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de cabeza grande, de facciones chatas, ganchuda la nariz, saliente el labio inferior, en la expresión aviesa de sus ojos chicos y sumidos, una capacidad de buitre se acusaba.
llevaba un traje raído de pana gris, un sombrero redondo de alas anchas, un aro de oro en la oreja, la doblesuela claveteada de sus zapatos marcaba el ritmo de su andar pesado y trabajoso sobre las piedras desiguales de la calle.
de vez en cuando, lentamente, paseaba la mirada en torno suyo, daba un golpe — uno solo — a el llamador de alguna puerta, y, encorvado bajo el peso de la carga que soportaban sus hombres: " tachero "... gritaba con voz gangosa: " ¿componi calderi, tachi, siñora? ".
un momento, alargando el cuello, hundía la vista en el zaguán. continuaba luego su camino entre ruidos de latón y viejo. había en su paso una resignación de buey.
alguna mulata zarrapastrosa, desgreñada, solía asomar; lo chisteaba, regateaba, porfiaba, " alegaba ", acababa por ajustar se con él.
poco a poco, en su lucha tenaz y paciente por vivir, llegó así hasta el extremo de la ciudad, penetró en una casa de la calle entre y .
dos hileras de cuartos de pared de tabla y techo de cinc, semejantes a los nichos de algún inmenso palomar, bordeaban el patio angosto y largo.
acá y allá entre las basuras de el suelo, inmundo, ardía el fuego de un brasero, humeaba una olla, chirriaba la grasa de una sartén, mientras bajo el ambiente abrasador de un sol de enero, numerosos grupos de vecinos se formaban, alegres, chacotones los hombres, las mujeres azoradas, cuchicheando.
algo insólito, anormal, parecía alterar la calma, la tranquila animalidad de aquel humano hacinamiento.
sin reparar en los otros, sin hacer alto en nada por su parte, el italiano cabizbajo se dirigía hacia el fondo, cuando una voz interpelando lo:
— va a encontrar se con novedades en su casa, .
— ¿cosa dice?
— su esposa está algo indispuesta.
limitando se a alzar se de hombros él, con toda calma siguió andando, caminó hasta dar con la hoja entornada de una puerta, la penúltima a la izquierda.
un grito salió, se oyó, repercutió seguido de otros atroces, desgarradores a el abrir la.
— ¿ inferma vos? — hizo el tachero avanzando hacia la única cama de la pieza, donde una mujer gemía arqueada de dolor:
— ¡ , ...! — atinaba tan sólo a repetir ella, mientras gruesa, madura, majestuosa, un velo negro de encaje en la cabeza, un prendedor enorme en el cuello y aros y cadena y anillos de doublé, muchos en los dedos, se hallaba de pie junto a el catre la partera.
se había inclinado, se había arremangado un brazo, el derecho, hasta el codo; lo mantenía introducido entre las sábanas; como quien reza letanías, prodigaba palabras de consuelo a la paciente, maternalmente la exhortaba: " ¡ , ya viene lanquelito, é lúrtimo... coraque!... "
mudo y como ajeno a el cuadro que presenciaban sus ojos, se dejó estar el hombre, inmóvil un instante.
luego, arrugando el entrecejo y barbotando una blasfemia, volvió la espalda, echó mano de una caja de herramientas, alzó un banco y, sentado junto a la puerta, afuera, se puso a trabajar tranquilamente, dio comienzo a cambiar el fondo roto de un balde.
sofocados por el choque incesante de el martillo, los ayes de la parturienta se sucedían, sin embargo, más frecuentes, más terribles cada vez.
como un eco perdido, se alcanzaba a percibir la voz de la partera infundiendo le valor:
e lúrtimo... coraque!...
la animación crecía en los grupos de inquilinos; las mujeres, alborotadas, se indignaban; entre ternos y groseras risotadas, estallaban los comentarios soeces de los hombres.
el tachero entretanto, imperturbable, seguía golpeando.
así nació, le llamaron y, haraposo y raquítico, con la marca de la anemia en el semblante, con esa palidez amarillenta de las criaturas mal comidas, creció hasta cumplir cinco años.
de par en par le abrió el padre las puertas un buen día. había llegado el momento de ser le cobrada con réditos su crianza, el pecho escrofuloso de su madre, su ración en el bodrio cotidiano.
y empezó entonces para la vida andariega de el pilluelo, la existencia errante, sin freno ni control, de el muchacho callejero, avezado, hecho desde chico a toda la perversión baja y brutal de el medio en que se educa.
eran, a el amanecer, las idas a los mercados, las largas estadías en las esquinas, las changas, la canasta llevada a domicilio, la estrecha intimidad con los puesteros, el peso de fruta o de fatura ganado en el encierro de la trastienda.
el zaguán, más tarde, los patios de las imprentas, el vicio fomentado, prohijado por el ocio, el cigarro, el hoyo, la rayuela y los montones de cobre, el naipe roñoso, el truco en los rincones.
era, en las afueras de los teatros, de noche, el comercio de contra-señas y de puchos. toda una cuadrilla organizada, disciplinada, estacionaba a las puertas de , con sus leyes, sus reglas, su jefe: un mulatillo de trece años, reflexivo y maduro como un hombre, cínico y depravado como un viejo.
bravo y leal, por otra parte, dispuesto siempre a ser el primero en afrontar el peligro, a dar la cara por uno de los suyos, a no cejar ni aun ante el machete de el agente policial, el pardo ejercía sobre los otros toda la omnipotente influencia de un caudillo, todo el dominio absoluto y ciego de un amo.
tarde en las noches de función, llegado el último entreacto, a una palabra de orden de el jefe, se dispersaba la banda, abandonaba el vestíbulo desierto de el teatro, por grupos replegada a sus guaridas: las toscas de el bajo, los bancos de el " paseo de julio ", las paredes solitarias de algún edificio en construcción, donde celebraba sus juntas misteriosas.
bajo el tutelaje patriarcal de , allí, en ronda todos, cruzados de piernas, se operaba el reparto de las ganancias, la distribución de el lucro diario: su cuota, su porción a cada cual según su edad y su importancia, el valor de los servicios prestados a la pandilla.
las " comilonas ", los " convites ", a la luz apagadiza de un cabo de vela de sebo venían luego, el rollo de salchichón, la libra de pasas, la de nueces, el frasco de caña, la cena pagada a escote, robada acaso, soliviada de el mostrador de un almacén en horas aciagas de escasez.
como murciélagos que ganan el refugio de sus nichos, a dormir, a jugar, antes que acabara el sueño por rendir los, se tiraban en fin acá y allá, por los rincones. jugaban a los hombres y las mujeres; hacían de ellos los más grandes, de ellas los más pequeños, y, como en un manto de vergüenza, envueltos entre tinieblas, contagiados por el veneno de el vicio hasta lo íntimo de el alma, de a dos por el suelo, revolcando se se ensayaban en imitar el ejemplo de sus padres, parodiaban las escenas de los cuartos redondos de conventillo con todos los secretos refinamientos de una precoz y ya profunda corrupción.
la situación entretanto mejoraba en la calle de . consagrado sin cesar, noche y día, a su mezquino tráfico ambulante, con el inquebrantable tesón de la idea fija, continuaba arrastrando el padre una existencia de privaciones y miserias.
lavaba la madre, débil y enferma, de sol a sol, no obstante pasaba sus días en el bajo de la .
, por su parte, bajo pena de arrostrar las iras formidables de el primero, solía entregar le el fruto de sus correrías, de vez en cuando llevaba él también su pequeño contingente destinado a aumentar el caudal de la familia.
arrojado a tierra desde la cubierta de el vapor sin otro capital que su codicia y sus dos brazos, y ahorrando así sobre el techo, el vestido, el alimento, viviendo apenas para no morir se de hambre, como esos perros sin dueño que merodean de puerta en puerta en las basuras de las casas, llegó el tachero a redondear una corta cantidad.
iba a poder con ella realizar el sueño que de tiempo atrás acariciaba: abrir casa, establecer se, tener una clientela, contar con un número fijo de marchantes; la ganancia de ese modo debía crecer, centuplicar, era seguro... ¡oh, sería rico él, lo sería!
y deslumbrado por la perspectiva mágica de el oro, se hacía la ilusión de ver se ya en el mes a mes, yendo a cambiar el rollo de billetes que llevara fajado en la cintura por la codiciada libreta de depósito.
uno a uno recorrió los barrios de el de la ciudad, observó, pensó, estudió, buscó un punto conveniente, alejado de toda adversa concurrencia; se resolvió finalmente, después de largos meses de labor y de paciencia, a alquilar un casucho que formaba esquina en las calles de y , el que, previa una adecuada instalación, fue bautizado por él en letras verdes y rojas, sobre fondo blanco, con el pomposo nombre de .
no debían salir le errados sus cálculos, parecía la suerte complacer se en ayudar lo, y, a favor de el incremento cada día mayor que adquiriera la población hacia esos lados, consiguió el napolitano acumular, andando el tiempo, beneficios relativamente enormes.
fiel a la línea de conducta que se había trazado, no alteró por eso en lo mínimo su régimen de vida. la misma estrechez, la misma sórdida avaricia reinaba en el manejo de la casa. las sevicias, los golpes, los azotes a su hijo siempre que tenía éste la desgracia de volver con los bolsillos vacíos; los insultos, los tratamientos brutales en la persona de su mujer, condenada a sobrellevar el peso de tareas que su salud vacilante le hacía inepta a resistir.
y eran, en presencia de alguna tímida y humilde reflexión, de alguna sombra de contrariedad o resistencia, los torpes y groseros estallidos, los juramentos soeces, las blasfemias, semejantes a el gato que se encrespa y manotea a el solo amago de ver se arrebatar la presa que tiene entre las uñas.
ella, sin embargo, mansamente resignada en todo lo que a su propia suerte se refería, luchaba, se rebelaba tratando se de su hijo; con esa clara intuición que comunican los secretos instintos de el amor materno, día a día encarecía la necesidad de un cambio en la vida de , solicitaba, reclamaba de el padre que el niño se educara, que fuese enviado a una escuela.
¿qué iba a ser de él, qué porvenir la suerte le deparaba, abandonado así a su solo arbitrio?
pero la escuela costaba, era indispensable entrar en gastos, comprar ropa, libros. luego, yendo a la escuela, perdería el muchacho su tiempo, dejaría de hacer su día, de ganar su pan y todo ¿con qué miras, a objeto de qué?... ¿de saber leer y escribir?
¡bah!... refunfuñaba con una mueca de desprecio el napolitano, nadie le había enseñado esas cosas a él... ¡ni maldita la falta que le habían hecho jamás!...
nada, nada, que siguiera así, como iba, como hasta entonces, buscando se la vida, changando y vendiendo diarios, algo era algo...
después, en todo caso, siendo grande, más grande ya, vería, lo conchabaría, lo haría entrar de aprendiz de algún oficio...
resuelta por su parte a no ceder, obstinada ella también y segura de la obediencia de , cuya complicidad, a fuerza de caricias, de halagos y promesas, había sabido conquistar se, imaginó la madre ejecutar su plan ocultamente. ella, ella sola, sin el auxilio de nadie...
y, a trueque de acelerar los progresos de el mal que lentamente la consumía, atareada, recargada de trabajo más aún, pudo reunir a el fin una pequeña suma, subvenir a los primeros gastos, comprar traje, sombrero, botines para su hijo.
lo haría salir vestido, sin que lo viese el padre, de noche, por el zaguán. había una escuela a la vuelta; allí lo pondría a el muchacho.
tenía diez años de edad , cuando, determinando un cambio profundo en su existencia, un acontecimiento imprevisto se produjo.
pidiendo a gritos auxilio, una mañana su madre corrió a abrir la puerta de calle. debía haber muerto el marido, había querido ella despertar lo, lo había llamado, lo había tocado, no contestaba, estaba frío.
deshecha en llanto y suplicante, pedía que entraran, que viesen, que le dijesen; con palabras entrecortadas, con frases incoherentes, se encomendaba a el favor de y de la , oprimiendo se la frente entre ambas manos, erraba como alelada, desatinada iba y venía.
varios que en ese instante acertaban a pasar, otras personas de el barrio se agruparon: el almacenero de enfrente, el colchonero de la acera, el negro vigilante, el changador de la esquina y todos en tropel penetraron a la casa.
como si hubiese intentado arrastrar se de barriga, la cara de lado, encogido y duro, estaba el napolitano tirado sobre su catre de lona.
una baba espumosa y negra brotaba de sus labios contraídos por el rictus de la muerte, chorreaba a lo largo de su barba. había metido el brazo debajo de la almohada, sacaba la mano más allá, tenía, en la crispatura de sus dedos, apretada la llave de el cajón de el mostrador. una punta de la sábana enredada entre las piernas de el difunto, colgaba por un costado hasta rozar el piso de ladrillos.
en un ángulo de el suelo, sobre un colchón, dormía .
arrancado a el sueño que lo embargaba, a ese sueño sin sueños de la infancia, lentamente desperezando se, se restregó los ojos, se incorporó.
aturdido, embotado aún su cerebro, paseaba en torno suyo una mirada estúpida de asombro. ¿qué significaba la presencia de aquella gente, de dónde habían salido, por qué estaban allí, qué hacían en su casa todos esos?
acababa de desprender se de los otros un intruso, se había acercado a el muerto y curioso, entrometido, lo palpaba, lo movía:
— ¡a el ñudo es que lo sacuda... no, no... no va a comer más pan ese! — meneando la cabeza declaró en tono sentencioso el moreno vigilante.
dio un grito entonces, un grito agudo a el comprender, y soltó el llanto.
varios de los presentes, compadecidos, interesando se por él, quisieron llevar se lo de allí, suavemente lo alejaron con palabras de consuelo, lo sacaron a el patio de la casa, donde cayó desesperado en los brazos de la madre.
pero, poco a poco, otros agentes acudían, un llegó, luego un médico.
examinó éste el cadáver, apenas, de lejos, un instante; pidió pluma y papel e informó que se trataba de un caso de vicio orgánico.
se hacía, entretanto, necesario proceder a las diligencias y trámites de el caso. de entre los vecinos se ofrecieron, llegando a comedir se: el dueño de el almacén se encargó de la partida, el colchonero de el fúnebre y de el cajón, mientras rodeada de sus conocidas, se ocupaba en vestir el cuerpo la viuda, silenciosamente, con esa mansa conformidad de la gente que no piensa y en quien el alma, incapaz de encontrar un solo grito de sublevación o de protesta, enmudece en presencia de el dolor, como un resorte mohoso.
a el caer la noche, sin embargo, eran enviados los aparatos mortuorios a la casa: un cajón de forro de coco, un manto de merino galoneado, cuatro hachones en cuatro enormes candeleros abollados a golpes, cobrizos, desplateados.
los amigos de el muerto se habían pasado la voz para el velorio. poco a poco fueron llegando de a uno, de a dos, en completos de paño negro, con sombreros de panza de burros y botas gruesas recién lustradas. zurdamente caminaban, iban y se acomodaban en fila a lo largo de la pared, en derredor de el catafalco elevado en la trastienda. uno que otro, cabizbajo, en puntas de pie, se aproximaba a el muerto y durante un breve instante lo contemplaba. algunos daban contra el umbral a el entrar, levantaban la pierna y volvían la cara.
en la tienda, sobre el mostrador, había pan, vino, queso, salchichón y una caja de cigarros hamburgueses traídos también de el almacén. constantemente una pava de café hervía en el fogón de la cocina.
sin atinar a darse cuenta, a hacerse cargo exactamente de todo aquello anormal, extraordinario que veía desde horas antes suceder se, confundido aún y como en sueños, con la curiosidad inconsciente de la infancia, miraba embebido en torno suyo, inmóvil, sobre una silla, en un rincón.
pasado el primer momento de doloroso estupor, de susto, algo claro y distinto se acusaba sin embargo, en él, surgía netamente de lo íntimo de su corazón y de su alma: una completa indiferencia, una falta, una ausencia absoluta de pesar, de sentimiento en presencia de el cadáver de su padre.
no lo volvería a retar el viejo, a castigar lo, a maltratar lo; no habría ya quien lo estuviese jorobando; se había muerto.
¿y qué era eso, morir se y que lo enterraran a uno... sabían las ánimas andar penando de noche en los huecos, como contaban?... ¿sería cierto lo que decía el catecismo, que todos resucitaban el día de el juicio?
¡quién sabía si se iría a morir como los otros él, si , tata , no lo guardaba para semilla!...
las salpicaduras viejas de cera, amarillentas sobre el fondo negro de el manto funerario, un momento distrajeron su atención, se puso a contar las.
el también iba a ir a el acompañamiento, en coche, por la calle hasta la .
su mamá le había recomendado que saliera bien temprano, se comprase un traje negro en la ropería de la otra cuadra y se hiciese poner luto en el sombrero.
tenía la plata que le había entregado en el bolsillo.
¿no se le habría perdido?... metió la mano y tocó el dinero.
no iba a haber escuela para él en esos días... y hasta después de el funeral le irían a dar tal vez asueto... ¡qué suerte!...
la atmósfera, sin embargo, se cargaba; empezaba a sentir se un tufo a muerto, a sudor y a aliento de ajo. en la corriente de el aire de las puertas entornadas, humeaba la pavesa de los hachones; se veía turbio como en una noche de niebla.
las telarañas de el techo, enormes, oscilaban lentamente, semejantes a las olas de un mar muerto, mientras confundido con el canto lejano de el sereno en las horas, en las medias, susurraba de continuo un zumbido de voces roncas análogo a el de un nido de mangangaes.
el vientre de el cadáver insensiblemente se elevaba.
vencido a el fin por el cansancio, apoyado el cuerpo a la pared, arqueada la cintura, colgando de el asiento sus dos pies, había fijado los ojos sobre la luz de un hachón. le ardían, le picaban, le incomodaban; se los restregaba de vez en cuando, hacía una mueca de fastidio; poco a poco los cerró y cabeceando acabó por quedar se profundamente dormido.
fueron cuatro los coches: el fúnebre con plumeros negros y una figura como a modo de ángel, fabricada arriba, hincada y de cruz. estacionaban luego los otros tres, de plaza, transformados, como disfrazados de " librea ", con ayuda de el sombrero de castor y de la levita de los cocheros.
en la cuadra, la gente alborotada desatendía sus quehaceres; las mujeres, algunas con criatura en los brazos, salían, poblaban las puertas, invadían las veredas, se saludaban, hablaban en voz alta de el suceso, lo comentaban; uno que otro hombre se mezclaba a la conversación.
de vez en cuando, por entre las rejas de alguna " casa decente ", asomaba el óvalo de un ojo, la punta de una nariz, mientras, frente mismo a lo de el muerto, en media calle, los muchachos amontonados se volteaban a empujones por mirar. era que sacaban el cajón en ese instante, entre seis, a pulso, por el zaguán.
pero la puerta resultó angosta para salir de frente; tuvieron que perfilar se, cambiaron de mano, forcejearon, cayeron a el empedrado, se oyó el asiento de sus pisadas tambaleando con el peso como caballos de carro a el arrancar.
seguía un carruaje de luto detrás de el fúnebre. el almacenero y dos más, como a guisa de parientes, lo ocuparon, hicieron subir con ellos a .
un inconveniente, sin embargo, se suscitó a última hora, una demora se produjo: los convidados eran muchos, los coches no bastaban; fue necesario salir en busca de uno, allí a la cuadra, a la plaza de la . sin tiempo a presentar se " vestido de galera " también él, iba muy sucio el cochero.
por fin, de un extremo a otro, como tiros que se chingan, los látigos chasquearon y poco a poco, trabajosamente, en el zangoloteo de los pozos de el empedrado, crujiendo la madera, chirriando el , sonando los resortes con ruidos de aldabas de matraca, a el trote perezoso de los caballos, se movió la comitiva, se dirigió a tomar la " ", no sin antes recorrer la ciudad por y por .
llegado el cuerpo a el cementerio, en la capilla, un hombre gordo, de sotana entrepelada y barba sin afeitar, como rezongando entre dientes roció el cajón con un hisopo.
el acompañamiento avanzó luego por la calle principal. se sentía calor adentro no obstante el viento, un viento fuerte de el río que balanceaba la negra silueta de los cipreses obligando los a inclinar se, como si, dueños de casa, hubieran querido éstos saludar a el muerto recién llegado.
los seis de la comitiva que cargaban el cajón, sin sombrero, sudaban a el rayo de el sol, jadeaban sofocados, se pasaban el pañuelo por la frente, arrastraban los pies en la fatiga, se movían como enredados, tropezaban a ratos contra las puntas de adobe de el piso mal nivelado.
tres veces hicieron alto a descansar, caminaron otras tantas, dejaron a trasmano las sendas de sepulcros alineados pisando ahora lo de atrás de el cementerio, la maciega alta y tupida de la tierra donde los pobres se pudrían.
— u le aquí — se limitó a barbotear en el silencio la voz vinosa de un italiano viejo capataz de el cementerio.
había apuntado a una sepultura recién abierta entre la multitud de cruces sembradas por el suelo, antiguas, despintadas unas y cubiertas a medias por los yuyos, otras frescas, de esos días.
las paladas de tierra, arrojadas desde alto, no tardaron, sin embargo, en caer sobre el cajón, chocando contra la tapa, golpeando en ella, a el suceder se, con un sonido fofo de hueco, como cuando se camina sobre un puente.
una a una las veía amontonar se, sin dolor, sin opresión; el entierro, el acto en sí, la materialidad de el hecho mismo, todo entero lo absorbía, ocupaba por completo su atención: la soga primero, una soga torcida y gruesa, atada con ayuda de dos nudos corredizos y que había servido para bajar el cajón: cabía justito éste; luego las palas el hoyo que habían cavado y que se iba ahora rellenando. habría querido tener una para poner se a echar tierra también él.
faltó sólo colocar la cruz, momentos después. un carpintero de el barrio la llevaba bajo el brazo; era de pino, negra, el epitafio estaba escrito con letras hechas a mano, de pintura blanca, sobre un corazón clavado a el pie.
terminado el acto por fin y a el retirar se ya la concurrencia, a indicación de uno de los presentes, sólo se desprendió de el grupo, fue y depositó en la tumba una corona.
a plomo sobre sus dos pies, caído el pelo a la frente, el sombrero en la mano izquierda, la derecha en la solapa de el paletó, se alcanzaba a distinguir el retrato de el tachero; una fotografía amarillenta, metida en un nicho, detrás de un vidrio.
era un recuerdo piadoso consagrado por la viuda a la memoria de el difunto.
dos días después de haber tenido lugar la fúnebre ceremonia, un agente de negocios judiciales, vecino de la parroquia, golpeaba en casa de el muerto.
iba a ver a la viuda, a visitar la y a presentar le su pésame por la desgracia que ésta había sufrido. poco a poco, en el curso de la conversación, le insinuó la conveniencia de un pronto y oportuno arreglo de sus negocios, la necesidad en que se hallaba de proceder a la liquidación de la testamentaría de su esposo.
el mismo concluyó por ofrecer se indicando le a la vez un abogado conocido suyo, persona muy decente, muy capaz y muy honrada, quien se haría cargo gustoso de la dirección de el asunto.
bien sabía ella que no en cualquiera podía uno fiar se en el " día de hoy ". ¡estaba tan de una vez degradada la profesión, y a los pobres sobre todo, los estiraban de un modo cuando tenían la desgracia de caer mal!...
en abogados, procuradores, escribanos y demás historias, todo se le iba de las manos a uno si se descuidaba, todo se lo comían entre una punta de alarifes; cientos de miles de pesos, herencias cuantiosas se evaporaban, se hacían humo así, de la noche a la mañana sin saber cómo... era un escándalo, una picardía, una canallada... ¿y quiénes venían a pagar el pato a el fin? los infelices huérfanos que quedaban reducidos a la más completa indigencia...
con él no había peligro de que tal cosa sucediera... no, no, no había cuidado, podía estar tranquila a ese respecto... ¡qué esperanza!... ¡él no era de esos!
pero manifestando ella no abrigar sombra de duda acerca de la probidad de el agente, mostrando se convencida, diciendo que así sería, que bastaba que él lo asegurase, acababa de recordar, mientras hablaba el otro, el nombre de un abogado en cuya casa tenía entrada; lavaba de años atrás la ropa de la familia; era una de sus " marchantas " más antiguas la señora y había sido muy buena con ella siempre, le pagaba puntualmente a el fin de cada semana; nunca le descontaba las fallas y hasta solía dar le ropita usada de los niños para .
mentalmente en ese instante hizo el propósito de ir a ver la, a aconsejar se de ella, y eludiendo desde luego contraer compromiso alguno, con buen modo, en buenos términos, trató de ver se libre de la presencia importuna de el agente; no sabía aún, lo pensaría, le contestaría, podía él dejar le las señas de su casa, le mandaría a en caso de resolver se.
una vez en contacto con el marido de su protectora y luego de poner le a el cabo de el asunto, de trasmitir le los datos y antecedentes requeridos para presentar se ante el , en momentos ya de retirar se, habló la viuda de su hijo.
parecía que el muchacho iba a ser de mucha pluma; se manifestaba muy contento el maestro, decía que tenía cabeza. pero como empezaba a ser grandecito ya, ignoraba qué camino seguir la madre, qué medida adoptar con él: si dejar lo en la misma escuela o poner lo a pupilo en un colegio. las criaturas, ya se sabía, eran criaturas, no tenían juicio, les gustaba jugar y hacer sus travesuras. a veces se le escapaba, el chico, se juntaba con otros y ella, sola y siempre enferma, no podía estar lo atendiendo.
habría deseado colocar lo con alguna persona formal para que se ocupase de algo a su lado y siguiese a la vez yendo a la escuela.
justamente se encontraba sin escribiente el abogado, acababa de echar el suyo en esos días, un sinvergüenza que lo tenía cansado, un haragán, cachafaz, que lo estaba robando en el vuelto de los vicios, en los cigarrillos, en la yerba y el azúcar para el mate de entre el día:
— mande me a su hijo, señora — concluyó por decir despidiendo aquél a la viuda —, veré de lo que es capaz y, si es que de algo me sirve, se lo tendré aquí conmigo en el estudio.
fue de un arreglo sencillo la sucesión de el tachero; dejaba en perfecta regla sus asuntos, no había " fiados ", no había deudas; trescientos noventa mil pesos depositados en el , más un valor de treinta mil en existencias, formaban el activo de la herencia, y fácilmente, habiendo se presentado un comprador para estas últimas, un compatriota de el muerto, quien pagó todo a tasación y se hizo cargo de el negocio, a el cabo de pocos meses, dueña de la mitad de gananciales y tutora de su hijo, se vio la viuda en posesión de una pequeña fortuna: cuatrocientos mil pesos más o menos, deducción hecha de los gastos judiciales.
empleó trescientos mil en títulos de fondos públicos. una casita se vendía, calle de afuera, entre y , " tres piezas, cocina, pozo y demás comodidades ". la hizo suya y la ocupó poco después, se instaló en ella con su hijo, contenta, satisfecha, no obstante los continuos sufrimientos de su pobre cuerpo, feliz de esa felicidad de los humildes en presencia de la vida material, de el pan asegurado, a el saber que no pesa ya sobre ellos la amenaza de la miseria, que no se ofrece ya a sus ojos la perspectiva aterradora de una cama de hospital.
otra causa, otra circunstancia ajena en sí misma a preocupaciones de dinero, despertando en su corazón el instintivo orgullo de las madres, contribuía a su bienestar.
para ella no pedía más, ¿ni qué más iba a pedir ni a pretender ahora?
pero abrigaba secretamente una ambición, soñaba con hacer de su hijo un señor, un rico que anduviese, como los otros, vestido de levita. y le había dicho el abogado que era inteligente, le había propuesto que lo dejara a su lado en el estudio ganando a el mes quinientos pesos, le había aconsejado que matriculara a el niño en la , que le destinase a seguir una carrera, a ser médico o abogado.
su sueño empezaba, pues, a realizar se; parecía el cielo querer favorecer la...
apresurando se a seguir los consejos de su abogado, temprano en la mañana siguiente, hizo la viuda levantar a su hijo de la cama, le dio a vestir el mejor de sus trajes, la ropa que había comprado éste el día de el entierro de el padre. ella misma sacó su velo nuevo, su vestido de ir a misa — un vestido de seda negro con volados — y, prontos ambos, salieron a la calle, se dirigieron hacia el centro.
abstraída la madre, reflexiva, perdida en sus desvaríos, mecida por la dulce voz de su esperanza.
se lo imaginaba grande a su , hombre ya, prestigiado su nombre con el título de doctor.
los doctores eran todo en , , , ... ¡por qué, debido a la sola fuerza de su saber y su talento, no podría llegar a ser lo él también, a ser , y acaso hasta , que le habían dicho que era como rey en ... su hijo un rey!
o bien médico, un gran médico que realizara curas milagrosas, cuya presencia fuera implorada como un favor en el seno de las familias ricas y que asistiese gratis a los pobres, como una providencia, como un ...
¡quién sabía si, con la ayuda de el , no le estaba reservado sanar la a ella misma de su tos, de esa tos maldita que desde años atrás le desgarraba el pecho!...
y en su calenturienta exaltación de tísica, como si idealizara su mal los sentimientos de su alma a medida que demacraba las carnes de su cuerpo, se complacía en forjar así un porvenir de grandezas para su hijo, en acariciar todo un mundo de visiones, entrevistas a el través de el velo mágico de sus ilusiones de madre.
se dejaba llevar por ella , como arrastrado la seguía en silencio, cabizbajo, hinchados los párpados de sueño.
se había vuelto regalón y perezoso desde la muerte de el padre, habituado ahora a las molicies de la vida, consentido, mimado en todo por la madre.
la ropa que llevaba consigo, además, comprada hacía un año ya, resultaba ser le pequeña; las costuras le incomodaban bajo los brazos, los botines, nuevos y estrechos, le apretaban los pies, le lastimaban la punta de los dedos, le sacaban ampollas en los talones.
luego, y no obstante la especie de secreta vanagloria que sentía despertar se en él a la idea de poder decir se estudiante de la , presagiaba con el cambio de colegio una larga serie de desagrados y fastidios.
¿cómo serían los maestros? había oído que lo primero que se enseñaba era latín; ¡para lo que le importaba el latín a él!... ¿qué otros muchachos iría a haber? una punta de orgullosos, sin duda, que lo mirarían en menos y se creerían más que él... alguna le iban a armar, era seguro, alguna historia, alguna agarrada a trompadas iba a tener de entrada no más. habían de querer probar lo largando le de tapado algún gallito.
insensiblemente, cavilosos ambos, llegaron así después de largo rato de camino, a la plazoleta de el , se detuvieron frente a la en cuya puerta, mostrando un grueso manojo de llaves colgado de la cintura, estaba de pie el portero, un gallego ñato de nariz y cuadrado de cabeza.
tímidamente, se acercó la viuda y en voz baja, desde la vereda, dirigiendo se a él y llamando lo , lo impuso de el objeto que la llevaba.
— allí — se limitó a hacer el gallego secamente, indicando con un gesto de sus labios la puerta de entrada a la , la primera puerta a la izquierda.
bajo, grueso, rechoncho y como por error metido en una levita negra en vez de vestir sotana, trabajaba el secretario entre un cúmulo de libros y papeles, papeles viejos, legajos, libros grandes, como a guisa de libros de comercio.
abandonó su asiento a el ver entrar a la viuda, se apresuró a atender la, comedido, movedizo y locuaz, con una locuacidad sonriente y falsa de jesuita.
— es de práctica, mi buena señora, que los jóvenes sufran, como paso previo, un examen de gramática castellana, sin cuyo requisito indispensable me vería, muy a pesar mío, en el caso de no poder otorgar matrícula a su hijito.
precisamente atinaba a pasar el profesor de primer año, un hijo de el país, zambo, picado de viruelas y vestido de levita color plomo:
— catedrático — exclamó el empleado a el ver lo, avanzando algunos pasos e interpelando lo alegremente, en un tono de compañerismo amable — ¿quiere tener la bondad de permitir?... un minuto, nada más.
se trataba de examinar a el niño; con el objeto de abreviar, podía hacer lo en ese mismo instante; a lo que el otro accedió declarando a en estado de ingresar a el aula desde luego, por haber sabido contestar que pronombre era el que se ponía en lugar de el nombre.
afuera, en el ancho y profundo claustro, cuyos pilares, enormes, se enfilaban bajo la masa aplastada de las paredes, como piernas de gigante en el cuerpo de un enano, los estudiantes esperando la hora se paseaban, estacionaban en grupos, hablaban, peroraban, discutían, juntos los de la misma clase.
había grandes, había chicos, bien vestidos, otros pobres, acusando una pobreza franciscana en sus personas, de ropa lustrosa en los codos y agujeros en las rodillas.
habían salido varios a el patio, se habían puesto a pulsear sobre el brocal de el pozo, o bien hacia el otro extremo, frente a la escalera de el museo, distraía su tiempo uno que otro en fumar cigarrillos de papel, a caballo sobre huesos de ballena acá y allá dispersos por el suelo, semejantes a alguna monstruosa vegetación de enormes hongos que hubiesen brotado entre las piedras.
de pronto sonaba un grito, ahogado, tímido, solo desde un rincón; ya el maullido de un gato en celo, un canto de gallo o el ladrido ronco de un mastín.
luego de nuevo se hacía el silencio, un silencio hosco, solemne, preñado de amenazas, como el que en un día de combate precede a el estampido de el cañón, y un áspero rumor se sucedía, subía un gruñido de fieras enjauladas, crecía, aumentaba, se abultaba poco a poco, redoblaba de violencia, arrancaba de mil pechos a la vez, acababa por romper en un alarido de indios, inmenso, infernal, atronador, rebotando en las paredes con la furia de un viento de huracán.
era que la silueta de el bedel aparecía, que cruzaba éste el vasto patio, se deslizaba a lo largo de los claustros, malo, viejo, flaco.
con mano airada, de un tirón calaba se la visera, se encasquetaba la eterna gorra de paño gris hasta llevar dobladas las orejas; y un coro de maldiciones y reniegos se adivinaba entre los pliegues filosos de su boca, y en sus ojuelos verdes de bruja, desde el fondo de el doble pelotón de arrugas de sus párpados, un resplandor siniestro de llama de aguardiente centelleaba.
— ¡ , muchachos miserables... muchachos cachafaces!...
, torvo, provocante, mas no sin que, a el través de sus aires postizos de matón, dejara de apuntar una sombra de recelo, con la andadura oblicua de un lobo que cruzara por entre perros atados, se daba prisa a seguir, a llegar a el otro extremo, a sustraer se de una vez a los desbordes de el torrente popular que amenazaba anonadar lo, buscando asilo en el refugio seguro de alguna puerta hospitalaria.
y todo tornaba entonces a su quicio, las formidables iras se acallaban, la calma como por encanto renacía, una atmósfera reinaba de paz y de concordia. era el rayo portentoso en la serena placidez de un día de sol...
los de primer año de latín, sin embargo, acababan ese día de entrar a clase. poseído de instintivo encogimiento, intimidado y confuso, buenamente se redujó a ir a ocupar uno de los últimos asientos, solo en un banco de atrás, junto a la puerta de entrada.
quiso, desde luego, darse cuenta, seguir el curso de la lección, hizo por comprender, para eso había ido él. imposible; por turno, a un llamado de el maestro y poniendo se de pie, hablaban los otros una cáfila de cosas que él no entendía y que seguramente debían ser cosas en latín.
¡cómo estarían de adelantados, cuando lo sabían así y cuánto tendría que estudiar él para alcanzar los!
pero cansado, fastidiado a la larga, distraída su atención, impensadamente, en una mirada errante, alzó los ojos. la bóveda de el techo, blanqueada a cal, mostraba una rajadura en el centro, larga, corría de un extremo a otro. por las dos grandes ventanas, que provistas de barrotes gruesos de hierro, en la profunda oblicuidad de la pared alumbraban desde lo alto, se alcanzaba a divisar la mancha negra de un tejado. observó que eran muchos los vidrios y pequeños; vio que estaba comido el marco por la polilla.
con gesto maquinal, paseó enseguida la vista en torno suyo. tenían los bancos profundas incisiones: desvergüenzas de los estudiantes, cortajeadas en la madera con ayuda de sus navajas de bolsillo; otras escritas o garabateadas con lápiz en la pared, a la altura de la mano; insolencias, injurias contra maestros, versos en boga, canciones sucias, de esas que suelen andar de boca en boca en las eternas corrientes de la humana estupidez.
le gustaba, lo atraía, lo absorbía todo aquello, era muy lindo, muy gracioso; lo repetía entre dientes, se empeñaba en aprender lo de memoria para poder dar se aires después, andar " pintando " con los otros muchachos de su barrio.
pero la hora de reglamento acababa entretanto de sonar. dejando señalada el profesor la misma lección para otra vez, fue la clase despedida, no sin antes declarar aquél que eran todos una tropa de haraganes y encender a la vez tranquilamente un paraguayo con anís.
trató a la salida de hacer se de relaciones, de crear amistad con los demás; se acercó a un grupo: ¿costaba mucho aprender eso, lo que había estado oyendo les en clase, qué significado tenía, qué quería decir en español?
no tardaron entonces en emprender la con él los otros. el más grande, veterano de la casa, una especie de chino te, hacía cabeza. ¡qué difícil había de ser... lo más sencillo, lo más fácil!... y mientras sus compañeros se agrupaban en torno de , se apresuraban a rodear lo, se puso él a soltar le a quemarropa un atajo de indecencias, una parodia inepta, consonantes de palabras latinas y españolas que, con tono grotesco de magister, intercalaba en el texto de .
y el alboroto aumentaba en derredor de el neófito infeliz; se reían ahora, descaradamente se burlaban de él, se le echaban encima, lo empujaban, o, haciendo se los distraídos, le pisoteaban los pies.
uno por detrás, estimulado, enardecido, fue hasta " sumir le la boya "; otro, de una zancadilla, largo a largo, lo hizo caer.
interesados en la broma, acudían de todas partes, en un empuje malsano de torpe curiosidad, un enjambre se agolpaba, y perseguido, acorralado, acosado como las moscas en los hormigueros, lo sacaron a el fin en andas hasta la puerta de salida, arrojando lo a empellones a la calle.
no había llegado aún a cruzar a la otra acera, cuando oyó que sin querer soltar la presa, encarnizados sus contrarios se desgañitaban gritando:
— ¡ , dejá a ese hombre; cola, dejá a ese hombre!...
la alegría de los transeúntes hacía coro, el alboroto, las carcajadas de las cocineras saliendo de el mercado con sus canastas, la rechifla de los changadores parados en la esquina.
rabiosamente entonces, de un revés se arrancó un enorme muñeco de papel que le habían colgado los otros de el faldón en la chacota.
cinco años se sucedieron, cinco años perdidos por en las aulas de estudios preparatorios. el desarrollo gradual de la razón, la marcha de la inteligencia, el vuelo de el pensamiento, todo ese sordo trabajo de la naturaleza, la germinación latente de el hombre contrariada, sofocada en el adolescente bajo la apática indolencia de un estado de niñez que el cariño ciego de la madre inconscientemente fomentaba.
¡de loco, de zonzo iba a poner se a estudiar él, a romper se la cabeza!... nunca le decía nada la vieja; la engañaba, la embaucaba, le hacía creer, lo que se le antojaba hacía con ella...
y en compañía de otros como él, a la hora de clase, día a día tenían lugar las escapadas, los partidos de billar y dominó en los fondines mugrientos de el mercado, discutiendo en alta voz, " alegando ", empeñando hasta los libros a fin de saldar el " gasto ", si era que no se hacían humo en un descuido cuando andaban en la " mala ", muy " cortados ", las rabonas en pandilla a pescar mojarras y " dientudos " en el bajo de la o en la , a las quintas de y , saltando zanjas, trepando cercos, robando fruta, matando el hambre, después de una mañana entera de correrías, con un riñón o un " chinchulín " en el fogón de alguna negra vieja achuradora de los .
para de noche asimismo solían apalabrar se, los más grandes, los más " platudos ", los más " paquetes ". asistían a los teatros, negociando entradas que de segunda mano se encargaba de " agenciar les ". preferían el , donde una compañía de bufos se exhibía, para salir " dando se tono " contando que " andaban bien " con las cómicas francesas. tenían anteojo, pellizcando se la cara, entre el labio y la nariz, clavaban la vista en la cazuela, fumaban en los entreactos cigarrillos pectorales, se " convidaban " entre ellos a " tomar algo " en la " confitería ", afectando cada cual ser el primero en dar se prisa a pagar.
y no era extraño después, entre las sombras ambiguas de la calle de el 25, como bultos de ladrones que se escurren, ver los deslizar se a lo largo de las paredes, desaparecer de pronto en una vislumbre humosa, tras una puerta de cuarto a la calle habitado por alguna china descuajada.
pero, aun en medio de los placeres de esa vida libre y holgazana, no dejaba de tener horas de amargo sufrimiento. una herida a su amor propio, honda, cruel, fue a despertar el primer dolor en el fondo de su alma.
entregados a una de sus distracciones predilectas, levantando la punta de una pollera, tironeando una pretina, " haciendo cama " a un boca abierta dando con un puñado de garbanzos en el rostro de los transeúntes, fastidiando a medio mundo con sus pillerías de muchachos traviesos y mal intencionados, vagaban una vez en tropel por las calles de el mercado.
a un gallego recién desembarcado acababan de " poner le los puntos ", de " acomodar le " un zoquete de carnaza. con la cristiana intención de refregar se las en la nariz a alguna vieja, frente a los puestos de pescado, se embadurnaban las manos en la aguaza que goteaba de una sarta de saba los colgados. por desgracia, para , el pescador en ese instante, una antigua relación de su familia, atinó a reconocer lo:
— ¡che, tachero!, ¿cómo estás, cómo te va? ¡pucha que has pelechau, hombre, que andás paquete!
y como afectando hacer se el desentendido, tratara de alejar se, fingiendo no comprender que era dirigido a él el saludo.
— ¿qué, ya no me conocés, que no sabés quién soy yo?... será lo que andás de casaca y te juntás con los ricos, que has perdido la memoria... guarde los pesos, amigo, y salude a los pobres — insistió el hombre en tono de zumba —. ¡mire qué figura esa, qué traza también para tener orgullo!
luego, dirigiendo se a un vecino — el carnicero de enfrente — se puso a hablar le en voz alta de , a referir le que con motivo de ocupar un cuarto de la misma casa, había conocido a el padre en el conventillo de la calle .
entró en detalles; era el viejo un carcamán, un pijotero; un sinvergüenza; ni un triste puchero había sido nunca capaz de comprar para la familia; no hacía otra cosa que caer le a la mujer, le sacudía cada tunda a el muchachito que lo dejaba tecleando y de chiquilín no más, sabía sacar lo a la calle, cargado de fuentes de lata.
fue un colmo. encendido el rostro de vergüenza, esquiva la mirada, balbuciente, sin atrever se a huir de allí, sufriendo horriblemente con quedar se como un criminal, sorprendido en el acto de delinquir, se vio obligado a soportar hasta el fin aquel suplicio.
abrían tamaños ojos los otros, se acercaban, aguijoneada su curiosidad se amontonaban a no perder una palabra de la historia.
y le llamaron tachero, a el separar se, gritando, haciendo farsa de él sus compañeros, y tachero le pusieron desde entonces. el tachero le quedó de sobrenombre.
lastimado, agriado, exacerbado a la larga, esa broma pueril e irreflexiva, esa inocente burla de chiquillos, había concluido, sin embargo, hora por hora repetida con la cargosa insistencia de la infancia, por determinar un profundo cambio en , por remover todos los gérmenes malsanos que fermentaban en él.
y víctima de las sugestiones imperiosas de la sangre, de la irresistible influencia hereditaria, de el patrimonio de la raza que fatalmente con la vida, a el ver la luz, le fuera transmitido, las malas, las bajas pasiones de la humanidad hicieron de pronto explosión en su alma.
¿por qué el desdén a el nombre de su padre recaía sobre él, por qué había sido arrojado a el mundo marcado de antemano por el dedo de la fatalidad, condenado a ser menos que los demás, nacido de un ente despreciable, de un napolitano degradado y ruin?
¿qué culpa tenía él de que le hubiese tocado eso en suerte para que así lo deprimieran los otros, para que se gozasen en estar lo zahiriendo, reprochando le su origen como un acto ignominioso, enrostrando le la vergüenza y el ridículo de ser hijo de un tachero?
¿le sería dado, acaso, quitar se alguna vez de encima esa mancha, borrar el recuerdo de el pasado, vería se irremediablemente destinado a ser un objeto de mofa y menosprecio, entre sus compañeros ahora, entre hombres después, cuando llegara a ser hombre también él?
un sentimiento de odio lo invadía, de odio arraigado y profundo, que no podía, que no hacía por sofocar en su corazón contra la memoria de su padre, de el viejo crápula, causa de su desgracia.
recordaba el día de la escena en el mercado, su historia contada a voces por el chino pescador ante un auditorio absorto, su triste historia que tanto se había esmerado siempre en ocultar a los ojos de los otros estudiantes, hablando de bienestar, de la decencia, de la riqueza de su familia, mintiendo, en sus nacientes ínfulas de orgullo, una distinta condición social para los suyos.
la rabia, el despecho, un deseo loco de vengar se lo asaltaban. ¡oh!, ¡si hubiese podido apoderar se de el canalla que lo había vendido, descubierto y cebar se, encarnizando se en él, matar lo... pero matar lo imponiendo le mil muertes, que mil veces sufriera lo que él sufría, gozando se en atormentar lo, a fuego lento, a chuzazos, como por entre los postes de los corrales de el alto, armado de un cortaplumas en los días de rabona, se había solido pasar horas él, entretenido en chucear las reses embretadas!
la negra perspectiva de el porvenir que se forjaba, la idea de que no llegaría jamás a cambiar su situación, de que sería eterna su vergüenza, la humillación que día a día le hacían sufrir sus condiscípulos, de que siempre, a todas partes llevaría, como una nota de infamia, estampada en la frente el sello de su origen, llenaban su alma de despecho, su corazón de amargura.
¿pero qué, no era hombre él, debía por ventura resignar se así, cobardemente, conformar se con su suerte, sin luchar, sin sublevar se, doblar el cuello, dejar que se saliesen los otros con la suya, que lo siguiesen afrentando, mirando lo desde arriba, habituados a manosear lo, a no ver sino a un pobre diablo, a un infeliz en él, a el hijo de el gringo tachero?
— no — llegó a exclamar un día en un desesperado arranque de bestia acorralada.
el los había de poner a raya, los había de obligar a que se dejaran de tener lo para la risa... les había de enseñar a que lo trataran como a gente... ¡y ya que sólo en el azar de el nacimiento, en la condición de sus familias, en el rango de su cuna, hacían estribar su vanidad y su soberbia, les había de probar él que, hijo de gringo y todo, valía diez veces más que ellos!...
se consagraba desde entonces a el estudio, de lleno, con pasión, y una vida de lucha empezó en .
era un anhelo constante, un afán de saber, de descollar entre los otros estudiantes, distanciado ahora de sus antiguos compañeros de " parranda ", cuya sociedad rehuía y a quienes solía encontrar sólo de paso, a el cruzar los alrededores de el mercado o esperando en los claustros la hora de clase.
apenas durante el corto tiempo que las atenciones de su empleo le reclamaban, se le veía ausente de su casa. volvía después, se retraía, se encerraba entre las cuatro paredes de su cuarto, solo con sus libros.
y redoblaban su dedicación y su ahínco a medida que el año transcurría, que se acercaba el plazo fatal de los exámenes, el día terrible de la prueba.
levantado de la cama a el aclarar en las mañanas crudas de invierno, pero insensible a los rigores de el frío y a la falta de descanso, la hora de la clase, el momento de salir, llegaba a sorprender lo sin tiempo muchas veces de tomar el más ligero desayuno, absorto por completo en el trabajo, en ese trabajo maquinal de el estudiante rutinario porfiando con el libro, haciendo, con un tesón de buey uncido a el yugo, por grabar en su memoria lo que había intentado comprender la víspera, repitiendo en voz alta la lección de el día, diez, cien, mil veces, seca la garganta, mareada la cabeza, invadido más y más por un confuso aturdimiento, por una inconciencia vaga en el ritmo automático de su incesante marcha a lo largo de la pieza.
luego, bajo el círculo de la luz de una lámpara de aceite, en la atmósfera encerrada de su cuarto de estudiante, noche a noche, las veladas se sucedían, las veladas sin fin, interminables, prolongadas hasta las horas cercanas de la madrugada, arrebatado, febriciente, en la enorme tensión intelectual a que voluntariamente llegara a someter se, clavados los codos sobre su escritorio — un escritorio de paño verde, enchapado de nogal — oprimida la frente entre las manos, los ojos fijos en algún libro de texto.
un paquete de cigarrillos negros y una jarra de café frío no faltaban jamás a el alcance de su mano. y cuando el sueño, ese déspota implacable a pesar de todo lo embargaba, cerraba sus párpados hinchados y ardorosos con la inflexible dureza de una tenaza de hierro, sacudiendo se de pronto en un esfuerzo de todo él, corría a abrir la puerta de calle, llamaba a el sereno de la cuadra, y después de obtener de éste el favor de que golpeara momentos más tarde a su ventana, sin acertar siquiera a desnudar se, caía, se desplomaba atravesado, como un muerto, sobre el colchón de su cama.
pero no eran, sin embargo, ni la labor abrumadora de el espíritu, ni las fatigas de el cuerpo lo que más quebrantaba su organismo.
otra especie de sufrimiento, acentuando en él cada vez más sus ingénitas tendencias, sordamente lo minaba: la emulación, la envidia, el despecho de reconocer se inferior a otros.
se daba todo entero él a el lleno de sus tareas, se mataba, se devanaba los sesos estudiando, pasaba entre sus libros la mitad de su existencia y, ¿qué premio, qué recompensa, entretanto, conseguía, qué ganaba, qué valía, él quién era?...
¡apenas un espíritu vulgar, un estudiante, ramplón y adocenado, y de esos que, bajo la capa artificiosa de el estudio, disimulan su indigencia intelectual; plantas que se arrastran por el suelo sin lograr clavar sus raíces, vegetan y se secan sin dar fruto, parásitos de la ciencia, pobres diablos condenados a vivir recorriendo, ellos también, su dolorosa via crucis en las bancas de derecho o en las salas de hospital, para llegar en suma a merecer que les arrojen de lástima la deprimente limosna de un título usurpado de suficiencia!
sí, pensaba, eso era él, lo sentía, lo conocía. abstraído, reconcentrado en el secreto examen que de sus propias fuerzas intentara, se miraba obligado a confesar se, a pesar suyo, su impotencia, íntimamente y a él solo, allá, en la negra, en la misteriosa mudez de su conciencia, en lo más recóndito de su alma, poseído de un sentimiento de sordo malestar, algo como un bochorno de pobre vergonzante.
abría el libro, emprendía el estudio de un punto nuevo; le sucedía leer a veces y releer el mismo párrafo sin atinar a discernir con precisión su contenido. las palabras, las frases, los períodos se seguían como partes inconexas de un todo heterogéneo, sin mutua correlación, sin vínculos entre sí.
era, ya la apariencia de algún error grosero, de una contradicción chocante, que creía ver desprender se de la página, saltar a primera vista de su lectura y que, en un tímido recelo de sí mismo, aplicaba todo su esfuerzo de atención en comprobar; ya un extraño embotamiento, una torpeza, una singular dificultad de comprensión que, impidiendo le tocar el fondo de el asunto, posesionar se de él y dominar lo, arrancaba, con un gesto de rabia y de impaciencia, palabras soeces de sus labios.
se levantaba entonces ofuscado, caminaba, presa de una agitación, recorría de un extremo a otro su cuarto, volvía, se sentaba, inmovilizaba ensimismado la vista sobre el texto.
pero un objeto cualquiera, un detalle luego, una nada lo distraía: los dibujos de el papel en la pared, los colores varios de la alfombra, el humo de el cigarrillo, el brillo de un picaporte.
y era entretanto el libro como una puerta cerrada tras la cual se ocultara lo impalpable; eso que en vano su mente enardecida perseguía, eso que habría querido poseer, asir, dominar y que se le escapaba, se le iba, rebelde a sus miradas se desvanecía en una ilusión de caprichosas curvas, de eses escurridizas de culebra, eso ignoto, informe, inmaterial, algo como el alma de la tinta y de el papel que flotaba y se agitaba, que en la obcecación de su cerebro, rodeado de el silencio de la noche, le parecía oír, palpitar, estremecer se en un vago más allá, apareado a el chirrido sordo de el aceite consumiendo se en la mecha de el quinqué.
¡ah, no ser él como eran otros que conocía!... ¡llenaban esos la con sus nombres, no parecía sino que en ellos toda una generación se encarnara, que el porvenir de la patria se cifrara sólo en ellos!...
¿qué hacían, sin embargo, qué méritos contraían, qué esfuerzos, qué sacrificios les costaba la reputación, la fama que de clase en clase habían llegado a alcanzar?
pasaban su vida de estudiantes entregados a el solaz y a los placeres, se les veía en las fiestas de continuo, iban a bailes, a los ; los oía él en los corrillos, en los grupos de estudiantes, hablar, conversar, de sus amores, de las mujeres de mundo, de sus queridas de el teatro, de seis noches de trueno, de juegos y de orgía...
pero era que brillaba en sus frentes la luz de la inteligencia, que podían ellos, que sabían, que comprendían, que el solo privilegio de el ingenio bastaba a emancipar los de toda ímproba labor... mientras él... ¡oh, él!...
y, solo porque dotado de la astucia felina de su raza, su único bagaje intelectual, poseía el don de sustraer se a las miradas ajenas, de disfrazar, envuelto en el oropel de una verbosidad insustancial y hueca, todo el árido vacío de su cabeza, no faltaba quien dijera de él que también tenía talento... talento él... ¡oh, si lo viesen, si los que tal creían lo sorprendiesen, frente a frente, cara a cara con sí mismo... imbéciles, el único talento que tenía él era el de engañar a los otros haciendo creer que lo tenía!...
esos arranques violentos, hijos de un estado de nervioso heretismo provocado por la misma constante exacerbación de su moral, no tardaban luego en dar lugar a momentos de intolerable hastío, de desaliento profundo en el ánimo de .
¿por qué obstinar se, a qué luchar, querer dar cima a una tarea ímproba, ardua, para la cual no había nacido, inapropiada a la medida de sus fuerzas, superior a el paciente empeño de su voluntad? solía decir se, cuando en medio de el tumultuoso desbande de sus condiscípulos, tristemente a el salir de clase, se alejaba cabizbajo y solo él, llevando en el alma un desencanto, apurando la hiel de alguna nueva decepción.
llamado a hacer la exposición de el tema, obligado a tomar parte en el debate, comprometido a pesar suyo en una réplica se había visto, se había sentido poco a poco vacilar, enredar se, perder pie en la discusión, dominado por un creciente aturdimiento, el espíritu suspenso en un extraño e inexplicable torpor, como aferrado en su vuelo por una mano brutal.
el fuego de la vergüenza había subido entonces a su rostro, una nube roja lo había envuelto, los latidos de su corazón, con un ruido de redoble de tambor, le martillaban la sien, y a el través de el zumbido turbulento de sus orejas, y entre el revuelto torbellino de sus ideas, como empujadas por un vértigo de ronda, se había abierto camino la voz de su adversario, clara, sonora, cruel, implacable, en su lógica de , semejante a el golpe seco de una maza que sobre él se descargara, que lo ultimase, que lo hundiese en una zozobra desesperada de ahogado.
¿qué desenlace, qué término había llegado aquel horrible suplicio?
lo ignoraba; se había sentido renacer, tornar a la conciencia de sí propio, tal cual despierta un borracho de su sueño, sin recuerdo, sin reminiscencia siquiera de los hechos.
acaso había acudido en su auxilio, había llegado a prestar le una ayuda salvadora esa sagacidad hereditaria, innata en él y que era como el refugio supremo de su espíritu, como un agente extraño y misterioso que gobernara sus actos, como un segundo instinto de conservación que poseyese sólo en defensa de su ser moral.
sí, esa última esperanza le quedaba, una palabra, una interrupción lanzada a tiempo, un oportuno momento de silencio, un gesto afectado de impaciencia, una sonrisa de fingido menosprecio, una repentina inspiración, un rasgo, en fin, de su esencial astucia, ajeno a el juego de la inteligencia, involuntario, impensado, hasta inconsciente en él, había operado tal vez el milagro de salvar lo, le había sido dado así escapar por la tangente, salir airoso de el difícil paso, eludiendo la cuestión, rozando apenas la dificultad sin tropezar con ella, como guiada por la aguja costea el escollo la mole ciega de una embarcación.
pero... ¿y si, abandonado a los recursos de su solo alcance intelectual, se hubiera mostrado tal cual era, fuerza para él hubiese sido dejar se arrancar la máscara, librar a los otro su secreto? — pensaba luego con la azorada angustia de quien se ve rodar a el fondo de un abismo.
le parecía ya estar oyendo los a sus espaldas, antes de separar se y emprender cada cual por su camino, alegres y juguetones a el pedir se el fuego:
¿habían visto, se habían fijado como había estado de bien el tacherito?... para la edad que tenía el nene. dios lo perdonara, iba mostrando cada vez más la hilacha el mozo, era decididamente un poco bastante bruto... ¡para qué estudiaría ese pobre! le estaban robando la plata los maestros, fuera mejor para él que se largase a sembrar papas...
¡y cuánta y cuánta razón tenían!
¡bruto, sí, mil veces bruto; más que bruto, insensato, loco, de ir a estrellar se estérilmente contra la insalvable valla de lo imposible!...
¡ganas le daba de pronto de echar a rodar con todo, de salir de una vez de aquel infierno, de tirar los libros, agarrar el campo por suyo y meter se a cuidar ovejas!...
¿no era lo más sensato y lo más cuerdo, si no servía para otra cosa?
¿pero, y sus planes heroicos, sus proyectos, sus propósitos, la promesa solemne que se había hecho?
¿no importaba, acaso, para ante los demás, para ante él mismo, el mayor de los vejámenes, la más grande de las vergüenzas, declarar se vencido de antemano?
y tan solo ante la idea de renuncia semejante, de un desistimiento tal de su parte, herido de muerte su orgullo y su amor propio, en una brusca reacción se sublevaba entonces indignado, se insultaba, se injuriaba, acumulaba palabras afrentosas sobre su propio nombre, se llamaba débil, ruin, cobarde, y sacando nuevo aliento, retemplando su valor y su entereza a el calor de la pasión enardecida, todo ese mundo de bajos sentimientos fatalmente encarnados en su pecho, el rencor, la envidia, el odio, la venganza, acababan por despertar se más vivaces, por primar de nuevo en él con la invencible exclusión de lo absoluto.
a fines de año, una vez, entre un crecido número de sus condiscípulos, acababa de bajar la ancha escalera que de el salón de grados llevaba a la planta baja.
iba y venía intranquilo, vagaba de un sitio a otro, se acercaba a los grupos, escuchaba hablar a los demás, con esa expresión extraña en el semblante de quien hace por oír y no acierta con lo que oye, ensimismado, absorto, abismado por completo en una preocupación única: su examen.
era que jugaba el todo por el todo él en la partida, que era cuestión para él de vida o muerte, se decía. un resultado adverso, un fracaso posible, en la prueba a que iba a ver se sometido, importaba, no sólo la pérdida de largos años de estudio, de una suma inmensa de constancia y de labor, sino, lo que era a sus ojos mucho más, el sacrificio de su venganza, su plan frustrado, sus esperanzas desvanecidas para siempre; jamás en presencia de un rechazo, de una reprobación desdorosa que sobre él fuese a recaer, llegaría a sentir se con valor bastante para perseverar en la ardua lucha, para obstinar se con nuevo ardor en sus designios.
y presa de esa emoción invencible que despierta en el ánimo la vecindad de el peligro, se debatía en las angustias de la espera, aguardaba su turno ansioso y palpitante; debía tocar le ese mismo día a él, calculaba que sería luego de haber vuelto de almorzar los catedráticos, en las primeras horas de la tarde, según el orden de lista.
una idea además lo perseguía, fija, clavada en su cerebro; aumentando sus zozobras, un triste presentimiento lo aquejaba con la implacable tenacidad de una obsesión.
dominado por la aversión profunda, irresistible, que llegara a inspirar le una de las materias encerradas en el programa de el año, había rehuido su estudio.
era en física, el coeficiente de dilatación de los gases. a el abordar por vez primera el punto, le había sido imposible comprender, se había afanado, se había ofuscado, había sido un laberinto su cabeza. en uno de esos ímpetus que le eran familiares, había estrujado entonces el libro, lo había cerrado con rabia y, jurando se no volver a abrir lo más en esa página, había hecho siempre como gala de cumplir su juramento.
¡pero, cuánto y cuánto lo deploraba, le pesaba ahora, trece de el mes y viernes, pensaba, trece el número de la cuestión en el programa, trece su propio nombre en la lista!...
¡bah!, le sucedía luego exclamar en un brusco retorno sobre sí, preocupación, quimeras... era estúpido, insensato dar oídos a semejantes absurdos, engendros de la ignorancia, vanas, necias aberraciones de la imaginación asustadiza de el vulgo.
no le faltaba sino poner se a creer en brujerías, él también, en gettaturas y usar cuernos de coral como su padre después de comprar reloj...
sí, evidentemente, sí... pero ¿por qué, sin embargo, esa extraña coincidencia de tres trece reunidos?
y una cavilación lo trabajaba, ocupaba su cabeza; emanaba de el fondo de su ser una secreta y misteriosa influencia a la que le era imposible substraer se, un supersticioso temor, latente en él, a el culto de lo prodigioso, de lo sobrehumano, irresistiblemente lo arrastraba con todo el ahínco de el ciego fanatismo de su casta.
el momento supremo se acercaba, iba la hora a llegar, a ser su nombre pronunciado; solo, en medio de el silencio, saldría, se desprendería de entre los otros, avanzaría, se aproximaría a la mesa.
el mismo, semejante a el reo que hace entrega de su persona, con mano trémula y vacilante, iría a sacar de la urna la bolilla, la primera, la última, cualquiera... la bolilla augurosa, el número fatídico, cabalístico: trece... ¡era fatal!...
si se fuese, llegó a ocurrir se le de pronto, si faltase a el llamado de la mesa... ¿por qué no? — se puso a decir se en el vehemente empuje de su tentación, hostigado par el aguijón de el miedo; ¿qué mal le resultaría, a qué mayor daño se exponía, qué le podía suceder, en suma, con proceder así?... perder el año... y bien, ¡qué le importaba, si sabía que de todas maneras, lo tenía perdido dando examen!...
sí, lo sabía, algo, un no sé qué, superior a él, se lo decía, estaba convencido, cierto de ello, con el bochorno en más de ver se reprobar.
sobre todo, podía buscar un pretexto, nada le impedía fingir se enfermo y volver, presentar se a el día siguiente, un sábado en vez de un viernes, un catorce en vez de un trece... estudiaría entretanto, tenía todo ese día, toda una noche por delante; sí, sí, ni que hablar, no había que hacer, era mil veces mejor, se repetía obstinado en persuadir se, apareando la acción a el pensamiento, escurriendo se ya a lo largo de los claustros para ganar la calle.
pero, bruscamente, en un arranque de soberbia se detuvo; ¿qué dirían, qué pensarían los otros, qué comentarios irían a hacer?
como si los viera, iban a estar cayendo le, haciendo farsa de él, interpretando de mil modos, a cual peor, su extraña desaparición, su inexplicable ausencia. nadie, de fijo, creería en su embuste, ni uno solo de sus condiscípulos daría crédito a el cuento tártaro de su enfermedad, sabrían que se había ido de miedo, sería la burla a el día siguiente, el escarnio, el hazmerreír de toda clase.
no, era indigno, indecoroso lo que intentaba, se quedaría, fuera de ello lo que fuere, aguantaría, se había de saber obligar él a quedar se y a aguantar, exclamaba: " ¡mandria, collón, gringo tachero! " se llamaba en el rabioso desdén que de sí propio la conciencia de su flaqueza le inspirara.
resueltamente salió por fin a la calle, giró en torno de la manzana, entró en la librería de el , compró un ejemplar de texto y con el libro oculto bajo la solapa de el paletó, volvió sobre sus pasos, penetró de nuevo en la .
nadie debía haber, ni un alma en los altos; dos horas faltaban, una por lo menos, para que continuaran los exámenes; tenía tiempo, trataría de poner se a el corriente de la cuestión, de aprender algo, aunque no fuese más que de memoria. creía recordar que traía descrito el libro un aparato de , lo estudiaría, vería de que se le quedase grabado en la cabeza, lo pintaría si acaso en la pizarra, podría salir de apuros así.
y, amortiguando el ruido de sus pisadas, agazapado, haciendo se chiquito, de a dos, de a tres empezó a trepar los escalones.
se hallaba en efecto desierto el largo claustro arriba... sólo allá hacia el fin, entre el polvo de oro de los rayos de el sol penetrando oblicuamente, una silueta humana se alcanzaba a discernir.
pasaba, se deslizaba como un fantasma, se perdía en la encrucijada, volvía a pasar, a el ritmo acompasado de su andar, un andar de procesión, volvía a perder se. llevaba, ya inclinada la cabeza, ya los brazos recogidos, ya caídos, suelto en lo vago la mirada, mientras, de el marmoteo incesante de sus labios, un susurro se escapaba, flotaba en el aire muerto como un confuso y sordo runrún de bicho que volara.
otro, otro que tal, otro bruto como él, otro infeliz, otro pobre porfiando tras de el mendrugo, se dijo, reconociendo a uno de sus condiscípulos .
pero en el afán de no perder él mismo un solo instante, atareado, hojeando el libro ya, a el enfrentar el salón de grados, observó con extrañeza que había quedado abierta la puerta.
¿por qué la habrían dejado así? un descuido sin duda de el portero o de el bedel.
y curioso y sobrecogido a la vez de involuntario pavor, en una irresistible atracción de condenado a la vista de el lúgubre aparato de su suplicio, medrosamente puso el pie sobre el umbral y se asomó.
le pareció mayor la inmensa sala en el silencio, más dilatada su bóveda, más alejado su fondo, de el que, semejante a un falso , a algún ídolo enemigo, con el funesto emblema de su enorme en el zócalo, el busto en bronce de resaltaba.
hacia el centro, en seguida, junto a la pared de enfrente, la tribuna, la clásica tribuna apareció a su vista, ventruda, chata, tosca, desdorada, apolillada, respirando un aire a rancio, a ciencia añeja de sacristía, como un púlpito.
luego, aislada y solitaria en medio de un ancho espacio, como un escollo en el mar, la silla de el examinando, el banco de los acusados, el banquillo acaso, se decía, clavando en ella los ojos lleno de sobresalto, , su propio banquillo de reo, destinado a una muerte más cruel y más infamante mil veces que la otra.
a media altura, por fin, sobre el muro de cabecera, una colección de pinturas quebrajeadas y polvorosas atrajo sus miradas: la efigie de los rectores de antaño, proyectando cada cual desde su marco, el apagado rayo de una mirada oblicua, turbia, muerta, siempre igual, incansable en la angulosa impasibilidad de sus rostros de frailes viejos.
y el estrado, los tradicionales, los vetustos sillones de baqueta y la mesa, abajo, imponente en su solemne aparato, tendida de damasco blanco y rojo, arrastrando el ancho fleco de su carpeta por la alfombra, mientras de entre el tintero, enorme, y más allá la campanilla, cuyo timbre de llamada era como una descarga eléctrica en el pecho, la urna, la urna fatal se destacaba de el conjunto, negra, fatídica, siniestra en su elocuencia muda de mito.
estaba allí, indefensa, abandonada, a pocos pasos de él a el alcance de su mano, estaba abierta, tenía dentro las bolillas, las treinta y seis bolillas de el programa, como ofreciendo las, como instigando lo a uno, como provocando lo.
la sugestión, la idea de el mal llegó a poseer lo, bruscamente con una prontitud de luz de rayo, robar se una se le ocurrió.
podía elegir, llevar se la que quisiera, la que se le antojara, buscar en el montón el número de el programa que más a fondo hubiera estudiado, en el que más fuerte se sintiera; guardar se la en el bolsillo, tener la escondida entre los dedos a el ir a meter la mano, hacer se el que revolvía y sacar la y mostrar la luego, como si sólo entonces la acabara de tomar.
era el éxito eso, el resultado de el examen asegurado, el voto de sobresaliente conquistado y quién sabía si hasta una mención honrosa en la mesa, ¿por qué no?... ¡tal vez!...
era la victoria, sobre todo, el triunfo sobre los otros, su anhelo supremo, su aspiración colmada, su sueño, su acariciado sueño de venganza realizado.
pero era una mancha negra sobre la conciencia, eso también, la falta, el delito, el crimen... ¡de ese modo se empezaba, por miserias, por echar mano de un cobre, de un cigarrillo, se acababa por robar una fortuna!...
¿quién, una vez dado el primer paso, era capaz de decir dónde iba a detener se, hasta qué fondo de abyección podía arrastrar la pendiente resbaladiza de la culpa?
¿pero no exageraba acaso... alarmado, atemorizado sin razón, no desfiguraba el alcance, la trascendencia de el acto que intentaba, el carácter que éste revestía... era realmente un delito, un robo... a quién dañaba, a quién perjudicaba, a quién despojaba de lo suyo?...
¿no podía ser mirado, reputado más bien como una mera travesura, una superchería, una cábula de estudiante, sin seriedad, sin importancia, hasta inocente, si se quería, imaginada sólo con el fin de ver se libre de un mal trago, de sacar se el lazo de el cuello, una simple diablura de muchacho, en fin?...
y, ¡qué diablos! aun admitiendo lo contrario bien pensado, eran historias ésas. no estaba sujeta a reglas fijas la moral; el bien y el mal eran relativos, contingentes como todo lo que era humano; dependían de mil diversas causas, de mil diversas circunstancias; el tiempo, el lugar, el medio, la educación, las creencias. lo que en un punto de la tierra se admitía, se rechazaba en otro, lo que antes había sido aceptado como bueno, venía a ser declarado malo después y ni aun el asesinato, ni aun el incesto mismo, el monstruoso y repugnante incesto, había dejado de tener su hora de triunfo, consagrado, santificado a la luz de el sol, a la faz de y de los hombres.
todo el hueco palabreo de su escolástica, todo el indigesto bagaje de su filosofía, adquirido dos años antes en clase, era sacado a luz, puesto a contribución por él en abono de su causa.
tenía sus ideas, sus principios, sus doctrinas de las que no cejaba un ápice, él; era utilitario, radical y declarado en materia moral; un acto, una acción cualquiera podía ser buena o mala, según el provecho o el daño que de ella se sacara.
tal había sido siempre su regla, su norma, su criterio, así entendía las cosas él; marchaba con su siglo, vivía en tiempos en que el éxito primaba sobre todo, en que todo lo legalizaba el resultado. lo demás era zoncera, pamplinas, paparruchas, el bien por el bien mismo, el deber por el deber... ¿dónde se veía eso? ¡que se lo clavaran en la frente! — exclamaba haciendo alarde de un cinismo mitad verdadero y mitad falso, entre ficticio y real, afectado, forjado como una arma de defensa, como la justificación buscada de el móvil de su conducta y tendencial a la vez, íntimo en él, inherente a el fondo mismo de su ser.
la cuestión, lo único esencial y positivo, lo único práctico en la vida, era saber guardar las formas, manejar se uno de manera a quedar siempre a cubierto, garantido, a no dar a conocer el juego ni exponer se...
¿exponer se?... eso, eso más bien merecía tenerse en cuenta, eso podría ser serio... que fuera a encontrar se atado él, a enredar se en las cuartas, a asustar se a lo mejor, que le pisparan la bolilla entre los dedos, o se le fuese a caer de la mano, o de algún modo, con el susto, llegase a quedar colgado...
¡ !... no dejaba de tener sus bemoles el negocio...
indudablemente lo más cauto, lo más prudente era no meter se en honduras, el mejor de los dados es no jugar los... tanto más que por mucho que se obstinase en cerrar los ojos a la luz de la verdad, no podía dejar de convenir en que era feo, en que era mal hecho en suma aquello... no, no había vuelta que dar le, se lo estaba diciendo a gritos la conciencia.
y, sin embargo... ¡lástima grande renunciar a la bolada!... habría sido clavar una pica en , caso de salir le bien...
como en un último pudor de virgen que se da, la vacilación, la duda, el recelo de lo desconocido, la aprensión a el incierto más allá de la primera vez, un momento lo contuvieron. pero la urna maldita, semejante a un mensajero de el infierno, lo atraía, lo fascinaba, derramaba sobre él todo el demoníaco hechizo de la tentación.
vanamente se exhortaba, luchaba, se resistía; le era imposible desviar de ella la vista, la seguía, la envolvía a pesar suyo en un ojeo avariento de judío.
, irresoluto aún, hizo un paso, sin querer, como empujado. se figuró que el otro, el que andaba caminando por el claustro lo miraba; bestia, imbécil, no partir lo un rayo, no reventar, no caer se muerto... ¡bien podía haber se ido a repasar a el seno de la grandísima perra que le había tirado las patas!...
pero no, volvía la espalda, en ese instante... entonces, como arrebatado de el suelo por el azote de algún furioso huracán, con todo el arrojo de los valientes, con todo el amilanamiento de los cobardes, incapaz de discernir, sin mínima conciencia de sus actos, como si contemplase a otro en su vez, se vio de pie junto a la urna. había metido la mano, había tenido la sensación de una mordedura de plomo líquido en las carnes; erizado de terror, la había sacado; las bolillas chasqueaban, se entrechocaban, saltaban en tropel, como hirviendo... ¿en la urna?... sí, trasformada en una caldera enorme de brujas, y voces, varias voces, tres o cuatro, lo habían chistado, lo habían llamado, brevemente, secamente, ¡pst, ep, eh! de una ventana, de la puerta, de arriba, de allá atrás.
como en un fulminante acceso de locura, presa de un pánico cerval permaneció un momento inmóvil, pasmado, estupefacto.
luego, en un endurecimiento de todo él, logró arrancar se de allí, pudo andar, llegó a correr y como quien huye de el fuego que va quemando le la ropa, afuera, en el claustro ya, echó a ver lleno de asombro que llevaba apretada en la mano una bolilla... ¡la había robado... o más bien no, ella sola había debido meter se le entre los dedos!...
era tiempo; el , los catedráticos, los otros estudiantes, subían, asomaban por la escalera.
¿los vio, los oyó ? tenía los ojos turbios de sangre, los latidos de su corazón le hacían pedazos el tímpano.
guarecido, acurrucado en un hueco de la pared, su instinto solo, su maravilloso instinto de zorro lo había salvado.
seguro de el terreno que pisaba, dueño absoluto de sí mismo, la palabra brotaba de sus labios fácil, fluida, franca, en el recogido silencio de la sala; con el brillo y la pureza de el cristal sonaba el timbre de su voz que la emoción ligeramente estremecía.
allá, tal vez, en el fondo, para un ojo observador, un vacío, un punto negro habría podido acusar se, una ausencia de acabada claridad, de precisión en el juego de las ideas, algo como esas masas de sombra, vagas, indecisas, que suelen flotar a la distancia, empanando la diáfana pureza de el espacio en días de sol.
se habría dicho una ficción, por momentos, una falsa imitación más bien, de saber y de talento, el oropel de una apoteosis de teatro, trabajada, artificial, la luz de el gas simulando el sol.
fue un triunfo, sin embargo, un momento espléndido de triunfo. la más alta, la más honrosa de las clasificaciones; una especial mención de los miembros de la mesa, felicitando a por su soberbio examen; el aplauso general, los parabienes de sus compañeros, aun de aquellos cuyo altanero desdén más dolorosamente había sentido siempre pesar sobre él y que, con la sonrisa en los labios, se le acercaban ahora, le estrechaban solícitos la mano.
e iba a ser publicado todo eso, pensaba lleno de orgulloso júbilo , vería se en letras de imprenta él, su nombre, su oscuro, su desconocido nombre, el nombre de el " hijo de el gringo tachero " aparecería en las columnas de la prensa, circularía de mano en mano, rodeado como de una aureola brillante de fama y de prestigio.
¡oh, qué le importaban los quebrantos de el pasado, las horas mortales de lucha y decaimiento, el torrente de hiel que había apurado, las ofensas, los vejámenes sufridos, las vergüenzas devoradas en silencio, la larga, la interminable cadena de sus padecimientos!...
¡eso y otro tanto y más y más, mil veces habría tenido el coraje de sobrellevar resignado, por un minuto, por un segundo solo en que llegase a sentir se harto, como ahora, de la dicha soberana de vengar se!...
existía en la calle , entre y , un llamado " café de los tres , cuya numerosa clientela en gran parte era compuesta de hijos de familia, empleados públicos, dependientes de comercio y estudiantes de la y de la .
su dueño, un bearnés gordo, ronco, gritón, gran bebedor de ajenjo, pelado a la mal content e insigne disputador de achaques en historia guerrera y de política, tenía, leguleyo a medias él mismo, una predilección marcada por los últimos.
iba, en su profundo amor a la ciencia representada para él por el gremio estudiantil, hasta hacer crédito a sus miembros de la hora de mesa y de el chinois en épocas adversas de pobreza.
tras de la maciza puerta de calle, otra de vidriera conducía a un vasto local donde tres billares, grasientos bajo la llama nublosa de los quinqués, en medio de una eterna nube de humo, se escalonaban abonando el letrero de la muestra.
se veía, entrando a la izquierda, un mostrador forrado de cinc, luego un estante provisto de el surtido para el despacho diario: botellas de licores, frascos de frutas en conserva, tarros de cigarrillos, cajones de cigarros hamburgueses, mientras junto a varias mesas de , más allá, guardando las distancias como pelotones en marcha, unas cuantas docenas de sillas se alineaban y, sobre el papel pintado de la pared, colgaba una colección de estampas iluminadas representando batallas ganadas por .
pero algo de segunda mano había además oculto a las miradas indiscretas y profanas de la plebe, un ramo reservado de el negocio, una dependencia secreta de la casa, especie de bastidor de introtelón a el que un oscuro pasadizo lateral, independientemente desde la calle facilitaba el acceso.
era, sobre la cocina donde hervían los tachos de café, en los fondos, un cuarto grande, de alfombra de chuce, cortinas blancas de algodón, cieloraso de lienzo, empapelado, muebles de el país y un olor insoportable a cucaracha. se subía a él, por una escalera de pino apolillado, a la intemperie.
en ocasiones, mediante un lucro razonable, solía su dueño poner lo a disposición de los amigos; no sin ciertas reticencias, cuchicheando en los rincones y bajo palabra formal de silencio y discreción: cuestión de no comprometer de puro bueno y complaciente el crédito de la casa.
pero lo abría, lo ventilaba, hacía sacudir el polvo en carnaval, a el iniciar se los bailes; las ganancias en esa época se presentaban gordas y, adiós entonces moral y miramientos; noche a noche, de las dos de la mañana en adelante era un train a tout casser.
allí también, concluido el año, solían citar se entre estudiantes; los amigos de el mismo curso, a festejar con una cena en que había pavo, tajadas de jamón y hasta champagne por veinticinco pesos " a escote " la " sacada de clavo de el examen ".
y ocho o diez de los de la clase de y él entre ellos acababan de instalar se alrededor de la mesa, alegres, charlatanes, mientras esperaban que empezase el mozo a traer la cena, hablando cada cual, sin ton ni son y a todo azar, de lo primero que caía a mano: el espíritu liviano, retozón, como en asueto, después de los mortales meses de estudio y sujeción, ganoso el cuerpo recobrado, aguzado el apetito, como en una revancha de la bestia puesta a dieta.
había cesado la obsesión, la constante, eterna pesadilla; había pasado la nube negra de el examen, era como otro mundo que empezara, todo lo veían color de rosa ahora, o no más bien, nada veían, porque nada miraban, ni nada les importaba la bienaventurada indolencia de seis años. el problema eterno de la vida, el porvenir, las batallas de el futuro, sus dudas, sus azares, sus zozobras... ¡bah! mucho se les daba a ellos de porvenir, de futuro... los tres meses de vacaciones de el presente les bastaba, les sobraba a la dicha de existir.
uno, a los postres, se levantó y brindó, hizo un discurso en que la ciencia, el amor, la libertad, la democracia, las gotas de rocío, la patria, el canto de los ruiseñores, los pétalos de las flores y otras cosas, mezclado todo, revuelto, confundido, era, como resaca a el mar, implacablemente acarreado aguas abajo en el atropellado torrente de la palabra.
varios de los otros, estimulados por el ejemplo y sobreexcitados por el vino, se apresuraron a imitar lo, pidiendo todos por fin que hablara el héroe de la jornada, el voto de distinguido con mención; a ver, que dijera algo, que se mostrase él también...
¡hablar , improvisar... y qué habría dicho!...
¡oh! mientras de pie sus compañeros, brillante la mirada, encendida la mejilla, la copa en alto, dejaban sin violencia correr la fecunda fuente de su labia, él abstraído, ensimismado, allí, solo en su adentros, trabajosamente se ensayaba, buscaba, procuraba dar forma a el pensamiento, poner a prueba una vez más la medida de sus fuerzas, y, una vez más, ¡infeliz! era asaltado por la triste y dolorosa persuasión de su impotencia.
nada... ni una frase, ni dos palabras siquiera, sensatas, pertinentes, atinadas, se habría creído capaz de hacer brotar de sus labios... nada.. sentía su cabeza seca como los vasos de dispersos sobre el mantel.
y, con esa insistencia grosera y desmedida que comunica el vino, urgido, apremiado a gritos por sus compañeros, sin saber qué excusa dar, ni qué decir, ni qué hacer, como rompiendo se le a pedazos en medio de la algazara, el corazón le latía, le silbaban los oídos como en un tiro a quemarropa, confusas, revueltas, enmarañadas sus ideas, semejantes, en el brusco agolpamiento de su sangre, a las piezas de una máquina que acabara de estallar.
lejos de ceder los otros, sin embargo, seguía la grita, porfiada, atronadora. lo habían rodeado, lo agarraban, lo tironeaban los más borrachos; " ¡que hable, que hable... sí, señor, tiene que hablar! "
¿borrachos?... sí, lo estaban por desgracia suya, se les había ido en mala hora el vino a la cabeza...
pero... ¿pero por qué entonces no se daba él mismo por tal, ideó de pronto y hacía por ver se libre de ese modo, no era lo más natural, lo más factible que le hubiese acontecido lo que a los demás, no quedaba así todo explicado, su empecinado silencio, su actitud?...
¡imbécil, no haber se le ocurrido antes eso... qué mejor pretexto quería!
y con toda la destreza, con la artimaña de un cómico, simuló hallar se ebrio él también; embotó la vista, separó una de otra las piernas, ladeó el cuerpo, como descuajado en la silla cabeceaba, babeaba, tartamudeaba, pedía más vino.
— está mamau el gringuito — riendo se a carcajadas prorrumpieron en coro los demás —, miserablemente mamau... angelito... ¡que la acuesten a la criatura!...
bien pronto, en un descuido, desviada de él la atención, pudo salir sin ser visto, bajó en puntas de pies la escalera y perdiendo se entre las sombras espesas de el zaguán, ganó la calle:
— se ha hecho perdiz, se ha hecho humo el napolitano... ¡ah, canalla sinvergüenza!... ¡ha de estar por ahí escondido, durmiendo la mona o echando el alma en algún rincón!...
salieron los otros a su vez, buscaron, registraron con un ahínco, con un encarnecimiento de perros ratoneros, volvieron de arriba abajo la casa, preguntaron a los mozos, a el patrón; ninguno de ellos lo había visto, nadie supo dar razón de el desaparecido.
— ¡a el bajo, a los bancos de el paseo se ha de haber largau cuando menos a tomar el fresco el muy mandria!... — dominando el confuso toletole saltó de pronto como inspirada una voz.
¡seguro, pues, era claro, era evidente... no haber caído antes en cuenta, zonzos!...
y resolvieron sin más ni más dirigir se todos a el bajo.
pero en la esquina, a mil leguas ya de el objeto que los llevaba, porque sí y como si un viento los empujara, siguieron calle derecha a el .
caminaban como en tropel, pisando se los talones, hablando a un tiempo en alta voz, pidiendo el fuego a las transeúntes, sin echar de ver que llevaban ellos mismos encendidos sus cigarros.
no faltó, frente a el atrio de la , quien declarara que no pasaba de allí; se obstinara como caballo empacado, se sentase sobre los escalones de el pretil y comenzase a entonar a voz en cuello el himno patrio.
a el más alegre en la plaza , una melancólica tristeza de súbito lo invadió, un doloroso recuerdo se despertó en su memoria: misia , su madrina, una que le regalaba masaco te de chiquito, que lo había asistido de el sarampión y que era íntima de la madre, se encontraba enferma en cama, de mucha gravedad.
¡y era un miserable él, un gran culpable, un gran canalla de haber se puesto en ese estado en andar así, " tomau ", cuando quién sabía, no estuviese ya en las últimas la pobrecita señora, agonizando o tal vez muerta!...
y, poseído de cruel remordimiento, no tardó en soltar el llanto a sollozos, quiso desde allí, desde allí mismo y sin pérdida de tiempo ir a saber, a indagar, a tomar informes en la casa, a ofrecer a la familia o, en último caso, si era que tarde acudía por su desgracia, a tener el consuelo, dijo, de ver la a la finada.
este primero, luego aquél, y otro después, de a uno, de a dos, se dispersaban, emprendía por su lado cada cual. llegaron a comedir se los que por efecto de el aire fresco de la noche empezaban a sentir sus cabezas despejadas; mansamente resignados, prestaban su ayuda a los demás, hasta la puerta de sus domicilios respectivos los llevaban, se abstenían de poner ellos mismos el pie sobre el umbral, temerosos de que una parte " les ligara ", de rechazo en alguna furiosa filípica paterna.
y poco a poco así, vino a quedar disuelta a el fin la comitiva.
¿qué había sido de entretanto, cómo acababa su noche, por qué su clandestina salida, su brusca desaparición de entre los otros, por librar se de ellos acaso, de sus bromas majaderas y cargosas de borrachos?
no; creyendo lo dominado por los efectos de la embriaguez habían desistido ya de su empeño de hacer lo hablar, acababan de dejar lo en paz, sin más preocupar se para nada de su persona, de olvidar lo por completo, como olvidan los muchachos el juguete que ya no los divierte.
¿y entonces?
¡oh, mal habría podido disimular se lo! era que el espectáculo de aquella franca alegría, de aquella expansión sincera y sin dobleces entre amigos, en medio de un compañerismo exento de mezquindades y miserias, le hacía daño a él que respiraba el odio y la venganza, en cuyo corazón sentía sólo que la envidia, una baja rivalidad, una ruin emulación tenía cabida.
era que la vista de sus condiscípulos gozosos, satisfechos y felices de la felicidad propia y de la ajena, prodigando, en el impulso generoso de sus almas, el elogio y el aplauso a los demás, mientras hacían ellos mismos gala y como lujo de su ingenio, había concluido por tornar se le, a la larga, odiosa, inaguantable.
por eso había salido, se había escapado, se había escurrido entre las sombras, como un ladrón había fugado de allí; porque era hiel la saliva que tragaba, porque se ahogaba, se sofocaba, porque el aire le faltaba en aquella atmósfera elevada y pura, como falta a los reptiles donde se ciernen las águilas.
sí, por eso, por eso, nada más que por eso, exclamaba, se lo decía se lo repetía en un alarde de pordiosero que se complace en exhibir las llagas de su cuerpo.
pero, desde el fondo entonces de su conciencia sublevada, un grito se levantaba de recriminaciones y de protesta, como extraño, como de otro, una voz que lo acusaba, que le enrostraba sus flaquezas, la ausencia en él de todo impulso generoso, de todo móvil desinteresado y digno, su falta de altura y de nobleza, sus procederes rastreros, sus torpes y groseros sentimientos, la perversión profunda, la abyección, en fin, de su corazón y de su espíritu, esa abyección moral en que se veía, en que se sentía caer, mayor y más completa cada vez, a medida que de el esbozo de el niño, la figura de el hombre se desprendía.
y habría querido él no ser así, sin embargo, había intentado cambiar, modificar se, día a día no se cansaba de hacer los más sinceros, los más serios, los más solemnes propósitos de enmienda y de reforma; sí, a la par que de vergüenza, en el hondo sentimiento de desprecio que a sí mismo se inspirara, con las ansias por vivir de quien siente que se ahoga, no había cesado de agitar se, de debatir se desesperado en esa lucha; sí, a todo el ardor de su voluntad, a todo el contingente de su esfuerzo, mil veces había apelado... inspirar se, retemplar se, redimir se en el ejemplo de lo bueno, de lo puro, de lo noble, que en torno suyo veía, resistir, sobreponer se a esa ingénita tendencia que lo impulsaba a el mal.
¡vana tarea!... obraba en él con la inmutable fijeza de las eternas leyes, era fatal, inevitable, como la caída de un cuerpo, como el transcurso de el tiempo, estaba en su sangre eso, constitucional, inveterado, le venía de casta como el color de la piel, le había sido trasmitido por herencia, de padre a hijo, como de padres a hijos se trasmite el virus venenoso de la sífilis...
¡miserable... miserable... miserable!... ¡se agarraba desesperado, llorando, la cabeza, crispaba los dedos entre el pelo, se lo arrancaba a mechones, maldecía, blasfemaba, chocaba con la frente en la pared, rabiosamente, salvajemente y, cegado por el llanto y aturdido por los golpes, vacilaba, tropezaba, a la luz apagadiza de los faroles de aceite, se bamboleaba en las aceras de los lejanos arrabales de su casa, como cayendo se de borracho también él!...
la acción incesante y paulatina de el tiempo, la verdad, la realidad palpada de día en día, de hora en hora, lentamente habían ejercitado su ineludible influencia sobre el ánimo de familiarizado más y más, avezado, hecho por fin a la idea de eso que a sus ojos había alcanzado a tener la brutal elocuencia de los hechos: su falta de aptitudes y de medios, la ausencia en él de toda fuerza intelectual.
y un desaliento, una indiferencia profunda, completa, llegó a invadir lo, un sentimiento de fría conformidad que, más que la resignación de el vencido, era la indolencia de el cínico.
tiró los libros, dejó, cortó su carrera en derecho. ¿para qué, si no podía, qué le era dado esperar en el mejor de los casos, en el supuesto de que a trueque de seguir llevando una vida de bestia de carga y merced sólo a la indulgencia de sus maestros, le fuese en fin otorgado su diploma? ¡defender pleitos de pobres, ganar apenas para no morir se de hambre, esquilmar a el prójimo, explotar a algún dejado de la mano de que tuviese la desgracia de caer en poder suyo, vegetar miserablemente en calidad de adscrito a algún otro estudio, a la sombra de la reputación y de el talento ajenos, relegado a el último plan, haciendo de tinterillo, de amanuense y por cuatro reales que le pagasen!...
o, cuando más, que en eso solían ir a parar los de su estofa, conseguir a fuerza de pedidos y de empeños algún nombramiento de y resolver se a vivir entre la polilla de los expedientes y a quemar se las pestañas diez o doce horas por día, para que nadie, en suma, se lo agradeciera ni se acordase de él.
no, maldito lo que la cosa le halagaba, y últimamente, maldito lo que le importaba tampoco... ¡estaba cansado, fastidiado, dado a los diablos ya!...
zonzo sería buen imbécil, con semejante perspectiva por delante, de estar devanando se los sesos, perdiendo los mejores años de su vida, cuando se hallaba en edad de gozar, de divertir se, y no le faltaba, por lo pronto, con qué poder hacer lo.
la vieja tenía sus pesos, su renta, su casa; ¡para qué servía la plata, sino para gastar la! mañana se moría uno... pero no le había de suceder a él, eso no, que se le fuese la mano, no había de ser como muchos de sus conocidos, que agarraban y la tiraban, sin mirar para atrás, sin ton ni son... ¡hasta por ahí nomás y gracias!...
sin embargo, comer puchero y asado, beber vino carlón de el almacén y vivir en los andurriales, en medio de la chusma, entre el guarangaje de el barrio de el alto... le habría gustado una casa, aunque hubiese sido chica, en la calle como entre y , por ejemplo, a esas alturas, en el barrio de tono, donde no se veían sino familias decentes, estar allí él también, vivir entre esa gente, poder mostrar se, salir, parar se en la puerta de calle los domingos, a la hora en que pasaban las pollas a el .
soñaba con tener tertulia en , con ir en coche a , hacer se vestir por o , ser socio de los dos clubs, el y el , de este último sobre todo, cuyo acceso era mirado por él como el honor más encumbrado, como la meta de las humanas grandezas, y frente a el cual, a el retirar se a su casa de , solía pasar en noches de baile, contemplando desde abajo la casa bañada en luz, como contemplaba las uvas el zorro de la fábula.
¡oh, si pudiera, si de algún modo llegara a conseguir, si alguno de sus condiscípulos quisiera encargar se de presentar lo, de apadrinar lo, de empeñar se en su favor!...
¡pero cómo, siendo quien era, iba a atrever se él, con el padre que había tenido, con la madre, una italiana de lo último, una vieja lavandera!
no era juguete, era serio, era peludo el negocio ese. había de socios, según decían, una punta de camastrones, unitarios orgullosos y retrógrados que manejaban los títeres y no entendían de chicas, que le espulgaban la vida a uno y le sacudían, sin más ni más, por quita me allá esas pajas, cada bolilla negra que cantaba el credo.
¡su padre... menos mal ése, se había muerto y de los muertos nadie se acordaba; pero su madre viva y a su lado, estando con él, era una broma, un clavo, adónde iría él que no lo vieran, que no supieran, que no le hiciese caer la cara de vergüenza con la facha que tenía, con sus caravanas de oro y su peinado de rodetes!
una idea fija, pertinaz, un único pensamiento desde entonces lo ocupó, llenó su mente; ver se libre, deshacer se de ella: la enfermedad de la pobre vieja fue el pretexto:
— está siempre padeciendo ahí mamá usted, con esa tos maldita que no le da descanso. ¿por qué no se resuelve y hace un viaje a ? el aire de el mar le había de sentar, ve a su familia, se queda allá unos meses con ella y después vuelve; yo la espero.
se rehusó, protestó en un principio la infeliz:
— ¿a yo... dejar te a ti, mi hijito, ir me tan lejos enferma y sola... estás loco, muchacho... y si me muero y si no te vuelvo a ver?...
si se hubiese mostrado dispuesto a acompañar la él... todavía, fuera otra cosa así... no decía que no, lo pensaría y consiguiendo dejar alquilada la casita y arreglando previamente sus cosas, su platita...
pero no podía , no había ni qué pensar en eso, se lo impedían sus estudios, sus tareas, era cuestión para él nada menos que de su porvenir, de su carrera.
a el fin llorosa y triste, profundamente afectada, pero incapaz de oponer una seria resistencia, a el ascendiente, a el absoluto dominio que, en su cariño infinito de madre, inconscientemente había dejado que ejerciese sobre su ánimo , concluyó por ceder y resignar se.
bien sabía, bien lo comprendía que era de balde todo, que su mal no tenía cura. ¡pero cómo decir le que no a el pobrecito!... lo hacía por ella, por su bien, porque veía que no le daba alivio la enfermedad.
¡cuánto y cuánto debía querer la su cuando así se conformaba con separar se de ella!
corto tiempo después, habilitado de edad y en posesión de un poder amplio de la madre, se quedó solo , se vio independiente a los veinte años, dueño absoluto de sus actos, desligado, se decía, de todo vínculo en la tierra, libre, en fin, exclamaba, de realizar a su antojo el programa de vida que se había trazado.
pero, con gran descontento suyo, una primera y seria dificultad no debía tardar desde luego en producir se. la casa de la calle había sido alquilada en mil pesos; daban mil quinientos los títulos de fondos públicos; de el total, había que descontar cien francos por mes para la madre; el resto era para él.
a el ausentar se aquélla, le había hecho entrega de una suma de dinero, sus ahorros, veinte mil pesos que había economizado mes a mes en los gastos de la casa.
podía, ¡lo que no permitiera! llegar a enfermar se su hijo, precisar médico y botica, ver se en alguna que otra urgencia, y era bueno siempre que le dejara de reserva esa platita. ¿con qué necesidad andar pidiendo a los otros el favor?
— pero, ¿y usted, mamá?
— ¡oh!, no te aflijas por mí; teniendo el pasaje pago yo ¿para qué más?
con esa cantidad — una fortuna, nunca había visto tanto dinero junto él — sin mínima preocupación de lo futuro, de lo que podría ser de él más tarde, se dio a vivir costosamente.
empezó por alquilar dos vastas piezas, sala y dormitorio, en el piso principal de el sobre el frente. almorzaba, comía y cenaba diariamente en el , iba a los teatros, de un lado a otro, recorría la ciudad en carruajes de alquiler, los tenía de cuenta suya estacionados largas horas a la puerta, se ordenó varios trajes en lo de , compró ropa blanca, guantes, sombreros de y noche a noche, por los contornos de la , se le veía rodar en horas avanzadas, penetrar a las casas de puerta de reja de las calles , y .
no había transcurrido, sin embargo, un mes, cuando, a ese paso, observó con extrañeza, sorprendido, que su caudal inagotable se agotaba, que empezaba a ver el fin de sus veinte billetes de a mil pesos; quedaba apenas un resto en el fondo de su bolsa.
¿y cómo ahora, con sólo dos mil pesos papel de renta a el mes, hacer frente a la serie de erogaciones que había pensado efectuar, proceder a su instalación definitiva, tener carruaje suyo, pagar sus gastos, llenar las exigencias de el género de vida a que aspiraba?
imposible; costaba más el alquiler de la casa, de una casa en el centro como la que él quería.
había contado sin la huéspeda... dos mil pesos... ¡lejos iba a poder ir con semejante miseria!... creía tener mucho más...
y no había vuelta que dar le entretanto, no había qué hacer, mal que le pesara fuerza era conformar se, renunciar a sus proyectos, a sus pretensiones ridículas de hijo y de grandeza... ¡mire qué figura también la suya, querer dar se aires con eso... gran puñado eran tres moscas! — exclamaba para sí confuso y avergonzado, en una sorda humillación, como si hubiese sido una mancha, algo infamante su relativa pobreza.
se aplicaba, hacía sus cálculos, sus cómputos, de nuevo los volvía a hacer, los rehacía, contaba, ponía de lado, trataba de distribuir, de dar destino conveniente a su dinero: los gastos materiales y primeros de la vida, la casa, la mesa, la ropa por una parte, por otra lo accesorio, el teatro y el café, el carruaje, el cigarro — le gustaba fumar bueno a él —, las mujeres, siempre se le irían en eso unos cuatro o cinco papeles de cien pesos por lo menos...
pero nada, ni cerca, no daba, por mucho que tratara de estirar la cuerda, no alcanzaba, no le quedaba decididamente otro remedio que confesar se gusano, hacer de tripas corazón y reducir en grande sus gastos.
ante todo, lo esencial para él eran las formas, la apariencia: andar paquete, pasear se de habano por la calle de la y que no le faltaran nunca cincuenta pesos en el bolsillo con que poder comprar entrada y asiento para el .
lo demás, aunque tuviese que apretar se la barriga y comer en los bodegones y dormir en catre de lona, eso, ¡cómo había de ser!... ése era negocio suyo, allá se las compondría él...
no había para qué andar mostrando la hilacha, sobre todo, dando indicios, haciendo lo saber, publicando lo a son de pitos y tambores.
habló a el dueño de el hotel, se ajustó con él y cambió de habitación. aun cuando era pequeño el cuarto, oscuro, húmedo, apestando a letrina y en el piso de los sirvientes, que lo viesen salir siquiera de la casa, algo era algo, poder decir uno que vivía en el .
fue en seguida y se abonó, tomó posesión en la ; cuatrocientos pesos en salita aparte; comía temprano, antes que se llenara de gente todo aquello.
y suprimiendo luego los desembolsos inútiles, superfluos, eso de tener porque sí coche a la puerta, de pasar la mitad de su tiempo metido en las casas públicas, de andar tirando el dinero en guantes, perfumes, bastones, docenas de corbatas, consiguió a el fin llegar a balancear mal que mal su presupuesto.
iba a la ópera en una mujer joven, una niña casi.
era morena y muy linda; a su vez que llena de formas, delgada y fina; como una luz de esmalte negro, brillaba, se desprendía en hoscos reflejos de la órbita ojerosa de sus ojos y, mientras revelando un intenso poder de sentimiento, su nariz afilada, ancha de fosas, se dilataba, nerviosamente por instantes se contraía bajo la impresión melódica de el sonido o la atracción de el juego escénico, en su boca de labios gruesos y rojos, todo el calor, todo el ardiente fuego de la sangre criolla se acusaba.
ocupaba un palco de primera fila, con los suyos, el padre, la madre. enfrente, desde su tertulia de punta de banco, noche a noche fijaba en ella los anteojos.
había indagado, había tomado informes, se llamaba , era hija de un hombre rico, dueño de muchas leguas de campo y de muchos miles de vacas, poseedor de una de esas fortunas de viejo cuño, donación de algún virrey o algún abuelo, confiscada por , y decuplada de valor después de la caída de el tirano.
sabía quién era, de nombre, un nombre de todos conocido, mil veces lo había oído pronunciar.
¿qué propósito entretanto lo animaba, qué fin lo guiaba, por qué miraba a la hija, así, tenaz, obstinadamente; en un exquisito instinto de artista lo atraía, cautivaba sus ojos la sola contemplación de la belleza en la mujer, o hablaba en él acaso un sentimiento, y entonces, qué sentimiento, era un capricho el suyo un simple pasatiempo, puramente un juguete de muchacho irreflexivo, o era serio, era afecto verdadero, era amor lo que sentía, una pasión que en su ser se despertara?
el artista, él capaz de delicados refinamientos, hombre de pasión él... ¡bah!...
le gustaba, era muy rica la polla, a besos se la comería, ¡quién le diera andar bien con ella, tener su bravo camote de el país con una así, de copete, de campanillas... aunque más no hubiese sido, por lo pronto, que de ojito, que se fijara en él, que le hiciese caso... después... quién sabía después, tantas vueltas daba el mundo!... hasta muy bien podía formalizar se, poner se serio el asunto con el tiempo... ¿por qué no?... cuando estaba por ser la primera vez tampoco. todo dependía de la muchacha, de que llegase a querer lo... ¡y qué bolada para él lograr a el fin injertar se en la familia!
porque eso debía buscar, bien pensado ése era el tiro, dar con una mujer que tuviese el riñón forrado y atrapar la, ver de casar se con ella.
estudiar, trabajar, jorobar se de enero a enero, y todo ¿para qué?, ¿para conseguir patente de embrollón?...
¡qué estudio, ni qué carrera, ni qué nada! era ése el mejor de los estudios, la más productiva de las carreras, no había nada más eficaz ni más práctico, negocio más lucrativo para sacar uno el vientre de mal año y hacer se rico de la noche a la mañana, sin trabajo y sin quebraderos de cabeza.
se había desengañado, la plata era todo en este mundo y a eso iba él...
¡pero lo malo estaba en que no se adelantaba un diablo, ni pizca que se daba por aludida la muchacha, maldito si ni se había apercibido que existía semejante bicho en el mundo!... y sin embargo, bien a la vista lo tenía, bien a el frente; imposible parecía que no hubiese ya coceado, que no hubiese caído en cuenta... ¿sería zonza?...
la verdad, por otro lado, era que en nadie se fijaba, que no tenía ojos sino para lo que pasaba en la escena: " ¡a ver hijita... qué te cuesta... mira me... vaya, pues! " — balbuceaba, repetía entre dientes, clavado el anteojo en ella, ladeado el cuerpo, incómodo, encogido, hecho pelota en su asiento.
¡oh!, pero no se había de declarar vencido él por tan poco, no era hombre él de dar su brazo a torcer así no más, a dos tirones; pobre porfiado sacaba mendrugo, se le había metido entre ceja y ceja la cosa y tanto y tanto había de hacer, que había de salir se con la suya, que tenía que caer, que hocicar a la larga la muy bellaca.
una noche, en efecto, en momento de volver se ella sobre su asiento a fin de escuchar de cerca algo que la madre le decía, creyó notar que se había encontrado de pronto con su anteojo. hasta le pareció como que se hubiese inmutado, desviando, apartando la mirada bruscamente.
¿sería cierto, sería verdad, o era un engaño el suyo? — llegó en la duda a preguntar se, no sin sentir él mismo que ligera emoción lo dominaba.
vería, no tendría mucho que aguardar para saber a que atener se; ya que no otro sentimiento, la sola curiosidad debía llevar la a dirigir de nuevo los ojos hacia él... o dejaría de ser mujer.
esperó largo rato, pero en vano; atenta, inmóvil, la escena como de costumbre parecía absorber la.
se la había pisado... no había más... error de óptica, sin duda... ¡paciencia y barajar!...
aunque no, no era ilusión, no se equivocaba esa vez, lo miraba, lo había mirado, estaba seguro, segurísimo; a el pasear como distraída la vista en torno de la sala, un instante, un instante imperceptible la había detenido en él.
y si la sombra de una duda hubiese persistido aún en la mente de , poco habría tardado en disipar se.
sí, claramente lo daba a conocer, todo en ella lo revelaba, el color encendido de su piel, la nerviosa inquietud de su persona, el movimiento involuntario de sus ojos; sí, comprendía ahora, sabía y, en su ignorancia de niña, en su inocencia de virgen, iba acaso a imaginar se que había en el mundo un hombre que la quería.
pasaba tres cuatro veces a el día, recorría la cuadra de la calle , donde vivía.
a el dirigir se a tomar su carruaje ésta, una vez, acompañada de la madre, en el umbral mismo de la puerta de calle, acertaron ambos a encontrar se.
eso bastó, pudo él ver la en adelante, solía alcanzar a distinguir la envuelta en la penumbra de la sala, como oculta tras de las persianas corridas; de vez en cuando primero, luego con más frecuencia, luego, siempre, día a día, a la misma hora lo esperaba. retardaba su marcha él a el llegar, volvía la cara; aproximaba ella su cabeza a los cristales, se inclinaba y detenidamente entonces, tenazmente, uno y otro se miraban.
en , ya desde su silla como la primera noche, ya desde las galerías de el teatro, pasaba él horas contemplando la, mientras como en un don de doble vista, a el través de los espesos muros de el edificio, presentía ella su presencia, adivinaba su silueta, allá, perdida entre las sombras, tras la ventanilla de un palco, o la rendija de alguna puerta entreabierta.
antes de dar fin a el espectáculo, abandonaba su asiento, él, se ponía de prisa el sobretodo, corría a situar se en el vestíbulo, junto a la puerta de salida por donde ella debía pasar y, escurriendo se, haciendo eses entre la concurrencia agolpada, la seguía luego hasta el carruaje, hasta su casa, por la vereda de enfrente, deteniendo el paso; cuando, en noches serenas y templadas, se retiraba por acaso la familia a pie.
a las horas de paseo por la calle de la , en el atrio de la , a la salida de misa de una, en el después, en todas partes siempre, infaliblemente, donde estaba ella como su sombra estaba él.
sólo en no se le veía; jamás iba.
¿y cómo habría ido, en coche de plaza, en un cascajo rotoso, tirado por dos sotretas mosqueadores con algún bachicha de sombrero de panza de burro o algún mulato compadre en el pescante?
ni a palos... ¡bonito, lindo papel, un papel fuerte iría a hacer con los ojos de la otra que se largaba de todo lujo, en calesa descubierta con cochero de librea y una yunta de buenos pingos!...
¿a caballo? tampoco, estaba mandado guardar, era de guarangos eso.
¿en carruaje alquilado en corralón? menos aún, peor que peor, quiero y no puedo, era mostrar la hilacha, esotro, era miseria y vanidad...
prefería quedar se en su casa.
sí, pero no dejar se ver también, brillar uno eternamente por su ausencia... qué iría a decir ella, caería en cuenta de seguro, si era que no había dado ya en el clavo, se figuraría que era un pobrete él y que no tenía con qué... la purísima verdad, por otra parte...
para mejor, que se le fuese a cruzar alguno de esos de gallo alzado, que se la estuviesen mirando, queriendo arrastrar le el ala, enamorada, y él, como un pavo, sin saber ni jota, mientras tal vez andaba en grande ella con otros...
no dejaba de ser embromada... muy embromada la cosa... ¿qué remedio, sin embargo?
¡oh!, un recurso le quedaba, lo sabía él, no había dejado de ocurrir se le, había un medio; podía echar mano de una parte de los títulos de renta que la madre le había entregado, ahí, por valor de unos veinte mil pesos por ejemplo y vender los, negociar los; estaba de el otro lado con eso, le alcanzaba para comprar americana con caballo y hasta le sobraba como para un año de pensión en la caballeriza.
sí, de él exclusivamente dependía, ¿no le había dejado la vieja las más altas, las más amplias facultades, no tenía la libre administración de los bienes?...
si no lo había hecho ya, era... ni él mismo lo sabía por qué a punto fijo; miramientos, delicadezas, escrúpulos de conciencia.
bien tontos por cierto, delicadezas mal entendidas, porque, en suma, la mitad de eso era suyo, lo había heredado de su padre, sólo la otra mitad pertenecía como gananciales a la madre.
algo había pesado, algo había influido así mismo, no dejaba íntimamente de comprender lo, su manera de ser, su natural, su propia índole; se conocía él, tenía ese mérito siquiera, le costaba deshacer se de el dinero, era mezquino y ruin en el fondo, avaro como su padre. otra prenda que agregar a las prendas que lo adornaban, otro bonito regalo que le había hecho el viejo, otro presente más que agradecer le... ¡maldito... nunca, jamás podía acordar se de él sin odio, hasta sin asco!...
pero se había de dominar, se había de vencer; no había nacido en la , había nacido en , quería ser criollo, generoso y desprendido, como los otros hijos de la tierra; era una miseria, una indecencia, una pijotería sin nombre que, pudiendo, dejara de comprar se lo que le estaba haciendo falta.
y más tarde, en todo caso, para tapar el agujero, para llenar el déficit y reponer su capital, trabajaría algo, vería de emprender algún negocio, enajenaría la casa, verbigracia, y tendría estancia, pasaría una parte de el año en el campo, economizaría en los meses de verano el exceso de los gastos de invierno.
eso, bien entendido, si era que antes no lograba lo que andaba persiguiendo, como quien decía poner se las botas, sacar se la grande, pescar un buen casamiento, con ésta o con aquélla, con su polla u otra cualquiera, tres pitos se le daban con tal de que fuese rica.
una vez realizado su deseo, vendidos los fondos y comprada la americana, no fue ésta ya, no fue coche, fue el .
se contaba, naturalmente, el padre entre los miembros de el , y asistía a los bailes. ¿qué figura hacía entre tanto él, , a los ojos de su novia? lo bueno, lo mejor de se encontraba reunido allí. el mero hecho de ser socio, de tener acceso a ese centro, era como un diploma de valer social, de distinción.
bastaba que llegara a ver se excluido un nombre de la lista, para que, por eso solo, como una sombra lo envolviera, recayese sobre él una sospecha, una vaga presunción, inspirase una incierta desconfianza y se viese uno expuesto a ser tildado, ya que no de mulato o de ladrón, de guarango, por lo menos, de individuo de medio pelo, de tipo, de gentuza.
luego; el baile, eso de que agarraran a las mujeres, las abrazaran, las apretaran, como si fuese asunto de poner se a chacotear con ellas, no le entraba a él; maldita la gracia que le hacía, pensar que se la estaban manoseando a la polla, nada más que porque era a son de música la cosa.
sí, lo fastidiaba, le daba rabia, no precisamente por ella, porque tuviese celos de la muchacha — de loco iba a caer en ésas, ni que la hubiese estado queriendo de veras para tomar lo tan a pecho — sino más bien por él, cuestión de él mismo, de amor propio, de no dar se por fumado y de no sentar a los ojos de los otros plaza de zonzo... mucho más, cuando empezaba a traslucir se, a hacer se público entre sus relaciones, que andaba en picos pardos él con la sujeta.
... hacía tiempo que se le había clavado eso en la frente, que no soñaba otra cosa.
tener derecho a meter se como por su casa, ir a comer, a cenar cuando se le antojara, a echar su mesa, poder codear se de amigo y de compinche, en jarana con toda esa gente, andar entre ella; era como levantar se varas, como para que ni rastros quedaran, ni vestigios, de el pasado, de su origen, de quién era ni de dónde había salido.
¡y qué pichincha en los bailes, muy de león él entre un sinfín de muchachas, de el brazo con la suya, dando que decir, haciendo se el interesante, de temporada con ella en los rincones, en la mesa!
si no adelantaba camino así, con esa facilidad de ver la, de estar, de hablar con ella horas enteras, a sus anchas; si no conseguía que maduraran las cosas de ese modo, bien podía largar se a freir buñuelos, era más que infeliz, que desgraciado!
sí, evidentemente, sin duda alguna debía hacer lo, a todas luces le convenía. pero, ¿y?... querer no era poder, que lo admitiesen, en eso estaba el negocio, la gran cuestión, en no exponer se a un rechazo, a que le fuesen a arrimar con la puerta en las narices y a sufrir él un bochorno inútilmente... no las tenía todas consigo...
mucho, sin embargo, debía consistir en la persona, en quien lo presentase, en que fuese alguno de posición, de importancia, alguien capaz de influir, de pesar sobre el ánimo de la , y que hablara, que tomara la cosa con calor y se interesase por él llegado el caso.
¿quién entre sus conocidos, entre sus amigos? contaba con tan pocos; amigo, amigo verdadero, podía decir que con ninguno; y todo por culpa suya, a causa de su modo de ser, de su carácter, de ese maldito don de malquistar se con los otros, de acarrear se la antipatía y la malquerencia de cuanto bicho viviente lo rodeaba.
pensó primero en su abogado.
no, no era el hombre; no sabía, desde luego no le constaba hasta qué punto pudiera tener vara alta en el ; le desconfiaba, le parecía muy criollo, muy rancio; enteramente vicioso de mate amargo y de negros; imposible que fuese de los que llevaban la batuta... gracias que lo aguantasen...
y además, debía andar con él medio torcido el hombre; hacía un siglo que no lo veía, desde que había dejado los estudios y le había tirado con el empleo.
alguno de sus antiguos condiscípulos más bien... sí, uno se le ocurrió, , un buen tipo, un buen muchacho y de lo primero, de lo principal de . se habían llevado muy bien siempre los dos, varias veces había sido de la comisión, según tenía idea de haber le oído, y no salía, pasaba su vida en el .
creía que no se le negaría, que se había de prestar tal vez a servir lo. iría a ver lo en todo caso, trataría de calar lo, de saber en qué disposición se encontraba, tantear primero el terreno, por las dudas...
bueno era no sacar los pies de el plato...
— ¿es muy difícil ser admitido de socio en el ?
— según; ¿por qué me lo preguntas?
— por nada, así no más, te hablo de eso como de otra cosa cualquiera.
— depende de el candidato, y también de el modo como puede hallar se compuesta la comisión.
los viejos, los socios fundadores, son generalmente más claros, más llenos de escrúpulos y de historias. , reacios por principio y por sistema, entienden que el de hoy, sea el mismo de antes; no les entra que han corridos veinte años desde entonces, que hicieron época ellos ya, ya que las mujeres de su tiempo son hoy mujeres casadas, mancarronas con media docena de hijos la que menos y que el así es un velorio.
los jóvenes, los muchachos, no pasan de seguir siendo muchachos para ellos, mostacilla... apenas si se resignan a mirar — y no por cierto de muy buen ojo — que uno que otro tenga entrada; y ha de pertenecer a el número de los elegidos ése, fuera de lo cual no hay salvación, a el circulito de familias salvajes de el sitio de el 53, ha de ser más conocido que la ruda y limpio como patena.
lo oía en silencio; alterado, palpitante el pecho, arrebata el rostro por el fuego de su sangre; un malestar, tan amargo desencanto lo invadía; veía remotas, perdidas ya sus esperanzas; le parecía insensata ahora, temeraria su aspiración. que lo aceptasen a él, él imponer se, él querer hacer se gente... ¡cómo, un instante siquiera, había podido caber semejante absurdo en su cabeza!... ¡debía haber estado ido o loco!...
— ahora — prosiguió, sin embargo, el otro — cuando somos nosotros los que dirigimos el pandero, la cosa varía de aspecto.
como no nos causa mucha gracia que digamos pasar el tiempo leyendo diarios y jugando a el mus, a el chaquete y a el billar con una punta de vejestorios, como ante todo, lo que queremos es armar la, poder pegar le, noche a noche si a mano viene, jarana, diversión, batuque, lo primero que se nos ocurre, en cuanto empuñamos las riendas de el gobierno, es abrir de par en par las dos hojas de la puerta y que vaya entrando gente, la muchachada, el elemento nuevo y de acción, ¡los de hacha y tiza!...
— pero y . amigo, ¿qué hace, por qué no se anima y se presenta . también?
— ¡dios me libre! — soltó con voz precipitada, bajo la impresión aún de las primeras palabras de su compañero, brotando de lo más íntimo de su alma aquella brusca exclamación.
— ¿y por qué, hombre, temes acaso que no te acepten?
— eso no; ¿por qué no me han de aceptar? no soy ningún sarnoso yo.
— ¿y entonces?
— no es eso — continuó buscando una salida, tratando de encontrar una excusa, algún pretexto —, el gasto es lo que embroma, los cinco mil pesos, según creo, que tiene uno que largar.
— ¡el gasto... el gasto... de cuándo acá tan pobrecito... todo un dandy, un mozo con coche y con tertulia en !
— no, no tan calvo, no creas; tengo atenciones yo, deberes serios que llenar; la vieja gasta mucho en , yo mismo aquí suelo salir me de la vaina.
— ¡bah, bah!... no embro me, compañero... sobre todo, si necesita, hable, aquí estoy yo, aquí me tiene a sus órdenes.
— muchas gracias, mi doctor.
— no hay de que dar las.
un momento de silencio se siguió.
era un exagerado, un flojo de cuenta, de haber se conmovido, de haber se asustado así.
hablaba de su posible ingreso como de la cosa más natural de el mundo, se le había brindado, se había puesto a su servicio, había querido hasta prestar le dinero para el pago de su cuota...
no era tan absurda entonces, tan descabellada su pretensión, no era tan fiero el león como lo pintaban... llegó a decir se reaccionando en sus adentros, vuelto ya de la emoción violenta que acababa de dominar lo.
y, alentado por las facilidades que se le ofrecían, en presencia de la aparente seguridad de que se mostrara su amigo poseído, poco a poco él mismo, atreviendo se, dejando se llevar de la invencible tentación, concluyó por franquear se abiertamente con aquél.
— para qué andar con vueltas y con tapujos — exclamó de pronto —. si quieres que te diga la verdad, hermanito, a ti que eres mi amigo, no es la voluntad, no son las ganas las que me faltan, sino que hay algo en el fondo de lo que tú te imaginabas.
sí, por qué ocultar lo. no dejo de tener mis desconfianzas, mis recelos... que vaya por casualidad a no caer le en gracia a alguno y a salir a el fin con el rabo entre las piernas, corrido, desairado...
eso, nada más que eso es lo que me detiene; ya ves que no peco por falta de modestia.
— ... — se limitó a hacer el otro como si bruscamente acabara de asaltar lo, como en una involuntaria y súbita fluctuación, como dando a comprender a pesar suyo que no se hallaba distante de compartir los temores de , pesaroso acaso por haber inspirado a éste una confianza que, después de un segundo de reflexión, él mismo no abrigaba.
bien podía no carecer de razón el pobre diablo; porque en fin, a juzgar por el género de vida que llevaba, por el lujo relativo que gastaba, parecía no hallar se desprovisto de recursos, de fortuna, si bien el contacto, el roce universitario con los muchachos de su época le daba cierto barniz, le permitía vivir entre ellos, juntar se con cierta gente, personalmente, ¿quién era?
no, nada extraño que, metiendo se a camisa de once varas, le averiguaran la vida y resultase el pobre mal parado...
¿y cómo sacar se él mismo el clavo de encima ahora?... era claro, había ido a ver lo con la intención de valer se de él, de pedir le que se encargara de presentar lo...
¡maldito!... ¿para qué habría hablado, para qué lo habría hecho consentir a el individuo?... la manera, luego, la facilidad de decir le que no... se había portado como un cadete, se la había pisado como un tilingo. mal negocio, desagradable, fastidioso... más que por él por el otro desgraciado.
— pero ¿qué te parece hermano a ti, qué piensas tú de la cosa, crees que corra algún peligro? di me lo con toda franqueza, como amigo.