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el terrado de la casa, situada en la calzada de , caía de el lado de el mar.
en invierno, cuándo cubrían el cielo bajas y cenicientas nubes deshechas como girones e impulsadas velozmente por las rachas frías, veían se desde aquel terrado las olas que saltaban embravecidas la barrera de arrecifes de la costa, y luego, cargadas de espuma, se estrellaban impotentes a el mismo pie de la muralla o malecón de piedra que defendía la casa de los ataques de el mar.
entonces, con sus persianas caídas, con sus puertas cerradas, vista desde la inundada playa, aparecía aquella casa, muda, triste.
y era preciso resguardar la así, porque si no todo su interior lo empaparía el polvillo de agua cargado de salitre, que en su agitación furiosa, lanzaban las olas y esparcía el fuerte viento que soplaba de el norte.
a media noche se oía prolongado como un sordo trueno, como tremendo resoplido de irritado leviatán, el constante bregar de las olas encrespadas, las cuales despedían, en medio de la oscuridad que todo la envolvía, fosforescentes claridades.
ah! pero en el verano nada más bello que aquel terrado, a la vez azotea y patio de la casa.
desde él se disfrutaba de el siempre hermoso, nuevo y sublime espectáculo de el mar; aquel inmenso espacio ocupado por las olas de intenso color azul y que graciosas se rizaban acá y acullá, formando con la espuma vagos y caprichosos trazos semejantes a esparcidas plumas de cisne que se sumergiesen y volviesen a flotar en la inquieta superficie.
los botecillos, con sus velas infladas por la brisa, y los bergantines, y las goletas, y fragatas, y tanto buque, en fin, de diferente arboladura y velamen, recibiendo sobre sus blancas lonas los rayos sonrosados de el sol de la tarde, mientras que en lontananza, las sombras de la noche subían como densa neblina de opalino color; los vapores, dejando tras sí negra línea en el aire con el humo que brotaba de sus anchas chimeneas y blanca línea en el agua, con la espuma que trazaba su inquieta hélice, entrando, saliendo todos de el puerto, animaban mucho aquella parte de el mar.
las tinas y cajones que en el terrado había se llenaban de plantas escogidas; y entonces, con tantas variadas hojas y hermosas flores, semejaba el terrado pequeño y bien cuidado jardincillo.
casi a la misma hora, todas las tardes, los paseantes de la playa y los vecinos veían asomar por entre aquellos tallos verdes y hojas menudas el angelical rostro de una joven. su cabellera negra y lustrosa como el ébano, si bien un tanto áspera y corta, caía en gruesas trenzas por su espalda. sus arqueadas cejas, grandes y curvas pestañas, sombreaban suavemente sus ojos negros y brillantes.
era la joven de el terrado de muy mediana estatura: espaldas un tanto anchas, brazos un tanto gruesos, cintura estrecha, pero se armonizaban presentando tan agradable conjunto las líneas de su cuerpo a la vez robusto y ágil, que sin poseer la joven los clásicos contornos de la griega, era un modelo de belleza plástica.
y en cuanto salía a el terrado, con una regadera, refrescaba y daba vida a las plantas, cuyas ramas marchitas por el ardoroso hálito de el sol se iban en derezando poco a poco.
si algún rosal estaba florecido, arrancaba la joven una flor, tronchaba con sus dientes regularísimos y de brillante esmalte el espinoso tallo, y arqueando luego con gracia inimitable sus torneados brazos, se colocaba la rosa entre sus cabellos negros, o bien bajaba sus párpados orlados de largas y curvas pestañas, y sonriente, enorgullecida de su propia hermosura, ponía se la flor en el seno.
después de regar su jardín, a el cual consagraba no poca parte de su cariño y de su cuidado, arrastraba un mecedor a el terrado y se pasaba horas enteras, hasta que la noche sombreaba la playa, meciendo se y cantando con voz dulce y atiplada esas canciones melancólicas, tristes, de no correspondido amor, quejas de ardiente y pura pasión que tanto gustan a nuestro pueblo, porque retratan sus sentimientos y parecen inventadas para que se las cante bajo las palmas, entre los bosques, cuando los tibios y claros rayos de la luna trazan sobre el suelo, cubierto de césped fragante y mullido, las siluetas de los troncos, de las ramas, de las hojas.
aquellas canciones salidas de los labios carnosos, rojos, marcados en sus comisuras por graciosos hoyuelos, hendidos hacia la mitad por una depresión suave, y que tanto realce daban ellos solos a el rostro de la linda joven; acompañadas también por el vago y sordo rumor de las olas que mansas venían a morir unas en pos de otras entre las áridas rocas de la costa, tenían cierto irresistible y tierno encanto.
una tarde, paseaba se la joven por el terrado un tanto inquieta.
disimuladamente miraba por una de las ventanillas de las habitaciones que a él caían. y luego, quizá satisfecha de su examen, se apoyaba de codos en el muro de cantería que daba a la playa.
a poco, apareció un joven jinete montado en brioso y negro caballo de cola menudamente trenzada, de finas patas, y arreos y albarda cargados de macizos adornos de luciente metal.
el joven, vestido de blanco dril, sombrero de finísimo tejido de paja de anchas alas y sin cintas, mantenía airosamente su elegante y fino talle sobre el negro corcel, que incómodo por la presión de el freno y tirantez de la rienda, se encabritaba y pateaba en el desigual suelo de arena y rocas de aquella parte de la playa.
sin ser bello el semblante de el jinete, su juventud, el ardiente mirar de sus ojos muy negros y la afable y casi infantil sonrisa que vagaba por sus labios le hacían sobremanera simpático.
en cuanto desembocó el jinete de el caballo negro, la joven de el terrado, que continuaba graciosamente apoyada en el muro, de suerte que de lejos podía ver se la destacando su correcto busto de líneas mórbidas sobre la verde cortina matizada de blanco y rojo que formaban el follaje y las flores, clavó sus ojos en él.
de vivo carmín las mejillas de la joven. su mirada, fija con tenacidad en el jinete, seguía ansiosa las piruetas de el caballo; y cuando se le figuraba ver le en peligro de caer, las palpitaciones de su corazón se aceleraban. más de una vez temió no poder se contener y que se le escapase una exclamación que advirtiese de su temeridad y osadía a el porfiado que cabalgaba sobre tan accidentado terreno en tan brioso animal.
pero nada debía temer la joven por el jinete, que éste aparecía como enclavado en la silla.
el caballo piafaba de soberbia, caracoleaba, cejaba, se paraba sobre sus patas traseras, sacudía con furia la boca llena de espuma y sus crines llenas de sudor; pero no podía quebrantar el freno sujeto por dos manos pequeñas, finas y bien cuidadas como las de una mujer, y firmes, recias, como tenazas de acero.
aquel día no pasaba el jinete, como lo hizo en las anteriores tardes, a alguna distancia de el terrado.
no; se encaminaba derechamente hacia aquel punto, con grande sorpresa de la joven, que turbada, no acertó a mover se de el muro.
llegó el caballo a el mismo pie de el terrado. el cuello de el jinete quedó a el nivel de el muro y tan cercano a él, que podía alcanzar lo sin esfuerzo alguno, con solo extender su brazo.
la turbación de la joven aumentó: no sabía qué decir ni qué hacer; lo inesperado de este suceso pareció robar le toda la voluntad.
apoyada en el muro la linda joven, con su cara sonrosada por el rubor, con su negra cabellera ornada por una flor roja, con el pañuelo de fina batista que tenía colocado graciosamente sobre los hombros, con aquel marco natural que en su redor formaban las florecidas plantas y verdes hojas; y el jinete, sobre el impaciente caballo, con su rostro cercano a el de la joven, cuyo tibio aliento sentía llegar hasta él, sonriente, mirando la con amorosa mirada en la cual parecía ir envuelta una suplica de que se le perdonara su atrevimiento de acercar se tanto a el terrado: así permanecieron ambos largo tiempo, sin cambiar una sola palabra; quizá se revelaban más que con la voz, con sus ardientes miradas, toda la emoción que les embargaba.
la brisa rizaba la superficie de el man en la playa continuaba el lento y sordo murmullo de las olas a el desbaratar se entre los arrecifes.
y el sol, con su disco sepultado hasta la mitad en la recta línea que en lontananza trazaba el océano, lanzaba una luz muy roja en abiertos haces de rayos, que cortaban el azul puro de el cielo e iban a inflamar el contorno de las nubes.
cada vez que la bella joven con airoso paso se dirigía hacia aquella ventanilla que a el terrado caía, e inclinando un tanto su talle, echaba hacia lo interior de aquella habitación una mirada que revelaba cierta infantil y maliciosa curiosidad, era para cerciorar se de si ª , su mamita, como ella la llamaba, continuaba arrodillada y rezando el rosario.
era aquella la hora en que la religiosa señora se entregaba cotidianamente a tan devota tarea.
desde el terrado, mirando por la misma ventanilla que tan a menudo y tan inquieta consultaba la joven antes de la llegada de el jinete, veía se la robusta silueta de ª , postrada con religiosa unción ante la urna de la , iluminada por una temblorosa llama que brillaba dentro de un vasillo azul de labrado cristal y lleno, mitad de agua, mitad de aceite de olivo.
aquel aposento era una especie de modesto templo en que se albergaba la piedad de ª . ella era a la vez su más incansable sacerdotisa y su más constante devota.
ayudada la piadosa señora por su criado , un negro joven, muy grueso, motivo éste de tal apodo que por completo sustituyó su verdadero nombre, improvisaba, con varios muebles de la casa, un altar, cuyo ornato profuso traía por necesaria consecuencia el desbalijamiento de los tocadores. , candeleros, estatuas y otros mil objetos más, destinados a profanos usos, hallaban hábil y adecuada colocación en las gradas de el altarillo, iluminado luego con muchas velas y repleto de ramilletes de flores, que bien arrancaba ª de las macetas y cajones de el terrado, bien las compraba a los vendedores que por las mañanas venían a ofrecer se las, pregonando las a grandes gritos, desde la puerta.
en días que el martirologio indicaba la celebración de la fiesta de algún de privilegiado culto, a el punto, con mesas y cajones, se levantaba el altarillo. de las paredes, llenas de cuadros de diferentes tamaños y marcos de molduras diversas, se descolgaba la imagen de el santo, a quien estaban dedicadas las ceremonias de el día, pasaba a ocupar el lugar prominente de el altar, ésto es, bajo el dosel formado por cortinas de damasco y un par de inservibles aros de barril.
así pasaba tranquilos días de ejemplar vida desde hacía unos quince años: dedicada a sus rezos, a el cuidado y educación de su ahijadita, a la cual amaba entrañablemente, esforzando se siempre por inculcar le, con ardorosa fe, las creencias de su religión.
era feliz: aquella casita a orillas de el mar le había servido como de asilo dulce, de apacible y tranquilo lugar, en donde los años pasaban extinguiendo los dolores de su corazón lacerado por una pasión, la única de su vida, correspondida con harta perfidia e ingratitud.
tenía de edad como cincuenta años.
ciertas arrugas de su frente, una languidez en su mirada, y más que todo, la laxitud de sus movimientos y ahogados suspiros que a cada instante exhalaba, convencían de que alguna oculta congoja guardaba su pecho.
no; su vida no había estado, ciertamente, exenta de profundas amarguras y crueles desengaños; pero la religión, su constitución vigorosa y el cariño que a su ahijadita profesaba, le habían dado aliento y fuerzas para sobreponer se a todas sus pesadumbres.
ella misma se asombraba de haber podido sobrevivir a aquel rudo golpe que le hirió en mitad de el alma, robando le ya, por todos los días de su vida, el reposo y la alegría.
sin embargo, esperaba....
esperaba que no por ella, sino por su hija, regresase algún día, volviese a aparecer aquel hombre, inconsecuente y pérfido, arrepentido ya de su conducta pasada y poder ver, siquiera en los últimos años de su existencia, las vislumbres de la felicidad relativa que se goza en este mundo, tan amargado siempre para ella por los desengaños crueles.
— ¡ !
— !
— ¿por qué has venido?
— no lo sé; pero no me pesa: ¡eres muy hermosa!
— es favor.....
— favor no, vida mía; eres un ángel.
— y usted un burlón.
— yo? de quién? de ti?
— pues ¿de quién habría de burlar se usted?
— mira, haz me un favor: sigue tuteando me como antes.
— dispense; fue una distracción.
— distracción!.... imposible: bien has comprendido que te amo; te lo han dicho mis continuas miradas, mis paseos por aquí. y yo también sé que me amas: dos corazones que se aman se comprenden: y aunque estén lejos, siempre los une la simpatía.
— ¡qué palabras tan bonitas sabe decir usted! ¡quién las crea!
— y ahora ¿quién se burla?
— yo no..... soy incapaz..... que tiene usted bonito modo de hablar.
— no hables de lo bonito donde estés tú, . ¿quién me dijo tu nombre? ¿dónde? ¿cuándo lo oí? ¿cómo has sabido tu el mío? intento vano que procure adivinar ambas cosas. hace mucho tiempo que a solas repito tu nombre y tu evocada imagen surge ante mí como una realidad. nos conocemos: nos hemos hablado hoy por primera vez, y tal parece que ya nos hemos hablado muchas veces antes. sabíamos ya cómo pensábamos antes de ver nos, antes de este dichoso momento en que a el fin, hermosa, he conseguido hablar te.
y era cierto. ni , que tal era el nombre de la bella joven de el terrado, ni , el jinete de el caballo negro, de trenzada cola y cargado de adornos de plata, se habían hablado jamás. esta era la primera vez que se habían acercado a distancia en que pudieran cambiar sus impresiones por medio de la voz. lo había dicho, bellas le parecieron las frases de el joven, pero calló decir que a el escuchar aquella voz de simpático timbre, su alma se había inundado de una emoción profunda y grata.
pensaba, asimismo, que era muy melodiosa la voz de la joven; que la gracia encantadora con que hablaba y aquel mirar a la vez fogoso y casto, habían producido en él un sentimiento de inefable atracción, el cual habría de ligar le con lazo inquebrantable a aquella mujer tan hermosa.
ambos se hallaban muy conmovidos, y esto motivaba cierta penosa cortedad entre ellos.
no pudieron añadir una sola palabra a el rápido y espontáneo diálogo que habían sostenido: quedaron se, apoyada en el pretil y erguido sobre la lujosa montura de su inquieto corcel; y embebidos uno y otro con sus sonrisas y miradas.
el océano recibía en su superficie, apenas rizada por la débil brisa, los últimos rayos de el sol poniente, que se reflejaban en las pequeñas e inquietas olas, haciendo las destellar por todas partes con relumbrones de vasto incendio.
era la tarde hermosa, apacible, serena. la naturaleza parecía hablar de amor a las jóvenes, de caricias, de voluptuosidades sin fin que inflamaban su fantasía y ensanchaban sus corazones.
era para ellos este momento de suprema dicha: de castos y nuevos goces jamás sentidos y que ya para siempre dejarían grabado indeleblemente en sus almas que recibían las primeras impresiones de el amor, la emoción más grata.
la playa estaba solitaria: solo allá, a lo lejos, se veían dos desarrapados muchachuelos, sentados en los arrecifes, sosteniendo pacientemente una vara de flexible caña y observando con atención suma el cordel, que atado a un estremo de la vara, tenían sumergido en el agua.
el cielo y el océano serenos, inmensos, llenos siempre de inagotable poesía, se diferenciaban en la lejana y recta línea de el horizonte, solo por la intensidad de su color azul.
los gorriones pitando, saltaban juguetones de los aleros de los viejos y medio ruinosos tejados de las pobres casas cuyo fondo también daba a la playa, se bañaban en la arena, recorrían los pretiles de el terrado, posando se en las plantas de las tinas muy cerca de y, por último, se recogían en el hueco que habían elegido por hogar.
el brioso caballo de enarcaba el cuello, mordía el freno, pateaba con furor la arena, sacudía sus bien peinadas crines, arrojando a el suelo puñados de espuma.
, apoyada en el muro, presenciaba aquella inquietud de el animal temiendo por el jinete, pero también gustosa de su habilidad.
procuraba contener el caballo, que ya le alejaba, ya le acercaba mucho a el pretil donde se apoyaban los lindos y torneados brazos de la joven, llegando a veces a acercar se tanto a ella, que sentía en su rostro su tibio y puro hálito.
aquel corto diálogo, aquellas simples y sencillas palabras que entre sí habían cambiado momentos antes, aquel corto instante pasado tan cerca uno de el otro había hecho arraigar aun más, en ellos, la secreta pasión que los atraía.
el tiempo había corrido sin que los jóvenes pudieran darse cuenta: toda noción de aquel mundo situado en redor suyo había desaparecido de su memoria con el gozo intenso de aquellos momentos tan felices.
a el pensar que debían separar se, una amargura secreta inundó sus almas.
debía apartar se de allí, abandonar la playa, aquella pared de piedra de la muralla, que no cambiara él por las doradas rejas de el mejor palacio, y encaminar se triste, como sí dejara desvanecido su corazón sobre aquellas azules ondas, bajo aquel pedazo de cielo puro, únicos testigos de aquella escena de amor y de ternura, por las solitarias y estrechas calles de la población ya entenebrecidas, y en las cuales se irían encendiendo, con la cotidiana monotonía, la luz de los faroles, mísero remedo de las espléndidas iluminaciones de el cielo y de el mar que aquella dichosa tarde había contemplado a el lado de su adorada, y que parecieron orlar como con aureolas clarísimas y brillantes la felicidad intensa de su naciente amor! ¡oh, jamás olvidaría ningún detalle de aquel momento de su vida!
quedaba sola en el terrado. ni cantaría aquella noche canciones melancólicas que con su rumor constante acompañaban las olas, ni se entretendría en ver cómo brillaban las estrellas con sus destellos de colores múltiples en lo alto de la bóveda de oscuro azul: quizá la luna asomaría por entre las iluminadas nubes su hermoso disco, pero ella no se complacería en contemplar la como en los anteriores días, porque no estaba allí. y el alejamiento de el joven parecía robar le todo su reposo, toda su alegría. ¡qué fastidio estar siempre sola allí, no salir más que a misa, no tener más diversión que las tediosas reuniones que daba su , a los vecinos!
tales pensamientos abrumaban la mente de los jóvenes.
— , me retiro; advirtió con vez apagada, como si no quisiera oír se a sí mismo, .
— ¿te vás? ¿tan pronto? preguntó con candidez .
— sí.
pero a pesar de su afirmación el joven, no hacía el menor esfuerzo para retirar se. hubiera bastado el más ligero rozamiento de la aguda espuela en el vientre de el hermoso bruto que montaba para que éste partiera veloz como una flecha.
¡estaba tan hermosa , allí, de pié en el terrado, entre las flores que con tanta asiduidad y cariño regaba! ¡era tan gustoso permanecer a su lado, qué jamás se cansaría de estar allí, contemplando la siempre!
ª había terminado ya sus rezos, pues entre la claridad rojiza de la ventanilla que a el terrado caía y la llama de los cirios se había interpuesto dos o tres veces la sombra de un cuerpo humano. andaba de un lado para otro de el cuarto, guardando sus rosarios y libros de rezo.
algunas velas de el altar lucían en sus negros pabilos un punto luminoso y exhalaban ese especial y pronunciado olor de sacristía. veían se columnillas de azulado humo que subían rectas y luego, como sí girasen a impulsos de invisible eje, se retorcían hasta desvanecer se.
solo la lamparilla de aceité lanzaba débil fulgor, el cual marcaba mucho la parte más saliente de las imágenes, muebles, adornos y relieves, aumentaba la negrura de las sombras y lo hacía aparecer todo como tocado por esos pinceles que trazaron antiquísimos cuadros.
extrañaba le mucho a ª no oír cantar aquella tarde a su ahijada, ni siquiera sus pasos por el terrado, ni el ruido de el mecedor a el balancear se acompasadamente.
inquieta, se había asomado una vez a la ventana, y como le pareció que la joven, apoyada en el muro de el terrado, se entretenía en ver los pescadores o cómo jugueteaban los gorriones en el suelo de arena de la playa, continuó enteramente tranquila su piadosa faena.
otra vez volvió a ver la en aquella misma posición. ¡era extraño, con la viveza de carácter de la joven, que permaneciera así! ¿qué le ocurriría? ¿algún secreto pesar?
— ! le gritó, colocando se tras las persianas de el comedor y poniendo las horizontales para ver, a el través de ellas, hacia el terrado.
la joven hizo un movimiento de sorpresa.
solo atinó a decir con precipitación y disimulo:
— ve te, !
el jinete bajó la cabeza hasta acostar la casi en las crines de el caballo y se apartó a el galope.
nada vio ª , que apartada de el muro, sólo podía ver, desde donde estaba, los últimos arrecifes de la costa que desaparecían unas veces y aparecían otras con el vaivén de las oleadas.
cuando el ruido de las herradas patas de el corcel sobre la arena y piedras de el piso accidentado de la playa se perdió a lo lejos, contestó:
— mande usted, .
— ¿qué haces ahí?
— miro el mar.:.. ¡está tan linda la tarde!
— sí; pero ya es casi de noche.
— ¿y qué, ? ¿teme usted que me roben?
— no; no es eso, vida mía, no me contestes así.... el relente...... los costipados......
— ah! perdone usted......
y sin replicar más, tomó la joven su mecedor y lo arrastró hasta frente la ventana de la sala donde se sentó, mientras su tomaba también asiento cerca de ella, en un ancho y cómodo sillón.
una semana después, una noche, había reunión en la casa de ª .
celebraban se allí estas reuniones con mucha frecuencia, pues la dueña de la casa era, a más de metódica y religiosa, fina, atenta, amable.
amigos y vecinos acudían regocijados a aquella sala poco espaciosa, que a la estrechez de sus dimensiones debía que no concurriese a ella el barrio por entero.
el sofá ocupaba un lado de la sala, y frente a el sofá se hallaba el piano. bajo la lámpara de cuatro luces de petróleo, pero tan claras y con bombillos tan elegantes y armadura tan buena que lo disimulaba y parecía una lámpara de gas, había una cestita china de flores de cartón y papel, todas inverosímiles y de el peor gusto.
las sillas y sillones se colocaban pegados a la pared, apiñados unos contro otras, y en perfecta hilera, por todo el cuadro de la sala.
ª ocupaba invariablemente el centro de el sofá, la presidencia, a cuyos dos lados, seguían las dos alas de sillas que iban a terminar en el piano.
a el sofá se acercaban los visitantes a hacer, antes que todo, el preferente saludo.
muchos decían que ª celebraba estas reuniones con objeto de encontrar un buen novio a su ahijadita , en lo cual no iban muy descaminados; pero en honor de la buena y amable dueña de la casa, debe decir se, que nunca lo había pensado así, tan rudamente, como se lo soplaban en el oído los murmuradores vecinos: además, entraba como parte muy principal en la celebración de las dichosas reuniones, el natural comunicativo de la amable ª .
otros murmuradores más crueles o más ligeros decían que ª celebraba las reuniones con objeto de codear se con gente de más categoría que ella, pues a legua se le conocía que se afanaba por pasar por una persona blanca, sin ser lo. tampoco iban muy lejos de lo cierto los que así juzgaban; pero como a nadie ofendía ª con esto, sino que eran muy propias de su humana naturaleza esas aspiraciones a mejorar y elevar se, mal hacían en propagar lo, tanto más, cuanto que, en tales murmuraciones, entraba en mucha parte la envidia.
la casa de ª , sin ser lujosa ni grande, estaba adornada con profusión y muy aseada. veía se por todas partes el esmero de una mano cuidadosa y arreglada: respiraba se en toda ella cierto aire de pureza de costumbres, de franqueza, que retrataba el carácter de su dueña.
la noche a que nos referimos, hallaban se los sillones cubiertos con valiosos paños de tejido de hilo hechos a mano. los testeros de la sala, adornados con macetas de barro pintado, contenían plantas naturales de anchas y grandes hojas. en el comedor, sobre una redonda mesa corredera de caoba, cubierta con hule nuevo en en cual había dibujadas pagodas chinas, se veían un gran jarro de plata magnífico, lleno de hielo y de agua, muchas copas, y una ancha bandeja con limones y blancos y apetitosos panales: preparativos todos para una modesta y agradable colación.
estos eran los invariables preliminares de las frecuentes y amenas recepciones de casa de ª .
poco antes de que sonase el cañonazo tradicional disparado a mitad de el puerto por la capitana para anunciar a la ciudad que eran las ocho, , vestía un túnico de blanco percal y adornos de encajes rosa, cuyos pliegues y ceñidos hacían resaltar, con arte verdadero, la esbeltez de su cuerpo mientras que, orgullosa y contenta, caminaba con cierto garboso y provocador contoneo ante un espejo de la sala.
llegóse car me la a la ventana, y en su rostro, un tanto más sonrosado que de ordinario; en la agitación de su seno, y en su mirada inquieta, notaba se que se hallaba poseída de esa impaciencia de el que ansiosamente espera.
a poco entraron tres lindas jóvenes, tres hermanas, acompañadas de su madre, nada joven, por cierto, pero que quería pasar por hermana mayor de sus tres hijas y lo lograra si su ancho talle, su grosor excesivo, y cierta flojedad en las carnes, que a cada paso que daba sufrían extremecimientos ligeros, no fuesen parte a amenguar lo verosímil de aquella suposición.
expresivas caricias recibió de todas las recién llegadas, a más, desde luego, de el imprescindible par de besos, uno por mejilla.
eran tales y tantos los deseos que tenían de departir con las visitadoras, que hablaban todas a la vez e iban repitiendo unas tras otras las frases y palabras que alguna de ellas decía.
allá se salió también ª a recibir a la mamá y a las niñas, en cuanto oyó, desde su cuarto de rezos y ceremonias, el murmullo de las conversaciones y de las risas unido a el ruido que producía el incesante vaivén de los abanicos de varillas de sándalo, marfil y nácar, agitados por manos pequeñas, blanquísimas, bien cuidadas y macizos brazos repletos de pulseras, cadenillas y medallas.
¡qué abrazo tan apretado se dieron ª y ª , la madre de las tres lindas niñas!
— ¡china!
— ¡tanto tiempo!
así clamaron ambas, separando se, estrechando se, riendo y hablando se casi con lágrimas en los ojos.
— ¡estás gruesa, !
— y yo también te encuentro a ti muy bien, : se conoce que te son saludables estos aires de el mar. ¡no se diga nada! está hecha una mujerona, la guarde!
ª tuvo que abandonar muy presto a su cariñosa amiga para recibir a otras personas que llegaron. cinco muchachas y tres jóvenes; éstos muy bien vestidos, muy ceñidas a el cuerpo las ropas, vivarachos, habladores, y que por bromear fingían decir se a el oído mil noticias de cada una de sus bellas compañeras para excitar su curiosidad.
no se estaban quietos.
ª dio un par de abanicazos, en el brazo, a el más revoltoso de ellos, y le preguntó bondadosamente:
— ¿todavía eres tan majadero? a este muchacho no se le despinta de los ojos la viveza que tiene. cuando era más niño, su madre no lo podía aguantar. tenía que echar se lo a cuestas el portero, para llevar lo a la escuela.....
— ¡vamos, ª , no hable usted de eso, que me va a abochornar delante de las muchachas!
estas se hecharon a reír.
y junto con ellas ª y ª , que por toda contestación exclamaron a dúo:
— ¡qué maldito!
— ¡qué muchacho!
otras personas más de ambos sexos entraron en la alegre casita. ya la sala iba llenando se. y los transeúntes de la calle contenían sus pasos con disimulo, a el pasar por frente de la ventana para ver más tiempo tanto lindo rostro.
mas aquél a quien esperaba no llegaba, porque la joven seguía preocupada mirando fijamente hacia la puerta. y su ansiedad aumentaba a la llegada de cada persona o grupo de ellas.
las conversaciones se iban animando: la cortedad que reina en los primeros momentos en toda reunión donde acuden personas que no se conocen o se han tratado muy pocas veces, iba desapareciendo. las vulgares referencias de: ¿dónde viven ustedes ahora? ah! se han mudado. nosotras no hemos ido a visitar las porque ¡hemos tenido tantas cosas en la familia, luto, enfermos.... ¿por qué no fueron ustedes este a año a los baños de mar? ¡cuánto nos divertíamos juntas, qué de maldades hicimos a aquellas que se pintaban y para que no se les destiñera la pintura no se mojaban la cara! ¡qué diversión! este año habrán de estar muy concurridos los bailes de la y de la
playa: nosotras nos estamos preparando!...... y otras mil frases por el estilo, con que se suple perfectamente la falta de cualquier otro asunto más interesante de que tratar, habían sido sustituidas por diálogos más prolongados y más íntimos.
entraron dos jóvenes cogidos de el brazo.
el uno vestía de blanco dril y se había quitado, a el trasponer el umbral de sala, un sombrero de finísimo tejido de paja.
de fijo que era este el que aguardaba , pues brilló en su mirada el júbilo y una sonrisa entreabrió sus lindos labios.
los recién venidos, estrechando las manos de los concurrentes a la fiesta y haciendo otras veces un ligero movimiento de cabeza, se llegaron hasta el sofá.
el compañero de aquel joven favorecido por la sonrisa de , lo presentó a ª .
— señora, tengo el honor de presentar le a mi distinguido amigo y condiscípulo , un buen muchacho en toda la extensión de la palabra.
contestó ª ; diole expresivas y corteses gracias , que permaneció de pié buen rato, mientras la buena señora echó a volar su memoria tras los recuerdos que tenía de todas las familias , y fijaba, desatinadamente, el grado de parentesco que el joven debía tener con todas ellas.
a el cabo ª , que tenía la pretensión de conocer los enlaces y paren te las de todas las principales familias de la , vino a figurar se, y tras esto a convencer se, de que conocía muy bien a los padres y abuelos de el joven, lo cual llenó de gozo a .
¡su mamita conocía a ! esto era ya un gran paso.
la sala seguía llenando se de gente: alguien opinó que debía cerrar se la puerta de la calle, porque, si todos los que entraran, fueran, a el menos, presentados a ª como , santo y bueno; pero ¡no señor! que mucho jovenzuelo de los que obstruían la puerta y el paso por la acera, frente a la ventana de la calle, aprovechaban el menor descuido para introducir se en la sala! y una vez dentro, quedaban ya salvados, campando por sus respetos con un aplomo increíble. ª creía que eran amigos de los visitantes; y los visitantes creían que lo eran de ª . el resultado era, que nadie se atrevía a molestar a los intrusos por pena de que quizás no lo fuesen.
comenzaron a cambiar se señas de un lado a otro de la sala entre las muchachas y los jóvenes. unos, afirmaban; otros, negaban; otros, hacían como si fueran a poner se de pie y luego se sentaban haciendo, reír con esto, a los demás.
un jovenzuelo fue el más animoso: se levantó, atravesó la sala sin hacer caso de algunos silbidos con que pretendían cortar lo sus compañeros, y ofreciendo su brazo a , le dijo:
— , no me desairará usted.
— ¿qué? ah! si yo hace mucho tiempo que no toco, respondió con gracioso tono de súplica la joven.
— miren la! haciendo se la que no sabe, argüyó una bellísima trigueña.
— y tú ¿cómo sabes que toco?
— bah! como que no te oigo machacando las teclas casi todo el día.
— , china, ejercicios; pero piezas ¿cuándo?
— bueno, pues que sea un ejercicio bonito, dijo el joven, que aún continuaba de pie y con el brazo arqueado a el lado de .
— no hija, no es desaire: hay otras aquí que tocan mejor que yo: nena, , .....
— sé complaciente, oh! !
— mi ahijadita es muy corta de genio, aseguró ª terciando en la disputa, no le gusta tocar delante de la gente: yo le digo que si aprende y se afana tanto para no lucir, que deje el piano.
— bueno, , tocaré; pero, digan ustedes lo que desean.
— !
— el !
— lucía, , propuso la linda trigueña.
— eso, eso, muy bien, aprobó el joven que brindaba su brazo a y que ya estaba un tanto amoscado y casi arrepentido de haber se empeñado en hacer tocar a la joven.
después de nuevos remilgos por una parte y nuevos ruegos por otra, sentó se a el piano .
hubo un murmullo de aprobación en la sala: y muestras de desaprobación entre los espectadores de la puerta y de la ventana. uno gritó, dando a su voz un timbre atiplado para disfrazar la:
— caballeros, ahora tendremos pianoteo.
— pues yo estoy aquí para ver bailar, añadió otro.
— ¡será preciso cerrar la ventana! exclamó muy molesta ª : ¡que atrevimiento! ¡cómo está la gente, hija, perdida: ya no respeta nada! ¡en mi tiempo no era así!
— qué! no haga usted caso, vecina, son chiquillos mal criados, replicó prontamente una señora muy gruesa que se abanicaba su rostro sofocado y cubierto de sudor con verdadera furia: pensaba la infeliz que si le cerraban la ventana se asfixiaría sin remedio.
en la sala hubo completa atención y silencio.
, en tanto, destrozaba en el piano una larga fantasía sobre la bella ópera de , aprendida, a retazos, bajo la dirección de un profesor cuyo título se lo había colgado él mismo sin remordimientos de conciencia.
cuando concluyó , estalló un nutrido aplauso y prodigaron se muchas felicitaciones, tantos más sinceras, cuanto que había tardado mucho y esto acabó con la paciencia de casi todos los oyentes jóvenes sin distinción de sexo.
no había mala intención, sino que realmente se alegraron mucho todos de que la joven acabase aquella o lo que fuere.
— ¡una danza, ! pidió una voz ronca y desigual, que recordaba la de un gallo que comienza a cantar.
— ¿danza? no, una cuadrilla, pidió otra voz.
— una polka!
— pero, señores, dijo con mohín gracioso y haciendo girar la banqueta de el piano, no puedo tocar tantas cosas a la vez.
— ¡bien contestado! gritó desde la ventana un descarado apretando se con dos dedos la nariz para emitir de falsete la voz.
ª echó hacia aquel lado una mirada terrible.
— no les hagan ustedes caso, dijeron unos.
— malcriados! bramaron otros.
luego volvieron su atención a el asunto de el baile.
— toque esa dancita: ¡ay !
— no, hombre, no; no seas niño, comencemos coma debemos comenzar con piezas de cuadro.
— bien, sea; como gustes.....
— la cuestión es bailar.
en tanto no cesaban las murmuraciones entre los espectadores de la calle, que fingían disputar, también con mucho calor, si debía de ser cuadrilla o danza o lo que se bailase para burlar se de los de adentro.
dos o tres muchachas, vueltas de espalda hacia la ventana, no podían contener la risa y se cubrían la boca con el abanico, lo cual motivaba que se les dirigieran requiebros indirectos.
algunos jóvenes, sentados también cerca de la ventana, de puro amoscados sentían arder les los carrillos y las orejas: temían no poder soportar aquellas burlillas y procacidades de los agrupados en la calle e iban a armar, allí mismo, alguna camorra muy gorda.
vencieron, por ser más numerosos, los partidarios de que se bailara la cuadrilla.
sobre todo las muchachas aprobaron que se comenzase la fiesta por baile de figuras y no de parejas.
a el punto se apartaron algunos sillones que estorbaban y se ordenó a el negro que quitase el cesto colgado de la lámpara, lo cual ejecutó , subido en una silla coja que, con sus bamboleos y desequilibrio, excitó risa general y alborotó a los espectadores de la puerta y la ventana.
quedó despejado el centro de la sala de personas y muebles; y acudieron a colocar se, unos frente a otros, los bailadores.
¡qué gracias en los saludos, qué exactitud en las entradas y salidas! aquellos eran unos bailadores veteranos. las jóvenes lucían su garbo en graciosos contoneos, sonreían dichosas. y no lo estaban menos sus mamás, contemplando desde el pináculo de sus muchos años aquellos pimpollos que brotaban a la vida de las ilusiones como los pajarillos cantando, aleteando, retozando, llenos de todo ese candoroso e irresistible encanto que tienen las francas alegrías juveniles.
ª , sentada en su sofá, tenía en torno suyo como una pequeña corte de amigas y vecinas, casi todas de su misma edad.
delante de aquella juventud que pasaba ante sus ojos bulliciosa y alegre, llena de halagadoras ideas, venían les con cierta melancolía recuerdos de su buena época, a todas aquellas señoras.
— ¿te acuerdas, , de aquellos bailes de ? ¡qué lujosos! pero no hablo de los últimos tiempos; hablo de cuando iban los condes de y y arrastraban consigo lo mejor de la sociedad habanera. entonces era yo muy niña; recuerdo que llevaba relaciones con un escribano y que peleábamos porque él era muy celoso. me prohibió que fuese a , y yo, de cabezuda, fui: desde entonces, ¿puedes creer lo, muchacha? ni él ha sabido de mí, ni yo de él. se lo tragó la tierra.
ª río de buena gana.
aprovechó esta oportunidad ª , , como la llamaban, para demostrar que también ella tenía tan excelente memoria como su amiga:
— ¿y tú te acuerdas, , de aquel gigante que se exhibía en la calle de ’ ......
— vaya! interrumpió ª , me acuerdo tan bién, que me parece tener lo delante: alto, bien proporcionado, buen mozo... se llamaba.. espera.. espera..
— .
— mucho que sí; y era francés.
— ¿y los ? ah, qué diablo de hombres! mira, muchacha, se tiraban así, como unos monos. no sé cómo no se mataban diez veces a el día. y , que saltaba en la cuerda ni más ni menos que lo haría un buen bailarín sobre el mismísimo suelo?
— ¿y ? ¿y su señora? ¿y sus negritos?
— ah! ¿y aquella pantomima de y que hacía reír a el más serio?
— ¡cuanta diversión! por aquella época también existían los salones de el . a . ¡qué de luchas con la ! había partidarios suyos y de la otra que cantaba..... ¿cómo se llamaba, señor?..... me acuerdo. no se hablaba de otra cosa en la .
— ¿te acuerdas de la y ? ¿de y su globo , y de lo que les paso en el aire a aquellos que subieron con él?
aquí rieron todas las antiguas señoras.
— ¿y de el de la toma de en el teatro de ?
— ah! ya lo creo: fui a ver lo; tal parecía que estaba una en la guerra; los caballos, los sables, los cañones, los heridos, los muertos..... qué horror!
hasta entonces habían estado hablando ª , ª y alguna que otra vecina. casi todas se entusiasmaban con sus recuerdos y querían meter baza en la conversación, monopolizada siempre por las más locuaces o más gritonas.
la señora gruesa aprovechó un instante de silencio para probar que ella tenía también que decir:
— ¿y el polvorín?
— !
— yo añadió entusiasmada la gruesa señora, estaba comiendo y de pronto ¡pum! ¿qué es eso ?...... que la tierra estallaba, los cristales de mi casa saltaron, cayó la cal de las paredes y de el techo; el cielo se oscureció; mi corazón hacía así.. así...
— ay, señora dijo ª , qué recuerdo tan triste ha sacado usted; desde entonces creo que padezco de el corazón. yo vivía frente a el muelle y lo vi todo, porque precisamente estaba en una ventana mirando un buque que andaba por la . me dio un fuerte ataque.....
— bueno, chica, olvida te de eso, ¿a que no te acuerdas de el niño ?
— como si lo viera! demonio de muchacho! se torcía se retorcía, saltaba de silla en silla, se embutía en ellas, pasaba por entre aros pequeñísimos. era un elástico aquel chiquillo.
— vamos a ver, mentirosilla, ¿en qué teatro lo viste?
— , te digo que lo vi, en el teatro de el .
la cuadrilla que bailaban los jovenes debía terminar se ya pronto.
, que no formaba parte de los bailadores, se había ido aproximando disimuladamente a el piano. estaba ya en uno de los asientos más cercanos a él. podía ver lo con sólo volver muy poco la cabeza, y por cierto que, como esto no le costaba ningún esfuerzo o trabajo, la había vuelto muy a menudo con grande regocijo y satisfacción de el joven.
ª proseguía en tanto, sin atender ni a una cosa ni a otra, recordando sus pasados tiempos y experimentando cierta fruición cada vez que asentían sus amigas, o que a el disputar les la exactitud de una noticia, lograba ella convencer las con su admirable memoria.
sin embargo, la pregunta de ª sobre el niño había excitado dudas.
ª no estaba muy segura y seguía echando cálculos en voz baja; pero, disputó victoriosamente a su amiga el punto donde se daban las funciones de el niño .
ª insistió.
— ¿no sería en el teatro de ?
— no, hija; dispensa que te diga que estás confundida, lo que se daba en el teatro de era el ; tanto que mi marido me llevó allá dos veces, porque me gustó mucho la función.
— ah! ¿y usted ha sido casada, vecina? preguntó la gruesa señora, que no había desplegado sus labios desde que se desaprobó su terrible recuerdo de el polvorín.
ª se turbó mucho con esta pregunta, pero dominando se, contestó:
— sí, señora.
— y qué ha sido de su esposo, ¿murió?
— sí... sí, señora... murió... atinó a balbucear ª .
pero la verdad era, a pesar de esta afirmación, que ª no sabía a ciencia cierta dónde había ido a parar su marido. una vez le aseguraron que estaba en , otra que en , otra que en , y a todos estos puntos, y otros muchos más, escribió repetidas cartas, poniendo en todas ellas las palabras, pérfido, ingrato, cruel, inconsecuente, pero nunca recibió la más sencilla contestación.
un momento cesaron de hablar las buenas señoras: todas quedaron cavilosas. ª pensaba que había cometido una indiscreción en nombrar a su marido; y la gruesa señora se vituperaba su torpeza, creyendo haber estado curiosa por extremo.
la cuadrilla había terminado.
, aprovechando los asientos que dejaban algunos, a el cambiar de sitio para entrar en el baile o poner se de pie sencillamente, había logrado sentar se junto a el piano.
a poco conversaban animadamente y él.
en el terrado, y también en el comedor, había un compacto grupo de criados de ambos sexos, negros y mulatos.
los de la puerta de el comedor a la sala habían se colocado allí de propósito para servir de pantalla a otra cuadrilla que entre ellos se había improvisado.
tan solo dos de aquellos criados eran de la casa; los demás eran amigos, vecinos y conocidos, que sabiendo que en la casa de ª había reunión aquella noche, llegaron como por casualidad; pero la tal casualidad se hallaba desmentida por la profusión de lazos, cintas y moños que traían los pertenecientes a el sexo débil y la elegancia cursi con que venían vestidos los de el sexo fuerte.
entre los agrupados bajo el dintel de la puerta de el comedor se destacaba en primer termino la gruesa figura de el negro .
no faltaba quien desde la sala echase ojeadas a el improvisado baile de el comedor y de el terrado, por lo cual se decía por allí a boca llena, entre las criadas mestizas, que las blancas no bailaban con tanta gracia como ellas.
la mirada de el negro , brillaba aquella noche de siniestro modo: sus ojos no se apartaban de el piano.
observaba ávidamente a y a el joven , entretenidos en su inacabable conversación.
golpeaba maquinalmente el piano.
después que tocó la cuadrilla, se le acercaron muchos rogando le que tocara una danza, y ella les había complacido.
— ¿vas a seguir tocando toda la noche ?! preguntó, algo inquieto, .
la joven, con graciosa sonrisa, respondió:
— no, hasta que me aburra.
— pues me alegro; aburre te pronto.
— ¿por qué lo dices? ¿tan mal toco?
— tú no puedes hacer nada mal: tu gracia rebosa en todo: lo digo porque es justo que también bailemos nosotros dos ¿no es cierto?
hizo algunos remilgos como si se negara, pero bien comprendió que asentía.
ª notó aquella conversación tan sostenida y tan animada entre su ahijadita y el joven que le habían presentado poco antes.
su mirada experta le dio a comprender que entre los jovenes había una simpatía mutua sobrado elocuente.
púso se a observar los con todo disimulo para más; pero tuvo que atender a la señora gruesa que se abanicaba con más furor, pues tanta gente y tanta respiración acelerada por el baile, habían elevado algunos grados la temperatura de la sala.
y no era esto lo peor, sino que los malditos espectadores de la ventana estaban insoportables. a cada pareja de bailadores le habían puesto un defecto o un mote y cuando pasaban bailando cerca de ellos, todo era risas y bromas.
ª acabaría de seguro por cerrar la ventana y quizá por esto procuraba, con más ahinco, entretener la con su conversación la gruesa señora.
— ¿ha leído usted a , ª ? le preguntó.
— ¡oh, sí señora! ¿pues no había de haber lo leído? ¡qué libro tan gracioso! ¿y qué me dice usted de , señora? ya no se escribe así: hoy todo se vuelven novelas inmorales que atacan la religión, la sociedad, la familia.
— estoy conforme, dijo terciando en el diálogo otra señora que publicaba versos de pésames y de felicitaciones en la sección de comunicados de los periódicos y era tenida, por esto, en concepto de algunos, por insigne y sapientísima literata, sí, señoras, no solo está perdida la novela, sino el teatro. ya no se escriben zarzuelas como aquellas tan lindas que se cantaban en el teatro .
— muy cierto, asintió ª , allí vi yo el , y el , ¡qué graciosas, eh!
— ah! yo me moría de risa cada vez que veía aquellos tirando de la casaca de el y gritando le que la soltara mientras él se los sacudía con el tricornio como si fuesen moscas.
todas las buenas señoras se echaron a reír recordando escenas de las dos zarzuelas más populares de su época.
el baile continuaba muy animado, había concluido de tocar un vals y se retiró de el piano pretextando que se hallaba cansada.
en seguida se buscó otra tocadora, entre las muchachas presentes, que sustituyera a .
esta fue a sentar se a el lado de donde continuaron los dos el animadísimo diálogo.
poco después, entre el grupo de los bailadores, veía se también a y , que recibían gustosos las bromas de sus compañeros.
la joven bailaba divinamente, a juzgar por el voto de los espectadores de la ventana y alguno de los de el terrado.
— esa sí, decían por detrás de , esa sí que se conoce que tiene sangre de......
— chist, , alabado sea , qué lengua tienes.....
— ¿y qué, hija? ¿qué tiene eso de particular.....?
— ¿te callas, o me largo de aquí?
no bailaba mal tampoco; pero no obtenía en su favor ninguno de aquellos votos competentes.
ª ya no pudo resistir por más tiempo su curiosidad de informar se quién era el joven que bailaba con su hija, olvidando se por completo de la genealogía que antes le había colgado.
— ¡bonito muchacho! es un buen bailador, ¡qué bien se llevan y él! ¡parecen dos plumas!
estos fueron los únicos datos que pudo obtener ª y que, por cierto, no le sacaron de dudas.
el negro , con su rostro abotagado y torpe por la obesidad, dibujaba sus toscos perfiles sobre la blanquísima pared de el comedor. con mirada ávida seguía los movimientos y giros que en la danza ejecutaba . a veces sus manos se crispaban y apretaban con fuerza el espaldar de la silla en que se hallaba apoyado.
— pero, señor, exclamó ª ¿qué tendrá hoy que está tan emperrado?
y dirigiendo se a el negro, llamó:
— ven acá, .
el obeso negro atravesó la sala codeando se con los bailadores y fue a poner se de pie, con los brazos cruzados, ante ª .
— aquí tienes este negrito, .
la aludida alzó los ojos y los hizo girar en sus órbitas, tras aquellos grandes vidrios de sus lentes, como sí sus recuerdos fuesen algunas invisibles mariposas a las cuales era preciso seguir en sus revoleteos por toda la sala. pero nada sacó de este raro examen.
, grueso, fuerte como un roble, sin ninguna expresión en el semblante que indicara ingenio, agudeza o siquiera esa travesura propia de los negros de su edad, permanecía de pie, casi sin pestañear, ante el coro de señoras que rodeaba a ª .
— pues... dijo ésta convencida de que sus compañeras no acertaban, este negro, tan grande, que ustedes ven, llegó a mi casa así.
y a el decir esto, señalaba ª con la palma de la mano a una altura inverosímil sobre el suelo, la estatura infantil de .
— ustedes recordarán, prosiguió, que entonces vivíamos nosotros en la calle de la .
— muy cierto, afirmaron algunas señoras.
— ! qué horror! yo bien se lo decía a mi marido.....
ª detuvo su relato un instante alarmada por haber cometido de nuevo la indiscreción de citar a su marido.
luego prosiguió:
— desde que yo vi pasar aquellas máquinas, hijas de mi alma y de mi corazón, echando tantísimo humo, dando tantísimo pitazo, resollando como unos animales muy grandes, por frente a mi casa, no las tenía todas conmigo. cuando..... ¿quién les dice a ustedes, chinas, que una mañana, ay! sí de acordar me sólo se me estrepitan los nervios! oí un ruido tremendo, como el de cien cañonazos juntos, como el de otro polvorín: algunas paredes de mi casa y el techo de un cuarto alto se rajaron. me asomé a la ventana a ver qué pasaba, y vi que el frente de todas las casas estaba como acribillado a tiros y lleno de fango. algunos carriles arrancados, fuera de la línea, muy lejos. ¡la locomotora de , hijas de mis entrañas, había reventado! ¡qué susto! ¡qué angustia! hubo algunos pasajeros heridos. el maquinista , muchacho muy atento, muy honrado, muy querido de sus compañeros, el preferido de los viajeros de la línea que iba a la “ ,” estaba hecho pedazos; y de , el pobre negro fogonero, nada se sabía. yo no sé, hija, cómo no me morí aquel día: no pude comer ni dormir y me dieron ataques de corazón. por la tarde llegué a saber que el pobre fogonero había dejado un negrito de dos meses en el mayor desamparo. yo me compadecí tanto de él, que no pude menos de hacer una obra de caridad: recogí aquel negrito, que no es otro que este hombrón que tienen ustedes delante.
exhibido ya el negro , que a él se refería la historia de ª , contada en su presencia por la centésima vez, volvió a atravesar nuevamente el grupo de bailadores, inconmovible aunque tropezaran con él, y se colocó en su puesto de la puerta.
el gran reloj de pesado péndulo de el comedor, daba en aquel momento las diez.
ya había habido entre algunas mamas pronunciados deseos de retirar se, porque era tarde; mas ª había contenido o los impacientes con su amabilidad y con sus ruegos.
— vamos, concluya el piano y el baile, rogó ª , que ya hay algunas amigas que desean retirar se.
— espere, espere, no sea usted mala, ª , ¡una polka! ¡no; un vals! ¡no, una danza! ¡un danzón! y terminamos, disputaron alegremente los bailadores.
poco después pasaron todos a el comedor y se colocaron en torno de la mesa de los panales.
el negro , con un tradicional cucharon de mango de cedro que sostenía una nuez de coco muy bien labrada, sacaba agua de una tinaja de barro rojo cada vez que con el continuo llenar de copas se vaciaba el magnífico jarro de plata.
los limones abiertos en dos partes iguales eran exprimidos por monísimas manos y los panales se derrumbaban en el agua, figurando, en miniatura, esos grandes hielos flotantes que vienen de los polos navegando sobre el mar y que los cálidos rayos de el sol van derritiendo ni más ni menos que si fueran otros panales enormes.
— vamos! sin cumplimientos, , tome usted otra copa! ; vaya ese limón! ! obsequiaba infatigable ª .
y la algazara crecía. una muchacha hizo muchas lindas muecas, porque a el exprimir un limón le había caído el zumo en los ojos: otra se echó a reír enseñando dos hileras de dientes blancos, redonditos, esmaltados, porque la amiga que le quedaba a el lado le había asegurad o que el más limón de todos aquellos limones era su compañero de baile.
las señoras de alguna edad, sentadas lejos de la mesa, gozaban a el ver cómo se divertían los muchachos.
de y de nadie se ocupaba.... tampoco ellos se ocupaban de nadie.
habían hecho limonada en un solo vaso y se divertían en bebería los dos, uno después de otro, para adivinar se mutuamente los secretos.
ambos eran los que más se divertían y gozaban.
para que nada faltase, un joven, que hasta entonces había sido el más serio, el más tranquilo, el que más cortedad de genio mostrara, tuvo que subir se, entre empellones y ruegos, a una silla, e improvisar una poesía.
no hubiera necesitado él de tanto ruego, pues que en toda la noche, y aún días antes, se había estado mascullando, para su capote, aquella improvisación; pero, como era de rigor, no se atrevió a soltar la hasta que no se lo rogaron mucho y hasta que le dieran su permiso ? justa y los demás concurrentes.
empuñó una copa de limonada, vociferó como un energúmeno haciendo los más nerviosos gestos, y apuró a grandes tragos el contenido de la copa entre risas y burlas generales, sin que ni estas ni aquellas tuvieran nada de irreverentes a la fama justamente adquirida y reconocida de el popular vate, el cual parecía haber acaparado, para su uso exclusivo, todos los consonantes en ón y en ía.
no quiso ª que se retiraran sus amigas sin que vieran el altar que últimamente había hecho, por lo cual ordenó a que fuera a encender las velas.
— oh! ño te molestes, no te molestes, china, otro día lo veremos, arguían las amigas que ya tenían muchos deseos de retirar se.
pero el negro , gruñendo y soñoliento, se subió en la misma mesa de el altar y con no poca pereza encendió algunas velas.
era de ver a ª ir describiendo detalladamente todo el trabajo que le había costado tal o cual adorno e indicando minuciosamente todas las bellezas de el altarillo.
y hallaban se casi solos en el comedor y su conversación era cada vez más apasionada.
embebían se con sus miradas amorosas: prodigaban se sonrisas, frases de exquisita ternura, para protestar se su mutua y duradera pasión.
cuando concluyó de encender el altar y salió otra vez a el comedor, a el pasar por delante de y de , murmuró frases ininteligibles.
— ¿qué dice? preguntó .
alzó los hombros desdeñosamente para significar con esto que no debía tener ningún interés en averiguar lo.
por fin, se despidieron todos los visitantes.
indicó a que no se retirara el último, como deseaba el joven, a fin de no llamar la atención de ? justa.
y así lo hizo.
aquella fiesta doméstica, en la cual había reinado la sencillez, la confianza, realzada a más por la bondad de la dueña de la casa, llenó de regocijo algunos corazones y no pocas cabezas de risueños pensamientos: todos sentían que las horas de aquella noche tan agradablemente pasadas hubieran corrido tan pronto y abrigaban el pueril deseo de que corriesen más pronto aún los días que debían mediar hasta la otra reunión en casa de la amable ª .
y no dejaron caer aquella noche sus párpados, con tanta celeridad como de ordinario, a el acostar se.
uno y otro conservaban en su retina, como vivísimos resplandores de llamas que deslumbran, la encendida y modesta salita de la casa: sus adornos, sus muebles, las personas, y hasta el negro perfil de , sobre la blanca parecí de el comedor, en la cual se destacaba como dibujada por una línea de candente platino. aún en sus oídos repercutían las alegres tocatas de el piano. esforzaban se porque no se desvaneciesen tan pronto de su imaginación todas aquellas escenas que en torno de ellos se habían ido representando durante los momentos de felicidad que habían disfrutado juntos.
repasaban ambos en su memoria punto por punto las frases vertidas, las palabras dichas, los diálogos sostenidos. era una pugna tenaz entre su fantasía y su memoria y la realidad ya pasada que se apartaba, que se desvanecía, como si sus colores y sus ruidos, fuesen apagando se, esfumando se, desapareciendo, en fin, a medida que el tiempo transcurría. entonces ambos tenían un vago sentimiento de melancolía, de desaliento: ¿cuándo volverían a pasar de igual modo otra noche? ¿las circunstancias no serían ya las mismas? ¿por qué habría transcurrido aquella tan pronto?
ª sentía halagada su vanidad a el recordar el número y calidad de algunas personas que había visto reunidas, pocas horas antes, en su querida casita. su disculpable orgullo de buena mujer se sentía satisfecho a el considerar que su casa continuaba siendo el punto de reunión más animado y mejor de toda la cuadra.
también sonreía a el recordar los asiduos galanteos que aquel joven fino y de porte que revelaba su buena posición social, había prodigado a su ahijadita.
oh! dios no querría que su pobre y linda niña pagase la única falta de su vida cometida solo a impulsos de una pasión ardiente, sincera y única!
— ah! hombre despiadado, cruel, pérfido, inconsecuente, añadió en alta voz, nadie en el mundo te amará como te amé yo quisiera.... no, no, eso no..... interrumpió se. y dirigiendo sus miradas hacia una imagen sobre la cual vertía débil y vacilante claridad la mecha de aceite que ardía en el vasillo de cristal azul, se arrodilló en su lecho, se persignó y rezó.
y luego, con los ojos arrasados de lágrimas, añadió:
— no; no le deseo mal a nadie, ni aún a él mismo, causa de mi insegura situación y de la de mi hija querida.
fuera de la casita, la luna derramaba su espléndida claridad, plateando las olas de el mar, que semejaban fundido níquel.
en el comedor quedaban señales de la animación que en él había habido momentos antes, pues los rayos de la luna que por las rendijas de las persianas penetraban iban a iluminar el borde de algunas copas, haciendo las destellar y esparcir por todas partes como reflejos de aureolas de plata y de oro.
el negro , apoyado en una ventanilla sin rejas, y cuyo hueco no vendría a tener por ningunos de sus lados un metro de extensión, fijaba su mirada en la vasta e inquieta superficie de el mar.
quizá atormentaban a el mísero africano dolorosos pensamientos o ¡deas siniestras, pues sus dientes crujían, sus puños golpeaban el borde de la ventanilla y en sus ojos brillaban relámpagos de cólera.
luego pareció más tranquilo.
abandonó un instante la ventanilla y reapareció trayendo una caja de cedro que tenía sujeta, en uno de sus lados, varios resortes de reloj estirados: una marímbula, hecha por él mismo.
ató se después un pañuelo de en la cabeza, se sentó en el antepecho de la ventanilla con las piernas colgando hacia afuera y comenzó a hacer salir de su tosco instrumento extrañas combinaciones de notas, bárbaros ritmos, que melancólicos, tristes, lúgubres, gemidores, rosanaban en el silencio de la noche mientras los alambrillos vibraban retumbando confusamente en la caja de cedro.
como si aquella bárbara música conmoviese a , por sus mejillas, abultadas y negras como el ébano, rodaron un par de lágrimas.
otra reunión de igual índole, pero compuesta de sus elementos más aristocráticos, tenía lugar, a la misma hora que la que se celebraba en casa de ª , en un elegante edificio situado en distinto barrio de la ciudad.
las aceras de la vasta plazuela a que daba la fachada de bella arquitectura de aquel edificio, cuyas altas, ventanas derramaba caudales de luz, hallaban se llenas de lujosos trenes.
los cupés con sus techos de madera barnizada, pulida, y que destellaban la luz como grandes pedazos de ónix; las duquesas, las carretelas y victorias, hallaban se todos, unos tras otros, aguardando la hora en que volverían a ocupar los sus dueños.
la fiesta debía durar hasta muy tarde, porque los pajes y cocheros cubrían con manta de lana los caballos, que impacientes sacudían sus cuellos sin engallador y hacían resonar sus herraduras sobre el duro pavimento de granito.
algunos cocheros se colocaban cómodamente dentro de el coche, en el mismo asiento, aún tibio por el calor de el cuerpo de sus dueños y dueñas, estiraban sus piernas, apoyando sus grandes botas charoladas sobre el asiento de enfrente y a poco se echaban a roncar como unos benditos.
en lo alto de aquella elegante morada, en el balcón, veían se hombres que estaban allí como encogidos: parecía que las ropas que vestían se les había estrechado, pues andaban tímidamente de un lado para otro, también parecía que su voz se había apagado, pues hablaban con timidez y muy bajo. aquellos hombres, cuya silueta se dibujaba negra y raquítica sobre la bocanada de brillante polvo de oro que brotaba de lo interior de la elegante casa por sus ventanas espaciosas, eran los músicos.
sí; los músicos, que habrían de tocar sus instrumentos dentro de poco, pues el de el clarinete humedecía en sus labios la boquilla; el de el violón untaba de perrubia la gruesa ballestilla y la sombra de el magno instrumento, arrimado a la baranda de el balcón; iba a proyectar se borrosa, pero inmensa, en el suelo de la ancha plazuela, quitando la luz a tres cocheros, que puestas atrás las manos, muy inclinado sobre el cuello el sombrero de copa, ocupaban toda la acera y discutían con voz campanuda las riquezas, influencias, categorías y relaciones de sus respectivos señores.
dentro de la hermosa casa todo era iluminación, adorno, lujo, verdadera elegancia.
la escalera de pasamano de caoba tenía sus escalones de blanco mármol cubiertos por el centro con una alfombrilla roja, angosta como una cinta y que subía, quebrando se simétricamente de escalón en escalón, hasta el primer piso.
en grandes macetones, espejos, estátuas de guerreros cubiertos con todas sus armas y sosteniendo en sus manos, en vez de la antigua lanza, presta a hender el aire vibradora y a astillar se en mil pedazos en honor de recatadas y desconocidas beldades, un hueco tubo de gas, coronado por tres bombillos de colores. ¡oh ironía! aquellos guerreros puestos de tal suerte parecían simbólicos testigos sacados de las tinieblas de la edad media para que vinieran a presenciar, mal que les pesara, el adelanto de el siglo de las luces. por eso, inmóviles, calada la viscera, espada envainada, adarga a el brazo, resignados, cabizbajos, sostenían pacientemente, con sus manos forradas de manoplas, aquellos mecheros que repartían a el través de sus bombillos de vidrios coloreados, luces de distintos matices que destellaban acá y acullá, ora sobre el filo pulido de los marmóreos escalones, ora en los espejos, ora entre las hojas redondas de las palmeras de miragüano cuyos extremos caían con uniformidad y monotonía en perfectos semicírculos, como si su verdor o su savia se hubiesen congelado, formando estalactitas vegetales.
el alto vestíbulo, en el cual terminaba la escalera, estaba desierto; pero en el extremo de la galería que formaban sus elevados arcos sujetos por columnas de sencilla y severa arquitectura, entreveía se el comedor donde brillaba la vajilla de plata a la luz de los candelabros repletos de bujías y la de los mecheros de una lámpara de colgantes e inquietos prismas de cristal que lanzaban de sus facetas rayos de luz de todos los colores, matices y medias tintas, de magníficos arco-iris.
hermosas damas, cuyos hombros escotados y desnudos brazos daban realce a sus rostros ovalados en que se reflejaba todo el brillo y la alegría de una dorada juventud, eran servidas galantemente por los caballeros que tenían a el lado, pues los criados, correctamente vestidos con libreas verdes, no hacían otra cosa que cambiar los cubiertos y llenar las copas de vinos de color de ámbar y de rubí.
en aquel banquete no reinaba cordialidad ni franqueza, mas sí un trato de frases escogidas, engalanadas con giros retóricos y seguida cada una de un gesto o saludo muy frío.
era una reunión de buen tono: nadie hablaba más que con quien le quedaba a el lado, y aunque no de asuntos importantes, en lo que a su fondo respecta, cualquiera diría que se estaban tratando de asuntos gravísimos por la forma con que se los revestía.
estar callado y comer tan tranquilamente como todos los días, teniendo a derecha y a izquierda mujeres tan hermosas, tan discretas y locuaces, hubiera sido falta imperdonable. por eso murmuraban algunos y miraban sonriendo un par de señores muy gruesos que vaciaban serenos e indiferentes, sin ocupar se de nadie, sus platos llenos de apetitosos bocados que con prodigalidad se les servía.
, el dueño de aquella casa, ocupaba una cabecera de la mesa, y a su lado se hallaba , su esposa, una señora de aire distinguido y bastante hermosa.
miradas inquietas y gestos de impaciencia hacía cada vez que reparaba aquel puesto que quedaba a el lado de su sobrina , una joven de cabellera rubia, ojos azules, boca pequeña, bien delineada y de color de grana. era un ángel de candor aquella linda y agraciada joven. sonreía con dulzura a cada frase y hablaba con una sencillez encantadora. era uno de esos seres que no inspiran, que no pueden inspirar jamás sino una simpatía pura, ideal y que parecen creados para ser el encanto de cuantos tienen la dicha de conocer los y tratar los.
— ¡qué compañero tan desatento te ha tocado, querida ! dijo en tono de broma .
— ¡oh! quién sabe lo que le haya sucedido, respondió la joven tratando con esto de disculpar a aquel por quien se le preguntaba.
a le causó muy mal efecto la pregunta de su esposa y peor el tono con que la hizo.
cuando concluyó, en medio de el mayor orden, aquel convite de toda etiqueta en el cual no se notó más animación a el fin que a el principio, según de ordinario suele acontecer en fiestas de esta índole, se acercó a y le habló a el oído.
comprendía se que la conversación se refería a algún asunto enfadoso, pues los gestos amenazadores de iban acentuando se por grados.
pero las conveniencias sociales y su papel de anfitrión, le obligaron a fingir una amable sonrisa, y a dirigir se hacia la sala, en donde dos criados llevaban, dos grandes bandejas de plata y repartían oloroso café que humeaba en tacitas de blanca porcelana en cuyas paredes exteriores veían se enlazadas, con cifras doradas, las iniciales de el dueño de la casa.
los caballeros que fumaban se habían quedado en el vestíbulo o en la vasta antesala. unos formaban grupos; otros se paseaban solitarios; otros, recostados en la baranda de la escalera, componían se sus blancas corbatas de fina batista, mirando se en la luna de un gran espejo; y otros, en fin, entretenían se en observar las plantas de el patio de color verde claro por el exceso de agua y la casi ausencia de los rayos solares, pues, aunque caían casi a plomo durante todo el año, no podían cruzar a través de la copa de una gran acacia, que habiendo elevado su tronco para buscar aire y luz extendió luego sus vigorosas ramas hasta los cuatro aleros de el tejado que rodeaba el patio formando una especie de inmenso quitasol.
la luna se alzaba como dorada y grande hoz sobre aquel silencioso patio cubierto por aquel manto de verdura; y los pálidos y débiles rayos de el hermoso astro, parecían más pálidos y más débiles aun, mirados a través de el ramaje menudísimo de la acacia que por algunas partes también recibía la claridad de los mecheros de gas y de las bujías colacadas en los salones y sobre la ya abandonada mesa de el festín.
a poco, los músicos, que se habían trasladado desde el balcón a un tabique levantado provisionalmente en una de las ventanas que caían a la sala, comenzaron a templar sus instrumentos. el de el clarinete, inflados sus dos carrillos, como si bajo ellos tuviera metido un par de bolas, jugueteaba con sus dedos por toda aquella caña hueca, amarilla y barnizada, haciendo la resonar con rapidísimos trinos y agudas notas. el de el violón pasaba la ballestilla cargada de perrubia por las gruesas cuerdas de estirada tripa de ganso, que gruñían, rebuznaban, daban graznidos, en tanto que el músico, soplando se de vez en cuando los adoloridos dedos, hacía rechinar las clavijas que mantenían en tensión los bordones. el flautista, con sus ojos casi en blanco, y ladeada la cabeza, ponía la boca sobre la caña como un pez fuera de el agua y sacaba de el hueco palillo de ébano, lleno de llaves, dulcísimos sonidos. el de los timbales casi metía la cabeza en el terso cuero. todos, en fin, en su puesto ya, preparaban se a desempeñar lo más habilidosamente posible su oficio: estaban agradecidos a el dueño de la casa, porque les había repartido con generosidad sendos vasos de cerveza y mazos de tabacos que olían repetidas veces antes de guardáselos en el bolsillo.
cuando el muchacho mestizo, grueso, de aguda voz de tiple, una verdadera alhaja para cantar salves, letanías en los coros de las iglesias, hubo repartido a todos sus papeles y el director de orquesta, un negro muy alto, de cuellos muy blancos y muy tiesos, tan pelado a el rape que los perfiles de su cráneo excepcional se dibujaban perfectamente con sus agudeces y depresiones sobre el fondo claro de la sala, calando se un par de espejuelos de fuerte armadura de carey, empuñó la batuta y comenzó un variado rigodón.
en la sala, caballeros y señoras bailaban la animada pieza con toda serenidad y elegancia.
brillante espectáculo de aquella vasta sala de suelo de pórfido de variados colores, de paredes tapizadas por un papel rosa suavísimo y ornadas de cuadros de insignes pintores, en uno de los cuales se había invertido un verdadero capital.
por las abiertas ventanas de el balcón, según desde la calle se veía penetraban a ratos corrientes de aire que iban a hacer flamear las telas de encajes finísimos de las cortinas, en forma de pabellón, colgadas ante las puertas de los gabinetes.
todo era, a la porque alegría y gozo, distinción y comedimiento: ni un gesto desairado, ni la menor broma que desmereciese la cultura de cuantos se hallaban reunidos en aquella sala.
ª y estaban sentados en un sofá y tenían entablada discreta y agradable conversación con la graciosa y una señora anciana, madre de la joven.
ambas acababan de llegar de con el buen juicio de no haber gastado allí su capital, y ª no cesaba de inquirir sus impresiones.
y su esposa estaban encantados cada vez más con su sobrina .
— ¡ah! viene hecha toda una señorita. ¡nada, , estos muchachos nos están volviendo viejos!
— ¡qué disparate, hija! yo te encuentro lo mismo que cuando emprendí mi viaje, y hasta más gruesa: estás muy bien, muy hermosa, replicó ª , pero deja me callar, que no quiero dar cuidados ni celos a .
y todos rieron con esta broma de ª .
pero, aunque sonrió, pronto volvió a arrugar el entrecejo. estaba aquella noche sumamente incómodo.
el baile había llegado a el colmo de la animación. sobre el pulido suelo se deslizaban en los raudos giros de un vals las parejas ligeras, entusiasmadas, henchidas de goce y que parecían rodar sobre tenues nubecillas, o vapores opalizados, cuando las extensas colas de muselina de las jóvenes y bellísimas bailadoras se enrollaban y desenrollaban en las vueltas y revueltas de aquel ejercicio que teñía de carmín las mejillas de las mujeres y empapaba de sudor la frente y el cuello de los hombres.
la orquesta tocaba también a toda fuerza, a todo pulmón.
la atención de todos hallaba se reconcentrada, sumida, atraída, por el movimiento vertiginoso de la sala.
los oídos estaban aturdidos, dominados por aquellas raudas cataratas de sonidos diversos que vertía la orquesta colocada sobre el improvisado tabique de madera.
entonces, agazapado, disimulado, sin osar dirigir los ojos hacia la sala para que no tropezasen sus miradas con las de nadie, subió un joven la escalera principal, atravesó el vestíbulo y a pasos más que regulares, se internó en los corredores de la casa, desapareciendo a poco entre las sombras de una habitación interior.
desde allí se oían bastante claras las tocatas de la orquesta, cuyos instrumentos metálicos hacían vibrar los vidrios de toda la casa.
pero a el escondido joven apartaban le sus pensamientos muy lejos de allí.
la habitación en que se refugió debía ser la suya propia, pues se acostó tranquilamente en un lecho que en ella había.
y en breve, aquellas lejanas melodías de la orquesta que hasta él llegaban veladas, más que por la distancia, por las cerradas puertas, solo le servían como para mecer dulcemente su espíritu entre hermosos ensueños o para hacer más agradables sus recuerdos, más etéreas, más ideales, más inefables las imágenes que iba evocando su fogueada fantasía.
durmió se con apacibilidad profunda, y no supo a qué hora terminaron los ruidosos sones de aquella orquesta que a pocos pasos de él tocaba, ni tampoco a qué hora terminó aquel animado baile que extremecía el mismo pavimento donde descansaba en su lecho.
cuando despertó , que otro no era aquel joven que la noche anterior se había recogido en su habitación, ocultando se a las miradas de los que en la sala celebraban aquella suntuosa fiesta, eran ya pasadas las nueve de la mañana.
salió a el comedor, donde los criados enjugaban con paños de género burdo las porcelanas, cristales y cubiertos usados en el festín para guardar los en una gran alhacena de caoba, y se sentó en un extremo de la mesa.
a poco apareció una negra anciana, trayendo un tazón de leche y café y un par de bizcochos, todo lo cual colocó delante de ; quien comenzó a sorber se el contenido de la taza y a morder los bizcochos con suma pereza.
asomó entonces por una de las puertas de el comedor.
hubo de ver lo retratado, aunque bastante desfigurado, en la desigual superficie de el vidrio que cubría la gran alhacena de caoba donde guardaban la vajilla los criados.
y para disimular, vació café de la taza en el plato y casi metió la nariz en el líquido con peligro de quemar se.
pero ni esto le valió.
aquella silueta de , retratada con desiguales líneas sobre el vidrio, iba tomando proporciones alarmantes.
esto indicaba a , que no apartaba el rabo de el ojo de el vidrio, que el cuerpo aquel, cuya forma se delineaba vagamente en el cristal, se iba acercando más y más.
presto sintió el joven la caricia, entre paternal y ruda, de una mano que le alisaba los cabellos.
turbó se sobremanera, y su turbación creció a el oír:
— ¿dónde se nos metió usted anoche, caballerito?
seguía con la nariz casi metida en el café que contenía el plato.
— ¡vamos, hable usted!
— .. yo.. yo.. balbuceó, haciendo brotar burbujas de aire de el líquido como si fuera un verdadero pequeñuelo.
— eh! vamos, murmuró ; ya te estás pensando una mentira para salir de el paso.
— no; la verdad es que un amigo mío, un buen muchacho, que lo conozco desde el colegio, se empeñó en que fuera a su casa y allá me hicieron quedar hasta por la noche, aunque yo no quería, porque se celebraba su santo.
con haber preguntado a su hijo, que debe saber se que era el hijo mayor o primogénito de los esposos , cómo se llamaba tan querido condiscípulo y luego registrar el calendario, hubiera tenido conveniente prueba de el embuste.
para fortuna de , no le pasó por la mente esta idea a , el cual se contentó con echar le una severa reprimenda.
— ¿cómo se entiende, señor ? no sabía usted que , su bellísima prima, con quién ha jugado usted tanto cuando pequeño, acaba de llegar? ¿qué dirá? ¿así cumple usted con las personas que le quieren y a las cuales está usted en el deber de respetar, o por lo menos, de llenar las formas sociales?
hizo un imperceptible movimiento de hombros.
aquí sí que se incomodó .
— eh! repito, qué cómo se entiende! ¿no se le importa a usted nada? antes de haber hecho ese gesto debía haber se le caído a usted la cara de vergüenza. ¡digo! nada menos que ª , que le ha hecho a usted un vestido de para que acompañase a vestida de dama de la corte de en los paseos de ! ¡ah! qué ingratos son los muchachos! ¡cómo sé olvidan de todo!
sería el cuento de lo que dijo el justamente incómodo a su hijo mientras éste se entretenía en mirar se la nariz y los ojos en el espejo que formaba el plato lleno de café, que se iba enfriando, pero que no sorbía para evitar el tener luego que alzar la vista hasta el rostro de su padre.
prefería oír le sin ver le.
— no podemos seguir así de ninguna manera, señor . o varía usted de conducta, que por cierto hace algunos días no puede ser más digna de un severo castigo, o le mando a usted a el , para que allí, en un colegio donde no salga usted más que una vez a el año, le asienten esos cascos tan ligeros.
este fue el ultimatum de .
después tomó la escalera y bajó.
y pudo entonces sorber el resto de la taza de café.
cuando concluyó y alzó la vista, le acometió invencible tristeza.
¡siempre lo mismo! ya aquella casa le iba aburriendo sobremanera. su madre, recogida aún: sus hermanitos alborotando en la antesala con un enorme carro de ruedas, de madera ante el cual se disputaban a gritos su turno para arrastrar se uno a otro, riendo, pateando, y no pocas veces rabiando y llorando a más no poder; las cucharillas y tenedores que limpiaban los criados cayendo, como siempre, con monótono y chocante ruido en aquel cajoncillo de hojalata; el cochero allá abajo, en el patio, golpeando el suelo con la rasqueta y el cepillo para sacudir las crines de caballo adheridas a ellos; y aquella gran acacia extendiendo sus ramas por encima de el tejado cubriendo el patio como un techo irregular de vidrio verde trasparentado por los rayos de el sol.
se aburría soberanamente: y mucho más cuando su padre quería retener lo allí casi por fuerza.
¿qué haría la hermosa a aquella hora? ¡qué emociones las de la noche anterior! aún vibraban en sus labios todas las frases que había vertido, aún en sus ojos conservaba todas las imágenes de aquellas escenas de gozo y de alegría, con todo el colorido de la realidad.
después de todo, había sido más el susto y temor a la reprimenda que le dieran, que la reprimenda misma.
mucho tiempo hacía ya que su padre, considerando le como un hombrecito hecho y derecho, según a menudo le repetía, había suprimido en su régimen de educación las azotainas y pescozadas.
los remordimientos de conciencia que tenía por aquella inexcusable escapatoria, le hicieron temer que todo el camino adelantado se hubiese perdido por su poco juicio y que su padre habría de recibir le poco menos que a bofetadas.
pero como se ponderó a sí mismo el peligro y la severidad de el castigo, después de pasado éste, viendo que todo se había reducido a un razonado regaño, cobró más valor que antes y se prometió dar a su vida, en lo adelante, mayor independencia.
en estas y otras reflexiones hallaba se distraído el joven, cuando se entreabrió una de las puertas de los gabinetes y salió por ella, vestida con limpísima bata blanca adornada con rizados y bordados de valor, ª .
ya la esperaba , aunque a la verdad, no tan pronto; pero a el ver la se alegró. ¿también habría de regañar le? ¡pues cuanto más antes saliera de el paso, mejor!
— mío, ¿qué es esto? algún tiempo hace que estás desconocido, insoportable. noto que te vas despegando de tus padres. ¿qué te hiciste ayer? cree te que he sufrido un mal rato cada vez que veía vacío tu puesto a el lado de , tu prima, a quien ni siquiera has tenido la atención de irá saludar desde que llegó de . tu padre ha estado muy molesto durante la comida y toda la noche: ¿qué fue de ti, muchacho? ¿dónde te metiste?
aquí con alguna variación, balbuceó el embuste que antes había inventado para contestar tan satisfactoria y verosímilmente a su padre.
— eso no es cierto, interrumpió ª , antes do que su hijo concluyera.
— sí, mamaita, verás,...... replicó intentando continuar.
pero , con un gesto de dignidad ofendida, no le dejó proseguir.
— calla, niño, que no sabes en lo que te estás metiendo. nada ignoro: a una madre, a una persona que ama y se interesa con verdadero cariño por otra, rara vez pueden ocultar se le las cosas: lo que no alcanza a ver, lo adivina su corazón.
los dos quedaron un momento silenciosos: la madre miraba a el hijo llena de tierna compasión, y el hijo, ruborizado, por su descubierto engaño, no osaba apartar la vista de el suelo.
suspiró.
entonces aquella señora tuvo un arrebato de cariño maternal, tomó por un brazo a su hijo, le hizo levantar de el asiento y besando sus mejillas, finas y frescas como las de una mujer, estampó en ellas un par de besos.
— no seas tonto, niño; no vuelvas más allá. eso no te conviene: es gente que no te iguala.
se dejaba estrechar verdaderamente conmovido, pero nada dijo; sus labios continuaban contraídos y silenciosos.
— di, ¿me lo prometes?
y en vano aguardó contestación aquella madre cariñosa, por más que repitió tres veces sus preguntas.
continuaba con la vista fija en el suelo: comprendía que si sus ojos se encontraban con los de su madre, quedaría desarmada toda su obstinada reserva.
— está bien.... concluyó por fin , retirando se de el lado de su hijo.
un momento después bajaba la escalera . sentía se más fuerte, más hombre: su padre no le había pegado, según él había pensado; y su madre había concluido por suplicar le.
a el llegar a la primera meseta o descanso de la escalera, a el cual caía la puerta de las amplias habitaciones de el entresuelo, volvió a ver a su padre, metido,
como todos los días a la misma hora, tras de aquella débil reja de madera, a el lado de la gran caja de hierro, apoyados los codos sobre la carpeta, abismado, caviloso ante aquellas columnas de cifras que a un lado y otro de sus páginas, rayadas de azul y rojo, tenía estampadas el grueso y manoseado libro de las cuentas de el ingenio, echando siempre cálculo tras cálculo sobre los rendimientos de las zafras venideras y los precios que alcanzarían los azúcares.
y ante la débil reja de madera, sentadas pacientemente horas, días, semanas, meses, años, en aquellos bancos de rotos asientos de tejido de mimbres, llenando de mugre entre sus dedos callosos las libranzas que venían a cobrar, estaban, como siempre, el maquinista, el herrador, el carretero, el carpintero, el apoderado de el médico de la finca, el administrador cesante y otros empleados más.
todos resignados, silenciosos, embargados de profundo disgusto: no proferían, sin embargo, una queja. respetaban a , porque antes había cumplido siempre religiosamente con todos ellos; y ahora las circunstancias, la escasez de recursos, el aumento de precio de los brazos, y otras mil necesidades más que conocían ellos tan bien como él, les convencía de que no debían ser exigentes. aguardaban esperanzados, como si el maná debiese volver a caer de el cielo. y confiados en sus innegables derechos a cobrar, no querían apresurar la próxima e inevitable ruina de aquel hombre poderoso poco antes, y la de aquella casa, una de las principales de la .
¿qué podría arguirles que ellos, que acababan de salir de la finca cuyo estado de abandono por falta de capital les causaba lástima profunda, no supieran ya?
por eso no osaban molestar le más que de cuando en cuando. sólo se irritaban y hablaban destempladamente cuando no podían resistir las punzadas de el hambre.
entonces hacía el inmenso sacrificio de trasladar les la propiedad de las yuntas de bueyes, de las carretas, aperos de labranza, caballos de tiro, y otros enseres y ganado de la finca, que con esto iba decayendo más y más.
paseó su mirada indiferente y ligera ante el espectáculo que presentaba a aquella hora el escritorio de su padre, quizá por estar acostumbrado a ver lo de aquel modo todos los días y no ser por cierto cosa extraordinaria para él, quizá también porque ignoraba la cruel pugna que allí dentro existía entre el hambre, las consideraciones y el interés; bajó lo que faltaba de la escalera, tomó el camino de la caballeriza, ordenó a el cochero que ensillara su magnífico caballo negro y un momento después, estaba ya en la calle.
aquella mañana se levantó ª muy tarde; pero de buen humor: tanto, que no se incomodó notar que ni el comedor, ni la sala, tenían la más remota señal de haber sufrido la diaria limpieza.
aún no se había despertado el obeso cuyo mayor placer era dormir profundamente y roncar con estrépito.
allá se encaminó ª , atravesando el terrado, a el cuarto de el perezoso sirviente, golpeando le con fuerza la puerta y obligando le a contestar con chanzas, que maldito la gracia que hacían a , a lo menos a aquella hora, pero que excitaban una franca hilaridad en la buena señora.
por fin, gruñendo y a tientas se vistió , con las dos únicas piezas de su traje, camisa de listado y pantalón de , y dando traspiés a causa de la ceguera que le producían los radiantes reflejos de la luz de el sol que bañaban ya el blanco piso de el terrado, se dirigió, escoba y plumero en mano, a la sala.
el desorden de los muebles de la sala, las copas a medio vaciar algunas, y todas ellas llenas de pegajoso almíbar, hirieron le renegar de el trabajo y sentir más aún el reciente abandono de la cama.
lo primero que hizo a el llegar a la sala fue alzar la vista y ver su imagen retratada en un espejo.
allí estuvo contemplando se mucho tiempo con las manos puestas en la cintura, moviendo la cabeza y pensando todo un tratado completo de filantropía.
— ¿por qué había de ser negro? sí señor; ¿por qué?
y aunque así fuere, ¿todos los hombres no eran hijos de ......? ¿por qué no había de amar le a él, que era capaz de tirar se de el terrado a los picudos arrecifes de la orilla de el mar a cambio de un beso? ¡un par de besos en aquellas manos tan lindas......!
— qué! ¿te estas mirando en el espejo? por cierto, eres muy bonito! interrumpió bruscamente ª apareciendo bajo el dintel de la puerta de la sala.
, sorprendido, dio un salto nervioso, bajó la cabeza, tomó la escoba y regañando púso se a barrer de mala gana.
ª se dirigió a el comedor, se sentó en un ancho butacón de cuero, se caló un par de gruesos espejuelos de oro y lentes de mucho aumento, leyó en un santiamén las pocas páginas, impresas con caracteres grandes y gruesos como los de un método de lectura, de una novena dedicada a , arrimó un costurero de mimbres a su butacón, y se puso a coser y plegar adornos para un túnico de su ahijadita.
aquella mañana se sentía bien física y moralmente.
el aire fresco y puro, venía saturado de las emanaciones de el mar, el cual lucía como vasta superficie de zafiro mate a través de las débiles persianillas de el corredor.
también estaba el cielo azul, diáfano: la mirada se abismaba, produciendo inefable goce, en aquel otro océano de éter sobre el cual creía entrever ª las puertas tachonadas de brillantes y rubíes, las murallas almenadas y de maciza plata, las torres, los minaretes de la ciudad de oro guardaba por el fiel , y en tomo de la cual volaban, como grandes palomas aladas, las almas buenas y aquellos angelitos, espíritus puros sin cuerpo, y que por eso tenían tan sólo una cabeza y un par de alas.
ª gozaba.
su vida parecía haber se encauzado por la felicidad. todo en su redor participaba de aquel goce íntimo.
su casita, aquella querida casita, aseada, limpísima, arreglada y ornada toda por sus propias manos, y las de su ahijadita, parecía haber se convertido para las dos en un retiro dulce.
era un cúmulo de emociones gratas las que sentía donde quiera que dirigía la vista.
el canario, aprisionado en su jaula de alambre que imitaba un globo, no cesaba de cantar. los tomeguines, en otra jaula de cañas, saltaban pitando de un travesaño en otro. el hermoso gato de , enorme y blanco, como una gran mota de algodón, con sus orejas agujereadas y adornadas con dos lazos de cinta roja, saltaba de la mesa a el suelo para librar se de los mordiscos que le tiraba a las cintas y a el rabo un perrito galgo, muy fino, que no pudiendo alcanzar a su ágil compañero, aturdía la casa con sus ladridos.
y la hacendosa ? justa, a más de estar muy atareada con la costura de su ahijadita, afanaba se también en enseñar a un magnífico loro la letra y música de una guaracha de moda.
el loro, entretenido en mil volteretas que hacía en el aro de su gran jaula de hierro, no atendía mucho a su maestra; mas a veces detenía sus maromas; paraba se sobre la especie de té mayúscula de hojalata soldada a el fondo de la jaula, y contrayendo y dilatando sus pupilas rodeadas de un círculo amarillo y rojizo, hacía como si soltase grandes carcajadas y gritaba a que le diera su pan y chocolate.
— ¡es verdad! exclamó ª dando se una palmada en la frente, ¡si a este pájaro no le falta más que la figura para ser una persona racional!
y luego, alzando más la voz, añadió:
— hoy se ha trastornado todo: todavía no se les ha dado de comer a estos pobres animalitos.
como si hubiese entendido lo que estas palabras significaban salieron de un rincón los agudos chillidos de otro pajarraco.
— ah! ¿y tú, dónde estás cosa más mona? preguntó con cariñosa voz ª , abandonando la costura y poniendo oído atento a el lugar de donde salían los chillidos de el animal.
por fin atinó. dirigió se a un rincón de el comedor, y de entre varios muebles y objetos, que había agrupado allí confusamente el perezoso , sacó una jaula de forma que recordaba la de un tambor, alzó uno o dos de los gruesos barrotes de latón hueco de la jaula, e hizo salir de ella un pájaro de color esmeraldo, con el cuello rojo por su parte inferior y el pico tan bien pulido que parecía de marfil.
era un perico, que apenas colocó ª en sus manos, ayudado de sus garras y pico fue subiendo se por la manga hasta colocar se horondo y pintiparado sobre la cabeza, de la complaciente señora.
un hermoso guacamayo, cuyas plumas amarillas verdes, azules, rojas, lucientes, límpidas, brillaban como esmaltadas con los reflejos de el sol, miraba esta escena, desde un alto aro colgado de el techo con un alambre, y demostraba con sus furiosos graznidos la envidia que tenía contra sus favorecidos compañeros.
era una verdadera arca de aquella pequeña casa, como decía ª , apasionada por los animales, con mucho orgullo.
, gallinas rodeadas de polluelos, patos blancos y de plumas de colores múltiples que lanzaban reflejos de metálicos tornasoles, iban y venían, por el terrado y cuartos interiores, alborotando lo todo; pero no se atrevían a pasar más allá de el comedor, pues bien enseñados los tenía ª a fuerza de trapazos.
sobre todo un gallo grande, muy ronco, tuerto, había llevado tanto castigo por su temeridad, que cobró terror pánico a ª . apenas sacaba ésta de el bolsillo el pañuelo, apenas levantaba tan sólo un brazo, que el ronco y tuerto gallo, a el reparar aquellos movimientos de su dueña, se agachaba, se prolongaba, estiraba el cuello, abría las alas, como si quisiera aplanar las a el nivel de el suelo, y partía veloz como una flecha a esconder se tras de el primer mueble que su buena suerte le deparaba, en donde permanecía oculto hasta que alguna mano compasiva lo sacaba de allí, tirando le por la cola.
el cuarto donde dormía era palomar, gallinero y conejera: todo a la vez.
veían se allí dentro palomas torcaces y tojosas metidas en amplias jaulas, palomas comunes de pico corto, de cabeza negra como el ébano y cuerpo blanco como la nieve; de ojos de fresa, capuchinas, correos, una completa colección palomera que salían y entraban, a bandadas, en cuanto abría, todas las mañanas, los postigos de el cuarto, ensordeciendo la casa con sus molestos arrullos y aleteos.
en un rincón, dentro de un gran cajón de azúcar cubierto de varillaje, chillaban como ratones, pintados curieles que se multiplicaban hasta lo infinito, pues nuevos seres venían cada luna a aumentar los existentes en la caja y que, según aseguraba , que se pasaba horas enteras observando los con la nariz pegada a las varillas, nacían, vivían y morían comiendo, más que él mismo; sí señor; más que él mismo, que era cuanto había que decir.
un par de conejos de piel tan blanca y fina que mas bien parecían forrados de marabú, pasaban se el día saltando de un lado para otro con aquellos ojazos purpúreos como rubíes.
, y vivían en íntima y fraternal unión con todo aquel mundo irracional, y si bien alguna vez les molestaban con sus impertinencias, pronto se les pasaba el enfado. cada uno de ellos tenía predilección por alguno de los animalitos, que también les correspondía con inequívocas muestras de afecto.
era de ver el ruido que armaban los curíeles dentro de su gran caja de azúcar vacía, cada vez que el malojero depositaba la ración diaria en la puerta de la calle; y también eran de ver los saltos de los conejos y los agudos chillidos y aleteos de los graciosos periquitos de . abría la boca, daba a el aire las treinta y dos magníficas piezas de su dentadura, perfectamente encamada, y reía con toda el alma:
— ¡tragones! les decía.