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Allí donde se rompe sobre el acantilado granítico el inmenso empuje de dos mares y el movimiento formidable del Océano levanta al aire blancas trombas de rugiente espuma manteniendo en un constante clamoreo las aguas de la costa, la labor eterna de las olas ha abierto una ensenada en el abrupto litoral en que va a morir la resaca como en un remanso, cual si cansada de su fatigoso golpeo se tendiera perezosa en las brillantes arenas de la playa.
Parece una inmensa concha de fondo nacarado y bordes rocallosos, abrillantados por la lluvia de espumas, raro crespón de luciente pedrería que chispea en las algas verdosas y corre en menudos arroyos sobre las peñas salpicadas de mica, que deslumbra al romperse en su superficie los rayos solares.
Refléjanse la luz y el celaje ceniciento en el fondo obscuro de las aguas y a ratos copia aquel ondulado espejo el cruce lento y majestuoso de la gaviota, especie de nave de blancas velas que surca el espacio, para dejarse caer en parabólico giro donde se marca la mancha de la sardina.
Allá en el fondo del cuadro, limitado de un lado y otro por dos promontorios grises en cuyo pico anida el ave de las tormentas y verdean el tojo de flores amarillas, la vincapervinca y el jaramago de hojas obscuras, trazan las playas de la ría una línea ondulada, blanca y grisácea que resalta sobre el verde de las aguas y rota a trechos por el sistema de rocas que, bajando y subiendo en el fondo del cielo trasparente, dibuja una silueta fantástica tanto más interesante cuanto más perdida aparece en las lejanías del paisaje.
Las lanchas de color negro y blanca vela triangular, pasan empujadas por el vendaval, huyéndole a la escollera que festona la costa en toda su extensión, y sobre el cristal inquieto de las aguas, negrean los corchos de las redes que van tendiendo en forma de herradura las naves pescadoras.
Sobre aquella costa lejana, que abarca muchos pueblos escondidos en ensenadas de estrecha boca, álzanse montañas de blanca espuma que se asemejan a breves explosiones eternamente reproducidas, merced a la constante inquietud de aquel mar, uno de los más temidos del navegante.
Algunas veces cruza por el cielo una tenue celajería, sólo apreciable para el marinero, y el enjambre de lanchas pone la proa a los puertos de su matrícula, pronunciándose en una fuga tan precipitada como lo permiten el viento y el vigor de los remeros. Es la nube precursora de las tormentas del Finisterre, cuyos cambios son temibles y que convierten un mar relativamente tranquilo, en el breve espacio de una hora, en peligroso piélago de olas como montañas que eleva la racha.
Entonces la vista desvanecida por la inmensa extensión movible, sueña contemplar una llanura de arena como el desierto, y se le antojan aquellas barcas en huida como una caravana dispersa por el simún que levanta inmensas nubes de polvo.
Hacia la izquierda se columbra un trozo de la alta mar, semejante a la obscura entrada de un abismo, y vienen de allí como indefinibles rumores de algo desconocido en que se pierde la voz en un inmenso paramo de agua y de cielo. Es el vestíbulo del Atlántico en que marcan su estela los buques de alto bordo para todos los derroteros del mundo. El natural del país quédase a veces inmóvil sobre un picacho contemplando asombrado aquella especie de boca a que se asoma lo desconocido, lo inmenso, y sigue con mirada inquieta el vapor que abandona el puerto, rumbo a la salida en que se juntan el cielo y las aguas en un beso magnífico, hasta que ve perderse la veleta de los masteleros y desvanecerse por completo en aquel fondo que acaba de tragárselos.
Todos los rumores se apagan en la costa, el bullicio de la ciudad y el tráfico del puerto que hacia la derecha se despliega en forma de caracol, ante el grandioso concierto de las olas rompiéndose en los bloques de granito, rugiendo en las cuevas subterráneas que ha labrado la marea o resonando roncamente allá lejos, en los cien recodos del litoral que son otros tantos ecos que reciten la voz sobrehumana del Océano. El ruido del mar en las rocas cercanas es melancólico, el lejano es pavoroso y solemne como un réquiem. Si se escucha en las noches invernales al lado del fuego, bajo el techo que azotan las lluvias de diciembre, vienen en el viento como ayes, como gritos de angustia, como algo apocalíptico y siniestro que resuena en el alma amedrentada por el presagio de grandes tristezas que se desatan allá lejos, muy lejos, donde el Océano ostenta todas sus majestades y todas sus venganzas, donde la idea de Dios se alza más grandiosa en el concierto magnífico de las tempestades, entre el rugido del mar y el rugido de los cielos que serpea la descarga eléctrica.
Entonces el campesino de la costa reza por los navegantes.
A doscientos metros de la costa, negrean los viejos muros de la ciudad. Consérvanse aún con todo el color de las fortificaciones del tiempo de las hermandades, con su foso cegado a medias, sus casamatas con saetías y sus abovedadas garitas salientes en que anidan murciélagos y vencejos. Las puertas han desaparecido, pero aún permanecen empotrados en los muros los gruesos goznes, y allá en lo alto las roldanas sobre las que corría la enorme cadena del puente levadizo. Se entra por rampas medio destrozadas y al atravesar el amurallado recinto, ábrense las bocacalles estrechas y tortuosas como corresponde a una población antiquísima. Entre los viejos muros y la costa media un extenso campo que florece por primavera en margaritas y amapolas, cual si se hubiera tendido un tapiz floreado ante aquel hermoso escenario del mar que se desarrolla delante de los ojos.
Algunas cabras y ovejas pastan en aislados grupos vigilados por gañanes, medio pastores, medio raqueros, tendidos sobre la hierba, con el sombrero sobre los ojos para huir del sol que cae a plano. Cuando viene la tarde, la soledad reina en todo el paisaje, sólo animado por la presencia de algún pescador cuya caña se levanta de entre las peñas, con ese movimiento lento de sube y baja tan característico. Ni un rumor se oye, como no sea el canto del grillo y la cigarra, haciendo coro al eterno rugir de las olas que simulan el rodar de carros sobre un pavimento de granito.
Cuando daban las once en el gran péndulo de casa, me deslizaba como una sombra, y cubriéndome con los balcones salientes de la calle, corría hacia la costa, mi lugar predilecto. En vano me buscaban por toda la casa: nadie podía dar razón de mi paradero. Atravesaba dos callejuelas, enfilaba por la negra puerta del baluarte, y ya en salvo, corría como un gamo hacia el punto más solitario del litoral, especie de anfiteatro en cuyo centro eran las aguas más trasparentes y tranquilas, y en cuyo torno se levantaban graderías inmensas de rocas coronadas de malvas, de flores azules y de tojo de flores amarillas, donde buscaba yo los nidos del pardillo y del jilguero.
Allí me tendía a descansar, todo sudoroso de la carrera, y boca abajo en el peñasco que más se adelantaba sobre el abismo, pasaba horas y horas entregado a no sé qué ensueño indefinido que a pesar de los años, conservo aún en algunas ocasiones.
Cuando estaba la marea baja, me deslizaba como un cangrejo hasta el fondo del pequeño lago, ansioso de investigar todo aquel mundo que bullía bajo las aguas en las qué quisiera sumergirme como un buzo.
Desde que iniciaba el descenso, iba sembrando la alarma en aquel pequeño pueblo de insectos y de crustáceos. El polípodo de cien pies que se hace una bola cuando lo tocan, el cangrejo de la arena que huye del agua y sin embargo vive cerca de ella; el gracioso cáncer ligero como un ratón, la araña de mar de larguísimas pinzas y que vive entre las algas descompuestas, y el pescado podrido: una familia numerosísima de cochinillas terrestres que surgía de repente al desprenderse el pedrusco en que afianzaba el pie, todo esto me distraía extraordinariamente despertando en mí, un raro instinto de observación, un espíritu investigador impropio de mis años.
Ya en el fondo de aquella ensenada, ¡qué asombro me producía el espectáculo del agua movida por la resaca, subiendo y dejando en seco el pedacito de playa en que hundía los zapatos húmedos! En la arena un mundo de moluscos, caracoles, gusanos y lombrices; entre las rocas que exploraba, otro mundo de cefalópodos y crustáceos.
Yo sabía ya distinguirlos y conocía sus costumbres y sus artes, desde el octópodo o pulpo vulgar, que cambia el color según la tranquilidad de su ánimo y que podía algunas veces más que yo, armado de un hierro, y él solamente de sus tentáculos, hasta el calamar flecha tan difícil de apresar, y que yo perseguía con encarnizamiento.
A través de aquella trasparente superficie de las aguas, brillaban con múltiples colores los más variados moluscos, la mitra de rojos matices, la escalaría que simula un minarete de tres cuerpos, el chilón o lapa, que no hay fuerza humana que lo despegue de la roca y que yo apresaba en el agua y comía crudo, la almeja suculenta, el acéfalo de vaina que vive enterrado en la arena, pero que se vende por el imperceptible respiradero que deja en la superficie, el arca laurata, el acéfalo Venus, de estrías tornasoladas y otros muchos ejemplares de la fauna del Océano fijaban toda mi atención, de vez en cuando distraída por otra variedad inmensa de medusas, desde las asterias hasta los acalefos más pintorescos y extraños.
Solo en aquel recinto silencioso, pero lleno de vida y de movimiento, perdía la noción de las horas y muchas veces se había escondido ya el sol tras las montañas de la ría, cuando tornaba a casa, calado hasta los huesos y despidiendo un olor a yodo, que denunciaba mis costumbres nómadas, extrañas por cierto en quien entraba a la vida por las alegres puertas de la juventud.
Pero en mí se había despertado un raro amor a la soledad: huía de los compañeros de estudio, encerrado en una especie de misantropía, no huraña sino más bien melancólica, prefería mis extrañas excursiones marítimas a todas las diversiones que tenían efecto en la población y a las que iba alguna vez a regañadientes, pensando en mis rocas queridas, donde he soñado tanto y donde fui tan dichoso.
¡Mi padre.....! Yo lo tenía allá en mi interior por un hombre raro y extravagante, hacia quien sentía más que cariño, respeto y más que respeto, miedo; sí, un miedo cerval que me hacía huir de él como de un enemigo. Muchas veces, ya joven, me he echado en cara esta inexplicable, criminal aversión para el autor de mis días; pero aún cuando a solas con mi conciencia me lo reprochaba, nunca pude lograr que mi corazón abriera sus puertas a un afecto para mí desconocido.
En el revuelto mar de mis recuerdos, más de una vez me pareció columbrar, como una claridad débil, el origen remoto de mi enemiga para quien me dio el ser. Veía confusamente cerca de mí una santa mujer, siempre triste, siempre sola y siempre silenciosa, y ante ella un hombre áspero, seco, iracundo, que lo llenaba todo con el ruidoso eco de su voz que me hacía temblar. Recuerdo bien que cuando quedaba sola aquella mujer, me estrechaba entre sus brazos con transporte, me inundaba de lágrimas y...... nada más recuerdo como no sea que un día abrí los ojos, vi que me levantaba del lecho una persona extraña, que me vestían unas manos poco cariñosas y que allá en la sala más grande de la casa se notaba mucho movimiento y se veían muchas luces en grandes candelabros.
Aquel hombre que gritaba y batía las puertas era mi padre, lo sé muy bien: aquella mujer que lloraba siempre y que desapareció de mi lado, dicen que era mi madre y que murió muy joven de una afección repentina.
Cuando pasado algún tiempo volví a la casa paterna desde el pueblecito rural en que vivía con unos parientes, torné A ver aquel hombre de gesto avinagrado y de aire colérico. Jamás me olvidaré de que al verme ante el bufete de su despacho, me dijo con aire burlón:
—¡Valiente salvaje! No hay nada que embrutezca tanto como el campo.
Desde aquel día, ¡adiós mi libertad querida, mis excursiones por la campiña, mi alegría bulliciosa de la niñez! Mi padre me destinó una habitación lejana de las suyas y cerca de los criados, y solo de vez en cuando venía a en erarse de la altura a que me encontraba en mis estudios.
Me hacía temblar con una sola mirada, despertándome el recuerdo de aquella dulce mujer que me llevó en su seno y de la cual creo que heredé el espíritu temeroso que he mostrado siempre en presencia de mi padre. Era para mí éste, como un ser que presidía mis dolores y que conturbaba mi alma, con aquel aire irónico y altivo que llevaba escrito en el rostro. Sólo de raro en raro y en contadas circunstancias, notaba en él algo así como una fugaz ráfaga de afecto que salía al exterior envuelta en una cariñosa mirada; pero esto duraba poco y no dejaba en mí la menor huella.
Prefería tenerlo lejos de la vista, como lo tenía lejos del corazón, no encontrármelo en todo el día, pasarme las semanas sin verlo, para lo cual procuraba huirle el bulto cuando podía, presentándome a él tan sólo a la hora de las comidas, y esto porque no me era posible evitarlo. Mi padre debía comprender esta repugnancia mía, pero distraído, tal vez con sus negocios,—que jamás supe cuales eran, aún cuando pudiera serme fácil averiguarlo, porque los criados siempre andaban en secreteos,—parecía no fijarse en ello ni darme más importancia que la que darle pudiera al último de sus sirvientes.
Algunas veces al subir o al bajar la escalera, me lo encontraba repentinamente.
—¿A dónde va usted?—me preguntaba con ceño, asiéndome por la solapa.
—A clase—o bien—a tomar el fresco—respondía yo con acento mal seguro.
—Tengo que arreglar con usted una cuentecita. Véame usted más tarde.
Y se alejaba. Esto era invariable, al extremo de que la tal cuentecita, mi pesadilla mucho meses, no llegó al cabo a preocuparme en lo más mínimo. Por lo demás, aunque estuviera efectivamente interesado él en arreglarla, yo ponía de mi parte todo lo posible para eludir la entrevista, cosa fácil para mí, porque muchos días mi padre comía fuera.
Más tarde vine a saber que se pasaba las horas muertas en casa de Doña Purita, una vecina nuestra con la cual tenía gran intimidad y no sí hasta qué punto cierta clase de negocios importantes, de los cuales se hablaba en mi casa con raro retintín.
Tenía yo entonces diez y ocho años y era un muchacho simpático, al decir de muchos, pero huraño como un lobo. No sabía desde cuando se había operado en mí tal metamorfosis, pues anteriormente, recuerdo bien que era un verdadero demonio de quien todos los días llevaban quejas a mi casa. De repente cambié de un modo radical y me convertí en un salvaje que huía de las gentes y buscaba los sitios más solitarios y agrestes para sus paseos y diversiones.
Concluidas mis clases, que atendía de cualquier modo, tomaba el camino de la costa, deslizándome como un duende, sin importárseme un pito que me buscaran o que mi padre preguntara por mí. Alguna vez llevaba un libro en el bolsillo, pero casi nunca leía. Prefería estarme horas enteras tumbado sobre un peñasco, adormecido por el rumor monótono de la resaca, que formaba en las cuevas inferiores un raro concierto de resoplidos graves, y en los escollos una sinfonía cristalina que me hacía caer en una extraña modorra.
Un día colocaba liga en las alturas coronadas de tomillo y jaramago para apresar el gorrión, la calandria o el jilguero, otro dedicaba mi actividad a la pesca del pulpo entre las peñas, o bien buscaba las cuevas del zorro en los oteros, encendiendo a la entrada puñados de rastrojo, cuyo humo espeso me cegaba y me hacía toser.
En primavera llenaba mis cajas de cigarras verdes como esmeralda, de grillos y saltamontes, cuya recolección hacía en el lindero de los maizales cercanos a la costa. Para ello me pasaba horas y horas tostándome al sol, introduciendo largas pajas de centeno en los agujeros, hasta que salía el insecto dando saltos y lo apresaba. Cuando era rehacio en salir, le echaba agua del mar en la guarida.
A la tarde me esperaba siempre mi padre, para comer, con cara de pocos amigos. Nos sentábamos a la mesa frente a frente. Tenía él, casi siempre, un libro o un periódico en la mano izquierda y leía entre bocado y bocado. De vez en cuando, alzaba la vista por sobre sus gafas de oro y me miraba severamente.
—¡Ya está usted ahí, grandísimo bribón? Le voy a arrancar a usted la piel, como a San Bartolomé. Es usted un vago de real orden, un saltamontes, un perdulario que me avergüenza......
Yo recibía el chubasco, con la vista fija en el plato y aparentando sangre fría; pero lo cierto es que al oír a mi padre, y sobre todo al verle aquella cara, se me ponía un nudo en la garganta y no me era posible pasar bocado. Le había tomado odio a las comidas y prefería un poco de pan seco, allá en mis escondrijos de granito, a todos los platos de nuestra excelente cocina.
—Ya hablaremos: ya hablaremos más tarde. Lo espero a usted en mi despacho, bribón. Cuidadito con escurrírseme.
Dejaba la servilleta, encendía un cigarro y se iba al mirador de cristales, todo lleno de flores paliduchas, enclenques y cubiertas de polvo, como nacidas en el interior de un aposento caldeado por el sol, y que sólo recibían el soplo de la brisa cuando se alzaban las galerías.
Yo me estaba quieto o me acercaba a él haciéndome el valiente. Mi padre abría con gran estrépito las vidrieras, y después de mirar fijamente a la casa vecina, tomaba sus tijeras y andaba por aquellos míseros arriates de macetas de barro, cortando y limpiando y poniendo sosenes de caña a distintas plantas de su raquítico invernadero. Yo lo miraba con el rabo del ojo, y al propio tiempo contemplaba con envidia la calle aspirando con delicia el aire cargado de yodo, que me recordaba mis peñascos cariñosos.
Al correr mi padre las galerías, rara vez dejaba de asomarse, con su semblante más complacido, Doña Purita.
—Buenas tardes, vecinito......
—Muy buenas, Purita......
Era una familia muy acomodada, que gastaba un tren de relumbrón como de gente de baja estofa enriquecida por la casualidad. Componían la familia, Doña Purita, viuda,— sin que por la vecindad se hubiera conocido nunca a su difunto esposo,—su hija Candela, traviesa como un gatito joven, y una señora muy entrada en años, que nunca hablaba, como esos actores que figuran en los programas con las iniciales N. N.
La calle era estrecha y podía hablarse perfectamente de balcón a balcón. Doña Purita tenía también plantas y flores desde que vio las nuestras, días después de mudarse allí.
En cuanto oía yo la voz de Doña Purita, procuraba esconderme. Mi padre me miraba con ojos de basilisco.
—Salude usted, tupinambú—me decía por lo bajo amenazándome con las tijeras.
Parecía demostrar sumo interés por aquella buena señora, que tenía yo por un horror de carne y sobre todo de seno. Su rostro era, sin embargo, agradable y llevaba sus cuarenta años—o tal vez más—muy bizarramente.
Al verme, siempre me decía alguna frase lisonjera.
—Hola buen mozo. Está usted poniéndose hecho todo un hombre. Va a ser preciso buscarte una heredera, Daniel.
Y se contoneaba y se pasaba la lengua por los gruesos labios, mirando de reojo a mi padre que la observaba a través de sus gafas, sonriendo.
—Sí, buen pájaro está Don Daniel. Es un pillete, un pequeño bandido, un salvaje en plena civilización,—decía enfilándome los ojos fieramente.
—¡Vamos, amigo mío! no sea usted tan severo. ¿Acaso Daniel no es un buen estudiante....?
—No se trata de su aplicación, aún cuando no será jamás ningún sabio de la Grecia. Hablo yo, Purita, de su género de vida.
Y empezaba a contarle a Doña Purita mis escapatorias, adornándolas con tal lujo de detalles que me quedaba asombrado. ¡Si aquel hombre lo sabía todo! ¡Si cualquier día iba a buscarme a las peñas y me traía agarrado por una oreja!......
Después se retiraba la monumental vecina, no sin saludarnos con su más amable sonrisa y mi padre se iba a sus habitaciones, dejándome allí parado como un poste.
—Ya arreglaremos esa cuentecita, grandísimo bribón—me decía al marcharse casi tocándome la cara con su barba apuntada y fina.
Yo entonces cogía la puerta y antes de que pudiera llamarme, me echaba a la calle.
Marzo se había despedido benignamente. Los campos eran un vergel; sobre los oteros verdeaban el tomillo nuevo, la verbena y el resedá silvestre que trascendían en las oleadas del aire frío del mar, matizados con la manchita blanca de las menudas margaritas, la roja amapola, la amarilla flor del tojo y la vincapervinca.
Era una nube de embriagador perfume que alegraba el alma abierta a las dulces expansiones de la juventud y de la vida. Hasta los pelados peñascos que dominaban las rompientes, amarilleaban con los líquenes nuevos de múltiples tonos, al propio tiempo que toda aquella esplanada gris, calcinada por las nieves y la escarcha, era un verde manto de menudo césped constelado de puntitos blancos y amarillos como el alegre vestido de una aldeanita.
El aspecto de la naturaleza primaveral, rompiendo el arca de todos los perfumes, me arrastraba más que nunca a aquella vida nómada que era mi pasión única. Allí se deslizaban mis días como un soplo. Mi padre, siempre enredado en sus negocios o en sus propias preocupaciones, me dejaba en plena libertad y salvo dos o tres veces que me obligó a acompañarlo a casa de Doña Purita, el tiempo me pertenecía por entero para dedicarlo a mis excursiones.
Me parecía a mí aquella vida errante y solitaria como el ideal supremo del hombre sobre la tierra, libre de trabas sociales, de humanos respectos y de todos esos requisitos de la civilidad y la cortesanía, que yo repugnaba con toda mi alma.
Aún cuando cause risa, paladinamente declaro que algunas veces, en aquella mi muda contemplación del mundo de moluscos y de crustáceos que se mostraba a mi vista, llegué a tener envidia de los cangrejos, tan libres, tan independientes, tan privilegiados por la naturaleza, que lo mismo trepaban por las rocas y escogían en sus hendiduras su vivienda, que se deslizaban hasta la arena caminando por ella, bajo las aguas, acariciados por el flujo y el reflujo.
Corrían los primeros días de Abril. Ya había el sol trazado su parábola para ir a hundirse allá a lo lejos tras las montañas de la ría, y yo permanecía aún echado sobre un peñasco, perdida la vista en aquel páramo de espuma sobre el cual cruzaba la marina gaviota, lanzando de vez en cuando su agudo chillido. A mis pies gemían melancólicamente las olas, cubriendo y descubriendo los arrecifes más avanzados en el mar y a lo lejos empezaba a oírse aquel rumor sordo y espantable del Océano. Una especie de soñolencia se había apoderado de mi espíritu perdido en no sé qué extraños pensamientos acerca del porvenir, cuando una voz cristalina me hizo volver la cabeza, despertándome bruscamente de mis meditaciones.
A diez pasos del sitio en que me hallaba, vi dos personas desconocidas, que observaban el mar y a la vez me observaban a mí con curiosidad.
Una de ellas era una anciana de cabellos blancos y simpática fisonomía. La otra era una jovencita, casi una niña, débil botón de rosa que empezaba a abrir su cáliz a las caricias de la vida. Las dos vestían completamente de negro y nada más original y gracioso que aquella alegre y rubia cabecita adornada de azabache y aquel cuerpo gentil, toda una promesa, cubierto de enlutados pliegues.
Cosa extraña en mi carácter huraño: no me contrarió la presencia de aquellas dos desconocidas. Me quedé inmóvil, como estaba tendido, y procurando disimular mi curiosidad llevando la vista de un lado a otro, no sabía apartar los ojos de aquel interesante grupo. La niña tenía los ojos muy abiertos, como dilatados por el asombro que en ella producía la contemplación del hermoso espectáculo del mar. La anciana..... juraría que lloraba al contemplarlo. Estaban las dos silenciosas, de pie sobre un montículo cercano a mí y el aire del mar alborotando la cabellera de la niña, la obligaba a cada momento a sujetar el gracioso sombrerito de paja negra de Italia que coronaba su cabeza.
De pronto sentí un ¡ay! penetrante, y casi al mismo tiempo de volverme, cruzó por delante de mí un objeto que fue a enredarse, después de varios saltos, en las malezas que coronaban la base de mi observatorio. Era el sombrerito y casi me dio ganas de reír ver la cara compungida de la jovencita en presencia de tal percance.
—Ahora si que la has hecho buena, criatura...—oí que decía con aire mal humorado la anciana.
—Dios mío, abuelita. Si yo no he tenido la culpa; bien lo sujetaba con la mano, pero este viento loco ......
Yo me había levantado ya, deseoso de demostrar mi destreza. ¡Vaya un trabajo para quien subía y bajaba como un lagarto, por aquellos vericuetos......! En dos saltos descendí a la quebrada, afirmé los pies en dos salientes, me así a un manojo de malvavisco y jaramago, me incliné sobre el abismo y atraje el sombrerito cuyas cintas rozaron mi cara, dejándome aspirar un suave perfume que me dejó embelesado. Corto era el trecho que tenía que recorrer para llegar junto a la dueña del sombrerito; pues bien...... ¡cuánto soñé en el camino......! Y cosa extraña; con el sombrero colgando de las cintas, me acerqué todo confuso a la niña y se lo entregué torpemente, sin encontrar palabras que decirle. Sí, mi padre tenía razón: yo era un verdadero salvaje.
La actitud, durante mi descenso, de aquella a quién acababa de prestar tan valioso servicio, no he podido apreciarla nunca. Algo como una nube cegaba mi vista, mientras duró la captura del sombrerito. Al llegar, me pareció que estaba asustada, que me miraba con los ojos muy abiertos y que miraba después a la anciana, como solicitando que la sacara del compromiso.
—¡Cuánto le agradecemos a usted este favor!—dijo la anciana.—¿Pero usted pudo haberse matado, por una cosa que no vale el peligro que usted ha corrido, ni el susto que hemos llevado......?
Yo me sonreía algo sereno ya, pero no me atrevía a mirar a la niña.
—¡Susto......! Si yo conozco todo eso como la palma de la mano.
Volvió a darme las gracias la anciana y me fui retirando poco a poco, sin acertar a despedirme como Dios manda. ¡Qué papel habría yo hecho! ¡Qué torpe era! Si parecía un pastor por lo incivil.
A pocos pasos me detuve, como contemplando el mar. A ratos volvía los ojos furtivamente para mirar a la niña y ésta parecía avergonzarse de tal insistencia.
Estaba un poco descolorida, pero lindísima en su turbación. Una vez que alcé la vista para contemplarla fijamente, hallé sus ojos en el camino. Me pareció que sentía un golpe en el pecho; al mismo tiempo me puse rojo y noté una intranquilidad interior, un desasosiego tan extraño, que creí haberme puesto enfermo. Me golpeaba el corazón como cuando veía a mi padre. Tenía como miedo de mirar a aquella criatura casi desconocida y al propio tiempo mis ojos se volvían hacia ella obedeciendo a un impulso incontrastable. Y ella me miraba siempre, ejerciendo tal influencia sobre mí, que ya no me era posible dejar de mirarla. Era como un encanto, como esa fascinación, como ese embeleso que se siente cuando a nuestra espalda está una mujer hermosa rozando con su aliento nuestra mejilla; como un adormecimiento que nos hace cerrar los ojos. Sentía oleadas de fuego que me subían al corazón y luego corrientes de frío que me helaban los labios. Después tuve como deseos de llorar, como el presentimiento de una cosa triste, como el temor de perder algo muy pegado a mi alma.
Me senté en el césped y me quedé pensando como se llamaría aquella niña. Debía tener un nombre muy dulce...... así como Rosa, María..... ¡ay! pero ¿cómo averiguarlo?
La anciana y la niña estaban sentadas en un repecho de la estribación de rocas más retiradas del mar. Ella, (la que nos interesa siempre es ella, cuando no sabemos su nombre), ella con los ojos muy abiertos miraba la extensión del mar, que iba encrespándose con las rachas del crepúsculo. Cuando se volvía hacia mí, se tropezaban nuestras miradas. Era como el roce de una caricia que venía envuelta en el aire y que hería mi espíritu conturbado.
Por fin, se levantaron, alejándose de aquel sitio en dirección a la antigua puerta de las fortificaciones. Yo me alcé para que la suave pendiente de la esplanada no me ocultara a aquella criatura que había operado en mi alma, en el brevísimo transcurso de unos minutos, tan extraordinario cambio. Ella iba al lado de la anciana y a cada momento volvía la cabeza. Sus rubios cabellos flotaban al impulso del viento. Como para quitárselos de sobre los ojos, se volvía y entonces se encontraban de nuevo nuestras miradas.
Una serie de emociones diversas que embargaban mi espíritu, me había convertido en estatua. La veía alejarse y parecía como que me arrebataban algo mío, muy pegado a mi alma, muy estrechamente unido a mi corazón. Sentía impulsos de seguirla y el temor pegaba al suelo mis plantas. Ya más lejos, soñé que aquella dulce sonrisa me mandaba un adiós. Yo debía hacerle una señal de despedida.
—Salúdala estúpido. Dile adiós, hotentote. Despídete de ella, tupinambú..
Todos los calificativos humillantes que me aplicaba mi padre, se me ocurrían entonces para increparme por mi cobardía. Me trataba cruelmente.—Sí, mi padre tiene razón,—decía mirándola con tristeza, perderse en la penumbra del amurallado recinto.—Soy un verdadero salvaje. Pero, ¡ay Dios mío! ¡Cuánto la amo!—Y me marché a casa llorando.
Yo entraba, precisamente, en la edad no sé si dichosa o desdichada, en que uno se enamora de la primera cara bonita que encuentra en su camino. ¿Qué extraño es que sintiera abrirse mi corazón a un afecto hasta entonces para mí desconocido, pero cuya influencia y cuyo poder presentía por rara intuición? Sí, estaba mortalmente enamorado, amaba por primera vez en la vida, y parecíame como que se hubieran abierto para mí, de par en par las doradas puertas de un mundo nuevo. Todas mis horas, todos los momentos de aquélla mi existencia solitaria que se deslizaba en la muda contemplación de la naturaleza, todos podían fundirse en un solo pensamiento hondamente enlazado con mi vida: aquella tierna y dulce niña que vieron un instante mis ojos pero que ya estaba grabada en el fondo de mi corazón con trazos de fuego.
Lo mismo en la estrechez de mi aposento de estudiante que en el espacio libre del cielo y de las olas, yo la veía ante mí como esfuminada suavemente, allá en lo alto de aquel montículo, con sus manitas sujetando el ligero sombrerito, flotando su cabellera al aire, como dorada madeja de rayos luminosos, modeladas las débiles formas por el pañeado artístico de su vestido negro, y envolviéndome en una mirada tranquila de sus abiertos y azules ojos.
Luego pensaba yo qué esclavitud secreta me ligaba con férreos grillos a aquella existencia extraña para mí; qué bebedizo mortal me había dado aquel mirar sereno e inocente; qué suerte de milagroso conjuro se había operado en los cielos o en la tierra para caer así rendido un hombre libre e indómito, a los pies de una mujer en boceto, de una jovenzuela sin más atractivos que los de su rostro infantil e inocente como el de un angelito. ¡Ay! y así había pasado todo, sin embargo. Lo que no había logrado alcanzar mi padre con su energía de fiera y con sus sarcasmos, habíalo conseguido aquella niña desconocida: yo era otro hombre distinto, manso como un cordero, dócil como un perro. ¿Pero qué era lo que pasaba por mí? Bien quisiera explicármelo entonces como me lo explico hoy, pero no me era posible. Sentía la dominación de otra alma sobre mi alma; la esclavitud de una cadena de fortísimos eslabones, el peso de unos ojos que caían sobre mí como cae el duro y herrado látigo del domador sobre el lomo del tigre; pero no acertaba a explicarme la causa de todo aquello que levantaba mi pecho con una terrible tempestad de sollozos.
También me llamaba la atención que otra niña semejante a aquélla, Candela por ejemplo, a quién trataba con frecuencia y que en cierto modo era encantadora, no hubiera logrado fijar mi corazón. ¿Sería verdad que en el mundo existen almas gemelas que Dios crió para vivir unidas y que a veces junta el acaso?
Pasé tres días mortales lidiando con aquella pasión que se había aposentado en mi alma por sorpresa y que la llenaba toda de luz, de sueños y de alegrías que hacen llorar y estar triste. Aún más que antes frecuentaba la costa, recorría a veces dos leguas de litoral buscándola, llamándola con los latidos de mi corazón, persiguiéndola como una cosa necesaria, indispensable para la existencia. Con la mirada profunda de un zahori, examinaba el húmedo suelo, ansiando encontrar la huella de su breve pie en los surcos de la arena o en las hierbas tronchadas que circundaban la escollera. Buscaba como el perdiguero con las narices al viento, con la vista ceñuda, con la paciencia de aquel a quién le va la vida en el hallazgo. Después, cuando las sombras lo envolvían todo, tornaba a la ciudad rendido y triste, llena el alma de las ideas más estúpidas y más negras.
De más está decir que mi padre notó a tiro de ballesta aquel mi nuevo aspecto de salvaje melancólico, avinagrándosele aún más el gesto con que ordinariamente me recibía. Una mañana me sorprendió en mi cuarto, y no sé con qué motivo, me habló de una porción de peligros que la vida ofrece y que yo no conocía, recomendándome una y otra vez, que frecuentara la sociedad, que no fuese hurón, que tuviese, pocos sí, pero algunos amigos; en fin, que no me entregase estúpidamente a la soledad, amiga traicionera que nos echa al cuello los brazos para estrangularnos más cómodamente.
Confieso que no se me alcanzó gran cosa de este discurso, en el cual soñé ver un momento, algo como una alusión al intimo y secreto amor que llenaba mi alma. Pero deseando no irritar a mi padre, temeroso de que pudiera prohibirme mis paseos a la costa, bajé la cabeza, y aún recuerdo que prometí acompañarle alguna vez a casa de doña Purita, relación que parecía agradarle en gran manera y hacia la cual no perdonaba medio de empujarme. En cuanto a mí, me importaba lo mismo ir con él de visita que permanecer alejado de todo trato, para vivir constantemente entregado a aquel ensueño de mis sentidos y de mi corazón. Mi amor era como una fiebre latente que me seguía a todas partes, bullendo en mi cerebro y en mi alma: lo mismo en la soledad que en el mundo del movimiento, consagrábale todos los sentimientos más íntimos. Así viví muchos días en una especie de sonambulismo del cual había de despertar muy pronto, herido por algo más fuerte que conmueve al hombre cuando la savia de la juventud corre vigorosa y ardiente por sus arterias.
Aunque jamás sentí el menor interés por entrar en aquella intimidad de que gozaba mi padre en casa de doña Purita, por complacerle, mejor aún y seré franco, por no atraer su atención sobre mí y sobre mis amorosos pensamientos, empecé a frecuentar el trato de mis vecinas, con gran satisfacción del autor de mis días y no menor satisfacción de ellas, que parecían sentirse muy orgullosas de la victoria alcanzada sobre los cangrejos, como decía riéndose a carcajadas Candela, un verdadero diablillo en esto de poner a uno en evidencia.
A los pocos días de mi repentino enamoramiento, me echó el guante mi padre al levantarme.
—Arréglate—me dijo—que vamos a salir.
El día era festivo y el bullicio de la calle— una de las más frecuentadas de la ciudad—y aquel sol tan alegre de primavera, parecían convidar a salir de paseo, a ir de tiendas o a presenciar el desfile de la tropa que se dirigía a misa de doce. Yo, sin embargo, lancé un suspiro de melancolía. ¡Ay! pensé, ¡quién pudiera tomar el camino de la costa! ¡Cómo debía brillar entonces la pequeña playa herida por los rayos solares, haciendo bullir todo aquel mundo que me era tan familiar y del cual me veía alejado......!
Me vestí con mi acostumbrado desaliño, y fui a encontrar a mi padre a su gabinete. Ya estaba con el sombrero puesto. Me miró de pies a cabeza.
—¡Vaya una facha!—exclamó.—¡Si debía darte vergüenza esa desidia! ¡Mira que modo de ponerse la corbata! ¿Qué dirá de ti Candela? ¡Si eres un adán...... un perdulario...!
Y me tiraba de las solapas de la levita y me arreglaba el lazo de la corbata y me atusaba el cabello, con aire burlón y al propio tiempo enojado. Iba muy elegante. En verdad no parecíamos padre e hijo. Me asombraba verle el cabello y la barba tan negros, cuando creía recordar haberle visto muchas canas en otro tiempo.
Íbamos a casa de las vecinas. Por las palabras que pronunció al reprenderme, lo comprendí al instante. Subí de mala gana la escalera oyendo tras de mí la voz de mi padre.
—Cuidadito con hacer el hotentote, ¿oye usted? Sea usted galante con Candela y cortés con su mamá. Son muy excelentes amigas mías. Siempre me han colmado de distinciones inmerecidas.
No pudo continuar. Candela, que había estado velándonos a través de los cristales, bajaba la escalera como un turbión, para recibirnos.
—¡Que te vas a caer, diablillo!—gritó desde arriba doña Punta, que asomaba al descansillo su voluminoso busto. Y luego exclamó con aire compungido dirigiéndose a mi padre:
—¡Ay mi querido don Julián, si esta criatura es de la piel del diablo......!
Candela había besado ya con la mayor franqueza a mi padre y me estrechaba la mano cordialmente, mirándome con aire burlón y gritando:
—¡Milagro! ¡Milagro! ¡Aquí está Daniel!
Y encarándose conmigo y dándome palmadlas en la espalda, agregó con gesto cómico:
—Lo que es por esta vez, se han llevado chasco los cangrejos.
Yo estaba colorado como uno de mis amigos después de cocido. Candela subió con nosotros, charlando por los codos y haciendo mil coqueterías. Por lo zalamera parecía una gata; por lo inquieta, una ardilla. Movía los ojos casi tanto como la lengua y hablaba con ellos mucho mejor. Delante de aquella criatura me encontraba cortado. Se habían trocado los papeles y yo era el ruborizado y ella la decidora.
Ya en la sala, muy lujosa por cierto, pero con ese lujo de los ricos improvisados, que convierten una habitación en quincallería, el grupo se deshizo, yendo a sentarse en el estrado principal doña Purita y mi padre, y quedando Candela y yo cerca del mirador, como cortados al encontrarnos por primera vez a solas.
Candela era muy linda o al menos así me pareció a mí, aunque bien mirado yo no encontraba en ella la perfección artística, según me había enseñado mi profesor de dibujo y que, al decir del buen señor, consistía en la proporción de las partes y en la armonía del conjunto.
Candela era de un color tostado como el barquillo; tenía unos ojos pardos cariñosísimos cuando los dejaba en reposo y deslizaba la mirada sobre uno; pero que producían escalofríos y estremecimientos cuando chispeaban con la malicia o la intención. Aquellos ojos me parecían dos ascuas o dos cauterios. Cuando los ponía sobre mí, yo miraba a otro lado. Eran como un látigo que restallaba para fustigar al frío o al impasible. Mi padre decía algunas veces a Candela, celebrándola galantemente:
—Niña, cuando hables conmigo, cierra los ojos.
—¡Bah! no sé qué tienen mis ojos—exclamaba Candela con aire inocente. Y en seguida los hacía relampaguear furiosamente con una coquetería inconcebible.
Los ojos de Candela, a ratos, hacían pensar en cosas extrañas que yo no comprendía muy bien entonces, pero que se me antojaba que tanto podían ser explosiones de ira terriblemente feroces, como espasmos de un afecto sólo comprensible en los delirios de un cerebro exaltado.
Su fisonomía era vulgar, pero a favor de una boca sensualísima, de labios gruesos y coloraditos como una guinda, de una nariz ligeramente respingada, con ventanas prominentes y movibles, todo alumbrado por los resplandores de aquellos ojos de fuego, tenía el rostro de Candela, tal atracción de rara simpatía, tal encanto, que el que la veía, conser-vaba por mucho tiempo un recuerdo acre, picante, de su gentil persona.
Su cuerpo era precioso y de un desarrollo precoz para sus quince años. Por lo demás, no sé si aleccionada por su propia picardía o por su madre, sabía sacar gran partido de sus trajes, adoptando usualmente aquellos que más hacían resaltar sus contornos de estatua o adivinar con más curiosidades, lo que no lograban penetrar los ojos.
Yo estaba obligado a romper el silencio, porque ya nos habíamos contemplado un largo rato, provocando ciertas toses significativas de mi padre, que yo traducía distintamente por sus habituales frases de salvaje, tupinambú, hotentote; pero... ¿cómo empezar?... Yo no sabía hacerlo.
Candela me miraba furtivamente con aire burlón, haciendo mil visajes con aquella boca que parecía una fresa espachurrada y sin tener las manos quietas un instante. Iban del encaje del escotado corpino a las orejas, de éstas al moño, del moñito a la falda, de la falda otra vez al moñito...... Yo parecía un estúpido. Me miré casualmente en el gran espejo y me di miedo; pero aún más miedo me dio verle la cara a mi padre. Me echaba unas miradas, que no eran miradas sino pistoletazos.—Hoy me estropea—pensé,—y sacando fuerzas de flaqueza, pregunté a Candela:
—¿No tocas el piano?
Despertó como de un sueño y se levantó dirigiéndose al magnífico Pleyel, colocado en un testero. Yo miré con el rabo del ojo a mi padre y la seguí, colocándome en disposición de volver las hojas.
—Chico, si supieras—me dijo por lo bajo Candela mirándome sonriente—no me acuerdo de nada. Toco muy poco y te vas a reír de mí. Y recorrió con sus manitas regordetas el teclado.
En medio de mi turbación, a mí me daba ganas de reír la manera de tocar de Candela. Tocaba de igual modo que bajaba las escaleras. Al pisar el teclado sus empecatadas manos, la Serenata de Schubert afectaba el aire de unos couplets, y un vals Straus parecía una marcha guerrera. A veces el recorrido de sus dedos gorditos y locos, simulaba la estrepitosa caída de un rimero de platos o el trepidar de un carruaje sobre los adoquines.
Sin duda, al ver mi semblante asombrado, comprendió la rara influencia de aquella música diabólica, porque cerró la tapa con estrépito y riéndose de mis forzadas celebraciones, me dijo abandonando la banqueta:
—Hoy no estoy para músicas.
Iba a dirigirse de nuevo al estrado, pero no sé qué vio en los ojos de doña Purita, que se quedó parada en firme. Aquella vez, lo digo en mi desagravio,—fui discreto.
—Candela—le dije—¿quieres enseñarme tus flores?
La vi sonreír como satisfecha, y después de oponer la tan sabida objeción de que no valían la pena, me tomó la mano y me llevó a la galería.
Era un facsímil, aquel invernadero, del instalado en casa de mi padre. Claveles rojos y matizados, petunias raquíticas, rosas té y rosas de Borbón y algunas clemátides violadas entre macetas de heliotropo y resedá; pero todas polvorientas y paliduchas como jóvenes anémicas. Sirviendo de cortinaje sombrío, cubrían los cristales dos enredaderas, una de campanillas blancas y otra de fuxias.
—¿Te gustan las flores?—me preguntó al propio tiempo que cortaba algunas tan medradas como las de mi casa.
—Sí, pero prefiero las del campo. Me parecen éstas, infelices prisioneras a quienes se priva del aire y del rocío.
Candela pareció asentir con una sonrisa, pero en realidad, lo que yo leí en el plegado de aquellos labios, fue un gesto de burla.
—¿Sabes lo que estoy pensando Daniel?
—Yo......si tú no me lo dices......
—Pues, que debes tú tener algo, porque te encuentro muy sentimental.
—¿Sentimental yo? No sé por qué... Como no sea por mi opinión acerca de las flores de tu casa y de la mía.
—No, no es por eso. Encuentro algo en ti que se me antoja...... vamos, sentimiento..... tristeza..... así como si tuvieras el pensamiento lejos de aquí.
Trabajosamente pude resistir a tan brutal embestida, y por un milagro no me sonrojé. Aquel demonio estaba leyendo en mi pensamiento.
—A ti, parece que no te gusta mucho venir a vernos. Vienes como a la fuerza.
—¡Vamos! cosas tuyas......—Respondí con voz mal segura.
—No, no te hagas el indiferente. ¡Si tu papá nos lo cuenta todo! Tienes otros gustos: te agrada vagar por los baluartes y por la costa, andar en plena libertad, conversar con los cangrejos...
Y empezó a reír a carcajadas. Yo concluí por reirme también. Encontraba a Candela muy franca, y a mi siempre me agradaron la ingenuidad y la franqueza.
—Y mira—añadió—yo lo siento, porque podíamos ser muy buenos amigos..... Estoy casi siempre sola y aburrida, y cuando viene tu padre, se encierra con mamá a arreglar sus asuntos, de manera que me paso las horas muertas pegada a estos cristales, contemplando como tu gato se afila las uñas contra el balcón.
Hablaba alegremente, pero se notaba un dejo de tristeza en sus palabras.
—Tal vez a mi lado te aburrirías lo mismo. —Respondí por decir algo.
Candela se me quedó mirando fijamente.
—No, estoy segura de que no me aburriría......
—Y los días de recibo no tratas acaso a jóvenes de más mérito que yo, que no tengo ninguno.
—¡Modesto!—exclamó riéndose—¡Ay chico, si supieras tú cuanto necio tengo que tolerar en estos días......! Gente que no dice nada.
—Candelita, ¿ha visto usted como se ha casado Consuelo?—Candela, lleva usted un vestido elegantísimo.—Candela, ¿fue usted ayer a misa de doce?—Dígame usted, Candela, ¿cuándo se fija ese corazoncito......?—¡Uf...
Cuánto estúpido! ¡cuánto animal de smokin, y corbata blanca! ¡cuánto repugnantísimo me echo yo a la cara en una noche de recibo.....!
Se había puesto congestionada de ira y lanzaban chispas sus hermosos ojos. Yo me quedé mirándola con atención.
—Casi, casi, me figuro por adelantado el exacto juicio que tendrás formado de mí. Con seguridad que figuro ya en la lista de esos repugnantísimos.—Y recalqué la frase.
Candela saltó en seguida.
—Pues te equivocas, te equivocas de medio a medio, porque entre todos mis conocimientos, el que más aprecio es el tuyo.
Y agregó como ofendida:
—Tal vez por eso se vende tan caro el señorito Daniel......
Me miraba de un modo extraño. Cierto o fingido, creí leer en sus ojos el afecto. Pero esto pasó en seguida. Llamábame la atención su extraordinaria movilidad. No se estaba quieta un segundo: parecía estar muy nerviosa y sus manitas no dejaban en los arriates una planta con vida. A veces cogía una flor y le iba arrancando los pétalos y triturándolos con sus menudos dientes, blancos como el nácar. Parecía esperar otra correspondencia de mi parte; quería romper el hielo o modificar mi aspereza de cardo.
De pronto, cogió una diminuta francesilla y me la prendió en el ojal de la levita.
—No se la des a nadie, ¿entiendes?
Y luego sin darme tiempo a contestar, me azotó con esta pregunta:
—Dime, ¿tú tienes novia?
Me quedé hecho un bobo. ¡Ay es verdad! Tenía una novia en el pensamiento: la niña vestida de luto. Involuntariamente, me figuré ver ya descubierto mi secreto y me puse rojo.
—¿Quién piensa en eso?—respondí con acento trémulo.
Candela se acercó más a mí, contemplándome de hito en hito.
—Sí, sí tienes: no lo niegues, que es inútil. ¡Si te lo estoy conociendo en la cara!—Y acercaba su rostro al mío con los ojos muy abiertos.
En aquel momento entraron en la galería doña Purita y mi padre. Venía la dueña de la casa hablando en voz alta y pisando recio.
—Si no valen nada, amigo mío, va usted a desengañarse. Mire usted... mire usted......
E iba mostrándole las macetas una a una. Mientras tanto mi padre celebraba con grandes extremos una raquítica pasiflora, hija de las que cubría el esquinazo de nuestro invernadero, doña Purita me dijo con gran zalamería:
—Estás muy guapo, Daniel. Y hoy no dirá tu papá que no has estado galante a más no poder. En el ojal llevas el premio.
—Hola, hola,—repuso mi padre acercándose—caballero condecorado. ¿Quién ha sido la damita...?
Yo, yo mismita — se apresuró a declarar Candela, asiéndome del brazo y tocándose repetidas veces el pecho con la palma de la mano.—Nos hemos hecho los grandes amigos.
—¡Excelente pareja!—exclamó doña Purita a media voz, dirigiéndose a mi padre—Será preciso casarlos, al fin y al cabo.
Yo me estremecí. Candela hizo un visible mohín de complacencia y se puso a repicar con los dedos en los cristales. Luego volviéndose para que yo la oyese, me dijo con gran despreocupación:
—Por mí......ahora mismo.
Me quedé frío y bajé los ojos sin atreverme a mirar a aquella originalísima criatura. Al alzar la vista, noté el semblante irritado de mi padre. De momento no pude explicarme la causa. Después...... tiempo he tenido de conocerla por mi desgracia.
Al despedirnos, Candela iba a mi lado. Me hacía como señas interrogantes, no sé a cuento de qué. Al fin, cuando descendía el primer escalón y después de un fuerte apretón de manos, murmuró a mi oído, aprovechando una distracción de mi padre, que hablaba en voz baja con doña Purita:
—Ven muy pronto; cuidadito que vengas...
Y al ir bajando con nosotros hasta el primer descanso, me preguntaba con la cabeza repetidas veces:
¿Sí? ¿Sí? ¿Vendrás......?
Desde aquel día, no pude salir ya de mi casa sin que dos ojos luminosos como dos carbunclos me siguieran desde la casa de enfrente. Era Candela. Para rehuirla, adopté un recurso al cual debí más de una vez poder disfrutar entre los peñascos de la costa. Me colocaba en la puerta y alzaba la vista al mirador de Candela. Si no la veía, atravesaba en dos saltos la calle hasta pisar la acera opuesta y a favor de los balcones, huía hasta enfilar con los baluartes. Si por una casualidad estaba ella asomada a los cristales, la saludaba y hacía como que subía a mi casa. De pronto, y cuando Candela creyéndome en mis habitaciones, se retiraba, salía otra vez burlando su vigilancia.
Ya creía perdidas todas mis esperanzas de volver a hallar en mi camino a la niña de ojos azules y de negro ropaje, cuando Dios me la puso otra vez delante por mi desgracia o por mí fortuna. Había llegado yo de mis clases de la tarde, cuando al pisar el zaguán de mi casa, sentí el chis, chis de Candela que me llamaba desde su balcón.
—¿Vas a venir, Daniel?—me dijo desde arriba poniendo en forma de bocina las pequeñas manos.
—No, chica: tengo mucho que hacer...
Me hizo un gesto de ira cómica con la cara y con los puños.
—¿Sabes lo que te digo? que dentro de poco voy a tener que ponerme de rodillas para que subas un rato.—Y luego, con su sonrisa más picaresca y con una mirada que era un cohete, agregó:
—Te iba a contar un sueño......¡Si vieras que cosa más graciosa.....!
Yo iba a subir; ¡caramba! Me distraería al lado de Candela de mis tristezas de tantos días. Antes de hacerle seña de que me esperase, dos manchas negras en la calle, allá arriba y a la radiante claridad del sol, hirieron mi retina. Debí ponerme rojo como una guinda: me temblaron las piernas y tuve que arrimarme a la puerta. Alcé los ojos al mirador y vi a Candela observándome.
—Adiós; hasta luego, ¿eh?...—Y me dirigí a la escalera sentándome en el primer peldaño. Estaba desfallecido; sentía la debilidad del que ha recibido una sangría, al propio tiempo que el torrente circulatorio se había duplicado, ahogándome el corazón con sus golpes de yunque.
Sí, ellas debían ser; mi corazón me lo decía, y mi corazón no me engañó jamás. Ellas eran y se dirigían a los baluartes. Dentro de algunos minutos estarían en la costa. Sin embargo yo no las había visto la cara. Más que una aparición fue un presentimiento. Aquellas dos formas enlutadas, entrevistas por mí en el breve espacio que media entre dos esquinas, no podían ser más que ellas. Además ¡si mi alma la había sentido cerca, muy cerca! El efecto de esta aparición fue el mismo que experimenté al entregarle el sombrerito. No, no cabía duda. Subí a escape la escalera, me arreglé un poco al espejo, volví a bajar como un duende y sin mirar a los balcones de Candela, tomé a buen paso el camino del baluarte.
¡Oh! y cómo me latía el corazón al atravesar aquella antiquísima puerta de herrumbrosos goznes, que parecía como el objetivo del panorama al cual iba a asomarme! Temblando de incertidumbre, quería volar, y al mismo tiempo acortaba el paso temiendo el desengaño. Llegué al emplazamiento de los fosos cegados, de los cuales partía la rampa, y abrí los ojos todo cuanto pude. Allá abajo, sobre el fondo azul de las aguas en que cabrilleaba el sol con resplandores metálicos, ocupando el mismo montículo en que la vi la primera vez, estaba la tiránica reina de mi albedrío. Todo mi valor desapareció a su vista. Andaba con lentitud y no en dirección a ella, sino dando rodeos parabólicos que me apartaban de aquel sitio a que me llevaba el corazón, pero del cual me alejaba un temor extraño y jamás sentido.
—¡Cuidado que soy estúpido!—iba diciéndome al andar;—estoy agonizando por verla una semana mortal; la busco como el avaro busca una moneda; la persigo como persigue el pulpo a su presa; me acuesto llorando y me levanto con ganas de llorar sólo por esta eterna ausencia de ocho días, que me han parecido la mitad de mi existencia; y ahora que la veo, ahora que se han abierto los cielos para mí, huyo como una miserable comadreja. Y llamándome estúpido y salvaje, con la energía más terrible del pensamiento, marché con decisión hacia ella.
Luego pensaba yo cómo me encontraría. Yo no era guapo, claro, pero en fin no era tampoco de lo más antipático...... Cuando levanté la cabeza del suelo, la vi a diez pasos de distancia al lado de la anciana. Estaban sentadas sobre un picacho y miraban la ría. Estoy seguro de que no me vieron, hasta aparecer sobre el peñasco más avanzado en el mar y que era mi habitual observatorio. Nos separaban unas cuantas rocas y una diminuta ensenada; pero yo me consideré ya más seguro. Quería verla, sí, pero tenía miedo de acercarme a ella. Al sentarme en la roca viva, volví el rostro para mirarla. Ya me había visto..... aún creo más, ya me había leído el pensamiento.
Buscad en el fondo del hombre lo más oculto, lo más profundo, lo más inexplorado: el pensamiento. Pues bien; jamás deja de conocer una mujer cuando ocupa el pensamiento de un hombre. Hay algo en la vista, en el semblante, en el vagar de los ojos o en el temblar de los pálidos labios que habla tan claro al alma femenina como el más elocuente de los discursos. Los primeros amores casi nunca van precedidos de esa estúpida fórmula social que se llama declaración. Ha de ser muy torpe o poco delicada la mujer que no conozca a quien la adora, aún cuando jamás la haya dirigido una palabra de amor. ¡Declarar uno su amor! Si el verdadero amor—que yo creo que es uno solo en la vida—no puede declararse, porque no existen palabras en el idioma para pintar un estado pasional tan hondo, tan turbador, que roba la frase a los labios, y la voz a la garganta, y la idea al pensamiento. Se ama mortalmente y...... se calla.
El silencio es un discurso que entiende muy bien la mujer de talento. Esto sin contar con que el primer amor, va acompañado de tantas estupideces inconscientes en el hombre, que basta un juicio regularmente sereno, un espíritu observador, no del todo vulgar, para conocer el caso.
El mar estaba aquella tarde de mal humor. Los rumores de afuera llegaban hasta mí distintos y claros, como el rugido de las fieras en el interior de los bosques llega al viajero temeroso que los bordea. Las gotas de agua que salpicaba la resaca al chocar en los peñascos del litoral, simulaban un raro velo de celajes blanquecinos constelados de brillantes, mientras tanto allá lejos, en la base de las montañas de la ría trombas de espuma como silenciosas explosiones, se alzaban al aire para caer como un aluvión, repitiéndose con monótona exactitud.
La roja boya que marcaba un bajo cercano ai puerto, bailaba frenéticamente cubriendo y descubriendo la negra argolla de su cima en que se divisaba atado el grueso cable. Toda la inmensa extensión ondulaba en espumosas olas que desde muy lejos venían como caballos encabritados, de blancas crines: olas pequeñas en su origen, enormes al dar su último salto para estrellarse sobre las rompientes de la escollera, o para trepar como resbalosa serpiente a todo lo alto del acantilado granítico.
Corrían del noroeste celajerías largas, como retazos de nubes, como girones arrancados a la obscura masa que iba haciendo su aparición allá al fondo sobre los brumosos picachos del lado opuesto de la ría, y cien gritadoras gaviotas con las alas extendidas majestuosamente, parecían mecerse en las alturas, descendiendo a ratos, como la caña de un cohete a sumergirse en el encrespado mar.
No se veía una sola vela. De raro en raro, el rojo golfín asomaba la redonda cabeza un instante, lanzaba sus dos chorros de agua y tornaba a sumergirse para reaparecer más lejos. Entretanto el paisaje a mis espaldas empezaba a dorarse con los últimos resplandores del sol que se ocultaba en occidente, en esos largos crepúsculos septentrionales tan melancólicos y tan hermosamente grandes.
Decir los pensamientos que rozaban como aves fugitivas mi alma, en aquellas brevísimas horas que pasé cerca de ella, me sería imposible. En esa muda y religiosa contemplación del objeto amado, hay tal encanto, una serie tal de emociones intensas y extrañas, que al cabo de los años, cuando se tocan los lindes de la edad en que no hallando sueños en la tierra, buscamos otros sueños fuera de ella, en el hermoso mundo de la esperanza, aún conmueve nuestro corazón el recuerdo de aquella edad feliz de los amores serenos, amores en que han figurado a veces como protagonistas, mujeres a las que jamás dirigimos la palabra.
En medio de mis temores, yo deseaba algo, algo como una ocasión, un motivo para acercarme a aquella niña que me miraba intensamente con sus sencillos ojos de virgen y en vano buscaba el pretexto, cuando un suceso inesperado me lo proporcionó, demostrándome hasta qué punto la casualidad sirve a veces nuestros deseos. Enfilando la boca del puerto, entre dos boyas rojas que señalaban los bajos, y en busca de la ría, surcaba majestuosamente el mar una fragata mercante que hacía tres veces al año la travesía de América. El gallardo buque con todo el trapo al viento, se deslizaba por el mar tempestuoso con la elegancia de la locomotora sobre sus rails de acero. Desde la costa se veían en la gavia de mastelero algunos tripulantes en su dura faena y sobre cubierta cruzaban otros, como diminutas figuras negras, ligeros y silenciosos. A ratos, se oía distintamente el agudo silbato del contramaestre dirigiendo la maniobra.
No hay nada que llame tanto la atención como el barco que sale para un país lejano. Parece como que el alma quiere trasportarse a su bordo y seguirlo con el pensamiento mientras tanto un sentimiento de compasión, repentinamente nos hace pensar si aquella nave ligera, que respira alegría, tornará al puerto que abandona a toda la fuerza de sus blancas velas hinchadas por el viento. Sin darse uno cuenta de sus votos, dice al verla partir:—Dios te guíe.—¡Quién sabe el destino que depara la Providencia a aquellos desterrados, cuya vida depende del cielo y de las olas!
Los peñascos cercanos se cubrieron de curiosos, tal vez de algo más que de curiosos; de amigos y de deudos de aquellas pequeñas figuras que se movían allá lejos tras de la obra muerta listada de blanco, y que a veces hacían señas a la costa.
Al volver la cabeza, un instante, vi muy cerca de mí a la anciana y a la niña. La primera tenía él pañuelo en los ojos. Creí que lloraba. La segunda me miraba con sus ojos dilatados por un asombro infantil y miraba al hermoso buque, en aquel momento casi frente a nosotros, aunque a larga distancia.
La anciana me saludó con una bondadosa sonrisa, y señalando la fragata con el brazo extendido, me preguntó con gran interés:
—¿Sabe usted que buque es ese?
—Sí, señora—respondí en seguida.—Es la Paloma de Cantabria. Una fragata mercante de la matrícula de Bilbao, que hace la travesía de las Antillas.
Y me quedé mirando a la niña que me observaba con curiosidad.
—Muchas gracias—dijo la anciana, y exclamó sin transición:—¡Pobrecitos! ¡Dios los acompañe!
Vi que se llevaba el pañuelo a los ojos. La niña se quedó absorta contemplando el buque, casi perdido entre las sombras del crepúsculo; tenía también muy triste el semblante.
Los grupos de curiosos fueron deshaciéndose en dirección a la ciudad. La anciana y la niña fueron las últimas en marcharse. Yo estaba cerca de ellas sin atreverme a pronunciar
una sola frase. Como una nube de extraña tristeza circundaba aquel grupo. No sé por qué me vino al pensamiento que aquella era una familia de marinos. Entregado a mí mismo, oí distintamente decir a la anciana:
—Adoración: reza por papá.
A los pocos instantes y después de hacerme un ligero saludo, ambas se dirigieron a la población que empezaba a iluminarse con la multitud de puntitos de luz del alumbrado público.
—Adoración...... Adoración......—iba murmurando al regresar a casa.—Bien decía yo que debía tener un nombre muy dulce.
¿Por qué he de negarlo? El trato diario a que yo mismo me obligué para suavizar las asperezas de mi padre, con aquella niña dotada de un singular atractivo para temperamentos como el mío, me hicieron cobrarle pronto un extraño afecto, que en un principio no me atrevía a clasificar, que aún no puedo clasificar hoy con verdadera exactitud, porque tanto tenía de esa cordial franqueza que reina entre camaradas del mismo sexo, como de la irresistible atracción de la hembra sobre el macho. Era un afecto, en mi sentir, más fisiológico que psicológico; más dependiente de un organismo vibrante con la poderosa savia de una juventud robustecida por el aire libre y el ejercicio, que originado por una necesidad de mi corazón, cuyas ansiedades pertenecían por completo a aquella niña enlutada y casi desconocida, hacia la cual me arrastraba un irresistible impulso de mi alma ansiosa de cariño y como adormecida por la soledad.
Pero no era mi edad la más a propósito para detenerse en el análisis de los sentimientos, y así como la presencia de mi padre me ahuyentaba y me recogía, así la intimidad con Candela me hacía sentir cosas tan raras, tan fuera del orden natural de todas mis sensaciones anteriores, que con gusto, mejor aún, con curiosidad me dejaba llevar de aquel atractivo, más que por los goces que me producía por el deseo de ver desenvolverse ante mí un mundo nuevo, bien distinto, por cierto, de aquel mundo contemplativo en que se habían deslizado muchos años de mi juvenil existencia.
Cuando terminaba el almuerzo, de propósito me quedaba un rato en el comedor viendo a mi padre vagar por entre sus macetas. Jamás dejaba de asomarse Candela al mirador, para saludar a mi padre.
—¿Y Daniel?—preguntaba haciéndose la indiferente.
—Aquí está, pensando tal vez qué desatino le corresponde cometer hoy. Daniel, venga usted a saludar a su amiguita,—me gritaba de manera que lo oyesen. Yo, simulando contrariedad, me asomaba.
—¿Qué haces, alma solitaria?
—¡Hola! Estaba leyendo.
—Mira, chico, a propósito: ¿quieres hacerme el favor de traerme el libro que me prometió ayer tu papá?
—¿Cómo no? — exclamaba mi padre, haciendo a Candela una cómica cortesía.—Ve a llevárselo, Daniel. Allí está en mi bufete.
Yo salía con el libro para casa de mis vecinas, y al penetrar en el ancho portal, ya sentía el chis, chis de Candela allá en lo alto de la escalera.
—Vaya, aquí tienes tu libro......
Me turbaba un poco al hablarla a solas, a pesar de nuestro frecuente trato.
—Chico, vienes sofocado. ¿Te fatiga la escalera?
—La verdad......
—¿Y cómo no te fatigabas ayer cuando volabas por esa calle de Dios hacia los baluartes...? ¡Ay Daniel, Daniel! ¡Qué ingratísimo y qué falso eres......!
Siempre encontraba el medio de llevarme a la sala y entretenerme una hora.
—Bueno, Candela: tengo que hacer, ahí tienes tu libro......
—¡Qué libro ni qué diablo!—exclamó ella en un arranque de mal humor—Mira el caso que hago de él—y lo arrojaba por encima de mi cabeza, cayera donde cayera.
—Chica; pero tú eres loca......
—Sí, muy loca...... en cambio, tú te haces el bobo. ¿No sabes que todo es un pretexto para que vengas a verme?
Una tarde, casi al obscurecer, me pidió Candela desde su mirador, con muchas instancias, la llevara un pañuelo que por equivocación me había traído yo en el bolsillo la noche anterior.
—Enseguida, enseguidita me lo traes, ¿oyes? No quiero que vaya a perdértese...— y esto lo dijo con intención.
Bajé la escalera, y en dos brincos estaba a su lado. Pasamos los dos juntos por delante del gabinete en que conversaban mi padre y doña Purita.
—Espérate, Daniel—me dijo desandando en puntillas un corto trecho. Y se puso a escuchar a la puerta. Yo me quedé inmóvil. Al poco rato llegó muy colorada. Le temblaba la voz.
—Chico, no puedo negarlo, soy muy curiosa: creí que hablaban de mí.—Enlazó su brazo con el mío y atravesó la sala muy grave. Allí estaba haciendo labor aquella buena señora, siempre silenciosa, siempre impasible.
—¡Qué facha!—murmuró Candela casi pegada su boca a mi oído.
Estaba como nerviosa. Las ventanillas de su respingada y graciosa naricita de gata, se dilataban y se contraían, y por sus pupilas obscuras pasaban ráfagas luminosas como esos tenues resplandores que cruzan el cielo tropical en las noches de estío.
Nos asomamos al balcón para ver la calle iluminada y entonces muy concurrida.
—¡Ah! ¿y el pañuelo, Daniel?—me interrogó mirándome fijamente.
—¡Bendito pañuelo! Aquí lo tienes, chica. Nunca entró en mis propósitos quedarme con él.
—¡Claro! como que no vale nada. Ni siquiera sirve para recuerdo de quien nos aprecia......
Se quedó silenciosa sobre el balcón con las dos manos abiertas sujetando la gentil cabeza, desde la cual caía sobre su espalda y su talle elegante, una opulenta cascada de cabellos sedosos y perfumados.
Yo me puse a tararear mirando a los transeúntes. En verdad, encontraba aquella tarde muy extraña a Candela. Parecía no hacerme caso, y sin embargo, no miraba a la calle. Más bien tenía cerrados los ojos, como quien está con el pensamiento a cien leguas.
En esto se volvió hacia mí, y echó con un movimiento de la cabeza hacia atrás, los cabe-líos que le tapaban los ojos. Entonces vi con sorpresa que había llorado. En las puntas de sus largas pestañas, brillaban las lágrimas como gotitas de rocío sobre la grama. Se quedó mirándome fijamente con los ojos muy tristes y muy dilatados.
—Candela, ¿se puede saber qué tienes?— le pregunté con cariño.—¡Te encuentro hoy tan extraña......!
—Pues no tengo nada—me respondió sonriendo.—Soy una loca: no me hagas caso.
Ven, me dijo—van a echarnos de menos.— Y volvimos al salón, en que aún permanecía en su perpetuo ensueño de taitiana, aquella buena señora, cuyo papel en aquella casa no comprendí jamás a derechas, y cuyo metal de voz no recuerdo haber oído más que en rarísimas ocasiones. Algunas veces la confundía con una chaisse longue del gabinete. Parecía su cara la de una esfinge y hasta tenía la impasibilidad del granito. Sólo me llamó la atención siempre, ver que jamás estaba sentada en el mismo sitio y que me la encontraba al volver la cabeza. Parecía seguirnos a Candela y a mí a distada, y observarnos sin moverse de su sitio.
—¡Me cae más pesada esa buena señora!— exclamaba muchas veces Candela cuando la divisaba cerca.—Chico, parece un espión.
Mi padre, entretanto, había cambiado radicalmente de conducta conmigo. Era más amable, sin pecar de sobrado afectuoso, y me llamaba con frecuencia por mi nombre sin apelar a los calificativos de salvaje, tupinambú y hotentote.
Una vez me dijo:—Daniel, vete a ver al sastre. Estás hecho un espantajo. Vístete bien, hombre: el vestir bien es la mitad del éxito en todas las empresas.
Otro día me habló largamente de las vecinas. Doña Purita era una dama perfectísima y de una corrección incomparable.
—Te le has entrado por el corazón—agregó;—tiene formado de ti un concepto que en realidad no mereces.
¿Y Candela? ¡Si aquella criatura era un encanto de ingenuidad, de gracia y de despejo!
—Mira, Daniel; cuando elijas una esposa, busca por tipo a Candela.
Y a mí, sin embargo, no me parecía aquello del todo cierto. Encontraba un no sé qué en Candela que me sonrojaba. Era como exceso de viveza o principio de descaro; como una despreocupación impropia de una niña de su edad; como una desenvoltura que me hacía representar a su lado el papel de colegial y a ella el de mundana. Pero todo esto supe callármelo muy bien delante de mi padre, porque me había dado el corazón que saltaría como un tigre en cuanto me atreviese a ponerle una sola tacha a Candela, Luego presentía algo como una red de proyectos en torno de las dos casas, y no me encontraba con ánimo suficiente para oponerme a la despótica voluntad de mi padre. Además, por mi propia conveniencia, procuraba seguir la corriente, para no perder por completo la esperanza de ver a Adoración, mi eterno sueño y mi constante pesadilla.
Mis noches, puede decirse que eran una mortal lucha entre dos obsesiones igualmente poderosas, que se disputaban el predominio de mi alma. En cuanto cerraba los ojos, la imagen de Candela me perseguía con unos sueños tan inexplicables, que me hacían despertar fatigado y sudoroso. Cuando me quedaba otra vez dormido, venía la dulce memoria de aquella otra soberana de mi corazón a apoderarse de todo mi ser, haciéndome disfrutar de entrevistas llenas de encanto al borde de las rompientes. De improviso, todo se trastornaba en mi cerebro, convirtiéndose el sueño en terrible pesadilla, donde, trocados los cuerpos y las almas, Adoración era Candela y Candela Adoración, cuando no tenía que luchar a brazo partido con aquella señora silenciosa que era nuestra sombra, y que en el pandemónium de mi exaltada imaginación, ponía por obra los más horribles crímenes de que eran víctimas Adoración y Candela.
No recuerdo en toda aquella época haber disfrutado una sola noche de un sueño reparador y tranquilo. Llegué a cogerle odio a la cama y a temerle a la hora del descanso como se teme a la hora de un castigo.
En mis correrías por el litoral, acostumbraba a pasarme las horas muertas al lado de un pescador de caña, que con la precisión matemática de un reloj, todas las tardes venía a sentarse con su aparejo en el promontorio más saliente, y caída la noche se marchaba a su albergue, que nunca pude averiguar donde se hallaba.
El hábito de vernos todas las tardes y mi afición decidida a las cosas de mar, habían establecido entre los dos cierta franqueza, toda cuanta puede existir entre dos hombres de diferente posición, pero idénticos gustos.
Llamábase, o por lo menos conocíasele por Estrovo, nombre marino en absoluto, como que es el del sencillo aparejo que sirve para sujetar los remos a las embarcaciones menores. Por lo demás, jamás noté en él la menor muestra de disgusto al oírse apellidar de ese modo. Era un hombre joven, no mal parecido, siquiera sus pelos siempre alborotados y su barba crecida e hirsuta, le dieran un aspecto algo sospechoso. Tenía unos ojos grandes, animados por una eterna sonrisa maleante e intencionada que lo hacía aparecer un tanto burlón. Era de talla aventajada, de recios y atezados músculos como fortalecidos por el aire saludable del mar y curtidos por la intemperie. Su traje era el de un marinero, poco más o menos. Gustaba de andar por los peñascos descalzo y remangado hasta media pierna y dábasele muy poco del sol y de los salseros, guarecida su cabeza por un sombrero imposible, de anchas y deformadas alas y de copa acentuada como la de los chambergos tiroleses.
Estrovo hablaba poco. Parecía como presa de un recogimiento religioso cada vez que se veía en frente del líquido elemento. Yo tengo para mí que profesaba un culto panteísta al mar, y que fuera de él y de los peñascos que lo limitaban, no reconocía en la naturaleza toda, nada que fuera digno de su admiración ni de su entusiasmo.
Nunca me habló de su familia: yo creo que jamás la tuvo. Vivía sólo como un hongo, allá en su vivienda,—que como he dicho ya, no conocí nunca,—y solo también entre los arrecifes en que buscaba el sustento, ya con la caña, ya con el disparo en que era diestrísimo. Algunas veces me veía cerca y me saludaba con respetuoso afecto.
—Buenas, don Daniel......
—Muy buenas, Estrovo. ¿Pica?......
—¡Qué va!...... Aquí estoy perdiendo la paciencia.
Luego me sentaba a su lado y permanecía silencioso. Es muy general la creencia entre los pescadores de que el ruido de la conversación espanta a los peces o que por lo menos, es de mal agüero. El pescador, generalmente, es hombre de potas palabras. Estrovo era así,
Horas y horas se le veía inmóvil y mudo, con la vista fija en el movible sedal pendiente de la caña. Cuando un tirón le anunciaba presa, daba él otro tirón que hacía salir por completo al prisionero de su elemento. Entonces era cuando Estrovo se permitía alguna chanzoneta.
—Este ya no se va, don Daniel.
Lo desenganchaba del acerado anzuelo y lo arrojaba en una charca cercana a donde iba yo a examinarlo con tanto mayor cuidado y respecto, cuanto más grande era su tamaño o más delicada su especie.
—Es una jarda, Estrovo.
—Paréceme que no, don Daniel......
—Te digo que sí......
—Podrá ser...... pero me parece una locha.
Yo le llevaba el pescado a su segundo examen, y si tenía la razón, me la daba con gusto.
—Es usted un inteligente, don Daniel.
—La costumbre, Estrovo......
Cuando pescaba al disparo, yo le ayudaba a arreglar el largo sedal y a encarnar los grandes anzuelos, colocando, en cada uno, un pescado chico entero, lo más naturalmente ensartado que fuera posible. Después que Estrovo daba el volteo, sobre su cabeza, a la pesada bola de plomo de que pendían los finos y retorcidos alambres, y la lanzaba al espacio, yo me ponía también los medios guantes de suela para ayudarle a recoger el aparejo cuando había caído el congrio.
Más de una vez se empeñó en que me llevase a casa la mejor pieza de su pesca, pero yo sin dejar de agradecérselo, no la acepté nunca.
—¡Pero, don Daniel! ¿Siempre me ha de despreciar usted?
—No es desprecio, Estrovo; es que llamaría la atención de mi padre y tal vez no le agradase.
Andando el tiempo, ya no insistió en sus ofrecimientos. Se contentaba con lamentarse de que yo no disfrutara de su presa.
—¡Qué congrio, don Daniel! Si esto puede ponerse en la mesa del Papa. ¡Cuánto gusto tendría en que probase usted una tajadita!
Yo le daba las gracias, pero en verdad que la boca se me hacía agua.
Estrovo me encontró un día triste y preocupado. No me acercaba a la charca para examinar los peces que bullían en ella haciendo brillar sus escamas como si fueran de plata. Cuando lanzaba el disparo, ya no me interesaba en el lance, ni cobraba el sedal, ni estaba pendiente de la importancia de la presa.
Estrovo era discreto, y aún que mi aspecto debió llamarle la atención, no se atrevió a decirme nada. Algunas veces levantaba la vista del agua y me miraba con curiosidad.
—¿Espera usted a alguno, don Daniel?— me preguntó una tarde.—Lo veo mirar mucho para los baluartes.
—No espero a nadie, Estrovo.
Por fin, cierto día se decidió a investigar mi alejamiento. Estaba encarnando los anzuelos y me preguntó de repente:
—¿Tal vez esté enfermo, don Daniel?
—Me encuentro muy bien, gracias — respondí.
—Pues, entonces, así Dios me salve si usted no está resentido conmigo.
—¿Resentido......? ¡Qué disparate, Estrovo! ¿Por qué había de estar resentido contigo?
—¡Quién sabe......!
Estrovo dio el voleo al disparo con aquella destreza que yo admiraba tanto, y cuando vio caer la bola allá lejos, se sentó.
—Mire usted, D. Daniel si usted no está enfermo, ni está molesto conmigo, que me coman los congrios si no está usted enamorado.
Ante la penetración de Estrovo, me turbé y no supe que contestar.....
—¿Tú lo crees así? Tal vez tengas razón; pero ¿en qué te fundas para ver tal cosa?
—Pues a la vista está: en que usted no es el mismo de siempre. Está usted triste, como distraído, como malhumorado. Ayer sin ir más lejos, me sostenía usted que un mero era una barbada y eso no podía ser un error, porque don Daniel es inteligente en las cosas del mar.
Yo lancé un suspiro involuntario. Estrovo se sonrió con la más maliciosa de sus sonrisas y exclamó mirándome:
—Lo dicho, don Daniel, usted está enamorado. El suspiro es una señal que no marra nunca.
El congrio había picado. Estrovo empezó a cobrar con rapidez y al poco rato un magnífico ejemplar de la especie citada, daba aletazos terribles contra la roca, como un caballo que golpea el piso con los herrados cascos.
—Don Daniel: ¿quiere usted darme el cuchillo?
Fui a llevárselo, y en vista de la importancia de la pieza, le ayudé a matarla y a conducirla a la cima del promontorio. Ocupados en esta tarea, que no deja de encerrar tantos peligros como emociones, no sentimos acercarse a dos personas, que desde más arriba nos miraban con atención, entretenidas, al parecer, con el espectáculo de aquel gran pez del Cantábrico que se convelía con las últimas convulsiones.
Alcé la cabeza y me dio un salto el corazón dentro del pecho. Adoración y su anciana acompañante estaban a diez pasos de nosotros. Estrovo las vio como yo, y sacándose el sombrero y sonriendo para el grupo, saludó.
—Buenas tardes, doña Angustias. ¿Está usted buena, señorita Adoración.....?
—Muy buenas, Estrovo...—Perfectamente, Estrovo, gracias — respondieron las dos en tono amistoso. Luego salvando con cuidado el trecho que nos separaba, vinieron Adoración y la anciana a examinar el congrio. Adoración me saludó con una sonrisa llena de ingenuidad y sencillez. La anciana me extendió la mano, saludándome al propio tiempo.
Aquella tarde puede decirse que conocí a Adoración. Mi alma la aspiró toda entera; mis sentidos recogieron para siempre el eco de su voz, la gracia de su infantil sonrisa, el suave perfume que se esparcía de toda su gentil personita. ¡Qué feliz fui aquel día! Los años han huido, mil recuerdos se han borrado de mi memoria, pero el recuerdo de aquella tarde de abril, pasada en la costa, al lado de cuanto he amado más hondamente en la tierra, jamás se borrará de mi pensamiento.
Desde entonces nos veíamos casi todas las tardes. Allí en aquel promontorio en que lanzaba el disparo Estrovo, esperaba yo a Adoración sin saber si vendría, pero casi nunca dejaba de cruzar por nuestro lado de vuelta del paseo. Cuando Estrovo me veía llegar mirando a todos lados con aire de indiferencia, se sonreía.
—Don Daniel; muy buenas tardes. Venga usted a ver un lance bueno; — me gritaba desde el picacho en que arreglaba los sedales.
Yo me acercaba, haciéndome el distraído, pero no lograba engañar a aquel agudo pescador, que bajo una áspera corteza ocultaba un espíritu observador finísimo. Me sentaba a su lado y cuando lo veía atento en su pesca, me alzaba furtivamente y extendía la vista por los peñascos vecinos.
—No es hora aún, don Daniel— me decía Estrovo con sorna.
—¿Hora de qué......?
—Vamos, no se haga usted el que no entiende. Quiero decir que no es tarde aún para que lleguen las que usted espera.
Yo me callaba contrariado o hacía variar la conversación. Cuando llegaba Adoración con la anciana, me acercaba a saludarlas y me quedaba a su lado. Me preguntaban muchas cosas del mar, sobre todo Adoración que era una preguntona terrible. Yo le contaba punto por punto la historia de aquellos parajes en que habían corrido mis mejores años y que conocía como el Padre Nuestro. Otras veces le traía flores de los cerros vecinos, o conchas de la diminuta playa que obtenían sus mayores celebraciones. Adoración demostraba un gran interés por cuantas narraciones la hacia yo del mar y de las rocas. La anciana, que era su abuela, nos miraba con tristeza y con bondad y perdida su vista en la líquida extensión casi no despegaba los labios. Sólo cuando oía hablar de naufragios, fijaba su atención y me acosaba a preguntas. En la vida de aquella anciana debía existir algún gran dolor relacionado con el mar. A veces la observaba y sorprendía en sus ojos las lágrimas. Adoración al verla me miraba tristemente, bajaba la cabeza y permanecía muda un gran espacio.
Cuando caía la noche, me despedía de Estrovo, y acompañaba a Adoración y a su abuela hasta su casa. Vivían en una casa muy cercana a los baluartes: un caserón de sillería, de aspecto nobiliario y de espaciosa escalinata de piedra: la casa propia de los abuelos de Adoración. Frente al edificio se levantaba la catedral, hermoso templo bizantino, cuya construcción podía remontarse al siglo XII. Entre el templo y la casa de Adoración, se veía un antiquísimo crucero de piedra, de dos bloques, elevado sobre una gradería de cuatro escalones. A menos de cien metros, empezaban los baluartes que limitaban la plaza por la izquierda. Siguiéndolos hacia la espalda de la catedral y pasadas tres calles, se encontraba mi casa, cuyos miradores altos divisaba yo desde el crucero.
Al llegar Adoración y su abuela al gran portal de su casa, me despedía de ellas y me iba a la mía. Otras veces, maquinalmente, iba a adosarme a la fachada de la iglesia, y podía ver aún a Adoración, que cruzaba tras los cristales a la luz de la sala. Yo me quedaba como embelesado mirándola. Al pie de aquel crucero pasaba horas enteras pensando en ella y mirando a sus ventanas. Ya cerrada la noche, aún permanecía yo en el claustro solitario, ensimismado en no sé qué sueños indefinibles de que venía a despertarme la enorme campana al tocar las oraciones. Entonces tornaba a casa no sin volver la cabeza cien veces para mirar a aquellos cristales, tras de los que me parecía ver cruzar a Adoración, cuando ésta lo que hacía era cruzar y recruzar por mi pensamiento.
Entre Adoración y yo se había establecido ya una dulce confianza que en nada se parecía a aquella que me unía a Candela. Por lo demás, Adoración no se parecía tampoco en nada a la despabilada hija de doña Purita. Era un tipo de una dulzura exquisita y de una distinción rarísima. Tenía el rostro de una virgen de Rafael, blanco rosa, como los pétalos de esa flor. Sus ojos eran todo pestañas. Cuando los entornaba, parecían éstas, las alitas de una golondrina plegándose. Había en los ojos de Adoración como el reflejo de un infortunio. Eran tristes y obscuros, obscuros y profundos como su alma. Su mirada parecía una caricia. Se sentía más Que se veía. Su boca, era la boca de un niño, con las comisuras hacia arriba en una curva imposible de delinear. Sus labios tenían la frescura de las hojas de la dalia, con el raseado sutil de la faya. Y caso extraño: en el gesto infantil de su boca se notaba el plegado de la amargura.
Yo permanecía muchas horas mirándola, como si en su rostro hubiera un oculto imán que arrastrara a mis ojos. Mi contemplación tenía tanto de asombro como de culto. Era una adoración muda. Ella era la imagen y yo el creyente. Si tenía sus manos entre las mías y me miraba, yo contenía el aliento y enmudecía. Adoración debía notar la influencia que ejercía sobre mí; pero parecía experimentar un efecto parecido, porque callaba también y me miraba profundamente con aquellos ojos azules que parecían a través de sus pestañas largas y sedosas, dos lucecitas pálidas en el interior de sus hornacinas.
Aquel verano corrió para mí tan veloz que todas mis memorias se atropellan y se funden en un sólo relámpago de ventura. Casi todas las tardes recorríamos Adoración y yo, el litoral en mucha extensión, solos y cogidos de las manos. Desde la cima del promontorio en que Estrovo lanzaba el disparo, nos seguía doña Angustias con la vista y cuando nos alejábamos mucho, nos llamaba con el pañuelo.
Fatigados de la carrera, a veces nos sentábamos sobre un picacho para contemplar el eterno choque de las olas contra el acantilado. Adoración me miraba en silencio o me preguntaba sobre todo cuanto hería su vista. Nunca supimos decirnos una palabra de cariño. Parecía como que existía entre ambos el pacto expreso de amarnos sin decírnoslo.
Yo bajaba las vertientes y del fondo traía para ella las flores más raras y las conchas más curiosas. Siempre llevaba ella su pañuelo lleno de aquellos presentes. Si me veía en peligro o soñaba que existía, no hacía mas que llamarme por mi nombre.
—¡Daniel.....!
Y me miraba de un modo que me hacía tornar a su lado para tranquilizarla.
—Me has asustado—decía, tomándome las manos. Y se quedaba contemplándome en silencio.
Una tarde la vi llorar sin motivo, a mi entender.
—Adoración: ¿por qué lloras? ¿Te he disgustado?
—No. Si tú no me disgustas nunca.
—¿Y esas lágrimas entonces......?
—Es que pensaba en papá.—Bajó la cabeza y se enjugó los ojos con el pañuelo.
No me atreví a preguntarle nada. Ella pareció comprender mi deseo de ser discreto, y alzando la cabeza, me dijo:
—¡Ay Daniel! mi historia es muy triste. Por no afligirte no te la cuento.
Bien quisiera conocer la historia de Adoración, pero por entonces me mantuve silencioso, y al poco rato tornábamos al promontorio en que nos esperaba doña Angustias con su aire de triste indiferencia y a quien procuraba distraer Estrovo, contándole las costumbres de no sé qué peje, como él decía.
¡Qué hermosa, qué alegre encontraba yo la vida entonces! Como el caminante sediento se arroja desatentado sobre el manantial que encuentra en su camino, así me arrojaba en aquel fresco lago de mi amor y me hundía en él con hidrópica sed y con delicia, ansioso de cariño. Era yo un alma solitaria, sin afectos, recogida y medrosa; ¿que extraño es que mi corazón abriera sus cerradas puertas a aquel dulce sentimiento que lo llenaba todo de alegría?
El único nubarrón que entoldaba mi dicha, era un triste pensamiento que me acongojaba; la oposición de mi padre. Bien sabía yo que otros eran sus proyectos muy distintos de los míos y no se me ocultaba que el despertar de mi alegre sueño había de ser muy triste.
Entregado por completo a aquella vida errabunda por la costa y a mis entrevistas con Adoración, ni supe disimular mi preocupación hondísima, ni me aparecí en una semana entera por casa de doña Purita. Me escurría como una sanguijuela por debajo de los balcones, y si alguna vez fui sorprendido por Candela, me hice el distraído y el sordo a sus chis, que llamaban la atención de los transeúntes, pero que no me hacían acortar mi veloz carrera en dirección a los baluartes.
Una tarde salía yo con todas las precauciones del facineroso que vela al caminante en una encrucijada, cuando sentí alzar de golpe la galería de su casa, resonando en mis oídos como el eco de la trompeta del juicio final, la enérgica voz que tanto me hacía temblar.
—Suba usted, caballerito.
Di un bote, alcé la vista al balcón y al verle la cara a mi padre, me dirigí lentamente al portal, subiendo las escaleras con el mismo ánimo con que debe subir las del patíbulo un condenado a muerte.
En la saleta estaban doña Pura y mi padre, mirándome con aire burlón. Cerca de la ventana, con la cara muy seria, se hallaba de pie Candela, que, al verme, procuró disimular, con un gesto de enojo, la risa que le retozaba en los picarescos ojos.
Mi padre frunció el ceño.
—Salude usted, saltamontes......—me dijo enseñándome los dientes como para rechinar. Yo me acerqué a estrechar la mano de la dueña de la casa, con un aire que daba lástima. Luego fui a encontrar a Candela, que me alargó fríamente su manita.
—¡Hola, chico!: ¿estás bueno......?
—Bien, gracias ¿y tú?
—Valiente cuidado debe darte a ti mi importante salud—me contestó irónicamente, recalcando la penúltima palabra.
¡Dios mío! y Adoración que estaba esperándome...... ¡Pero esto era horrible......! ¡Si me daban ganas de echar a correr como un gamo y dejar a toda aquella gente con la boca abierta!
—Y bien—dijo mi padre en alta voz—esperamos impacientes grandes novedades. Cinco días sin vérsele a usted el pelo por parte alguna civilizada, justifican esta impaciencia. ¿No es verdad Candelita?
Candela me miró sonriendo, pero no respondió una palabra.
—Vamos—terció doña Punta—déjelo, don Julián. El contará cuando se haya tranquilizado. ¿Verdad que sí, Daniel......?
—Si yo no tengo que contar......
—Mas que salvajadas—completó mi padre, que parecía estar venciéndose para no increparme.... Si su vida es una eterna vagancia sin objeto ni fin determinado. Sale, corre, merodea, pisa montes y breñas, y después de una semana de viaje, llega tan adelantado de noticias como se fue. Si esto no es la más graciosa salvajería del mundo que me cuelguen.
Estaba congestionado al hablar y las venas del cuello parecían próximas a una ruptura. Cuando veía así a mi padre, le tenía miedo.
—Pero yo no creía—me atreví a murmurar —que el gustarle a uno el campo, el mar y la costa, fuera un delito, ni mucho menos una salvajada.
Me miró con ojos de fiera.
A mí me temblaban las piernas.
—Mientras tanto se reduzcan tus correrías —dijo con calma forzada—a la platónica contemplación del mar y del campo, menos mal. En fin — agregó marcando las palabras — ya averiguaremos eso. Ahora cuéntale algo a Candela, que está muy enojada contigo. Tal vez si la distraes, te perdone.
—Por mí, desde ahora queda perdonado— dijo Candela haciéndose la desdeñosa.
Doña Purita y mi padre pasaron a la pieza inmediata hablando a media voz. Yo, por más que agucé el oído, sólo pude pescar esta frase de doña Pura:
—Lo que no consiga ella......
Candela miraba a la calle repicando con la puntita de los dedos sobre los cristales. De vez en cuando me miraba a hurtadillas y luego volvía a su repique.
Yo pensaba en Adoración: no pensaba, la estaba viendo clara y distintamente allá sobre el promontorio, al lado de su abuela y cerca de Estrovo. ¡Ay! si me daban ganas de estrangular a aquella criatura que parecía insultar mi pena con su monótono repique sobre los cristales.
—Chico, ¿no te se seca la boca de tanto hablar?
—¿Y a ti no te se cansan los dedos de tocar el tambor....?
Se volvió para mí y me sacó la lengua.
—Lo que es desde hoy, has concluido para mí; ¡Entiendes Daniel?
—Quedo enterado. Lo que siento es que la pena no va a dejarme conciliar el sueño, lo menos en un mes.
Le tenía rabia, ira reconcentrada. Quisiera pegarle: decirle a voz en cuello gritando hasta que oyesen doña Purita y mi padre:—Te aborrezco, me eres odiosa como mi padre, y como tu madre, y como esa sombra chinesca que ni habla, ni siente, ni mira, ni ve, ni representa más papel en esta casa que el gato en la mía...
Candela se había quedado silenciosa, y retorcía entre sus dedos la punta de la cinta que ceñía su esbelto talle. Así transcurrió un largo espacio. A mí me tenía nervioso aquel silencio, excitado y con fiebre. Luego pensaba que si mi padre se hacía cargo de la situación, era capaz de salir y de darme de bofetones en plena visita.
—Mira, Candela—le dije con amabilidad— bien debías conocer mis gustos en el tiempo que me conoces......
No me dejó concluir: se volvió para mí con los ojos llenos de lágrimas y rasgando la cinta que colgaba a lo largo de su bata, exclamó en un arranque de desesperación que me dejó atónito:
—Maldito sea el día en que te conocí; ¡maldito......!
Y rompiendo en llanto que levantaba su pecho, agregó:
—¡Dios mío! ¡qué desgraciada nací...!
Yo no puedo darme aún hoy cuenta del efecto que me causó aquella criatura desolada, cuyo dolor respiraba sinceridad. Creí ver algo que no había visto antes en su mirada, se me entró por el corazón como un enternecimiento extraño, como una lástima profunda que casi hacía brotar lágrimas a mis ojos.
Estábamos muy juntos; hasta mí llegaba como una ola de aromas que se desprendían de su turgente seno, palpitante bajo una nube de blancos encajes que hacían resaltar aquella epidermis atezada y fina como el raso.
Su cabello, apenas aprisionado con un breve cintillo de filigrana de plata, cubría a medias su semblante lloroso como el de una Magdalena del Correggio. Tenía las manitas cruzadas sobre la falda que señalaba con su ceñido corte aquel cuerpo escultural que haría la desesperación de un artista.
Candela lloraba en silencio, como si fuera presa de un grandísimo dolor, que me enternecía sin darme cuenta de ello, cual si tuviera algo de contagioso.
La noche se había venido encima y casi nos encontrábamos entre sombras. Del lado del invernadero llegaba el tenue perfume de los heliotropos y la malva, rodeándonos de una atmósfera enervante que la soledad con aquella niña que lloraba, venía a convertir en un ambiente lleno de languideces y de melancolías. Me sentía espoleado por no concebidos apetitos, por deseos de caricias jamás disfrutadas, por un instinto extraño, pero imperioso de estrechar a Candela contra mi pecho, de cubrir de besos aquella boca roja y provocativa que parecía una flor entreabierta, de hundir mi cabeza calenturienta en aquel mar de obscuros cabellos perfumados y brillantes. Impulsado por tan nuevas sensaciones que habían hecho enrojecer mi semblante y secárseme la boca cual si estuviera bajo la acción de una fiebre alta, me fui aproximando a Candela, separé con mano trémula su hermosa cabellera, le alcé la carita por la barba hasta encontrarse nuestros ojos y le sequé las lágrimas con mis manos. Ella me dejaba hacer mirándome con aquellos ojos muy abiertos, en los cuales brillaba una llamita que alumbraba todo su fondo.
¡Por Dios, Candela......! ¿qué tienes, criatura...? ¿Por qué ese desconsuelo...? Mira, no te comprendo...¡te lo juro...! no te comprendo, pero... quiero comprenderte... Cuéntame, Candela, dime qué te pasa; dime por Dios a qué obedecen esas lágrimas que..... ¡que quisiera secar con mis labios.....!
Jamás la había hablado yo con aquel acento cariñoso y dulce; pero yo no sé qué pasaba por mí aquella tarde, que rara gradación de sentimientos había convertido mi corazón lleno de enojos y de odios, en un corazón lleno de compasión y de afecto... ¡de afecto...! yo no puedo decir si era afecto... no, no era afecto, no: era que yo amaba a Candela como amaba a Adoración... ¡con toda mi alma!
Se volvió para mí. ¡Dios mío! ¡qué hermosa estaba! Se habían cuajado las lágrimas, como se cuaja el rocío en las flores, sobre aquellas pestañas larguísimas y oscuras como el ala del cuervo. Sus ojos reían y lloraban, a un tiempo, como los del niño contrariado a quien de repente se complace. Era una brusca transición del dolor a la alegría, que había hecho detener el curso de su llanto. A través de aquella fina epidermis aterciopelada como un albérchigo, pasaban oleadas de sangre caliente y rica, que había ido coloreando sus mejillas con los templados tonos de la manzana en plena madurez. Bajo sus pestañas y haciendo resaltar el cerco violado que daba al rostro de Candela un aspecto tan interesante, brillaban sus ojos como dos carbunclos.
Al oírme, asió mis manos con transporte, oprimiéndomelas nerviosamente. Empezó a hablarme en voz muy bajita pegando casi su rostro al mío...
—¡Qué te diga...! Daniel... ¿qué he de decirte...? ¿no te lo dicen mis ojos...?
—Sí, Candela... digo... me parece que...
Me tomó por los hombros, oprimiéndome y haciéndome respirar su aliento.
—Que te amo, bien mío: que te amo con todo mi corazón, con todas las fuerzas de mi alma, y que tú...
Se calló esperando una respuesta. Lo repito, yo estaba loco, era presa de un delirio, había perdido la noción de mi ser bajo la acción de sensaciones nunca experimentadas. Era algo nuevo que entreveía, algo muy dulce, muy rabiosamente delirante que se escapaba a mi razón conturbada, pero que debía ser como un sueño celestial. No sangre, fuego bullía en mis venas, fuego que abrasaba mi corazón, al mismo tiempo que un frío sutil me helaba los labios y me hacía temblar como la hoja en el árbol, cuando mi rostro echaba llamas.
Tenía a Candela cerca de mi pecho; sus grandes ojos interrogantes y llenos de resplandores fijos en los míos, su palpitante seno haciéndome sentir los latidos, su aliento que era un búcaro, agotando las últimas resistencias de mi alma en que se había obscurecido casi por completo el recuerdo de Adoración, borrado por aquella maga que me había fascinado y que iba a tenderme a sus pies, rendido y encadenado para siempre. La estreché más aún. Era un imán su boca que me arrastraba como el remolino arrastra a su seno a la nave sin gobernalle. Al fin pude balbucear.
—Sí, sí, yo te amo, Candela mía; te amaba sin saberlo, reina de mi alma.
Sentí como un ascua viva en los helados labios; algo como una roja lengua de fuego que me abrasó, luego un golpe violento en el corazón... Quise sentarme, pero sin soltarla de mis brazos. También ella me tenía sujeto. Un breve roce sobre la alfombra que apagaba las pisadas, nos sobrecogió, Candela, ligera como una corza, se desenlazó, y sentándose de golpe en la silla, me dijo en voz baja con un acento tan alegre como seguro:
—Chico, el espión...
La buena señora que no hablaba nunca, había entrado como un duende y estaba yo al otro extremo de la sala en su eterna actitud de esfinge haciendo crochet.
—Pues verás lo que ocurrió entonces—prorrumpió Candela con la voz más natural del mundo y afectando continuar una historia interrumpida. Y al propio tiempo me daba empujones con la rodilla y me hacía señas que yo no acertaba a comprender en mi turbación.
—Habla, chico: di algo... cualquiera cosa... ¡qué van a sospechar...!—me decía por lo bajo.
La señora duende rayó un fósforo y procedió a encender dos candelabros de los testeros más lejanos. Casi al mismo tiempo, hacían su aparición en la sala doña Punta y mi padre. Nos vieron juntitos, pero ¡cosa rara! no se dieron por entendidos. Candela tocó un rato el piano y poco después nos despedíamos.
Íbamos los dos delante algunos pasos. Al enfilar el corredor, me dio un apretón de manos con su extraordinaria fuerza de niña nerviosa.
—¡Cuánto te amo, Daniel! ¿Vendrás pronto?
—Sí, muy pronto, Candela. Ya soy tuyo: esta vez no tengo deseos de escaparme.
Al ir bajando con mi padre, alcé la cabeza. Allá arriba estaba ella y me echó un beso con la punta de los dedos... El otro:..el otro beso fue el que me envenenó la existencia.
Cuando me encontré solo, después de preguntarme cien veces si todo aquello no había sido una pesadilla, me quedé asombrado de la realidad que se alzaba ante mí severa, para echarme en cara mi primer perjurio. ¿Pero qué era aquéllo? ¿no era acaso Adoración dueña absoluta de mi alma y de mi albedrío? Pues entonces, ¿quién era aquella criatura que me había asaltado en mitad de mi camino para robarme alevosamente el corazón? ¡Robarme...! esto no era cierto. Yo se lo había entregado por mi propia voluntad, gustoso, satisfecho de la ofrenda, con toda la sinceridad de mi alma virgen.
Luego me preguntaba: ¿Amo yo acaso a Candela...? No, aquello que yo sentía no era, no podía ser amor. Era como un fuego interno que me devoraba; como una ansiedad de caricias; como una sed violenta de estrecharla entre mis brazos, de comérmela a besos, de aspirar su aliento que me trastornaba y me volvía loco. ¿Pero amaba yo así a Adoración? ¡Qué disparate! Aquel era otro amor distinto, completamente diferente. Era un afecto tranquilo y dulce, como el que se siente por una hermana, por una madre... ¡Pero si yo no había conocido el amor de hermana ni el de madre...! ¡Jesús! ¡Qué confusión sentía en mi cerebro y en mi corazón combatido por una lucha inexplicable...! Parecía que dos fuerzas igualmente despóticas me reclamaban. Iba a salir, y a la vez que un impulso secreto me echaba sobre las escaleras de Candela, otro impulso no menos poderoso me encaminaba a la costa, donde debía esperarme Adoración, intranquila por mi ausencia.
Sí, yo voy a verla; tengo que verla otra vez, necesito analizar a su lado estos fenómenos que se desarrollan en mi pecho y en mi mente... Bajé la escalera, salí a la calle y al levantar los ojos, vi a Candela que me hacía señas.
—Sube, Daniel; ven, estoy sola.
No vacilé, crucé la calle y subí presuroso la escalera de doña Punta. En la puerta me esperaba Candela, que me cogió de la mano y me llevó al sofá.
—Ya sabía yo que vendrías. Me habías dado tu palabra — me dijo con zalamería haciendo relampaguear aquellos ojos de fuego. Y luego añadió:
—Chico; están adentro...
Se levantó de puntillas y recorrió la sala mirando a todos los corredores.
—Lo que es por ahora no se ve por ninguna parte el espión.
Volvió a sentarse y me cogió de nuevo las manos.
—¡Tenía más ganas de hablar contigo, alma mía! ¡Ay! me parece un sueño que me ames tú. ¿ Pero es verdad que me amas Daniel?
—¡Que si te amo Candela...! ¿Acaso te se puede resistir nadie en el mundo?
Yo acariciaba sus manos y hacía rodar la pulsera en torno de su muñeca.
—¡Adulador! — respondió Candela con acento mimoso.—Bien me has hecho sufrir sin embargo, ingratísimo.
—Claro; yo no era profeta para saber lo que pasaba en tu corazón.
—No, no, eso no es cierto. ¡Bien te lo decían mis ojos...!
—Tus ojos... valientes embusteros. ¿Quién sabe lo que dicen tus ojos? ¡Si no miran de un modo igual cinco minutos......!
—Vamos; que bien los entendistes al fin.— Y agregó en seguida con una coquetería irresistible:
—¿Apuestas a que tu entiendes muy bien lo que dicen mis ojos?—Y me miraba intensamente.
—Voy a perder—respondí.— ¿Qué me quieres mucho...?
—Acertaste, pillo. ¿Y ahora?
Bien claro me lo estaba diciendo. Vacilé un rato, y al fin, sin pensar lo que decía, respondí con voz trémula:
—Que vas a darme un beso como el de anoche.......
—¡Ay qué pillete.....! Perdiste, perdiste; ¡si yo no te decía tal cosa!
Me quedé callado y confuso: en verdad que me dejó desconcertado aquella salida. Candela me miró con una tristeza muy cómica.
—Bueno, aunque hayas perdido: ¿tú lo quieres? ¿sí? pues toma......
Casi no pudo rozar mis labios aquel beso. El espión desembocaba por el pasillo del invernadero. Candela, al ver mi cara, se echó a reír a carcajadas.
—Pero ¿has visto, chico? Esta mujer es nuestra sombra—me dijo muy bajo.
Yo maldecía con toda mi alma a aquel duende, a aquel demonio que se deslizaba por toda la casa como un espíritu. Si debía andar descalza: no se la sentía: surgía de repente como vomitada por la tierra.
Pero Candela debía tener un gran talento. Lo que a mí no se me hubiera ocurrido nunca, se le ocurrió a ella a los pocos días de nuestras secretas relaciones.
—Chico — me dijo en tono confidencial— aquí no queda más remedio que convertirnos también nosotros en duendes.
Desde entonces no teníamos paradero fijo en ninguna parte de la casa. Recorríamos las habitaciones, nos deteníamos cinco minutos en el invernadero, seis en el comedor, cuatro en la sala...; parecíamos dos sombras chinescas proyectadas por una linterna diabólica.
¡Qué de recuerdos se alzan en mi memoria al evocar aquellos días...!
—Pero, criaturas—nos decía muchas veces doña Purita—si no tenéis sosiego. ¿No se os cansan las piernas?
Candela y yo nos sentábamos un rato silenciosos, pero a los pocos instantes ella me hacía una seña que yo comprendía muy bien, y empezábamos otra vez aquella excursión por todas las piezas de la casa sin respetar las más apartadas. Era un baile fantástico, una ronda de duendes que se besaban por los rincones, que se acariciaban en las sombras.
—Nada, don Julián—exclamaba doña Punta, — estos demonios tienen azogue en el cuerpo......
Alguna vez nos encontrábamos al cruzar un corredor con la buena señora que sólo conocíamos por el espión, y nos miraba de un modo que metía miedo. Debía tener las piernas destrozadas. A sus años, era muy pesado caminar dos leguas diarias por cuartos y corredores.
—La hemos fastidiado, chico—decía con picardía Candela.—Va a tener que dejarnos.
Yo no sé si mi padre se habría fijado en mi asiduidad para Candela, ni mucho menos doña Purita, pero lo cierto es que cada día se encontraba más afectuoso para mí y más complacido. Sólo alguna vez, al encontrarnos a Candela y a mí muy juntitos en el balcón o en el invernadero, decía con intención dirigiéndose a nosotros:
—Cuidadito: el hombre es fuego y la mujer estopa; viene el diablo y sopla.
Candela me guiñaba un ojo y en cuanto volvía mi padre la espalda, ya había dado al olvido aquel adagio, a juzgar por sus extremos conmigo.
A pesar de aquel encanto en que me sentía envuelto, más de una vez el remordimiento venía a intranquilizarme. ¡Pobre Adoración! ¿Qué diría de mí? ¡Si yo era el hombre más malo de la tierra!
Una tarde desemboqué en la explanada por la puerta de los baluartes. Caminaba como con temor, como se acerca el muchacho que ha cometido una travesura al padre incomodado que va a castigarlo. En el promontorio sólo encontré a Estrovo, que arreglaba sus anzuelos muy atareado. Al sentirme descender por los peñascos, levantó la cabeza.
—¡Don Daniel! ¿ha estado usted enfermo? —me preguntó con afecto dejando el sedal sobre el arrecife y acercándose a mí para darme la mano. Me quedé un momento confuso y sin saber que contestar.
—Sí, no fue cosa de cuidado. Una ligera indisposición. Ya pasó......
—¡Cuánto lo celebro! ¡Si supiera usted con qué cuidado hemos estado todos estos días...!
Yo comprendí, pero no quise desperdiciar la ocasión de hacer hablar a Estrovo.
—¿Quiénes...? ¿por qué dices «hemos estado»...?
—Pues claro: las señoritas y yo...
—¡Ah! ¿pero han estado aquí...?
—Todas las tardes, don Daniel: todas las tardes sin faltar una. ¡Si usted viera la cara de aquella pobre señorita Adoración.....! Parecía la de la Virgen de las Angustias que se venera en la catedral. Todo se le volvía preguntarme:—Pero, Estrovo, ¿qué le pasará a Daniel? ¿Estará enfermo...?—Hace dos días, al tiempo de estar yo rematando un congrio. (¡Jesucristo, qué congrio! medía dos varas cabales), me dijo la señorita con un aire suplicante que me condolió:
—Estrovo, yo quería pedirte un favor......
—Usted dirá, señorita Adoración—respondíle yo en seguida.—Bien sabe usted que por servirla sería capaz de tirarme del promontorio al mar...
—Gracias, Estrovo. Yo quería solamente que averiguases que es lo que le ocurre a Daniel...
—Mire usted, don Daniel, tenía la señorita Adoración la cara al decirme eso, tan coloradita como las agallas de este congrio. ¡Así Dios me salve, que le quiere a usted,—digo, yo me figuro,—más que las niñas de sus ojos...!
¿Quién podría pintar lo que pasaba entonces por mi alma? La pena, el dolor, la indignación contra mí mismo, me hicieron enmudecer. Al cabo de un rato pregunté a mi fiel amigo:
—Y dime, Estrovo, y tú ¿qué le contestaste?
Estrovo, que estaba encarnando los anzuelos, se levantó, y mirándome con aire consternado dijo:
—Pero señorita Adoración, ¿cómo he de averiguar yo eso, si no sé donde para don Daniel...?—Eso le respondí, créame usted, con dolor de mi alma, porque me dio mucha pena su tristeza.
Yo no hacía más que mirar a todos lados a ver si veía a Adoración y a su abuela por los alrededores. Estrovo me contemplaba con el rabo del ojo.
—Quizá, quizá—dijo con tono de duda, se hayan corrido hacia los maizales, don Daniel. Hace dos días que pasan de largo, me saludan y siguen su paseo.
Mi corazón me decía que ella no estaba muy lejos. Como distraídamente fui alejándome de Estrovo, saltando de peña en peña y al tocar el campo, seguí a buen paso la dirección que me había indicado. La tarde era serena y hermosísima. Sólo una brisa ligera rizaba las olas, dejando oír aquel sordo rumor que me embelesaba en otro tiempo, cuando no distraían mi pensamiento otros cuidados que los de perseguir cangrejos en el fondo de la ensenada. Ahora ¡qué distintas, preocupaciones ocupaban mi mente...! Mientras caminaba, el recuerdo de Candela se alzaba en mi alma, estremecida aún por el calor de sus apasionados besos, al propio tiempo que una tristeza hondísima me acongojaba al pensar en Adoración, en aquella pobre niña que me profesaba un afecto del cual era yo indigno.
Al bajar la pendiente que días antes había descendido con Adoración de la mano, me detuve. Allá abajo, cerca de la blanca línea que marcaban las arenas sobre el terreno vegetal, vi a Adoración sobre un montículo de césped, y algo más lejos a doña Angustias, que parecía adormida en la contemplación del horizonte. Me dieron ganas de retroceder. ¡Si ella había de leer en mi rostro el estado de mi alma...! Haciendo un esfuerzo, apresuré el paso y cuando estaba a diez varas de la niña, ésta volvió la cabeza, lanzó un mal reprimido ¡ay! y corrió a mi encuentro alargándome sus manitas.
—¡Daniel!
No pudo decir más. Estaba mortalmente pálida y le temblaban los labios, al mirarme con sus hermosos ojos azules muy abiertos.
—¡Adoración!—balbuceé apenas.—¡Cuánto he pensado en ti!
Me estrechaba las manos, me miraba; pero sus labios no se movían. Fui a saludar a su abuela, seguido de Adoración; doña Angustias pareció despertar de un sueño.
—¡Ah! ¿está usted aquí? Le creíamos enfermo...
Cambié cuatro frases con aquella anciana que no parecía vivir en este mundo, siempre abstraída en Dios sabe qué pensamientos, y fui a sentarme con Adoración a aquel montículo en que la había sorprendido.
¡Que Dios no me tome en cuenta las indignas mentiras que respecto de mi falsa dolencia, conté a aquella niña para justificar una semana de abandono! Adoración no hacía más que mirarme con aire compasivo y estrecharme las manos a cada nuevo detalle que le refería de mi enfermedad.
—¿Pero ya estás bien, Daniel?—me preguntó solícita.
—Bien del todo, Adoración. ¡Si no valió nada! Lo que siento solamente es los días que me privó de verte.
Adoración lanzó un suspiro.
—¡He pensado tanto en ti! Mira; hasta me atreví a suplicarle a Estrovo que averiguase la causa de tu ausencia.
—Sí; él acaba de decírmelo.
—¿Te lo contó?—exclamó Adoración poniéndose muy colorada.—Yo siento que haya sido una indiscreción de mi parte, pero estaba tan cuidadosa......
¡Qué remordimientos más atroces sentí entonces! Aquella pobre niña, con su afecto tierno y sincero tan ingenuamente expresado, era el mayor castigo que pudiera yo recibir por mi defección. La tomé una mano, y mirándola con todo el cariño en que rebosaba mi alma para ella, la dije conmovido:
—¡Mi pobre Adoración! ¡Cuánto te agradezco tu solicitud! Pero yo te juro que ya nada me impedirá el verte de hoy en adelante. Sólo por no hacerte sufrir, sólo por evitar una sola lágrima a esos hermosos ojos, sería capaz de venir a verte arrastrándome.
Lo decía sinceramente: en aquel instante formaba el firme propósito de ser leal para aquella adorada niña que poseía por entero mi alma... aunque no por entero mi corazón. Más adelante se verá como cumplí mi juramento.
Entonces volvió a reanudarse el interrumpido idilio, sólo roto a trechos por mis breves visitas a Candela, cuya vigilancia burlaba por la tarde para volar a la costa en que me esperaba Adoración, cada día más íntimamente ligada a mí por los lazos del amor más puro, a pesar de no habérnoslo confesado nunca.
Parece como que al choque de los sentimientos encontrados que se habían despertado en mi alma, se despertó a la vez mi malicia y mi picardía, haciéndome sortear con fortuna todos los peligros de que mi padre o Candela descubrieran mis ocultas relaciones con Adoración. A encubrir mi culpable juego, contribuía la diferencia de las horas en que acompañaba a Adoración o me entregaba al delirio extraño de mis sentidos al lado de Candela, que continuaba ejerciendo sobre mí una rara y poderosa influencia. Cuando caía la noche y tornaba a casa después de haber dedicado la tarde entera a Adoración, sabía revestirme de un pasmoso disimulo delante de mi padre, y con él me presentaba más fresco que una lechuga en casa de Candela, quien, a pesar de su agudeza y de su penetración, tardó mucho tiempo en darse cuenta de quien era yo y de qué modo era engañada.
Con una prudencia de que yo mismo me asombraba, jamás solté la menor prenda que pudiera alarmar el carácter receloso y violento de la hija de doña Purita, ni que ensombreciera el rostro angelical de Adoración, sobrado inocente y sencilla para comprender la perfidia de un hombre que jugaba, consciente o inconscientemente, con dos corazones.
Pero yo debo declararlo en honor de la verdad, y aún más, en honor de la sinceridad que ha sido siempre la base de mi carácter: en conciencia, jamás Candela robó a Adoración uno solo de mis pensamientos, uno solo de los latidos de mi corazón, ni Adoración, a quién amaba yo con un afecto todo pureza, robó a Candela uno solo de mis locos entusiasmos, cuando me hallaba a su lado.
Venían a ser aquellos dos amores como dos tranquilos huéspedes que se habían repartido mi corazón, y pacíficamente lo poseían. En esa pueril creencia, afirmada por mis pocos años, viví mucho tiempo sin creerme un criminal ni un hombre indigno, persuadido, por el contrario, de que yo podía vivir indefinidamente muy dichoso, amando a Adoración con el más puro afecto y consagrando a Candela todas las explosiones violentas de un corazón joven, excitado por la arrolladora savia de una juventud robusta, esclava de los deseos. El tiempo se encargó de hacerme salir de mi error, mostrándome, pero ¡ay! bien tarde, las tristes consecuencias de un error gravísimo, origen de todas mis desventuras.
Entretanto, trascurría aquel verano hermosísimo, cuyos recuerdos de gloria descansan en el fondo de mi alma como hojas secas que el pensamiento a veces arremolina en una horrible tempestad de amargura y de silenciosas lágrimas.
Adoración, que me amaba tiernísimamente, en la inocencia de sus diez y siete años años, estoy seguro de que jamás se paró a examinar nuestra situación, ni a prever las dificultades que se alzarían más tarde en el florido sendero de nuestra dicha. Los dos, por no acordado convenio, nos envolvíamos en aquella atmósfera de serena felicidad que nos rodeaba, sin presentir siquiera esas terribles tempestades de la vida que se deshacen en océanos de lágrimas.
Cuantos años han pasado desde entonces... ya no lo sé; pero entre todos ellos no recuerdo un verano más hermoso que el de esta época de mi juventud. Aquellas tardes que se deslizaban entre el rumor grandioso de las olas y el perfume enervante de los campos cubiertos de flores, aquellas noches de luna, en que después de haber permanecido al lado de Adoración horas y horas, entregado a un indefinido ensueño, entre las dulces emociones de un amor purísimo, el primer amor, no volverán jamás a hacer latir el corazón entusiasta, carcomido hoy por las heridas del desengaño y casi atrofiado por el hastío, que es la más triste de las muertes.
Ya habíamos recorrido juntos muchas leguas del litoral; todo nos era familiar y conocido, desde las rocas más escarpadas hasta las florestas más sombrías. Cundo nos rendía el cansancio, nos sentábamos sobre el césped o sobre la roca, y allí se nos pasaba el tiempo como un relámpago, contándonos esas dulces puerilidades que constituyen la mayor delicia de los amantes. Unas veces corríamos asidos de la mano hasta los maizales vecinos, que brillaban al sol con las tostadas panojas; otras perseguíamos con paciencia inverosímil las mariposas en los setos, arañándonos las manos, y riéndonos como unos locos de nuestras heridas, curadas casi siempre con besos. Las larvas del escarabajo, las crisálidas de las mariposeas blancas de los álamos y de los abedules, la mariquita de puntos rojos, la avispa, el saltamontes y la cigarra, con otros infinitos habitadores de las ramas, de la arena y de las rocas, nos daban materia sobrada para las más hermosas excursiones por aquellos parajes que conocíamos palmo a palmo.
Por lo demás, éramos dos niños, dos niños grandes, todo alegría, todo sencillez jamás entoldada por el más ligero mal pensamiento. Algunas veces cuando nos alejábamos mucho de doña Angustias, se detenía Adoración en la marcha y me sujetaba.
—Daniel, hemos caminado mucho. ¿Verdad que estamos muy lejos?
Yo me sonreía, la hacía subir a un ribazo que dominase la llanura y le señalaba allá en las peñas dos puntitos negros, uno inmóvil y otro inquieto: eran doña Angustias y Estrovo, que hacía su cosecha de peces.
—¿Ves, Adoración? Estamos cerquita......