversación estrafalaria, y noto que estoy impertinentemente comunicativo. Dejemos esto, ya curaré a usted del platonismo que le esté secando; hablemos de la primita, que fue lo primero que se ofreció a mi imaginación cuando comenzamos a charlar. ¿Sabe usted que es una lindísima criatura? Una conquista que valdría la corona mural.
Fernando palideció.
— Sí, es linda —murmuró secamente.
— ¿Piensa usted hacerle el amor?
— No lo sé, y aun no me doy cuenta de la verdad de lo que pasa en mi alma. He dicho a usted que la impresión que me causó desde que la vi, es extraña: hoy que la vi hablar tan amablemente con usted, seria una especie de odio; pero querría siempre estar mirándola.
— ¡Pobre Fernando! es usted demasiado sincero. Pues bien, eso es amor; usted la ama y ha sentido celos. Yo he recogido demasiadas flores en el campo del mundo, para querer arrebatarle a usted esa pequeña rosa. Usted puede lanzarse; hable, enamórela, y pronto, porque no tardarán en tocar a botasilla, y vea usted que no nos quedan en perspectiva más que algunas flores silvestres, cuyo aroma no será precisamente una delicia para nuestro olfato de cortesanos.
Valle se sentía mal al oír hablar de este modo al libertino. Había levantado en su corazón un altar a Isabel, y veía tratar a su ídolo como Flores trataba siempre a las víctimas de su lubricidad.
— Estoy resuelto: no le diré nada —contestó—. Esa joven no merece que dos militares como nosotros, la hagan objeto de una distracción pasajera.
— ¿Por qué? ¿Porque es prima de usted? Pues hombre, las primas de uno ...
— No diga usted más, Enrique, por su vida; me causa pena que usted no vea en una mujer tan angelical más que un objeto de cruel diversión y de innoble placer.
— ¡Platónico ...! Usted se curará. Pero, resueltamente, la rubia es bellísima; difícilmente, a no estar usted a su lado, me resignaría yo a no decirle nada. Así es que usted o yo: escoja. Con usted estará garantizada; conmigo, no me atreveré a decir que la seduciría, fuera hacer a usted una ofensa; pero es seguro que llegará a amarme. Líbrela usted de mí. Yo me consagraré a la deliciosa morena; esa me seduce, es una sultana, en cuyos ojos negros beberé fuego. Vamos, decídase usted.
Fernando pensó que su amigo hablaba sinceramente a pesar de su libertinaje; comprendió que su prima estaba pérdida si la dejaba en poder de Flores, que ya la había hecho sentir la funesta influencia de su mirada irresistible; comprendió que la única defensa para ella consistía en su amor, amor que por otra parte parecía haber avasallado su corazón tan rápida como imperiosamente. Además, recordó la sensación dolorosa que experimentó al aproximarse a Clemencia, cuyos ojos negros le habían causado movimientos nerviosos, presagios de algún mal terrible. Dejar a esta beldad poderosa y fatal en lucha con Enrique, no era una villanía, porque iban a encontrarse dos potencias igualmente fuertes; y, después de todo; si alguna desgracia acontecía ¿no valía más que recayera sobre la altiva morena, sobre la leona aristocrática y soberbia, más bien que sobre la débil virgen que no parecía contar con fuerzas suficientes para luchar sin morir?
— Está bien —dijo Fernando resueltamente— me consagro a mi prima. Haga usted la guerra a la hermosa de los ojos negros.
— Arreglado. Ahora, pensemos en la maniobra. Volveremos a casa de la prima de usted, porque es preciso que me introduzca en la de Clemencia, pues no debo esperar encontrar a ésta siempre en otra casa que la suya. Una vez logrado, usted se quedará frente a su enemigo y yo frente al mío, y veremos quién domina la posición primero.
Con tal resolución, después de haber paseado por varias calles solitarias, entraron en el cuartel, dirigiéndose Enrique al alojamiento del coronel y Fernando a su aposento, en donde se sentó pensativo y ceñudo.
Isabel, en cuya alma no se había eclipsado un momento la imagen del gallardo mexicano, apenas estuvo sola, se puso a pensar con toda libertad en aquella aparición que venía a derramar una nueva luz sobre su porvenir. En las organizaciones dulces y tímidas como la de Isabel, el amor comienza así, apoderándose rápidamente y con más fuerza, a medida que es más débil el espíritu que domina. La joven comenzó a decirse todas esas palabras que, sin salir de los labios, causan rubor a las niñas y las hacen recelar las miradas y los oídos extraños, como si el fondo de su pensamiento y de su corazón pudiese ser visto, y como si el acento de su voz íntima pudiese ser escuchado. — ¡Qué interesante es! ¡Cuánta elegancia en su traje y en sus actitudes! ¡Qué delicadeza en sus maneras! ¡Qué valor se descubre en su carácter! ¡Qué talento en sus palabras! Pero, sobre todo, sus ojos tienen algo que subyuga, que atrae, que penetra hasta el corazón. Y luego Isabel pasaba revista en su memoria a sus adoradores antiguos; los comparaba con Enrique, y aun haciendo todos los esfuerzos posibles para ennoblecerlos, para poetizarlos, para exagerar sus cualidades brillantes, los encontraba inferiores, los encontraba prosaicos, por más que evocaba en su favor toda la antigüedad del afecto, todo el orgullo del patriotismo. No, no había nadie igual a su nuevo amigo. — Pero este hombre —añadía— no puede, no debe tener el corazón libre; es preciso, es seguro que ame a otra, que haya dejado en México a la querida de su alma, porque con tales cualidades, sería absurdo suponer que no hubiese habido, no digo una mujer, sino cien mujeres que le amasen. Y este pensamiento le hacía mal. — Y ¿qué me importa, después de todo, que tenga amores y que le adoren en México o en cualquiera otra parte? ¿Acaso yo puedo amarle, acaso él no es un ave de paso que durará aquí el tiempo que tarden los franceses en venir? ¿Acaso sabemos quién es? ¡Qué loca soy en estar pensando esto! Y procurando distraerse y hacerse ruido, se sentaba al piano y ensayaba una melodía; pero la música ejercía luego en su espíritu su natural influencia; latía su corazón, y la imagen del bello oficial venía a interponerse entre sus ojos y el papel de música extendido sobre el atril. Entonces se interrumpía, se quedaba meditabunda otra vez, y recordaba a Clemencia. Le parecía que su amiga había hablado de Enrique con más interés del que es natural respecto de una persona a quien se ve por vez primera. Le había visto dirigir a Flores frecuentes miradas, y aun estaba segura de que había quedado impresionada fuertemente. Y era de suponerse; Clemencia era una mujer de imaginación exaltada y ardiente, amaba también lo bello ¿cómo no había de haber encontrado digno de atención a aquel joven tan privilegiado? Pero Clemencia era orgullosa y dominadora, sabía disimular sus inclinaciones, y no quería por nada de este mundo cometer la debilidad de indicar con una sola mirada, con una sola palabra, el afecto de su corazón. Así es que no había motivo para tener una rivalidad... por lo pronto. Pues aunque Clemencia era acusada de coqueta hacía algún tiempo, y gustaba de avasallar a todo el mundo, no lograría en este caso nada, interponiéndose, como se interponía, el amor de una amiga tan querida; sobre todo, Enrique iba a estar enamorado dentro de poco tiempo, y eso bastaba. Tales eran las ideas que en tumulto se levantaban en el alma de Isabel. Y cuando el pensamiento de su antagonismo con Clemencia la preocupaba más fuertemente, cuando suponía que su amiga, atropellando todas las consideraciones había de acometer la empresa de subyugar a Enrique, Isabel se levantaba apresuradamente, se ponía frente a uno de los grandes espejos que adornaban su salón, veía retratada en él su imagen y sonreía con aire de triunfo. Era bella, no con la belleza de su amiga, sino con una belleza más pura, más poética, más ideal. — Enrique no puede enamorarse sino de una mujer que hable a su alma — pensaba. Pero inmediatamente, y cándida e inexperta como era, sentía que en las miradas de Enrique y en su sonrisa había algo que no era enteramente puro, algo semejante al deseo, algo que parecía abrasar, y la niña recordaba que sus mejillas se habían encendido, y sus labios habían temblado, y palpitado su corazón al sentir la influencia de esos ojos azules que parecían despedir llamas sobre todo aquello en que se fijaban. Entonces un misterioso terror se apoderaba de ella, y había alguna voz íntima que le decía que aquel hombre era peligroso para su virtud y para su reposo, o bien que Clemencia, la mujer de las miradas de fuego, era la que debía cautivar la naturaleza sensual del joven mexicano. Tan diversos pensamientos estuvieron atormentando a la bella rubia durante algunas horas, hasta que la llegada de algunos amigos jóvenes de Guadalajara, que tenían costumbre de hacerle la corte, vino a distraerla de su penosa agitación. Pero, en lugar de que la visita y la conversación de sus antiguos adoradores pudieran consolarla y aun hacerle olvidar sus preocupaciones anteriores, sólo sirvieron para darles más fuerza. Isabel, que permanecía obstinadamente callada o que apenas se dignaba mezclar en la conversación algunas palabras sin sentido, había estado observando, fijamente y como pensativa, a los jóvenes, los había comparado con aquella imagen que tenía tan presente en la memoria y concluía con hacer un pequeño movimiento de impaciencia, que cualquiera que hubiese leído en su alma habría traducido de este modo. — Ninguno es como él. Y en efecto, no podían comparársele desde ningún punto de vista. Los pobres muchachos se despidieron sin comprender el porqué de aquella taciturnidad y preocupación que habían notado en la bella rubia, por lo regular tan risueña, tan franca y comunicativa. Vino la noche, y con ella el insomnio de la mujer enamorada y el tropel de profundas meditaciones y de vehementes sentimientos. Nuevas reflexiones la asaltaron en las horas de reposo, otra vez vino la imagen de Clemencia a aparecérsele con todo el brillo de una hermosura irresistible y con la actitud y la sonrisa del triunfo, y todo esto, unido al violento deseo de que fuera de día y de volver a ver al bello oficial, la hizo pasar en una verdadera tortura las primeras horas de aquella noche malhadada. Había llegado para Isabel el fatal instante de amar. Los afectos que antes abrigaba en su alma y que se habían apoderado de ella, lenta y tibiamente, desaparecieron para dar lugar sólo a ese amor imperioso que había venido como la tempestad y que había herido como el rayo. Todavía no era una pasión, pero sin duda alguna podía llegar a serlo; e Isabel lo comprendía en el vago temor que sentía al pensar en Enrique, y que la obligaba a rezar para buscar apoyo en Dios, contra ese sentimiento que parecía dominar su corazón de una manera tan desconocida como inesperada. Al día siguiente, Isabel estaba tan pálida, tan pensativa, demostraba tal agitación y tal malestar, que su madre, alarmada, no pudo menos de preguntarle la causa de aquella novedad que era tan perceptible. Isabel pretextó un fuerte dolor de cabeza, procuró ocultar a los ojos de todos sus sensaciones, fingiendo una alegría que a medida que era más extraordinaria parecía menos natural. Se vistió con esmero, y aun podría decirse con coquetería. Se sentó al piano; pero cambiando a menudo papeles y no concluyendo ninguna pieza que comenzaba, más bien parecía agitada por una impaciencia febril, que inspirada por el numen de la melodía. Jugaba con las teclas, improvisaba, mezclaba las armonías tristes de los maestros italianos con las notas profundas de la música alemana o con las alegres y ligeras de los maestros franceses. En fin, pensaba tocando y traducía en el piano sus pensamientos desordenados y confusos, y se volvía frecuentemente hacia la puerta, como si esperase la aparición que evocaba en lo íntimo de su alma. Así pasaron como siglos las horas de la mañana. Llegó la tarde, e Isabel pensó salir a dar un paseo para distraerse; pero temiendo que su primo y su amigo no la encontrasen, en caso de venir, prefirió quedarse sufriendo aquellos dulces tormentos de la expectativa y de la soledad. No se engañó: dieron las cuatro, y la voz armoniosa de Enrique sonó en los corredores. El corazón de Isabel palpitó apresurado y, cubierto de rubor el semblante, la joven miró a la puerta por donde en efecto aparesemblante, la joven miró a la puerta por donde en efecto aparecieron los dos oficiales.
Fernando notó con algún asombro la impresión que causaba en su prima la llegada de él y de su amigo, pues no parecía sino que la hermosa joven era una tímida niña de doce años, no acostumbrada aún al trato social. Se hallaba turbada visiblemente.
Alargó su mano pequeña y fina, primero a Valle y después a Flores, y se conmovió al sentir la blanda presión de los dedos de éste, sus labios se agitaron procurando balbucir algunas palabras de saludo, se desprendió más ruborizada todavía, y salió ligeramente del salón, diciendo a los oficiales:
— Voy a avisar a mamá: tomen ustedes asiento.
— ¿Serán aprensiones mías —dijo Fernando— o Isabel se ha puesto encendida, y luego pálida, al vernos llegar? ¿Ha notado usted?
— Es natural —respondió Enrique— no está usted en México; las provincianas son siempre tímidas.
— Pero ayer no observé yo esta emoción.
— No pondría usted cuidado seguramente. Pero, chico, usted es quien está ahora notablemente pálido y conmovido; parece usted un delincuente delante de su juez.
A esta sazón llego la señora con Isabel. La primera cambio con los jóvenes los cumplimientos de costumbre, después de lo cual, Enrique, fiel a su promesa de no hacer la corte a la prima y de proporcionar a Valle la oportunidad de consagrarse enteramente a ella, entabló con la señora una conversación interesante, como lo sabía hacer el galante oficial, muy acostumbrado al trato de las mujeres de toda edad, cuyo gusto y propensiones adivinaba luego para poder lisonjearlas con más seguridad.
Mariana, así se llamaba la señora, que sea dicho de paso rayaba en los cuarenta años y que era mujer distinguida y de una educación superior, conservando todavía una belleza fresca y notable, pareció encantarse con Enrique. Las numerosas relaciones de éste en México, le permitían informar a Mariana, que había vivido allí algún tiempo y que conocía perfectamente el mejor círculo, acerca de las novedades ocurridas durante aquellos últimos años en todas las familias.
Enrique hacía la descripción del estado de la sociedad mexicana en aquella época de guerra, retrataba con habilidad sin igual a las hermosuras en boga, refería la historia de los matrimonios recientes y de los amores célebres; pero todo esto con tal tino; con tal donaire, con un tacto tan exquisito, que Mariana acabó por creer que aquel joven era adorable.
La señora reía frecuentemente, demostrando el mayor placer al escuchar los dichos agudos, los epigramas delicados, las observaciones picantes que salían a cada momento de los labios de Enrique, y aun se volvía para decir a su hija, llamándole la atención:
— Pero ¿oyes esto, Isabel?
Y entonces la joven dejaba de escuchar la pobre conversación de Fernando para oír a Flores, que acababa por interesar a ambas vivamente en su relato.
Entretanto Fernando murmuraba algunas frases tímidas para entretener a su prima, que no estaba atenta sino a Enrique, a quien miraba por largos intervalos sin poner cuidado a sus palabras. Enrique le parecía más hermoso, más interesante que el día anterior.
Ni siquiera reparaba en que su primo Valle parecía más triste, más pálido y más sombrío. Y como éste notó que Isabel apenas le respondía en monosílabos y apartaba de él sus miradas para fijarlas en el gallardo militar, acabó por quedar en silencio, disimulando con un aire de distracción el sentimiento que comenzaba a punzar su corazón como un puñal.
Tenía celos ya. Era seguro que Isabel amaba a su amigo o, por lo menos, se sentía dispuesta a amarle.
De repente se detuvo un carruaje en la puerta.
— ¡Es Clemencia! —dijeron la señora e Isabel, y se levantaron para recibirla.
En efecto, la hermosísima morena apareció en la puerta, abrazó y besó a sus amigas, y alargó risueña una mano enguantada y aristocrática a los dos oficiales.
— Me alegro mucho de ver a ustedes por aquí —les dijo— hemos hablado tan poco ayer, que me permitirán ustedes en mi calidad de provinciana, que espere tener noticia minuciosa de mis amigas de México, y de muchas cosas que, a los que vivimos tan lejos, nos interesan sobremanera.
— El señor Flores —dijo Mariana— acaba de referirme cosas de aquella capital, que me han encantado. No hay talento como el suyo para conversar, y nadie puede informar mejor ... conoce a todo el mundo.
Enrique saludó agradecido a la señora, y volviéndose a Clemencia:
— Seré muy dichoso, señorita —le dijo— si puedo dar a usted razón de sus relaciones en México. En efecto, conozco a todo el mundo allí, y poseo todo ese caudal de noticias íntimas que ni pueden encontrarse en los periódicos ni contenerse en las cartas, y que sólo se conservan en la memoria de los iniciados como yo en ciertos círculos.
Se generalizó entonces la conversación. Enrique desplegó toda la riqueza de sus facultades; como conversador y como hombre de mundo y de educación distinguida, hizo conocer, sin ostentación, lo numeroso y distinguido de sus relaciones sociales; era el amigo de las mujeres más bellas de México, de los hombres más elegantes y aristocráticos, y si a esto se agrega que había viajado mucho y que estaba dotado de ese talento especial de los que han frecuentado mucho los círculos distinguidos, y que, sin ser profundo en nada, deslumbra a primera vista, se comprenderá muy bien que Enrique cautivo a su bello auditorio. Isabel le escuchaba con arrobamiento. Clemencia fijaba en él sus lánguidos ojos negros, bañándole con sus miradas ardientes y voluptuosas. Mariana reía alegremente.
Fernando estaba olvidado: triste destino de los humildes, de los taciturnos y de los huraños.
— Me han hablado —dijo Clemencia a Enrique— del talento de usted en el piano, y aseguran los que me han informado y que conocen a usted muy bien, que no tienen labios con que elogiarle. Según eso, es usted un militar como se ven pocos en nuestros días, porque los artistas no se encuentran regularmente en el ejército. Ya se ve, usted no es soldado de profesión sino que ha tomado la espada para defender a su patria ¿no es esto?
— Es verdad, señorita, no soy soldado de profesión, y en esta parte me declaro profano delante de Fernando. El sí que es soldado, y tan soldado, que ha comenzado su carrera cargando el fusil. No se ruborice usted ¡vaya! eso no es deshonra; ha sido sirviendo a la patria, y nada importa la clase cuando desde ella ha sabido usted elevarse.
— No: yo no me ruborizo por esa causa —murmuró Fernando.
— ¿Soldado raso? —preguntó Mariana— es extraño. ¿Querría usted explicarme por qué ha sido esto? No es lo común que los jóvenes del nacimiento de usted sienten plaza de soldados rasos.
— Señora ... balbuceó Valle notablemente conmovido.
— Pero Mariana, no sea usted indiscreta —se apresuró a decir Clemencia— estas cosas no se preguntan ... Volvamos a lo del piano, que se nos olvida ... Ha de saber usted, Flores, que Isabel es una verdadera artista, conoce la música admirablemente, y en el piano es de una fuerza que se sorprenderá de encontrar en estas regiones apartadas ...
— ¡Clemencia! —interrumpió Isabel llena de rubor.
— Hija mía, es la verdad ¿para que ocultarla? Tú lo niegas siempre, y es natural porque antes que todo eres modesta; pero tus amigas tenemos orgullo de tu talento, y lo hemos de alabar debidamente.
— ¡Oh que fortuna, Isabel, que fortuna! —dijo con entusiasmo Enrique— este es un hallazgo, un tesoro ... es la dicha que nos sonríe en el camino del sacrificio.
— Clemencia —observó llena de vergüenza Isabel— tú tendrás la culpa de que el señor vaya a encontrarme espantosamente torpe ... ¿Por qué eres así?
— Pero es la verdad, caballero, es la verdad, y usted va a convencerse de ella ... Yo toco también; pero Isabel queda muy superior a mí. Y para que usted pueda comparar, voy a sentarme al piano, después tocará ella, y por último, esperamos que usted nos confundirá a las dos; pero seremos las primeras en ofrecer flores al vencedor.
Y diciendo y haciendo, la encantadora morena se levantó de su asiento, y cimbrándose como un junco, se dirigió al piano. Enrique la acompañó y, a indicación de ella, buscó en un aparador de madera de rosa el papel de música que deseaba, y permaneció de pie, a su lado, devorándola con las ojos.
Clemencia prefería todo aquello que estaba en armonía con su carácter, y en música desdeñaba lo puramente melancólico y tierno, así como se impacientaba con las elevadas e intrincadas combinaciones de la escuela clásica.
Ella necesitaba música enérgica para traducir los sentimientos de su alma ardiente y poderosa. Necesitaba el desorden, la inspiración robusta y atrevida, el delirio en la armonía. Verdi era el maestro favorito de Clemencia. El piano expresaba los arrebatos furiosos de la pasión bajo aquellas manos de diosa.
Enrique estaba subyugado y se sentía, a su pesar, preso entre las mallas terribles con que parecía rodearle la magia irresistible de aquella mujer.
— Esto es inexplicable —se decía interiormente— ¡yo dominado! Pues esto no debe ser.
Fernando, por su parte, estaba en el colmo de la desesperación. Había notado en el hermoso semblante de Isabel las contracciones del dolor y de los celos. Cada vez que Clemencia se volvía hacia Enrique con su mirada de fuego y con su sonrisa de sirena, un ligero temblor agitaba el cuerpo de la angelical rubia, que unas veces apretaba convulsivamente el brazo del sillón en que se apoyaba, y otras parecía reprimir penosamente las lágrimas que los celos hacían asomar a sus ojos.
De modo que para Valle no era ya dudoso que Isabel amaba a Enrique. Esto lo hacía reclinarse en su sillón como desfallecido por el tormento. Jamás había sentido en su corazón la cruel punzada de los celos, aquel dolor le había sido desconocido enteramente, y se preguntaba si no sería más cuerdo para él, que había pensado sacrificarse por la patria, retirarse de aquella casa, no volver a ver a su prima, y refugiarse en sus deberes de soldado, para escapar a los peligros de una pasión que acababa con sus fuerzas.
El era allí un condenado. Aquellas dos mujeres, tan hermosas como el más hermoso ideal que el hubiera soñado en sus delirios de joven, estaban pendientes de Enrique, de aquel siempre afortunado galán que no tenía más que mirar para vencer; aquellas dos mujeres, tan adorables por su inteligencia y por su corazón, no tenían miradas más que para el bello oficial, no tenían sonrisas sino para agradarle, no tenían elogios sino para envanecerle, no tenían lágrimas de fuego sino para sufrir celos por su amor.
Y en tanto a él, al pobre oficial, tan desgraciado desde su juventud, tan triste y pobre, y cuyo corazón acababa de abrirse después de tantos años de sufrimientos, para pedir amor, amor, no como una recompensa sino como un consuelo, a él, digo, ni una mirada, ni una palabra, ni un recuerdo. ¡Cosa extraña! estando allí presente, estaba tan olvidado como si se hallase en la más profunda de las grutas del mundo.
Entonces, apartando sus ojos de aquel cuadro que presenciaba en el salón, los fijo en una de las ventanas por donde se veía el sol, que al ponerse doraba las cúpulas lejanas y las copas de los árboles, y vio el cielo azul y limpio del invierno, y no escuchando ya nada de la música ni de la alegre conversación que se tenía en su derredor, pensó dolorosamente que toda aquella luz, que toda aquella serenidad del cielo nada valían sin el amor, que es el sol del alma; sin la esperanza, que es el cielo de la vida, y entonces vio horrible todo ese mundo que se revelaba a sus ojos por el estrecho espacio de una ventana, y ... una lágrima, que no fue bastante fuerte para reprimir, salió de sus ojos como una gota de fuego y corrió silenciosamente por su mejilla.
Se apresuró a enjugarla con la mano y, volviendo el rostro, a pesar de que nadie se hubiera apercibido de ella, tomó con el alma al salón.
Enrique, embriagado, felicitaba a Clemencia por su talento, le decía mil cosas encantadoras y la conducía sonriendo a su asiento.
— No sea usted lisonjero, Enrique, porque no le creeré a usted. Lo que yo toco, lo tocan mil medianías; eso no vale nada ... ahora va usted a oír cosa mejor. Isabel, vete al piano.
Isabel, ya repuesta y con semblante risueño y ruboroso, acompañada también de Flores, obedeció a su amiga y fue a buscar en el aparador un libro ricamente encuadernado.
Era una colección de melodías alemanas. Isabel eligió una muy a propósito para interpretar el estado de su corazón. Era una de esas piezas en que la ternura y la melancolía están unidas a las más difíciles combinaciones de la ciencia musical.
Enrique estaba conmovido y admirado. Isabel realmente era una artista, y una artista que habría brillado en el salón más aristocrático de Europa.
La bella joven no aumentaba el encanto de su música con las ardientes miradas ni las sonrisas de amor, como Clemencia. Atenta a la melodía, tenía fijos los ojos en algo invisible, y se hubiera dicho que su alma vagaba en los abismos de la meditación.
Pero después de algunos momentos las dificultades de la ejecución la volvieron al mundo real, y entonces un torrente de poderosas armonías salió del seno del piano, al contacto de aquellas manos de rosa, en las que nadie hubiera sospechado una agilidad y una fuerza tales como las que se necesitaban para desencadenar aquel huracán de notas.
Enrique se entusiasmaba gradualmente y manifestaba de mil modos su admiración. Isabel, tocando, se había transformado de la niña tímida y dulce que era, en un ángel seductor e irresistible. Sus hermosos ojos azules y oscuros brillaban con el fuego de la inspiración, su boca se entreabría con una leve sonrisa, su rizada y espesa cabellera blonda parecía agitada, y el esfuerzo hacía palpitar su seno, cuidadosamente cubierto, pero que Enrique devoraba con deleite.
El joven no pudo más, y en uno de los momentos en que las notas se apagaban languidamente, se inclinó hacia la bella artista, como para hacerle alguna indicación, y murmuró en sus oídos estas palabras:
— Después de esto, caer de rodillas y adorar a usted.
Isabel se turbó, se puso encendida, sus manos temblaron y la pieza se interrumpió bruscamente.
— ¿Qué te pasa, querida? —le gritó Clemencia desde su asiento.
— Nada —contestó Isabel— escuchaba una observación de Flores, que me ha obligado a interrumpirme.
— ¿Acaso he ofendido a usted, Isabel, con mi indicación humilde? preguntó Enrique inclinándose de nuevo.
— ¿Ofenderme? ¡Dios mío! ¿Por qué? Es una galantería de usted, que no acepto sino como una expresión de bondad.
— Como la expresión de mi alma ... Isabel; estoy subyugado ...
— Déjeme usted concluir ... ¿Qué dirán?
La joven concluyó la melodía, pero podía notarse que se hallaba agitada y que no había ya aplomo en sus manos. Sobre todo, Fernando comprendió esto perfectamente.
Enrique la condujo a su asiento, al que llegó casi desfallecida.
— Esa música te fatiga mucho, Isabel; me da pena verte agitada así ... —observó la señora.
— Esa música —dijo solemnemente Enrique— hace que esta encantadora niña tenga un lugar en los grandes santuarios del arte. La señorita tenía razón ... Cuando se toca así, bien se puede ceñir la corona de artista. Esa frente de ángel esta llamada a brillar con la luz de la gloria.
— ¡Caballero! —interrumpió Isabel— me hace usted mal, porque eso es demasiado.
— Isabel, yo no lisonjeo; en cuestiones de arte no tengo ese defecto, soy franco, y creo que entonces es cuando la franqueza demuestra cariño. Necesito anticipar a usted que yo no puedo superar a Isabel. Quedo inferior a ella en muchos grados.
— Eso no es posible. Clemencia, mira a lo que me has expuesto con tus alabanzas. Flores casi se burla de mí.
— Pero ¡gran Dios! ¡Burlarme yo! ... Entonces usted no conoce todavía su mérito, no sabe usted a que altura ha llegado, o la excesiva modestia de usted hace atribuir a burla lo que no es sino el grito de la admiración sincera. Sobre todo, Isabel ¿usted me cree capaz de tamaña falsía?
— No, de ninguna manera; pero ¿qué quiere usted? Soy provinciana, he carecido de buena escuela, y por más grande que haya sido mi aplicación, no puedo creer, no digo que sea artista, pero ni siquiera que esté exenta de enormes defectos. Y cuando oigo a una persona como usted, que está acostumbrada en Europa y en México a escuchar tanto bueno, que conoce usted tan bien la música y que se expresa de esa manera, supongo que desea usted estimularme, ¡y nada más!
— Pues deseche usted esa opinión; yo hablo la verdad, y cualquiera que como yo conozca algo de arte, dirá lo mismo. Ahí tiene usted a Fernando; el no es músico, pero tiene un gran talento, y aun le supongo una exquisita sensibilidad; su Voto quizás no le parecera a usted sospechoso como el mío; pregúnteselo usted ...
Fernando estaba profundamente distraído, pero al oírse nombrar comprendió que se le pedía su voto.
— Yo soy profano enteramente en música —dijo— pero sé sentir y admirar, y si se ha de juzgar por lo que he sentido, estas dos señoritas conocen el secreto de conmover el corazón.
— He aquí una bella manera de eludir un fallo enteramente justo —dijo Clemencia sonriendo— usted no habla con sinceridad, Valle, tal vez por temor de ofenderme; pero ¿no me ha oído usted antes juzgarme a mí misma? Ni por un momento pretendería yo competir con Isabel. Ella es la artista y usted lo conoce, lo ha sentido perfectamente, porque mientras ella tocaba yo estaba observando a usted, y comprendí que se hallaba transportado a otros mundos. Sólo los artistas producen esos efectos, sólo los artistas hacen llorar; porque usted ha llorado.
— ¿Yo? —preguntó Fernando ruborizándose.
— Usted me perdonará esta indiscreción; pero yo he visto a usted volver el rostro para ocultar una lágrima que inmediatamente se ha apresurado usted a enjugar.
— ¿Ha llorado? —preguntaron Mariana e Isabel con cierto interés.
— Lo que yo tocaba, tal vez le recordaría a usted a alguna amiga de México. No hay como la música para avivar los recuerdos.
— Pero si no es eso —replicó Fernando— yo no tengo nada que recordar.
— Le confieso a usted, Valle —le dijo a media voz Clemencia— que tengo gran curiosidad de conocer la vida de usted. En ella debe esconderse algún misterio de corazón, que debe ser interesante y que seguramente es la causa de esa tristeza profunda que manifiesta usted en todo.
— Señorita, mi pobre vida carece de sucesos que puedan excitar el menor interés, nada hay en ella de bueno, ni de malo ... nada; sufrimientos vulgares con los que no se puede hacer una historia ...
— Usted ha amado ... indudablemente.
— No; nunca.
— Bien; ya hablaremos de eso —y añadió volviéndose con vivacidad a Flores que hablaba con lsabel— ahora le llega a usted su turno ... deseamos oírlo a usted.
— Señoritas ¡qué contrariedad para mi! —respondió el oficial, consultando su magnifico reloj de oro— son las seis, a las seis y media tenemos una junta de honor de grande interés, y ni Fernando ni yo podemos faltar: ¿no es verdad, Fernando?
— Así es —contestó éste levantándose.
— De modo —dijo Isabel— que nos priva usted del placer de oírle hoy.
— Este placer sería poco; repito a ustedes que habiéndolas oído, me confieso mil veces inferior; pero de todos modos, mañana tendré el honor de hacer conocer a ustedes mis decantados talentos en la música; mañana soy de ustedes toda la tarde y la noche.
— Muy bien —dijo Clemencia— y siendo así, con permiso de mis amigas, tendremos la soirée mañana en casa. Mis amigas me acompañaran, yo presentaré a usted a mi familia y a otras personas, y nos distraeremos ... Fernando, supongo que usted acompañará a su amigo ¿no es verdad? Allí hablaremos de eso.
— Arreglado; mañana no faltaremos.
Los dos jóvenes se despidieron. Pudo notarse que entre Isabel y Flores existía ya esa dulce inteligencia del amor comprendido, que es como el preliminar de la confianza, mientras que para Fernando la rubia no tenía más que una mirada llena de urbanidad, pero fría.
Clemencia al contrario, se despidió de Enrique con la más amable, pero con la más indiferente de las sonrisas, y manifestándole una alegre confianza, que es como la moneda corriente de las coquetas; pero al dar la mano a Fernando que Se la tomaba con el mayor respeto, se la apretó ligeramente y le baño con una mirada tan ardiente, tan lánguida, tan terrible, que el joven a su pesar se sintió turbado, y su corazón palpitó, como el día que la vio por primera vez.
Clemencia, además, le dijo dulcemente estas palabras que parecían prometerle un mundo de ternura:
— ¡Hasta mañana, Fernando!
Cuando éste y Enrique se encontraron en la calle, el alegre libertino dijo a su amigo, que caminaba siempre taciturno:
— Nos habíamos equivocado, chico, nos habíamos equivocado redondamente, y tanto a usted como a mí nos había engañado el corazón; cosa nada rara por cierto, al menos en mí, puesto que yo nunca entiendo el lenguaje del mío, si es que lo tiene. Creí que pudiera serme indiferente la hermosa prima de usted; creí que usted se haría amar de ella a fuerza de talento y de pasión; creí que Clemencia, la de los ojos negros, estaba más lejos de usted que de mí, porque estas naturalezas enérgicas y magníficas me pertenecen de derecho. Todo esto creía yo; pero he aquí que nos hemos equivocado. Me parece que amo a Isabel, al menos que me inspira algún cariño; me parece que ella me ama todavía más, me parece que usted nunca llegaría por este motivo a abrirse una puerta en ese corazón de ángel, y por último, me parece que la sultana se insinúa con usted de una manera que no deja lugar a duda.
— ¿Cree usted?
— Es claro: las mujeres como ella no esperan, se adelantan; no se conceden, permiten ... Eso está muy conforme con su naturaleza de reinas. Son como los soberanos en los países monárquicos; ellos dicen la primera palabra, ellos interrogan, y les parecería rebajarse si por acaso se vieran obligados a responder. Usted no conoce a las mujeres en sus diferentes fases. Las hay que mueren de amor, pero que no son capaces de revelar con una palabra, con una mirada, la pasión que las devora; a esta clase pertenece Isabel. A éstas es preciso responderles, adivinarlas, leer en el libro de su semblante, y abrir su corazón con la llave de la primera palabra. Entonces sabe uno cuánta pasión se encierra en esos volcanes que, como decía Pedro Calderón de la Barca de Mongibelo, ostentan nieve y esconden fuego. Pero hay mujeres también cuyo carácter impetuoso no les permite disimular la más ligera afección. Apenas les inspira simpatía una persona cuando se apresuran a revelársela, hasta con exageración; apenas les antipatiza otra, cuando le manifiestan odio. Se diría que su temperamento dominador no admite oposición, y que desean hacer saber lo que sienten a la persona amada o aborrecida, como un mandato y no como una revelación, como un precepto para no ser contrariadas. A esta clase pertenece Clemencia. Desde luego ha insinuado a usted su predilección, como una orden para que se la ame. Cuidado con desobedecerla; sería capaz de aborrecerlo a usted.
— Pero es el caso que yo no puedo amarla.
— ¡Oh! sí podrá usted, Fernando, sí podrá usted. A una mujer tan hermosa como ésta, lo difícil, lo imposible es no amarla. Es demasiado encantadora para que el corazón de usted pueda permanecer indiferente.
— Pero ¿usted no sabe que la que me inspira no sé si amor, pero sí un ardiente cariño, es Isabel?
— Sí, lo sé; pero, en primer lugar, usted no se había fijado aún en Clemencia: su atención se había detenido en su prima. Luego sucede, como está usted mirando que Isabel no puede amarlo porque yo soy el afortunado mortal que he logrado inspirarle simpatía, y a usted le consta que sin pretenderlo, sin procurarlo ... Esos son los caprichos de la fatalidad. Pues bien; usted comprende ya que Isabel no está al alcance de su mano. Como hombre sensato y, sobre todo, como hombre de mundo, es preciso abandonar el antiguo propósito, hoy que aún es tiempo, porque la verdad es que lo que usted siente no es todavía amor; en tres días no puede haber amor, y si lo hay; porque en efecto, las mil y una novelas que leemos nos presentan frecuentes casos de estas pasiones súbitas, es fácil de olvidar. Lo que se olvida con trabajo, lo que cuesta hondos dolores, lo que despedaza el corazón, es perder al objeto amado durante mucho tiempo. De modo que usted olvidará a Isabel, y tanto menos le costará este sacrificio; cuanto que la bella, la divina morena, esa mujer que haría feliz a don Juan, le abre a usted los brazos y le sonríe con todas las promesas de un amor ardiente y embriagador. ¡Cuán dichoso va usted a ser, Fernando! ¡Usted, naturaleza casta, soñadora y triste, encontrándose de repente a las puertas de un paraíso oriental, guiado por una hurí que lo devora con la mirada de sus ojos negros, que le embriaga con su aliento de rosa, que le va a matar con sus caricias de fuego! Vamos, hombre ¿se creerá usted desdichado con esta perspectiva?
— Pero Isabel ...
— Isabel no lo ama, he ahí la cuestión. ¿Iría usted a alimentarse de desdenes? ¿Querría usted apurar las tristes voluptuosidad del amante despreciado? Eso sería una insensatez. Isabel es mía, no sé si lo sienta o me alegre de ello, porque me había ya hecho la ilusión de ser feliz por unos días, embriagándome en el mar de deleites que promete el amor de esa reina de Jalisco, de esa flor de la Andalucía de México. Voy a tener que luchar con el carácter sentimental, melancólico, lleno de timidez de esta especie de inglesa naturalizada en Guadalajara. Pero le confesaré a usted que esta tarde me he sentido tocado, y aun me pregunto: ¿seré capaz de amar? Pues bien, sí; yo creo que amaré a Isabel, y de ese modo mi nuevo amor será mi talismán en la guerra, será mi esperanza, será la palabra sagrada que escriba en una bandera que sigo por orgullo, pero sin esperanza ... Tendré un ángel bueno en este lugar a que nos ha traído y en que nos mantendrá la guerra. De manera que, hijo mío, tenemos que hacer un cambio de posición. Yo amaré a Isabel, y usted tomará el camino que le abre ya el carácter impetuoso de una mujer irresistible. ¿Se acepta?
— Enrique —dijo Fernando con profunda tristeza y suspirando— veo que no tiene remedio, mi prima lo prefiere a usted. Sería yo un insensato si me atravesara. No creo que Clemencia abrigue simpatía por mí, a pesar de sus palabras y de la opinión de usted. Pero sí me alejaré de la que no me ama, y frecuentaré a aquella a quien no me siento capaz de amar, pero que siquiera no me verá con disgusto a su lado.
— ¡Pícaro! Usted va a ser el más dichoso de los hombres. En cuanto a mí, ya me figuro que voy a pasar la mayor parte de los pocos días que nos restan en Guadalajara, oyendo y tocando melodías alemanas, y viajando en alas del alma de una virgen, por los espacios nebulosos de un mundo ideal. ¡Lo ideal! Dios libre a usted de esta monomanía ... Clemencia al menos no tiene alas, y ella lo curará de sus propensiones infantiles y poéticas. Esa mujer es Cleopatra y no Julieta.
— Pues bien, sea, y que los augurios que sentí dentro de mí al ver a esa mujer tan linda, se realicen ... No la amaré; ¡pero la estudiare!
Los jóvenes llegaron a su cuartel y se ocuparon después en los asuntos de su Junta de honor. Fernando estaba preocupado; realmente aquella última mirada de Clemencia, aquel Hasta mañana, Fernando, no podían borrarse de su memoria. Decirle a él Fernando con tal confianza ¿era una insinuación? Por lo menos era una indicación de que era preferido, de que no era antipático.
Por la primera vez se veía tratado bien por una mujer. Por la primera vez también, una mujer hermosa le había hecho Con interés esa pregunta, que siempre agrada al hombre cuando la dirigen unos labios de granada: ¿Ha amado usted alguna vez?
Esa noche, después de la junta y de la cena, más alegre que de costumbre, Fernando se acostó en su catre de campaña, más contento que nunca, y, después de estar pensando un momento, se durmió y soñó con la sultana de Guadalajara, la de los ojos y cabellos de azabache, de boca rosada y de dientes de perlas. La dulce joven de blondos cabellos y de ojos azules se había eclipsado en su imaginación.
Así en la juventud y en los dulces tiempos en que se despiertan en el corazón los primeros amores, en esas auroras del alma en que comienza a iluminarse para nosotros el cielo de la esperanza, las imágenes se suceden a las imágenes, con la misma facilidad con que las nubecillas atraviesan el espacio en una mañana de primavera.
Trasladémonos ahora, de noche, a una casa aristocrática ... de Guadalajara, situada en la calle más lujosa y más céntrica de aquella ciudad, la calle de San Francisco. Allá, como en México, la iglesia del seráfico fraile presidía el barrio más encopetado y rico de la población. En esta calle viven las familias opulentas, las que reinan por su lujo y por su gusto.
Atravesaremos la gran puerta de una casa vasta y elegante, en cuyo patio, enlosado con grandes y bruñidas piedras, se ostentan en enormes cajas de madera pintada y en grandes jarrones de porcelana, gallardos bananos, frescos y coposos naranjos, y limoneros verdes y cargados de frutos, a pesar de la estación; porque en Guadalajara, inútil es decir que no se conoce el invierno, y que no se tiene idea de una de estas noches que pasamos en México en diciembre y en enero tiritando, y en las cuales, por más hermosas que sean, la luna, pálida de ira, humedece el aire y va derramando reumatismos por dondequiera, como dice Shakespeare.
No: en Guadalajara, en los meses de invierno, las plantas y los árboles no pierden su ropaje de verdura, ni las flores palidecen, ni las heladas brisas vienen a depositar sus lágrimas de nieve en los cristales de las ventanas.
Se siente menos calor, eso es todo, y los árboles se renuevan, según las leyes de la vegetación; pero la hoja seca cae impulsada por el renuevo que inmediatamente asoma su botón de esmeralda en el húmedo tronco. Así, pues, los naranjos, los limoneros y las magnolias del patio, que estaba perfectamente iluminado, se ostentan con toda la frescura y lozanía de la primavera.
Una fuente graciosa de mármol, decorada con una estatua, se levanta en medio, y alzándose apenas dos pies del suelo, salpica con sus húmedas lluvias una espesa guirnalda de violetas y de verbenas que se extiende en derredor de la blanca piedra, perfumando el ambiente. Aquello no es un jardín; pero es lo bastante para dar al patio un aspecto risueño, alegre y elegante.
Se sube al piso superior por una escalera ancha, con una balaustrada moderna, y cuyos remates y pasamanos de bronce son de un gusto irreprochable.
Cuatro corredores anchos, y también cubiertos con tersas losas de un color ligeramente rojo, se presentan a la vista al acabar de subir la escalera, y forman un cuadro perfecto en el piso principal. El techo de estos corredores, cuyo cielo raso está pintado con mucho arte, se halla sostenido por columnas de piedra, ligeras, aéreas y elegantes, que aparecen adornadas con hermosas enredaderas. Y en los barandales de hierro y al pie de ellos se encuentran dos hileras de macetas de porcelana, llenas de plantas exquisitas, camelias bellísimas, rosales, mosquetas, heliotropos, malva rosas, tulipanes y otras flores tan gratas a la vista como al olfato. Y jaulas con zenzontles, con jilgueros, con clarines, con canarios, entre las cortinas que forman la flor de la cera y la ipómea azul, y hermosos tibores del Japón conteniendo alguna planta más exquisita todavía, y peceras de cristal y surtidores de alabastro, y pequeñas estatuas de bronce representando personajes mitológicos, y grandes grupos en bajorrelieve en las paredes, todo esto aparece a la luz del gas encerrado en fuentes de cristal en aquella casa, revelando tanto la opulencia como el gusto.
Los corredores son jardines en miniatura. Uno de aquellos corredores conduce al salón, al que se entra después de atravesar una amplia y magnífica antesala amueblada lujosamente. El salón es una pieza en que se respira desde luego ese perfume que no da el dinero sino el buen gusto, es decir, el talento.
¿Conocen ustedes, en México, salones de familias opulentas? Pero no esos en que una fortuna insolente ha procurado aglomerar sin discernimiento, sin gracia, muebles sobre muebles, cuadros sobre cuadros, lámparas, columnas, consolas, jarrones, clavos dorados, tapetes, mesitas chinas, muñecos ridículos, formando todo aquello el aspecto de un bazar de muebles, el caos a que sólo da orden la inteligencia, y en cuyo centro se encuentra uno tan mal, tan a disgusto, tan deseoso de maldecir, como en la trastienda de una casa de abarrotes, como en la bodega de un judío usurero, esperando, en fin, por momentos ver aparecer a Mr. Jourdain, el burgués gentilhombre de Moliére, haciéndose el personaje de qualité y preguntándole a uno que le parecen sus muebles. No: yo hablo de los salones elegantes por su buen gusto.
Pues bien; como el más elegante de esos, es el que vemos en Guadalajara. De seguro pertenece, dice uno al verle, a una familia muy rica, pero que tiene talento. A ese salón, que es el de la familia de Clemencia R..., se dirigieron los dos jóvenes oficiales, la noche siguiente al día en que habían estado en casa de Isabel.
— Me parece que vamos a pasar una tarde y una noche deliciosas —dijo Flores a 'su amigo—. Aquí hay aristocracia, chico; aquí no es la modestia graciosa de la casa de Isabel, sino la opulencia del dinero, juntamente con el buen tono. Ya lo Ve usted, éste es el palacio de su reina. Forme usted idea de su carácter por todo esto.
— Casi me arrepiento de venir —respondió Valle— yo no estoy acostumbrado a estas reuniones ni a este lujo.
— ¿Usted? ... Pero hombre ¡usted, nacido en una casa tan opulenta como esta!
— Y ¿qué importa? ¿Acaso la conozco? ¿Acaso me he criado en ella? Entonces ¿usted no sabe que desde mi infancia soy hijo de la miseria? Yo creo que me ruborizaría aun delante de mi madre, si la viera en su salón de México.
Enrique y Valle penetraron en el salón, en donde su llegada acusó un silencio de algunos segundos. Se les esperaba, y se hallaba reunida allí una sociedad selecta y distinguida. Había una docena de bellísimas jóvenes, otros tantos caballeros, y la familia toda de Clemencia esperaba a los oficiales con cierta ansiedad. Por supuesto Mariana e Isabel eran de la compañía.
La encantadora morena presentó los dos amigos a su papá, anciano respetable y vigoroso todavía, un personaje notable, no sólo por su fortuna y talento, sino todavía más por la cualidad rara de ser un buen patricio y de odiar por consiguiente la dominación francesa, que pronto iba a extenderse hasta aquellas regiones.
La madre de Clemencia era una matrona, bella todavía como Mariana, y amable hasta el extremo. Clemencia era la hija única de aquella familia afortunada.
Después los oficiales fueron presentados a todas las bellas señoritas de la reunión, y que pertenecían a las más distinguidas familias de Guadalajara.
Enrique fue acogido con las marcadas pruebas de simpatía que su gallarda presencia y la finura de sus modales le procuraban siempre; pero Fernando fue recibido como es recibido el ayudante después de su general, como es recibido el pobre después del rico, o como era recibido antiguamente el paje después del príncipe, con urbanidad pero fríamente. Al verle, las hermosas que aun sonreían siguiendo con la mirada al apuesto comandante, se ponían serias y apenas se dignaban otorgarle una inclinación de cabeza protectora. Isabel misma le saludó con cierta frialdad, acabando de dirigir a Enrique algunas palabras de tierna confianza.
El joven se habría desmoralizado, si Clemencia con su franqueza característica, no se hubiera dirigido a él y, poniendo una mano entre las del pobre oficial, no le hubiese dicho:
— Esperaba a usted con impaciencia, Fernando; desde las dos de la tarde los minutos me parecían siglos; en cambio, de hoy en adelante las horas me van a parecer segundos. Vamos a platicar mucho ¿no es verdad? Dejaremos a los artistas luciendo sus habilidades en el piano, y nosotros hablaremos de los asuntos del corazón. Vamos a ser amigos, no lo dude usted.
La conversación se animó luego. Enrique llegó a ser el centro de ella, y las bellas estaban pendientes de sus labios, como le sucedía siempre.
Pero el piano, un soberbio piano de Pleyel aguardaba y, después de un rato de amena conversación en que Enrique supo ganarse la confianza, la simpatía de sus oyentes hermosas y de sus oyentes graves, a instancia de Clemencia fue a tocar.
Para él era indiferente cualquier música, la ejecutaba por difícil que fuese; pero él pregunto a sus amigas Clemencia e Isabel, y ambas le señalaron una magnífica pieza alemana sobre temas de Sonámbula.
Enrique alcanzó un triunfo completo. Era artista en toda la extensión de la palabra, y el piano obedecía a sus dedos como un ser inteligente.
Aquí, aun se recuerda a este hermoso joven, como a uno de los mejores ejecutantes mexicanos, y en París obtuvo no pocos triunfos en los salones. Pudo haber llegado a ser un gran artista; pero, demasiado rico para contentarse con estos laureles que sólo halagan la ambición del pobre, pronto abandonó el arte para dedicarse a los placeres del amor y a los trabajos de la política.
Todo el mundo convino, sin embargo, esa noche, en que era apenas superior a Isabel; y el mismo Flores volvió a confesarse inferior a la blonda hija de Guadalajara, quien, decía el, le aventajaba en expresión, en sentimiento y, sobre todo, en edad; pues era seguro que cuando llegara a la que él tenía, Isabel no tendría rival.
Fue ella, acompañada de Enrique, a mostrar los prodigios de su habilidad; después ocuparon aquel asiento otras señoritas; de nuevo Flores arrebató con su asombrosa ejecución; varias amigas de Clemencia cantaron en seguida, mientras que ésta, enseñando sus albumes a Fernando para tener pretexto de hablar con él, procuraba en vano arrancarle los secretos de su vida. Valle se encerraba en una reserva que no era posible romper; pero desfallecía al sentir aquella mirada magnética que tanta influencia tenía en su ánimo, y sentía palpitar su corazón a cada palabra que le dirigía, con su acento de sirena, aquella mujer encantadora.
Clemencia empleaba todo género de seducciones para fascinar y vencer aquella naturaleza demasiado débil para luchar con ella. Fernando se sentía subyugado.
Clemencia conocía a fondo el arte de mirar y de sonreír, sus ojos sabían languidecer como fatigados por la pasión, y mirando así, trastornaban el alma del pobre joven; su boca, sobre todo, tenía ese no sé qué irresistible que sólo las coquetas de buen tono saben usar, la sonrisa de Eva, infantil y cariñosa, el temblor de labios, como si la emoción los agitara, y luego, aquellos labios rojos y sensuales, aquellos dientes de una blancura deslumbrante, aquellos suspiros que parecían arrancados a un pecho próximo a estallar, aquel acento turbado y a veces cortado y brusco ... Todo aquello era nuevo, era sorprendente para Fernando, que no conocía a la mujer sino de lejos, que no estaba en guardia contra las armas mortales de una sirena del gran mundo.
— Se conoce que usted ha sufrido mucho, Fernando —decía Clemencia al oficial, inclinándose para enseñarle los versos de un álbum junto a una mesa apartada del centro de la reunión— yo también he sufrido, y se lo digo a usted para darle una lección de franqueza.
— ¿Usted, sufrir, señorita? ... Usted tan bella, tan rica, tan joven ...
— ¡La belleza ... el dinero ... la juventud! ¿Cree usted que todo eso dé la felicidad? ¿Y el corazón?
— ¿Ha tenido usted desengaños, han sido ingratos con usted?
— ¡Ah no! ... Yo no he amado nunca, me han cortejado mucho; pero han sido tan frívolos, tan necios todos mis adoradores ... que viviendo en medio de ellos, he vivido en el desierto ... Se me acusa de coqueta, aquí en Guadalajara, donde la maledicencia es el pan cotidiano; pero no encontrará usted a nadie que pueda asegurar que ha obtenido de mí ninguna prueba de afecto ... mi corazón ha permanecido siendo de nieve.
— ¡Qué feliz es usted, señorita!
— Fernando, no me diga usted señorita, dígame usted Clemencia. ¿Que en México tardan tanto los amigos en llamar a una por su nombre? Esto de señorita me parece que está bueno para tratar a una compañera de viaje ... ¿Me volverá usted a decir señorita?
— ¡Oh, no! ... es demasiada dicha la de tener el permiso de dar a usted su hermoso nombre, para que yo no me apresure a disfrutarla.
— No; dicha no es precisamente; pero me será grato oírme, llamar así por usted ... Hay tantos estúpidos que me tratan con familiaridad, que me parece una compensación, que usted use de un privilegio que yo le otorgo con, gusto; y es la primera vez que yo lo otorgo ... sí señor, los demás se lo han tomado ellos mismos.
— ¡Clemencia, me enloquece usted!
— ¿Por qué? —dijo la joven, levantando dulcemente sus ojos negros y ardientes, hasta fijarlos en los de Fernando, que temblaba de emoción— ¿Le hago a usted mal?
Fernando iba a responder tal vez una necedad, cuando el padre de Clemencia invitó a todos a tomar el té, que se hallaba servido en una pieza inmediata.
— Se sienta usted junto a mí, Fernando, si es usted tan amable.
— Tan feliz, puede usted decir, Clemencia.
Y Valle ofreció a la hermosa sultana su brazo, en que ella se apoyó con dejadez y confianza.
Casual o intencionalmente, Clemencia tomó asiento frente a Isabel, que estaba acompañada de Enrique.
Isabel se hallaba en el colmo de la felicidad. Algo había pasado entre la bella rubia y el galante oficial, alguna palabra había acabado por fin de romper los diques de la reserva, pues los dos jóvenes parecían entenderse ya perfectamente, y reinaba entre ellos la más dulce confianza.
Para Clemencia esto era claro como la luz, y a la primera ojeada conoció que su amiga había ya obtenido el triunfo sobre ella. Para Fernando tampoco hubo duda; pero, preocupado como estaba con las palabras de Clemencia, y sintiendo en su corazón arder una nueva llama, más poderosa todavía que la que se había extinguido, apenas prestó atención a lo que pasaba a su frente.
— Enrique tenía razón —decía para sí— era fácil olvidar; me he aquí enamorado ya de Clemencia. Yo siento que el poder de esta nueva pasión es más fuerte, y que comienza subyugando todo mi ser: no es el amor dulce que me inspiraba mi prima, sino un amor irresistible, grande, que me anonada, que me encadena ...
Y como Clemencia procuraba acabar de encender la hoguera con sus miradas, con sus sonrisas y con esas mil coqueterías que una mujer hermosa puede poner en juego en semejante ocasión, Fernando estaba perdido. Una vez que éste le sirvió vino, ella se apresuró a detenerle para que no llenase su copa, y puso su mano sobre la del oficial, apretándola ligeramente.
— No tanto, Valle, no tanto —le dijo— hoy perdería yo la cabeza fácilmente.
— ¿Se siente usted mal?
— Al contrario ... pero la dicha pone la cabeza débil.
— ¿Y usted opina como Clemencia, Isabel? —preguntó Flores.
— ¡Ah, sí! enteramente.
— ¿Y siente usted también la cabeza débil?
— Muy débil.
Enrique pagó esta respuesta con la más ardiente de sus miradas; pero Fernando palideció de una manera espantosa. Acababa de observar que Clemencia había dirigido a su amiga una mirada de celos, rápida como el pensamiento y terrible como el rayo.
Pero apenas tuvo el tiempo de fijarse en esto porque Clemencia se volvió hacia él y le preguntó sonriendo cariñosamente:
— ¿Ha visto usted al entrar mis flores, Fernando?
— Sí, Clemencia, de paso; y he notado que son exquisitas.
— Tengo muchas camelias admirables, mis violetas son preciosas; pero sobre todo, tengo algunas flores raras que quiero mucho. Frente a la puerta de una de mis piezas, hay una planta en un tibor del Japón, que yo cuido con esmero y que florece de tarde en tarde. Hoy en la mañana se ha abierto una flor hermosísima, roja y perfumada, que no tiene igual, y que deseo que usted vea.
— Con mucho gusto.
— Y que yo le ofreceré, para que la conserve en recuerdo mío ... y para que no olvide usted la noche en que nos ha honrado visitándonos por primera vez.
— Señorita —respondió Fernando con cierta sequedad— es una prueba de distinción que no merezco y que me haría muy dichoso; pero flor tan querida de usted debe quedar en la planta, cuyo cultivo tantos afanes le cuesta, o debe ser ofrecida a la persona que usted ame, y que tal vez no la ha comprendido e ignora cuánta ternura, cuánta pasión abriga el corazón de usted. Yo me contentaré con algunas violetas, estas flores nacen y viven en un lugar que está en analogía con el que ocupo regularmente en el afecto de las personas que me conocen; y créame usted, ya será bastante dicha para mí.
— ¿Pero qué es eso, Fernando? —replicó la hermosa joven con un acento de dulce reconvención—. ¿Qué quieren decir todas esas palabras que parecen dictadas por un sentimiento injusto? ¿Que debo ofrecer esa flor a la persona que no me ha comprendido y que ignora cuanta pasión abrigo por ella? ¿Quién es esa persona, dígame usted? Si hubiera alguien a quien yo amara, y se mostrara desdeñoso o no me comprendiera, y vea usted que yo olvido las preocupaciones vulgares y soy franca, por eso me acusan, si hubiera alguien así, repito, le aborrecería a los pocos instantes de haber pensado en él. ¿Que ocupa usted un lugar semejante al en que viven las violetas, es decir, un rincón humilde, en el afecto de los que le conocen? Esto le habrá pasado a usted en otra parte; pero en esta casa es preciso que sea usted ingrato para que lo crea así. Mire usted, Fernando, si no aceptase usted esa flor que le he ofrecido, delante de usted arrancaré la planta, porque me sería inútil y me recordaría una amarga repulsa.
Clemencia dijo todo esto en voz baja, pero con tal vehemencia, con tal pasión, con voz tan turbada y tan dolorosamente tierna, que Fernando volvió a creer que era amado, y no se acordó ya de la mirada celosa que la joven había dirigido a Isabel. Esta y Enrique, que se hallaban tan próximos escucharon todo.
Clemencia se hallaba agitada de una manera febril, y ponía un cuidado exquisito en no ver a los que estaban a su frente.
Trajeron el champaña; pero Clemencia, pretextando que no quería tomar ese vino y que prefería respirar aire fresco y enseñar a Fernando, que era muy instruido en botánica, sus flores, le suplicó que la acompañase.
Fernando lo hizo y se dejó conducir como un niño.
Salieron a uno de los corredores. Las lámparas de cristal apagado derramaban una luz suave sobre aquel encantado lugar. El perfume de las magnolias, de las violetas y del azahar del patio, y el de los heliotropos y de las madreselvas del corredor, embalsamaban la atmósfera completamente. Aquello era un jardín encantado, un paraíso.
Clemencia condujo a Fernando hasta donde estaba un soberbio tibor japonés, sobre un pedestal de mármol rojizo, frente a una puerta abierta y que dejaba ver al través de sus ricas cortinas una pieza elegantísima, e iluminada también suavemente por una lámpara azul.
— Aquí está mi planta querida, es una tuberosa de la más rara especie ... Vea usted qué hermosa es y qué rico aroma tiene. Aunque el invierno aquí no es nada riguroso como usted lo conoce, cuesta siempre trabajo conservar esta planta, que vive mejor en la primavera: por eso la estimo más hoy. No encontraría usted en todo Guadalajara un ejemplar igual. Y vea usted, esta flor se abre en la mañana, pero todavía más en la noche, y esta más perfumada.
— En efecto, es divina esta flor.
— Pues bien; va usted a guardarla.
— ¿Qué va usted a hacer, Clemencia?
— A cortarla ¿no he dicho a usted que iba a ofrecérsela?
— Pero vea usted que es una lástima, niña.
— ¿La rechaza usted de nuevo? ¡Arranco la planta!
— ¡Oh, no! ... Pero ¿cómo agradecer? ...
— ¿Cómo? Guardando esta flor junto a su corazón, como una reliquia y como un talismán; le da el cariño y la honrará el valor. Guárdela usted, Fernando ...
Y Clemencia la ofreció con las mejillas llenas de rubor, a Valle que la tomó temblando, la llevó a sus labios y la colocó en un ojal de su levita.
Clemencia se quitó un pequeño alfiler de oro y clavó con él la tuberosa, que no podía afirmarse en el ojal. Sus bellas manos temblaban también, y como la levita estaba naturalmente abrochada al estilo militar, sintieron perfectamente los fuertes latidos del corazón de Fernando, que parecía próximo a estallar.
El joven perdía la cabeza. Sentía junto a su rostro los cabellos sedosos y perfumados de Clemencia: devoraba con sus ojos aquel cuello blanco y hermoso que no distaba de sus labios sino algunas pulgadas; oía también los latidos apresurados de aquel corazón virginal y ardiente, que se confundían con los del suyo. Las manos de aquella mujer encantadora oprimían su seno, su aliento le abrasaba! ...
Esto le parecía un sueño, y estaba próximo a desfallecer. Los labios se abrieron para pronunciar yo no sé qué palabras atrevidas y locas ... pero apenas pudieron murmurar agitados y trémulos: