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sería cerca de las nueve de la mañana. el sol bañaba las blancas y anchas losas de el patio, las plantas colocadas en grandes tinas de carcomida madera, las abiertas y extrañas hojas de una higuera de viejo y rugoso tronco y un frondoso granado, cuyas flores rojas a el recibir la luz lucían como grandes pedazos de coral.
había una tranquilidad absoluta en toda la casa: no se oía en ella el más leve mido que indicase la presencia de ser viviente; y quizá sería por esto por lo que la esplendidez de tan hermoso día no lograba quitar el seño de tristeza y desolación que tenían aquellas grandes habitaciones casi vacías, cuyas puertas caían con monótona uniformidad hacia el lado izquierdo de el patio, y estaban tan abandonadas y oscuras, que en medio de ellas iban a perder se los reflejos de las paredes secas y blanquecinas de el frente y los de las caldeadas losas de el suelo.
hacia el lado derecho de el patio una ancha escalera de descostrada piedra, embutida en la pared por un extremo, y con su balaustrada cubierta por las ramas de añosos jazmines y robustos rosales, conducía a un balcón que daba paso a dos amplias habitaciones altas de aspecto bien miserable en su parte exterior.
extraño conjunto, en verdad, el de aquella casa, que demostraba a las claras por su forma, distribución y enormes tejados ennegrecidos, donde crecían los hongos y los helechos, que pertenecía a otra época. y como para que resaltase más esta circunstancia, rodeaban a esta vieja casa otras de reciente construcción que parecían lucir altivas sus blancos muros, gozosas a el reflejar en las cupulillas de las garitas de sus azoteas cubiertas de vidriados azulejos la luz de el sol. las paredes de el caserón que describimos habían tomado ya el color gris negruzco que le dan esas vegetaciones microscópicas que a ellas se adhieren cuando se las deja mucho tiempo sin el blanqueo de la lechada, y que luego verdean, se hinchan, casi puede decir se que resucitan en cuanto las humedecen continuadas lluvias; las puertas eran de cedro, bajas, macizas, labradas pacientemente con minuciosa simetría, sin pintura, agrietadas hasta gran profundidad por el calor de los rayos solares; los techos oblicuos, inclinados, o mejor casi doblegados por el peso de las tejas: el tiempo había dejado impresas sus huellas indelebles por todas partes: donde había un huequecillo o una grieta, allí había hecho crecer las yerbas, allí había ahondado, cavado, como para ayudar la destrucción general; donde había un clavo, un canalón o cualquier pedazo de reja, se había complacido en manchar gran espacio con el rojizo color de el hierro; todo, en fin, parecía indicar que no era el dueño de la finca tan pobre que necesitase vender la, ni tan rico que sus recursos le permitieran recomponer la.
por las habitaciones vacías, oscuras y húmedas, corría ese hálito helado que se siente a el penetrar en todo edificio largo tiempo deshabitado. éste es el aspecto que presentaba, por la época en que comienza esta narración, aquella casa. en otros tiempos, ¡ah!, toda estaba animada, limpia, nueva, entibiada por el dulce calor de un hogar feliz. luego los años y los sucesos fueron cayendo allí como helados copos de nieve.
aquellas puertas de las habitaciones altas, a las cuales conduce la escalera de piedra con su barandaje cubierto por las bellas ramas de los entrelazados jazmines y rosales, están ahora cerradas. en otra época, sólo de noche se cerraban. y más tarde en las de luna, porque , hermoso joven de cabellos negros, grandes y rasgados ojos y complexión atlética, sentía vago e infinito placer a el contemplar los dos cuadros de luz que, en medio de las dos habitaciones, iban a trazar los plateados resplandores de el astro de la noche. y a medida que la una se alzaba, aquellos cuadros se iban prolongando, iban dibujando en el suelo el marco de las persianas y las siluetas de los muebles e inundando lo todo de plácidas penumbras.
si aquellas desvencijadas puertas se abren ahora, también se hubieran visto dibujadas sobre el suelo, en las noches de luna, las mismas figuras, también se hubieran iluminado las habitaciones de igual manera; pero los años, repetimos, han pasado, y si la luz y la posición de el astro de la noche en nada han variado, sí ha variado mucho, para , el modo de contemplar los. ya no es joven: el ardoroso fuego que en sus juveniles años sentía en su pecho, se extinguió para siempre; ya no acuden a su mente, batiendo sus alas sonrosadas, las ilusiones; ya no acuden a sus rígidos labios aquellas sonrisas producidas por la satisfacción con que hacían rebosar su alma los afectos, el cariño, la amistad, el amor; ahora todo esto se alza quizá ante sus enturbiados ojos como destrozados miembros de cínicos espectros sepultados entre transparentes masas de hielo y de nieve formadas en torno suyo por el soplo glacial de los desengaños.
ya no es joven : es un anciano de ojos hundidos, de pelo blanco, que baja en escasos y desiguales mechones, amarillentos por su extremo, hasta casi tocar le los hombros; su nariz se ha afilado; su descuidada barba ha crecido, aunque no logra ocultar las líneas perfectas de sus finos labios; sus manos robustas están ahora temblorosas, demacradas; y sobre la rugosa piel de su cuello se marcan como tirantes cuerdas los tendones.
en el hermoso día y a la hora a que nos referimos, estaba sentado el anciano, en medio de una de las altas habitaciones, en ancha butaca de cuero claveteada de doradas tachuelas. frente a él se abre una gran ventana defendida por rejas de torneada y dura madera y por la cual se divisa el cielo azul, luminoso, sereno; se ven las lejanas colinas de el puerto de la , en cuyas cimas suavemente onduladas se agrupan nubarrones cenicientos, orlados de nácar, sobre los cuales se destaca como un punto sombrío, la fea y oscura cúpula de la iglesia de ; y más allá asoman la de sus mástiles con oriflamas, banderas y gallardetes subidos hasta el tope los buques anclados cerca de los muelles. y por esta espaciosa ventana entran a intervalos bocanadas de aire fresco que mueven los cabellos de el anciano y el raído tapete verde de una mesa que hay a su lado, hacen volar a el suelo algunos pedazos de papel y empujan unas tras otras, rápida y ruidosamente, las hojas de un gran libro abierto.
penosa impresión recibe el que penetra en el aposento de . todo lo que hay allí es antiguo, usado, casi inservible. después de atravesar por la intensa luz que baña el patio, después de ver en él las verbenas, las vicarias, las rosas, el granado, vigorosos, llenos de exuberación y vida, de flores, de hojas, de guirnaldas que caen por el borde de los macetones hasta tocar el suelo, que asoman por los enverjados, que inclinan con su peso las ramas; después de ver las nubes tan blancas, el cielo tan azul, las casas nuevas que por ambos lados de la que habita se alzan, entrar en aquella habitación algo sombría, llena de viejos muebles y en la cual mora solitariamente aquel anciano, es como si se dejase un mundo y se penetrase en otro. y a el reparar todo lo que dentro de las habitaciones hay, asalta sin cesar la imaginación, la idea de que todo será deshecho, barrido, destruido, el cercano día en que no pueda usar lo más. aquel estante lleno de volúmenes gruesos, pintados de rojo en su corte, con el forro de amarillento pergamino taladrado por las polillas; aquellos rollos de planos, mapas, láminas, retratos; aquel cráneo; aquellos desvencijados globos astronómicos y geográficos, llenos de polvo, de insectos, de telarañas; aquel armario en que desordenadamente pone sus pobres ropas, aquellas sillas de caoba forradas de cuero rojo y bordeadas de clavos dorados; aquellos cuadros de anchísimo y abultado marco de oscura madera; aquellos folletos, manuscritos, cuadernos de memoria, líos de papeles, de cuentas, de cartas, todo, todo en fin, está como aguardando el momento en que el anciano deje de existir para abandonar el puesto, para derrumbar se y perecer cuando él perezca.
, desde su sillón, en que se hallaba sentado la mayor parte de el día, casi ciego ya, casi paralítico, entablaba a ratos mudos monólogos con todos aquellos objetos, compañeros suyos muy queridos, a quienes, durante toda su vida, sólo cortos días había abandonado.
¿qué pensaba ? ¿qué podría decir les? ¡ah!, algo quizá muy ridículo para quien lo oyera; pero no para él, porque estos mudos diálogos concluían por hacer rodar por sus mejillas abundantes lágrimas. era que en la forma, en las señales, en la posición de cada uno de aquellos antiguos muebles, despreciables para cualquier otro, estaban encerrados mil cariñosos, tiernos, dulces y tristes recuerdos para él. era que ya iba divisando entreabiertas las puertas de la tumba, y sólo por días, por horas quizá, podía medir el tiempo que de ellas lo separaban. ¡si aquellos objetos insensibles se hallasen siquiera un instante animados de un soplo vital; si pudiera ir cambiando con ellos las risueñas ideas que de otros días mejores acudían a su mente; si pudieran recordar le con más elocuencia los menores detalles de la vida de , aquella hermana querida, y de , a quien también amó tanto, tan bellas, tan risueñas, tan inocentes, y que, como para dejar grabados más profundamente aún en el alma recuerdos imperecederos de su bella imagen, descendieron ambas a el sepulcro en los albores de su vida! y tras este recuerdo, ¡cómo agitan, caldean y fatigan la mente de el pobre los recuerdos de los demás sucesos de su combativa existencia!
cuando está sentado frente a la ancha ventana y ve el sol suspendido en el espacio derramado por el mundo con su espléndida y hermosa luz la alegría; cuando nota que la brisa mueve las hojas de las higueras, las ramas de el granado, los tallos de las verbenas, florecidos, llenos de retoños nuevos: cuando ve el cielo azul, sereno, tan azul y tan sereno como se gozaba en ver lo en los primeros años de su vida: cuando observa allá, en el límite de el horizonte, sobre las lejanas colinas, las nubes semejando enormes grupos de granito o jaspe, cuyas movibles transformaciones le divertían y le abstraían tanto siendo muy niño aún; cuando comprende, en fin, que la naturaleza toda aparece exuberante, brotando vida por todos sus poros, y sabe que de esos efluvios de vida ya nada podrá tocar le a él, que ese vigor no podrá reanimar lo, siente dolor profundo, a pesar de todos sus desengaños y de todas sus tristezas. ¡amó tanto la naturaleza! ¡tanto gozó con sus perennes y mudas bellezas! y piensa el pobre que el cielo seguirá tan puro y tan sereno; que las nubes seguirán levantando grupos sobre la cúspide de las lejanas colinas; que las ramas de el granado se poblarán de nuevas hojas; que la higuera seguirá dando frutos; que las verbenas brotarán todos los años y rodarán sus matizados festones por el borde de las tinas: ¡ah! también esa brisa que ahora mueve su encanecida cabellera y refresca sus sienes ardientes por los recuerdos que en tropel acuden a su memoria, agitará la llama de los cirios, lanzando sobre su túmulo, inquietos, amarillentos y tristes resplandores.
aquel día también pensaba así el anciano y se cuidaba muy poco de las hojas de papel que el viento hacía volar por el suelo y de que se perdiese la página marcada en el libro abierto sobre la mesa.
y hubo un instante en que ocultó su rostro entre las manos, cerro sus ojos, y le pareció ir viendo desfilar en vertiginosa espiral, como vistas de inmenso y desvanecido panorama, todo cuanto le había ocurrido en los días de su vida.
después irguió lentamente la cabeza; de lo más profundo de su pecho salieron amargos sollozos...
¡y lloró!
paseó su vista luego en redor suyo, fue fijando la con atención en los más minuciosos objetos, en los cuadros, en los libros, en los herrumbrosos clavos, en las cintas y ramillas y flores secas colgados de ellos; se levantó con mucho trabajo de el sillón, se acercó a un ancho y pesado escritorio de caoba, abrió una de sus hondas gavetas, cortó la punta a dos plumas de ave, sacó de el tintero, convertida ya en masa solida, la tinta, echo tinta nueva, ordenó varios cuadernillos de papel, y quedó largo tiempo con los ojos dirigidos hacia el ancho hueco de la ventana, como si quisiera escudriñar por allí las profundidades de insondable y oscuro abismo.
— oh, mío — sollozó —, cuán feliz sería si pudiera trasladar a estas blancas páginas todos los cariñosos afectos que han emocionado mi corazón, todas las ideas que bullen en mi mente, mis deseos, mis ansias, mi amor a todos los hombres, lo que he sufrido con las decepciones, amarguras y desengaños, para que fueran la explicación de mi oscura y apartada vida, que tradujeran lo que por mis actos exteriores jamás pude traducir, para que quizá, ¡cuando muera envíe hasta mi tumba, el que las lea, una frase de amor y simpatía!... ¡imposible! ¡mi pluma torpe y nunca usada no podrá traducir lo que mi mente encierra, lo que mi pecho guarda, porque con signos materiales no pueden marcar se las emociones que reciben esas delicadísimas y ocultas fibras de el corazón! mas quiero gozar me en ir trasladando a estas páginas algunos recuerdos de mi vida; serán como el desvanecido perfume de las flores que embalsamaron el aire en los hermosos días de mi juventud, serán como el narcótico que produzca en mí el hastío de el vivir y me haga llegar insensiblemente hasta el seno de la muerte: quizá, cuando estas páginas sean leídas, se escape de algún pecho humano triste y tierno lamento que llegara como dulce y apagado ruido hasta mi solitario sepulcro e interrumpirá por un instante, como armoniosa nota, el eterno gemido de la brisa entre las ramas de los sauces y de los abetos que den sombra a mi tumba, cubierta por el romerillo y por la grama en cuyas flores vengan a posar se, cortos instantes, las lindas mariposas tras de las cuales corría, con todos mis sentidos embargados por los bellos colores de sus alas, en los días de mi infancia...
— ¿qué escribiré?... no lo sé... iré apuntando en estos blancos pliegos mis recuerdos conforme acudan a mi mente.
después que dijo estas frases, sujetó sus sienes con la mano izquierda, mojó la pluma, la puso en una esquina de el pape colocado oblicuamente sobre el escritorio, y a el cabo de algún tiempo, comenzó a trazar con creciente y febril actividad las siguientes líneas:
¡ah! mucho tiempo ha pasado, y aún acuden en primer término a mi memoria y con sus más insignificantes detalles, los penosos recuerdos de aquella triste mañana de el mes de febrero de 1833 en que murió mi hermana; aquella mañana en que cambió de aspecto para mí el mundo, la existencia, mis ideas; todo, todo pareció trocar se adversamente, cuando , como blanca y pura azucena, que arrancada de el tallo que la sostiene, rueda por los suelos a impulsos de traidora ráfaga, doblegó su cabeza, nos dio la postrer despedida, con casi imperceptible voz, y luego sólo quedó entre nuestros brazos desfallecidos por el dolor, ante nuestro pecho conmovido por profundísima aflicción, ante nuestros ojos nublados por las lágrimas, su hermoso cuerpo, frío, sin vida ya, desfigurado por las huellas con que marcaba a sus víctimas aquella funesta epidemia, que tanto pavor infundió en la .
¡qué indescriptible pesar se apoderó de mi alma en aquel inolvidable momento! ¡cuántos encontrados pensamientos religiosos e impíos, morales y depravados, hacían cruzar por mi mente la desesperación y la forzosa conformidad!
entre mis brazos tenía el cadáver de , su hermosa cabeza oprimía mi pecho, y mis lágrimas caían y rodaban sobre sus largos y poblados cabellos, que bajaban por los dos lados de su esbelto cuello y cubrían su casto seno. mis otras dos hermanas, y , estaban abrazadas a el yerto cuerpo de , cuyas puras formas se delineaban sobre las blancas sábanas que bajaban en prolongados pliegues hasta tocar el suelo. yo oía el amargo llanto de las criadas, de mis hermanas; sus sollozos me conmovían más, y sin embargo, a ratos no sé por qué extraña influencia sonreía nerviosamente como un insensato.
y era que no podía creer lo que presenciaba; me parecía ser, en aquel instante, juguete de horrible pesadilla. ¡ , a quien amaba con todas las fuerzas de mi corazón, a quien tenía el más puro e intensísimo afecto; , que era la vida, la alegría, la animación de nuestra casa, el encanto de mi padre, de mis hermanas y el mío, la tiranuela que con sus dulces sonrisas nos sometía a su voluntad; , a quien habíamos visto dos días antes llena de vida, de inocencia, de ilusiones; a quien habíamos contemplado en aquel mismo aposento iluminado por la suave luz de una lamparilla, oculta tras una pantalla de blanca porcelana, mientras dormía tranquila y reposadamente; , aquella hermana a quien besaba la frente todas las noches... ¡estaba muerta! ¡ muerta! ¡muerta, sí!, parecían decir me en mis mismos oídos y entre agudos zumbidos hados infernales.
pero, ¡muerta en aquella mañana hermosa en que el sol penetraba por las rejas de las ventanas como todos los días, en que cantaba en su dorada jaula el canario que ella bañaba y que con tanto cariño cuidaba, en que estaban cargadas de fresco rocío las dia me las, las rosas, los jazmines, las albahacas, verbenas y vicarias que ella regaba y arreglaba con tanto esmero todas las tardes, en que estaba impregnada la atmósfera de el patio por las aromosas emanaciones de las flores y de las hojas, en que los gorriones retozaban alegremente en las últimas ramas de el ganado cargado de frutos, de flores rojas, de verdes y frescos retoños, en que el cielo estaba azul, trasparente y cruzado por inmensas nubes blancas y resplandecientes, no; imposible, no podía ser!
¡que hubiera durado toda una eternidad el inapreciable instante en que el mismo horror de aquella terrible realidad no me permitía dar le crédito! pero los sollozos, las lágrimas, los lastimeros ayes de mis hermanas pudieron más que todas mis ilusiones y me hicieron comprender a el fin, llenando me de espanto y de desolación, la abrumadora realidad! ¡ había muerto, sí! ¡allí estaba, muerta sobre aquel mismo lecho en que tantas veces habíamos oído su dulce respiración cuando dormía, sobre aquel mismo lecho cerrado por trasparentes cortinas llenas de cintas y lazos hechos por ella misma y que tantas veces habían recibido su última mirada a el dormir se, su primera mirada a el despertar!
copioso llanto brotaba de mis ojos: el alma parecía escapar se me a pedazos con los sollozos; sobre mi pecho sentía el peso de todo un mundo.
con mis dos manos cogí las sienes de , que aún no había enfriado completamente el helado soplo de la muerte, separé su abundante cabellera e imprimí en su blanca y tersa frente un triste y último beso. ¡ojalá hubiera podido verter sobre el inaminado cuerpo de mi hermana todos los raudales de pesar y de dolor que se desbordaban en mi alma! ¡ni aun esa extraña satisfacción me quedaba!
mas era necesario mostrar fortaleza, resignación, valor ante mis otras dos hermanas; era necesario vencer me a mí mismo; reconcentrar el pesar dentro de el alma; secar mis lágrimas; contener los arrebatos a que me sentía arrastrado por el dolor de contemplar aquellos ojos opacos, cerrados ya y que jamás volverían a dirigir me como antes, tiernas y cariñosas miradas; era necesario en fin, hacer una de esas heroicidades que pasan inadvertidas para todos, que nadie conoce sino nosotros mismos y que luego hacemos objete de nuestro propio asombro durante toda nuestra vida.
coloqué la pálida cabeza de mi hermana sobre la almohada, plegué sus labios entreabiertos por una sonrisa de ángel, alejé casi a la fuerza a mis hermanas y de el lado de el cadáver y con voz que me estremeció a mí mismo, dije:
— ¡cumpla se la voluntad de !
¡cuán huecas resonaron esta vez en mis oídos mis propias palabras! más que de mis labios me pareció que salían de algún vado cráneo.
hay en la existencia horas tan penosas que a el cabo de algún tiempo parece un sueño cuanto en ellas ha ocurrido, pero son por desgracia tan reales, dejan tan profunda huella en el alma, que a poco que se fije nuestra atención, a pesar de esa vaga incertidumbre que las rodea, se presentan en nuestra fantasía, acuden a nuestra memoria con tan minuciosos detalles como si nos hubiera sucedido todo el día anterior.
y esto es lo que sucede en este instante. aún estoy viendo cómo daba el sol aquella triste mañana en la luna de el tocador de . los rayos solares se quebraban en el espejo e iban a iluminar luego un corte de vestido de muselina rosada que se ocupaba en coser por aquellos días, puesto sobre una cesta de mimbres de tres pies y cuyo fino tejido y adornos se dibujaban en la blanquísima pared. aún me parece ver cómo los soplos de la brisa inclinaban las ramas de ese mismo granado que crece lozano allá abajo en el patio. aún me forjo la ilusión de que soy joven, de que no ha muerto mi hermana, de que todo está como estuvo, que nada ha variado...... lo que en estos inapreciables instantes llena de pasajero placer y gozo mi alma es después tan sólo, fuente de dolor y de lágrimas.
aún parece me que estoy presenciando lo que pasó en el resto de aquel aciago día.
muy expresivo era el dolor que mostraban mis hermanas; pero no eran sus lágrimas y sus sollozos de desesperación, no; lloraban con ese llanto dulce de las almas tiernas, pacíficas y religiosas, que acatan resignadas los preceptos de algo superior a ellas en bondad y sabiduría, y que confiadas en consoladoras doctrinas no ven en la muerte más que dolorosa y momentánea separación, a la cual, sin embargo, no pueden acostumbrar se. ¡feliz mil veces yo si hubiera podido acariciar tan halagadoras ideas! pero no, dominado por el pesar, se helaban todos mis pensamientos con la frialdad de aquel cadáver que contemplaba.
trajeron un ataúd de caoba forrado de seda blanca con labores y ornado de encajes por su parte interior; las criadas lo colocaron en dos sillas. mis hermanas vistieron a con un hábito de la virgen de las , que cortaron y cosieron ellas mismas, empleando los avíos de costura de . ¡quién pensara tres días antes que aquellas tijeras con que cortaba su túnico de muselina rosa pálido, colocado sobre el cesto de mimbres, que aquellas agujas que aún conservaban hebras ensartadas por ella, que aquellas mismas cintas, iban a utilizar se en su mortaja!
la tendieron en la sala. mis hermanas cortaron todas las flores que había en las tinas y macetones de el patio y las esparcieron sobre el túmulo.
a las doce entró el médico: era la única persona que traspasaba los umbrales de nuestra puerta desde el día en que se enfermó mi hermana. ante el pavor que infundía la epidemia, se deponían el afecto, la cortesía, la amistad. hasta las personas más allegadas nos abandonaron por completo. el médico nos aconsejó mil precauciones que le agradecimos sinceramente, pero que apenas pudimos entender, pues no podíamos aceptar nada que nos privase de el triste placer de estar cerca de nuestra pobre hermana durante aquellas últimas horas.
el médico se despidió de nosotros para ir a visitar en otras casas otros enfermos, otros cadáveres quizá. ¡qué día tan triste! yo, vestido de negro paño, me paseaba de extremo a extremo de el patio, y cuando volvía sobre mis pasos, veía por entre las puertas de los cuartos parte de el túmulo de , sobre el cual derramaban los cirios una claridad de tinte indefinible, lívido, extraño, más extraño aún visto desde aquel patio inundado plenamente por la claridad de el sol. ¡qué sello de melancolía suprema lo marcaba todo! todavía parece me que sube hasta aquí, desde la sala, el olor que esparcía la cera, mezclado con el de las marchitas flores; todavía parece me que oigo el monótono chisporroteo de las hachas y el repetido golpe que daban sobre el ancho metálico borde de los candeleros las gotas de la derretida cera.
un hastío, un desfallecimiento, una desanimación y un deseo de recostar mi cabeza en el túmulo y llorar mucho sobre él, se apoderaba incesantemente de mí. entonces palidecía, recordaba que mi padre nada sabía de lo que pasaba, y este segundo pesar tan intenso lo apartaba de mi imaginación, distrayendo me en cortar maquinalmente ramillas de albahaca que colocaba sobre la alfombra de el túmulo. mis hermanas, por delicadeza de sentimiento, por no afligir me o desesperar me más, no habían hablado de este asunto. yo comprendía toda la delicada ternura que envolvía esta reticencia y tampoco me sentía con fuerzas suficientes para evocar en alta voz el recuerdo de mi padre. otra desgracia presentíamos quizá y no queríamos acumular la a la que a la sazón lamentábamos.
¡mis otras dos hermanas; mi padre! sentía crecer infinitamente el cariño hacia ellos; sentía que los lazos de el afecto iban a unir más y más nuestros corazones. a veces me sentaba a el lado de y , estrechaba sus manos y aliviaba mi dolor a el prodigar les consuelos, a el predicar les esperanza, resignación, y a el secar con mi pañuelo húmedo de lágrimas, las que empañaban sus hermosos ojos.
severas disposiciones se habían dictado con objeto de que los cadáveres de los epidemiados se enterrasen inmediatamente, así es que las cuatro de aquella misma tarde, era la hora señalada para el entierro de . sólo habían acudido a la invitación el médico y un sacerdote que había tenido mucho afecto a mi hermana.
el sol bañaba con luz dorada todo el vestíbulo e iba a dibujar las últimas ramas de el granado, agitadas por el retozo de los pájaros, sobre la alfombra negra que cubría el suelo, a los pies de el túmulo de .
el reloj de el comedor dio cuatro toques con aquel mismo timbre que tantas veces había oído, sentado a la mesa después de comer y a el lado de mis tres hermanas. ya una de ellas no volvería a oír lo más; por eso aquellos cuatro lentos toques resonaron en nuestros oídos bien lúgubremente. era ya hora. los sollozos de mis hermanas y los míos se unieron a el ruido sordo de los martillazos con que clavaban la tapa de la caja. allí dentro debía quedar encerrada para siempre , quizá también las últimas miradas que le dirigimos. las huellas de el terrible mal, por reacción inexplicable, habían desaparecido. mi pobre hermana estaba pálida, pero hermosa: algunos de sus cabellos asomaban por los bordes de el hábito, haciendo resaltar la blancura mate de el rostro. parecía dormida. y llevaba entre sus rígidas manos cruzadas, ramos de verbena, de jazmines y una rosa de ese rosal que aún sube por la baranda de mi escalera y que ella misma me había ayudado a sembrar.
rogué a el sacerdote que se quedase acompañando a mis hermanas, mientras el médico y yo seguíamos el cadáver hasta el cementerio.
dos quitrines había a la puerta de nuestra casa, además de el carro fúnebre. el médico ocupó un quitrín y yo el otro. emprendimos nuestra marcha; tomamos por la calle de ’ y por el camino obtuve la triste convicción de que no era sola mi hermana la joven que se sepultaría aquella tarde: numerosos entierros de niños, ¡ay!, de niños que vivieron lo que las flores, de adultos y de ancianos, seguidos en su mayor parte de muy pocos acompañantes, nos interceptaban el paso a cada momento y sus quitrines marchaban a la par que los nuestros.
salimos a las afueras de la ciudad por la . ¡cuántas veces en la misma volanta en que yo iba a la sazón, había pasado , alegre, risueña, henchida de salud y de vida, acompañada de mis otras dos hermanas, bajo aquellos arcos de piedra, para ir a el paseo de el !
nuestros carruajes atravesaron el puente de madera, levantado sobre los fosos, cubiertos de verde grama y llenos de charquillos de agua.
los macizos y grises muros que defendían por aquella parte la ciudad, llenos de arbustos, trepadoras y yerbas que crecían entre las anchas junturas de las piedras; los álamos sembrados en cuatro hileras en el paseo de el ; las palmeras, los abetos y los coposos almendros de el jardín botánico que se extendía desde el campo de hasta los terrenos que hoy ocupa el teatro de ; los grupos de altísimos cocoteros que ocupaban los solares despoblados de el otro lado de el paseo; el mar inmenso, azul, que servía como de fondo a tan agreste paisaje; el sol lanzando sus rayos oblicuos y débiles ya a la muralla, señalando una línea de luz sobre la superficie de los cañones que asomaban su oscura boca por entre las almenas; los carros fúnebres de madera pintados de rojo, en que conducían los infelices presidiarios, a los coléricos pobres los cuales eran enterrados en horroroso montón en una zanja cavada cerca de las faldas de la colina de el castillo de el , todo esto pasaba ante mis ojos, llenos de lágrimas, de un modo borroso, vago, como si a el morir , todo aquello hubiera cambiado para mí de color y de forma.
el paseo de el , tan concurrido por las tardes algunos días antes, tan alegre, estaba ahora cruzado por los entierros, ¡cuántas veces recostado yo en el tronco de los grandes álamos iluminados en lo alto de sus copas verde claro por la rosada luz de el sol poniente, había visto cruzar a mis tres hermanas, tan bellas, tan risueñas, con sus trajes escotados, el pelo recogido en dos hermosas y negras trenzas, sentadas en la ligera volanta cuyas grandes y barnizadas ruedas reflejaban vívidamente la luz y levantaban nubes de polvo! ahora no; aquel paseo estaba solitario, triste, el polvo era levantado por las ruedas de los carros fúnebres; los árboles no movían tan alegremente sus hojuelas, ni era tan grata la algarabía que entre el ramaje formaban los pájaros, como en ¡as tardes en que aquella ancha vía se llenaba de quitrines y caballos, en que paseaban lujosas damas y apuestos galanes.
seguimos por la calzada de . el sol, bastante elevado aún sobre la superficie inquieta de el mar, se reflejaba en él, inundando lo de luz. allá, a lo lejos, en un pequeño cabo de negros arrecifes se destacaba sombrío, sobre el fondo deslumbrador de el agua, el pequeño torreón de ; un poco más a la izquierda dibujaban sus tejados sobre el azul cielo el y la .
nos acercamos con rapidez a el . ya se veían sus altos almendros y cipreses iluminados de un lado y sombríos por el otro.
a el fin nos detuvimos ante la verja de hierro de la portada de el cementerio. en nada podía fijar me entonces: una inmensa tristeza que no aliviaban ni mis lágrimas ni mis sollozos, casi me quitaba la conciencia de mi ser.
¡ah!, todo estaba empañado por mi llanto y todo se fijaba en mi retina de extraña manera. los nombres de y , y la fecha 1805 escritos sobre la pequeña portada; los grandes almendros que formaban con su ramaje bella bóveda de verdor trasparentada por la luz, la cual caía tamizada sobre el sarcófago de mi hermana, volviendo lo más triste, más lúgubre; los jardines que llenos de plantas aromáticas y de matizadas flores se dilataban por ambos lados de el tramo de la entrada. y allá en el fondo, por entre las rectas hileras de altísimos cipreses, a el extremo de uno de los brazos de la gran cruz que formaba el embaldosado camino interior de el , a el final de aquella
barandilla de oxidado hierro coronada de esferillas de bronce, cubiertas de verdín, estaba la severa capilla cuyo frontis triangular, rematado por una cruz sostenían cuatro columnas. en su interior los pinceles de y de , que murió un mes después, en marzo y fue sepultado cerca de mi hermana, habían trazado ocho hermosas matronas, que con sus ojos vendados y el vaso de la amargura entre las manos, simbolizaban el dolor, y el cuadro de la . el altar de tosca piedra figuraba un sepulcro; tras él, sobre pilastras doradas y unas pequeñas gradas, también de piedra, un de marfil, con su pie apoyado en áspera roca, dibujaba su silueta rígida sobre el fondo negro de la cruz de madera que lo sostenía. una lamparilla de aceite, ante una imagen, mezclaba ya su luz vacilante a la moribunda claridad de la tarde, que entraba triste, lúgubre, por los medio puntos de la capilla cubiertos de vidrios azulados.
entramos. sobre una modesta fosa colocaron el féretro de mi hermana, lo rodeaban seis velones de cera cuyas llamas hacía flamear el viento. y allá afuera gemía, lloraba la brisa entre el ramaje de los abetos. pronto la gruesa voz de el anciano capellán y la dulce y fresca de el monaguillo entonaron en plañidero tono la salmodia de los difuntos. ¡ah, cuán difícil se me hacía creer todo aquello, a pesar de estar lo presenciando! ¡ encerrada en aquella oblonga caja de siniestras formas! ¡mi pobre hermana, tan llena de vida y de hermosura dos días antes!
a el terminar su cántico, tomó el sacerdote un hisopo de plata y roció el sarcófago: algunas gotas de aquella agua mojaron mis manos y mi rostro.
y otra vez volví a ver en hombros de aquellos robustos negros vestidos con rojas casacas galoneadas de oro, el féretro de mi hermana. aún parecía que vagaban en la bóveda de la capilla y que se iba extinguiendo fuera de ella el rezo de el anciano sacerdote y de el niño acólito: aquellas dos voces, temblorosa y grave la una, aguda y firme la otra, se armonizaban tan tristemente, tan grabadas quedaron sus notas y su timbre en mis oídos, que continuaba oyendo las, y aun ahora mismo, a el cabo de tantos años, tal parece que las escucho como las escuché aquella inolvidable y desgraciada tarde. mientras andábamos resonaban sordamente nuestros acompasados pasos sobre el abovedado terreno y las yerbas crujían bajo las suelas de nuestros calzados. en lo alto, entre los cipreses, se oía alguna vez el aleteo y el chillido agudo de las lechuzas.
también llegamos por fin a el último lugar, aquel en que debía reposar eternamente . era un hueco cuadrado, húmedo, profundo, emparedado y que debía cubrir se luego con una gran losa cuyo grueso canto se inclinaba ya sobre el hoyo. quise abrir el sarcófago, imprimir un último beso en la frente de mi hermana, cortar de su negra y gruesa cabellera una trenza y ni aun este triste consuelo me fue dado obtener: me disuadieron de tal propósito...
y luego oí caer con estrépito, allá en el fondo de la huesa, sobre la madera de la caja, la tierra y las piedras que a paletadas arrojaban los sepultureros sobre ella. la losa grande fue colocada por último sobre la huesa...
todo había concluido allí. nos retiramos. y mientras salíamos, cruzaban como en veloz y fantástica carrera las paredes, sin nichos aún, que cerraban el cementerio, los sauces que ensanchaban como manto verde oscuro su melancólica copa sobre los cuadrados mármoles, llenando de sombra los letreros: «para los presidentes gobernadores.» «para los generales de las reales armas.» «para los beneméritos de el .» «para los magistrados.» «para los obispos, dignidades eclesiásticas y sacerdotes», y tanto nombre y apellido conocido e ilustre, se fijaban extrañamente engrosados en mi excitada imaginación. recuerdo que esta sencilla inscripción: «¡madres desconsoladas, almas sensibles! si buscáis a el que fue más tierno de los hijos: aquí yace», me conmovió profundamente.
cuando llegamos a la portada de el , eché una postrera mirada, di un postrer adiós a quien ya para siempre debía quedar allí tan sola. y no lejos de su sepulcro, a el pie de una de las pirámides de los osarios, colocadas en los cuatro ángulos de el recinto, cerca de el extremo izquierdo, único punto ya que aún iluminaba el sol, dormía también el sueño eterno nuestra madre.
a la hora en que regresé a mi casa, acompañado de el médico, ya estaba encendida, dentro de su bomba de cristal, la luz de el comedor. y el anciano sacerdote, sentado a el lado de mis hermanas, procuraba distraer las de sus tristes pensamientos contando les las aventuras de su infancia. mis hermanas escuchaban atenta y respetuosamente a aquel anciano, cuyas canas iluminadas por la luz que desde los altos fanales derramaban las bujías, semejaban una blanca aureola ceñida a su frente espaciosa, tersa y ligeramente sonrosada. en ocasiones reían; y su risa se mezclaba a sus ahogados sollozos; y hacía asomar algunas lágrimas a sus ojos.
mi presencia vino a interrumpir aquella conversación y a renovar el amargo pesar de mis hermanas. ade la apoyaba su cabeza en mi hombro y , más sufrida, ocultaba su rostro con las manos y se paseaba por la solitaria habitación de .
y el anciano sacerdote, a pesar de todo el estoicismo que quería mostrar, también secaba a veces sus mejillas.
— ¡no volverá más! — nos decía cada objeto, cada lugar a donde dirigíamos la vista.
y esta convicción que ahondaba más la profundidad de nuestra pena, esta verdad terrible que teníamos fija en nuestra mente, se nos presentaba más terrible aún, cuando entre nuestros sollozos la formulábamos con palabras.
los caballos cruzaron el patio y solos se dirigieron a las cuadras. el calesero introdujo la volanta en el zaguán y colocó sus largas barras sobre unos pies de madera. y allí quedó el carruaje moviendo su caja sobre las cimbradoras barras largo rato; sus grandes ruedas estaban llenas de fango y lucían puntos de viva luz en cada adormilo de plata. así, en esa misma posición y a la misma hora se colocaba el carruaje en aquel punto, cuando mis hermanas volvían de el paseo. ¡pero esta vez había llegado de muy distinto lugar!
cuando las campanas de las más próximas iglesias esparcieron con el toque de ánimas sus tañidos de timbre melancólico, que iban apagando se tristemente con los soplos de el viento, el sacerdote se puso de pie, le acompañamos a rezar algunas oraciones y se despidió de nosotros. entonces quedamos en la casa los únicos que ya debíamos quedar. nuestro padre, por las atenciones de su activa carrera, sólo permanecía algunos días de el año a nuestro lado, así es que estando ya acostumbrados a no ver le allí, todo el vacío que en derredor nuestro notábamos estaba formado únicamente por la eterna ausencia de nuestra pobre hermana.
la luna bañaba de luz el gran cuadro de el patio, y no logrando transparentar las quietas hojas de la higuera y de el granado, las hacía lanzar reflejos de plata. también el vestíbulo, lugar donde nos hallábamos sentados, cerca unos de otros mis hermanas y yo, estaba profusamente iluminado; y la jaula en que dormía el canario, aparecía dibujada con negras líneas sobre el suelo.
cuando me despedí aquella noche de mis hermanas, comprendí que mi cariño hacia ellas se había acrecentado, y en medio de mi aflicción tuve ese leve consuelo. mis hermanas cerraron las puertas de sus cuartos, que daban a el patio; y yo me encaminé hacia estas altas habitaciones. aquella noche no dormí hasta muy tarde: apoyado en la baranda de el balcón, recibiendo en mi rostro la luz de la luna que todo lo iluminaba y el húmedo fresco de la noche, sentía cierto triste reposo que no hallaba entre las cuatro paredes de mi habitación. había una inmovilidad completa: sólo interrumpía el profundo silencio en que parecía sumergido todo, la lejana campana de el reloj de una torre que medía con invariables intervalos la marcha de el tiempo.
de codos en ese balcón, con los ojos fijos en el patio, recordaba otros días en que los animaban los juegos infantiles de mis tres germanas. me figuraba que las veía corriendo entre los macetones flores, entreteniendo se con despedazados restos de muñecas, sembrando a el pie de el granado, con sus tres rostros de niñas, tan bellos, tan alegres, tan risueños, alguna semilla de fruta, alguna lamilla seca y estéril; me parecía ver las a las tres reunidas con otras compañeras de colegio, celebrando bajo las columnas de el vestíbulo algún bautizo. y otras veces, cuando mi padre llegaba inesperadamente de algún viaje, las tres corrían a colgar se de su cuello, a abrazar lo, a presentar les sus mejillas frescas para que las besase, a acariciar lo, y a hacer le mil preguntas que él contestaba siempre de el mejor modo posible y riendo de su pueril curiosidad.
creía que las veía, después de la hora de el almuerzo, salir todas, unas tras otras, o en bullicioso grupo, dirigiendo se a la escuela, con sus bastidores y sus cajas de latón bronceado, donde encerraban sus bordados y sus libros, mientras mi madre las seguía hasta la i puerta componiendo les las cintas, el vestido y los rizos, aconsejando les en tanto cómo debían comportar se con sus maestras. y por las tardes, cuando esa pared alta de el frente recibía los últimos reflejos de sol, pasaban corriendo por el balcón, animando lo todo con su charla incomprensible y chillona, y seguían hasta ese pedazo de azotea donde terminan mis habitaciones, y en él retozaban sin cansar se hasta que todo lo iban oscureciendo las sombras de la noche.
una mañana de marzo de 1828, cinco años antes de el día en que se enterró a , subieron aquí mis tres hermanas y tocaron las puertas de la habitación en que yo dormía. ¡no sé por qué este recuerdo también se me presenta, a pesar de los años que han transcurrido, con toda la frescura que entonces tenían aquellos tres bellos e infantiles rostros que se agrupaban impacientes ante la puerta de este cuarto, con todos los colores que tenía aquel sol que lanzó manojos de rayos luminosos hasta el pie de mi cama cuando abrí! y los insectos y el polvo, a el revolar por entre aquellos haces de luz, trazaban fugaces líneas de fuego. ¡éramos muy felices por aquellos días! vivía nuestra madre: nuestro padre se hallaba con nosotros hacía algunos meses; y nosotros, rodeados de goces y de bienestar, contemplábamos la vida exenta de pesares y tristezas que aún desconocíamos.
en la mañana a que me refiero, cuando mis hermanas me hicieron salir de el lecho y abrir la puerta, vi a mi padre paseando se por el patio, vestido de casaca de paño azul, bordada de hilo de oro, enorme chaleco de tisú salpicado de adornillos y lentejuelas doradas, medias de seda, calzón corto, zapatos con grandes hebillas de plata, espadín de oro y nácar y corbata de trasparente nipe muy rizado. también se hallaba algo impaciente por mi tardanza.
luego salimos con él, íbamos gozosos, alegres. nos dirigimos a la , donde se agolpaba mucha gente. y todos los balcones que rodeaban la plaza estaban llenos de hermosísimas damas muy escotadas, que se resguardaban de el sol, con sombrillas, y procuraban mitigar el calor con sus grandes abanicos de encaje y marfil, nácar y carey exquisitamente calados como sus grandes peinetas, en que sujetaban la punta de sus mantillas puestas con gracia tal que realzaba la incomparable belleza de sus rostros.
aquella mañana se inauguraba el modesto edificio, que debía conmemorar, mejor que el obelisco y la gran ceiba, que en aquel punto había, el lugar donde se dijo por primera vez la misa. era ésta la causa, porque se agolpaba la gente en los alrededores de la plaza; y también la que nos había atraído a nosotros. mi padre nos colocó en un ángulo de la y me recomendó el cuidado de mis hermanas, y luego fue a incorporar se en el lugar que le correspondía. el capitán general , los alcaldes y regidores que formaban el , el obispo , el alto clero, los condes, los marqueses, en una palabra, todas las clases distinguidas de la población concurrieron a el acto más importante de la memorable fiesta de aquel día.
el aspecto que presentaban las cercanías de el lugar era verdaderamente notable. los balcones, calles y plazas atestados de curiosos, el sol, que lucía en lo alto de aquel cielo tan azul, iluminaba las casacas azules y verdes, los dorados y tanto pintorreado uniforme como fue saliendo ordenadamente por las puertas de el enverjado que rodeaba el , cuyo blanco frontispicio se alzaba majestuoso entre la muchedumbre.
pero no era este animado y bello conjunto, lo que más grabó el recuerdo de aquella mañana hermosa. ¡estuvo tan alegre, y nos hacía reír tanto a mis hermanas y a mí, con su afán de preguntar lo y ver lo todo! yo la subía en mis brazos para que pudiera ver mejor. mis hermanas, también muy niñas, pero mayores que ella, querían imponer le silencio y aquietar la casi a la fuerza.
por la tarde, aún nos hallábamos en la mesa cuando oímos fritar en los momentos en que cruzaba por encima de nuestro patio e atrevido en su globo, subimos a la azotea y le vimos desaparecer como un punto, en los confines de el horizonte. por la noche volvimos a la . las verjas y capiteles de el y los balcones de las casas y edificios públicos que daban a la plaza, estaban adornados con bombillos de colores. las bandas militares de los cuerpos que guarnecían la ciudad, estuvieron tocando en el centro de la plaza, mientras el público paseaba por las anchas calles que la rodean.
¡cuánta alegría entonces y qué tristeza ahora! , niña, risueña, cariñosa, siempre con aquel rostro de ángel que obligaba a llenar le de besos los hoyuelos de sus mejillas; luego, crecida, casi una mujer, con aquellos ojos de mirar lánguido y que reflejaban toda la dulzura de su alma, todo el afecto, todo el amor de que era capaz, ni un solo día apartada de nuestro lado; y ahora, perdida para siempre, enterrada ya y tan sola en lejano cementerio.
repasando en mi memoria todos estos y mil recuerdos más que parecían enlazar mi existencia toda a la extinguida de mi hermana, instigado por aquella indiferente inmovilidad de todo, por la apacibilidad con que la luz de el hermoso astro de la noche caía sobre los tejados y azoteas de la ciudad, dormida y silenciosa, cruzó una idea horrible por mi mente...
pero, no; allá abajo dormían mis otras dos hermanas, mi padre cruzaría tal vez con dirección hacia nosotros los inmensos mares; quedaban aún tres seres en el mundo a quienes debía consagrar mi cariño todo. y luego, aquella misma majestad de la noche, aquella brisa que todo lo refrescaba, aquel perfume vago que ascendía de las flores de el patio, tan sutil, tan impalpable, tan grato, hacían renacer en el fondo de mi pecho la vaga esperanza de que también como la luz, como el perfume, como la dulce brisa, podría haber ascendido el alma de mi pobre hermana, para sumir se en el seno de la y quizá desde allí oiría mis plegarias, vería mis lágrimas y comprendería toda la intensidad de el cariño que siempre le había profesado.
aquella noche me acosté muy tarde: fueron muchas las veces que oí, cuando estaba apoyado de codos en la baranda, marcar los cuartos de hora en el reloj de la cercana torre. y cuando desperté, a el día siguiente, ya el sol se había elevado mucho en el espacio y el canario de la infeliz , saltando gozoso de uno en otro de los travesaños de su jaula, repetía sus trinos sin descanso.
después, poco a poco, una dulce conformidad fue inundando nuestras almas. ligados nuestros corazones por la desgracia sufrida, procurábamos complacer nos en los más mínimos y sencillos deseos, y así, por medio de esta delicada emulación, nuestras voluntades se reunían en una sola y la armonía y la paz de que gozábamos, nos traían días tranquilos, apacibles, gratos, que parecían ir se desvaneciendo en el curso de nuestra existencia, como en el cielo se desvanecen los tibios resplandores de las auroras.
el tiempo que transcurría iba mitigando la intensidad de nuestro dolor, sumiendo en olvido plácido los más tristes detalles de el rudo golpe con que la muerte había arrebatado de nuestro hogar a . pero el recuerdo de aquella hermana querida surgía a cada paso, en nuestra memoria, evocado por todos los lugares de la casa, por todos los actos de nuestra vida, y se había convertido en un ídolo puro, candoroso, inocente, cuyo culto nos imponía a mis hermanas y a mí el deber de amar nos más que antes.
y este mismo amor, este cariño, este recuerdo perenne de el ser que tanto habíamos amado y por quien tantas lágrimas habíamos derramado, iba devolviendo la calma a nuestro espíritu y restableciendo nuestro bienestar.
alguna que otra vez, cuando las violetas rompían la tierra y asomaban los verdes tallos, en que dan sus flores; cuando los botones de las rosas comenzaban a entreabrir se, se coronaba de ramos blancos el jazmín, o cuando los maduros frutos de el granado agrietan su corteza y derramaban en el suelo sus granos sonrosados y trasparentes, que venían a picotear las palomas y las lindas golondrinas que anidaban en los huecos de las tejas, un suspiro salía de nuestro pecho o una lágrima asomaba a nuestros párpados a el recordar a , que era la que siempre nos hacía notar estas cosas y la que más se cuidaba de ellas.
durante el día, leían mis hermanas o arreglaban sus trajes, sentadas en el vestíbulo. el sol inundaba de luz el patio, de cuyos cálidos reflejos estaban defendidos todos los cuartos por cortinas de género y pintorreados trasparentes que mitigaban la luz y llenaban las habitaciones de una claridad suave.
cuando yo llegaba, a las dos, de el , en donde cursaba mis estudios, que nunca pude terminar, oía las campanas de las iglesias con igual timbre que las oigo ahora, ¡ah, con qué placer entonces, con qué melancolía tan profunda hoy! a el penetrar en esta casa, de la cual por la ausencia de mi padre era yo jefe, sentía una satisfacción infinita, inefable, a el ejercer mi autoridad sobre aquellos seres con quienes me hallaba ligado por los más dulces lazos. y también porque las peticiones de mis súbditos venían apoyadas con una sonrisa o una candorosa mirada y mis órdenes eran una muestra más de mi cariño hacia ellos.
aquel cielo tan azul, aquel aire tan límpido y que parecía vibrar con el contacto de la luz, aquella fresca brisa que agitaba las cortinas y los toldos de lona de el vestíbulo, ¿es la misma que hoy cruza por esos cuartos húmedos y vacíos? ¿es esta misma que hoy refresca mis ardientes sienes, agita mi encanecida cabellera y empuja unas tras otras las hojas de este libro?
¡ah, mío! y si es la misma ¿por qué no son los mismos aquellos días? ¿por qué siento aquella misma brisa, veo ese cielo tan hermoso, esas mismas piedras y esos árboles de el patio son los mismos y no dura aquel afecto intenso que nos ligaba a mis hermanas y a mí?
desde este mismo sitio, que ocupo ahora, veía también, a través de ese hueco de la parte alta de las ventanas, que no llegaban a cubrir las cortinas ni a ocultar las encorvadas ramas de el granado, a y , con sólo dirigir hacia ese punto la vista. sus canciones, sus risas, sus frases entrecortadas atravesaban la tibia atmósfera y subían hasta aquí; y yo las oía como grato eco que me llenaba de las más puras emociones el alma. sí; las veía desde aquí: sus rostros tan frescos, tan bellos, sus labios en que jugueteaban candorosas sonrisas, las trenzas de sus cabelleras lisas, lucientes y negras, tras el marco de aquella ventana y entre las ramas de el granado, rendidas por los frutos, agitadas por los pájaros y que les servía como de verde y gracioso adorno, me parecían más que seres reales, alguna sublime e ideal creación brotada de el pincel de o de .
¡cuántas noches, cuando las bujías encendidas dentro de los altos fanales sujetas de el techo por tres cadenillas de bronce, que marcaban en los ladrillos y el hormigón de el suelo tres líneas de sombra, me paseaba yo por ese balcón que da paso a mis habitaciones; y sin otros compañeros que el profundo silencio y la suprema tranquilidad con que las sombras lo envolvían todo, contemplaba gozoso, durante horas enteras, a mis hermanas, que conversaban sentadas en el alto quicio de piedra de las ventanas!
me forjaba la ilusión de que nuestro fraternal cariño hacía irradiar nuestras almas hasta confundir las, que se reunían así nuestras existencias, que eran iguales nuestras aspiraciones, nuestros deseos; y olvidando me hasta de las leyes de la naturaleza, creía que aquellas gratas horas no habían de transcurrir jamás, que aquellos días no habrían de tener fin y que siempre habríamos de permanecer mis hermanas y yo en igual estado. , pasiones, necesidades, todo desaparecía de mi reflexión y de mi vista en aquellos momentos, en que con egoísmo gozaba de mi profundo afecto hacia ellas y hacia una vida que me hacían amar.
¡ah, pero no eran éstas más que vanas concepciones de la mente, vanos deseos de una felicidad forjada por los dictados de el corazón y que debían de quedar quebrantadas cruelmente por los venideros sucesos!
casi todas las tardes, después de comer, nos dirigíamos a pie a la . aquellas dos largas barandas de madera que señalaban los lados de la estrecha y larga alameda, a el pie de cuyos muros de verdosa piedra venían a morir gimiendo, blandamente, las olas de el puerto; aquellas tardes espléndidas en que los rayos de el sol brotaban como apretados, luminosos y rosáceos haces por encima de los negros tejados de las casas e iban sumiendo se en sombras las fértiles colinas, coronadas de palmeras y de grandes arboles, de el otro lado de la bahía; el acre olor que brotaba de el agua, la fuerte brisa que refrescaba nuestro rostro, el rumor constante de las olas interrumpido tan sólo por las pueriles observaciones que con su voz tan dulce hacían mis hermanas..., yo no por qué el recuerdo de estas tardes hermosas parece que todo lo renueva en torno mío, o que gozo de el vago y grato perfume de flores que desde muchos años no he podido aspirar.
en aquellas solemnes horas en que la naturaleza se aprestaba a adormecer se en el seno de las sombras, ¡cuántos ratos nos paseábamos los tres a el lado de la baranda de la alameda, inclinados sobre las aguas, siguiendo con la vista la blanca línea de espuma que sobre las olas trazaban los botecillos guiados por remeros negros y que conducían viajeros a el vecino pueblo de ! mis hermanas reían, se contaban sus impresiones, o paseaban la alameda cogidas de las manos o sujetando se la una a la otra por el talle. muchas veces nos estábamos en aquel lugar hasta muy tarde y nos entreteníamos en ver encender uno por uno los faroles de aceite que alumbraban la alameda, las ventanas de las fachadas de las casas cubiertas por colgadizos de madera dura y torneada y las de el , que derramaban su luz sobre el suelo empolvado de la calle. y de el lado de el mar también se encendían en las orillas y en los buques de vela y vapores de dos grandes ruedas, farolillos de luz blanca, azul, roja, que se reflejaban en la superficie inquieta de el agua, trazando prolongadas líneas luminosas.
apartados, ocultos en un extremo de la alameda que tocaban las altas paredes de negruzca piedra de la iglesia de , veíamos: las volantas que se detenían y la mucha y alegre concurrencia que iba penetrando bajo los soportales de el teatro, donde todo era bullicio y animación, de que también en otros días habíamos disfrutado. ¡qué recuerdos tan confusos y vagos acuden atropelladamente a mi memoria de aquellos frecuentados lugares! los cuentos, con que me entretenía y medio aterraba una negra anciana, de ánimas en pena que rondaban por la calle de las y de calaveras y fantasmas que salían de . y a la par que éstos, me llegan recuerdos más gratos aunque de otra época, la de mi adolescencia. «la ladrona», la « », el « », el « » de el popularísimo , los oí cantar» con la letra puesta en castellano, por la y la . los hermosos y gratísimos aires de esas óperas vienen como apagada y dulce música a mi oído: yo las tarareaba a todas horas; y cuando no, las oía en los pianos de las jóvenes vecinas, o en el de mi casa que tocaban mis hermanas. luego la , la y volvieron a hacer nos las oír, con otras óperas más, cantadas en el melodioso lenguaje de .
cuando no había función en el , su pórtico de dos pisos levantado sobre seis columnas, sus cerradas ventanas y su alto frontis terminado en una especie de feo semicírculo, estaba silencioso, mudo, oscuro en su interior, y tomaba aspecto de abandonada y solitaria ruina en las noches en que lo bañaban todo los rayos de la luna. y en los días en que sus ventanas se abrían, en que las arcadas de el pórtico se henchían de gentío, la brisa esparcía las voces de los coros, el sonido de la orquesta, dirigida por nuestro amigo , el rumor de los aplausos, a veces un trozo de canto limpio, perfecto..., y todo esto venía a nuestro apartado sitio confundido, mezclado con el batir incesante de las olas, el toque de queda que marcaban las campanas de los buques, o la lejana canción que a bordo de las enormes goletas entonaban los sufridos marineros.
y cuando dejábamos, en ocasiones muy tarde, la vasta alameda, cruzábamos frente a la casa de el que más tarde fue maestro de una generación, de el bondadoso . aquel edificio cuya puerta de entrada dejaba entrever una especie de largo claustro en el fondo de el cual desvanecían levemente las tinieblas, dentro de un farol que el viento hacía oscilar, una lamparilla de aceite reflejaba la austera moralidad de sus virtuosos dueños, atentos, afables, de una cortesía natural y delicada, dotados de esos sentimientos hospitalarios, de todos los cultos hijos de este suelo, en aquella época de esperanzas y de paz y en que hechos terribles no habían lacerado los corazones ni estremecido de horror los hogares. en la de la casa de hallábamos siempre un negro anciano, de nuestro calesero, que se descubría y nos saludaba, siempre alegre y respetuoso basta la humildad, así que nos divisaba. entonces le dábamos expresiones para sus dueños y continuábamos regreso a nuestra casa.
¡ah!, el recuerdo de estas tardes y hermosas noches pasadas en compañía de mis hermanas, me emociona profundamente, parece todo un dulce sueño. ¿por qué pasaron? ¿por qué no continuaron siempre así? ¿a quién perjudicábamos? ¿a quién ofendíamos? ¿qué culpas debíamos purgar?, para que luego los acontecimientos lo hicieran cesar y lanzaran por distinto rumbo nuestros pensamientos y nuestras vidas.
un día hermoso como el de hoy, a la hora en que el sol llegó a lo más alto de esa espléndida bóveda de transparente azul, quebrando su luz en los blanqueados muros de las azoteas, inundando de claridad las nubes que semejaban masas inmensas de ópalo o de nácar, y parecía sumir se en el hueco que formaban los hondos patios y en los negros y oscuros ladrillos de los viejos tejados; mi vista vagaba a la ventura de uno en otro lugar sin fijar se en punto alguno de el inmenso paisaje que se descubre mirando a través de los torneados balaustres de madera de esa ancha ventana.
cenicientos nubarrones se agrupaban sobre las colinas de el otro lado de el puerto; el pedazo de mar que se descubre tras aquellas dos casas altas brillaba reflejando claridad como de líquida plata y que apenas podían resistir los ojos; las banderas de colores varios que en el tope de sus mástiles tenían los buques flameaban con la brisa. todo estaba en calma profunda: de vez en cuando sólo se oía de el lado de el patio la voz de mis hermanas y los trinos de el canario. la atmósfera entibiada por aquella multiplicidad de resplandores, convidaba a el cuerpo a sumir se en plácido sopor, y aquella quietud absoluta, aquel silencio en la tierra y en el cielo llenaban el alma de vaga e indefinible melancolía.
era uno de aquellos instantes en que la misma abrumadora inmensidad de el espacio y de el tiempo parecía pesar sobre mí; y las horas pasaban y repasaban lánguidamente arrastrando sin obstáculo en su lenta marcha todo esfuerzo, toda actividad que de mí proviniese. ¿por qué me encontraba allí? ¿a dónde iba? ¿qué penas o qué placeres me reservaba el destino? eran éstos los únicos pensamientos que vagamente me ocurrían. y sólo respondían silencio y calma en la naturaleza toda.
mi vista se fijó luego en algo que se movía avanzando despacio tras de la cúpula de la iglesia de , y vi que atravesaba aquel pedazo de mar, que hervía resplandeciente con la luz, la silueta de un gran navio, cuyos altos y enhiestos mástiles cruzaba por entre los otros de los demás buques; sus banderas se delineaban claramente sobre la blancura luminosa de las nubes, y otras veces sobre el cielo, y sus lonas, henchidas por la brisa, se iban recogiendo poco a poco unas tras otras. los mástiles cesaron de mover se: señal cierta de haber quedado anclado el buque en medio de los otros que ya lo estaban.
y sin saber por qué mis ojos no podían apartar se de aquellos altos y delgados maderos que con su pausado movimiento habían roto por un instante la monótona inmovilidad que me cercaba. permanecí largo tiempo de esta suerte; y me hicieron salir bruscamente de mi abstracción profunda el oír gritar dos veces mi nombre a mis hermanas. cuando fui a ver qué me querían palidecí, me flaquearon las piernas y tuve que sujetar me a la baranda de el balcón para no caer.
mi padre había llegado. allí estaba, de pie, en medio de el vestíbulo; el sol hería los bordados de hilo de oro, los botones de metal y el lustroso correaje de su uniforme de oficial de marina. estábamos aterrados: ¡tanto aguardar y preparar nos para aquel momento y tan grande la sorpresa que nos ocasionaba! mis hermanas no sabían qué hacer, ni mi padre tampoco qué decir, la situación era muy embarazosa para todos.
y pudimos notar que por el sereno y varonil semblante de nuestro padre, por aquel rostro curtido por el sol y a menudo azotado por las ráfagas de las tormentas, impregnadas de el salitre acre de el mar, e iluminadas por las claridades vividas e imponentes de los relámpagos, cruzó una sombra de tristeza, de terror y desaliento.
¿por qué habéis llamado así a ? ¿por qué no me abrazáis como otras veces?
todos nos acercamos, besamos su mano, y él abrazó a mis hermanas y estampó lleno de emoción un par de cariñosos besos en sus frentes tersas, puras y blancas.
— ¿y ? — preguntó con vacilante voz y tratando de dominar su temblorosa voz.
todo mi ser se estremeció: en mi pecho sentí infinita angustia y opresión y las lágrimas asomaron a mis ojos. mis hermanas ocultaron su rostro hundiendo los en los robustos hombros de mi padre, el cual trataba de apartar las suavemente para leer en sus semblantes o sorprender en sus ojos, turbios ya por las lágrimas, el secreto que procurábamos ocultar le o la causa de aquella escena tan extraña e inexplicable para él.
— basta — dijo con voz firme —, las grandes desgracias se presienten.
y aquel hombre lleno de salud y de fuerzas, aquel que había luchado con la sonrisa en los labios y sin sentir jamás desfallecimiento contra las oleadas, que en las soledades de el océano levantaban las borrascas, no pudo resistir la ráfaga glacial de una desgracia. seguramente que nada había presentido, sino que esta idea germinó repentinamente en su cerebro, excitado de improviso por la fatal noticia que adivinó.
apenas pronunció aquellas palabras, le vimos vacilar, aspirar como para introducir en su oprimido pecho gran cantidad de aire, caminar con inseguro paso, tambaleando se, hacia la pared, en la cual quiso apoyar se palpando la sin tino, luego se arrojó en una silla y no pudiendo sostener se en ella, rodó a el suelo perdido el conocimiento.
entre los criados y yo lo trasladamos a su lecho. y mientras llegaba el médico, le estuvimos rociando el rostro con agua fresca: se le había puesto amoratado y las venas de su cuello muy abultadas. cuando llegó el médico, dispuso que se le sangrara sin pérdida tiempo y despidiendo se hasta la noche, no sin prevenir nos antes que le avisáramos a el menor síntoma de recrudecimiento de el mal, nos dijo que estaba enfermo de mucha gravedad.
tres días y tres noches de mortales angustias pasamos a la cabecera de el enfermo, que no había recobrado aún el conocimiento: andábamos en puntillas sobre el alfombrado piso de la habitación que recibía la luz velada por tupidas cortinas de damasco verde. los familiares, amigos y compañeros a quienes recomendamos silencio, y que entraban a ver el enfermo, salían de allí muy cabizbajos. casi veíamos envejecer y demacrar se por horas a nuestro pobre padre.
muy débilmente pudo alzar los párpados cerrados hasta entonces, a el amanecer de el cuarto día. pero en aquella mirada y en aquel rostro había desaparecido toda señal de inteligencia. un mes después, apoyados los brazos de el enfermo en nuestros hombros, ejercitaba sus fuerzas, recorriendo repetidas veces de un lado a otro el vestíbulo y el patio.
le mostrábamos la higuera, las tinas de las flores, el cielo cubierto de nubes; arrancábamos los frutos de el granado y los arrojábamos para que rodaran por el suelo. y él lo veía todo con la más profunda indiferencia. había perdido el habla; y sólo por torpes señas e ininteligibles voces pedía que lo volvieran a otro lado cuando se cansaba de estar en alguna posición: era lo único que hacía. el médico nos animaba con la esperanza de que nuestro amado enfermo iría restableciendo se poco a poco, pues el accidente sufrido más cerca le había tenido de la muerte que de la vida en aquellos tres terribles días.
pero pasaban las semanas y los meses y nuestro padre no daba! a menor señal de mejoría, a pesar de los esfuerzos de el médico, de mis hermanas y de los míos, consagrados todos, noche y día, a cuidar de el pobre enfermo. su mirada vagaba indistintamente de un lado a otro sin que nada la detuviese, sin que en nada se fijase. de día sólo le llamaba algo, muy poco, la atención: los reflejos de el sol en el espejo de , en los vidrios, en algún charquillo de agua o en los botones y esferillas de cobre esmerilados que adornaban las puertas y la escalera; y de noche alzaba sus ojos a la luna o se quedaban fijos mucho tiempo en las llamas de las bujías.
en aquellos meses había envejecido más que en muchos años. se pasaba los días enteros sentado en un ancho butacón de badana oscura tachonada de clavos dorados. nada de la vida exterior le aportaba; sólo alguna que otra vez ponía atento oído a los trinos de el canario, y cuando le acercábamos la jaula suspiraba y sonreía tristemente.
a el cabo de un año casi habíamos perdido toda esperanza de que nuestro padre volviese a recuperar su entera salud. ya nos habíamos acostumbrado a ver le y tener le a nuestro lado de aquella suerte, y a el pensar que los acertados y prontos auxilios de el médico eran los que le habían salvado, nos conformábamos y hasta nos creíamos harto recompensados en medio de aquella nueva desgracia con que la suerte nos afligía. los amigos y compañeros de mi padre vinieron con frecuencia, a el principio, a informar se de su salud, luego fueron escaseando sus visitas, más desesperanzados que nosotros de su mejoría. quien continuaba siendo un amigo prudente y cariñoso era el sacerdote, trasladado ahora a una cercana parroquia y que desde muy niños estábamos acostumbrados a ver en nuestra casa: era un hombre bueno, caritativo, tolerante, y que sin contradecir abiertamente a nadie exponía con ingenuidad y sencillez sus opiniones.
¡cómo van ocurriendo las cosas, cómo van encadenando se los sucesos, se ven, se palpan, se presencian y nuestra naturaleza es casi siempre tan pueril que nos hace creer que todo es ilusión! esto pensábamos, y aun en voz alta nos lo decíamos unos a otros, ¿a cada paso, mis hermanas y yo. pocos años, nada más que cuatro antes, ¡quien lo diría!, esta casa tranquila y que aún no habían visitado la desgracia ni la muerte, cobijaba unos seres que disfrutaban, sin la mas leve sombra de pesar, de los más íntimos y puros lazos de el cariño y de el amor. sólo se oían risas, canciones, los pájaros, el piano, sólo se forjaban risueños proyectos.
— cuando tú seas grande... cuando yo sea grande... nos decíamos; y tras esto, nos entreteníamos todos largas horas contando nos lo que habríamos de ser. ante estos encantadores ensueños de niños se alzaban con base deleznable y falsa, vagas nociones de el tiempo, de la vida, de el trabajo, de las pasiones, de la riqueza, de la sociedad, ¡ah!, qué bello era este mundo ideal creado por nuestra infantil imaginación. y a el cabo, después de tanto hablar, no atinábamos bien lo que habríamos de ser.
ahora tampoco lo adivinábamos, y aunque no estaban destruidas de el todo nuestras ilusiones, ya comenzábamos a ver lo porvenir de otro modo que con nuestro criterio de niños, o mejor, de ángeles, que revolando en purísimos espacios, jamás han rozado sus alas con las ásperas breñas y punzantes malezas que obstruyen el penoso camino de la vida.
con la desgracia de nuestro padre, se abrió nuevo período en nuestra vida. se siguieron dos años durante los cuales corrieron para nosotros días muy tranquilos.
en pocas ocasiones salíamos de casa, pero el cariño que nos profesábamos nos hacía olvidar los ruidosos placeres de la sociedad.
por las tardes mis hermanas y yo, sentados en los blancos muros de la azotea, refrescada agradablemente por la brisa, pasábamos allí horas enteras, mudos de admiración, contemplando los suavísimos y variados matices que con el crepúsculo tomaba el cielo, las caprichosas formas de las nubes; y luego, los grupos de estrellas que iban asomando por todos los puntos de la dilatada bóveda azul oscuro que sobre nuestras cabezas se alzaba y cuya inmensidad y esplendor eterno parecía anonadar nos.
y cuando moría el día y abandonábamos aquel lugar, no sé por qué se apoderaba de nuestras almas recóndita tristeza y recorríamos las oscuras escaleras emocionados y silenciosos. después, de noche ya, nos sentábamos a la mesa de el comedor, donde unas veces leían mis hermanas y otras nos entreteníamos en repasar una magnífica colección de álbumes que nos había regalado nuestro padre y en la cual, esmeradamente grabados en acero, estaban reproducidos los cuadros, edificios y esculturas de los más notables artistas griegos, romanos y de el .
¡ah!, aquellos libros grandes de pasta verde y labrada, de corte dorado, cuyo olor a nuevo, a tinta, a papel algo húmedo, parece me que aún percibo envuelto en el tibio perfume que esparcían los cabellos de mis hermanas, eran entonces para nosotros fuente de los más puros goces y de el más ameno entretenimiento. una y mil veces repasábamos aquellas grandes hojas que encerraban las concepciones y creaciones de los grandes maestros de las artes plásticas.
mis hermanas, sentadas en una misma silla, sujetando se la una a la otra para poder sostener se en el estrecho asiento, con sus rostros casi unidos, con sus cabellos enteramente confundidos y que a corta distancia no podía decir se cuáles eran los de la una, ni cuáles los de la otra, con sus cuellos esbeltos, con sus senos ligeramente levantados por las primeras formas de la adolescencia, confundiendo sus alientos, con la vista fija en las láminas de los álbumes e iluminadas por la quieta luz de las bujías, estaban radiantes de juventud, de inocencia y de hermosura... ¡ah!, cuántas veces las ha evocado así mi mente en las noches en que, atormentado por el insomnio y los penosos recuerdos, me creía alejado, desterrado a gran distancia de un mundo que había despertado en mí tan puras emociones, y entonces, aquellas facciones tan queridas, aquellos ojos de mirar tan dulce y en cuyas pupilas brillaba el cariño más profundo, aparecían ante mí como en noche de lobregueces una hermosa estrella doble cuyos suavísimos resplandores iluminaban mi alma y extinguían de ella la angustia y el tedio.
la misma inmovilidad y monotonía con que todo iba aconteciendo tiene para mí inolvidables encantos. a las tres y media, a más tardar, terminábamos nuestra comida. el sol daba siempre de la misma manera, la columna y los arcos de el vestíbulo se dibujaban sobre el embaldosado de el zaguán, delineando sus sombras entre el poco tupido velo que formaba el ramaje de el granado. las flores acabadas de regar estaban empapadas de agua, y por sus hojas rodaban y caían gotitas, que a el ser iluminadas por un rayo de sol, iban destellando vívidamente los colores de el iris. el café humeaba oloroso sobre el mantel blanquísimo de nuestra mesa. hacia mi lado derecho se sentaba y a el izquierdo .
de seguro que sin esa inexplicable y tiránica ley a que casi inconscientemente se van sometiendo los seres humanos, sea para cumplir su misión o bien obedeciendo a fatal destino, no hubiéramos trocado por nada los goces purísimos y modestos de que disfrutábamos en aquella existencia pacífica, monótona, invariable, tranquila, en que los días han corrido muy de prisa, casi sin ser medidos, como manantial que vierte sus clarísimas y frescas aguas a el mismo nivel que alcanzan las aguas que en seno las recoge.
dos seres infelices, dos pobres mujeres vestidas de harapos, jóvenes todavía, pero tan combatidas por las penalidades que sólo sus ojos, aún bellos y brillantes, eran lo que denotaba en sus demacrados rostros sus pocos años, se llegaban humildemente todas las tardes hasta nuestra mesa, y mis hermanas les repartían pan y alimentos, con lo cual se retiraban las mendigas, colmando nos de bendiciones y deseando nos de todo corazón que nuestro padre recobrase su perdida salud. cuando por enfermedad o cualquier otro motivo dejaba de venir a nuestra casa alguna de aquellas dos infelices, sentíamos profunda pena e inquietud. de ver las todos los días a una misma hora, de oír las expresar sus buenos sentimientos y deseos, les habíamos cobrado mucho afecto.
pero a veces, cuando en presencia de aquellas dos infelices paseaba mi vista por mi alrededor, a el contemplar las comodidades que nos rodeaban, el abundante y limpio alimento que sobre nuestra mesa había, los cristales de las vajillas, los cubiertos de plata que reflejaban la luz, pensaba, con tristeza y melancolía, que en vano procuraba desechar, en que con alimentar a aquellas dos desvalidas criaturas bien poco hacíamos, que muchas otras gemirían en algún oscuro e insalubre rincón, y estas ideas me atormentaban hasta causar me remordimientos.
una tarde que llovía mucho, se quedó una mendiga más tiempo que de costumbre. y conversando con mis hermanas, hubo de decir les que tenía una hija de la edad de ellas. le instaron de seguida a la pobre mujer que la trajese, y a el otro día, cuando nos hallábamos terminando nuestra comida, llegó la mendiga acompañada de su hija. ésta se llamaba y era bellísima.
no pudieron conseguir mis hermanas, por más que lo rogaron, de , que se sentase a la mesa y por celebrar la le buscaban mil parecidos y semejanzas con otras jóvenes amigas y conocidas de la misma edad, y a el fin llegaron a convenir en que se parecía a . mientras estaban disputando mis hermanas sobre lo primero, pensaba yo que ciertamente la joven tenía semejanza con alguna persona que no me era desconocida, pero a quien de momento no podía recordar. y cuando convinieron en lo segundo, es decir, en que se parecía a , no pude menos que notar también aquella rara y extraña semejanza, lo cual bastó para que; despertase nuestras simpatías y afectos hacia ella.
su pobre madre, gustosa por el interés y las fiestas que mis hermanas hacían a la joven, no tenía otro modo de mostrar nos la emoción y el agradecimiento que por esto creía deber nos, sino derramando tiernas lágrimas y dando nos mil nombres cariñosos.
, con los ojos bajos, llena de esa humildísima modestia de el infeliz poco acostumbrado a recibir atenciones de los que ocupan más elevada posición social, se ruborizaba y apenas se dibujaba en sus bien delineados y rojos labios una sonrisa de aprobación. tan pobre, tan humilde y tan bella, con esto nos inspiraba más simpatías y aumentaba la compasión de todos los que la miraban.
cuando se retiraban dijo la mendiga a su hija:
— en esta casa es donde me dan la comida que llevo todas las tardes.
alzó sus bellos ojos, nos miró a todos, y en aquella mirada pudimos leer todo el sentimiento que rebosaba en el corazón de la pobre e interesante joven.
desde esta ocasión, venía a menudo a nuestra casa; pero por mucha confianza que le brindaban mis hermanas, por mucho que se esforzaban en animar la, jamás se despojó de su humildad y de su natural modestia.
tal fue por entonces mi vida. apacibles volvieron a suceder se unos a otros, y pasaban rápidos, como para no estorbar otros venideros en que, sin variación, se representaban en esta casa, a las mismas horas, casi en los mismos lugares, las escenas de los días anteriores.
sólo un pesar lo nublaba todo, y era la falta de nuestro padre, quien continuaba sin dar señal alguna de inteligencia, pero tampoco de sufrimientos, de incomodidades o de dolores que le hiciesen padecer. allí, en un rincón de el primer cuarto, después de andar apoyado en nuestros brazos, para ejercitar sus entumecidos miembros algún rato, seguía paseando se, como sumido en largo sopor, los días, las semanas, los meses, los años. no se daba cuenta de nada: y su mirada vagaba incierta como si a nadie hubiese conocido jamás. sólo se le notaba, a el cabo de algún tiempo, de cuán rápida manera iba haciendo presa la vejez en su organización hondamente perturbada.
una tarde de el mes de diciembre, lloviznosa, fría, y en que el viento a el soplar en distintas direcciones y con desigual fuerza incomodaba, teníamos cerradas todas las puertas que daban a el patio, encendido el interior de los cuartos, donde nos habíamos refugiado; y el ambiente que por ellos corría parecía entibiar se a el recibir nuestro aliento. allí se sentía ese dulce calor de el hogar, esa especie de perfume indefinible que emana de el cariño y de los puros goces engendrados en su seno y que, como a el venir a el mundo lo respiramos y seguimos respirando lo en los felices años de nuestra infancia, parece que nos persigue luego envuelto con los más caros recuerdos durante toda la vida.
todavía daba en el patio con bastante claridad la luz de el sol, el cual se ocultaba tras un espeso cortinaje de nubes grises. mis hermanas sentadas en el primer cuarto delante de una mesa de madera labrada y muy ligera, se entretenían en hacer, con hilo blanco, variados adornos. alguna que otra vez hablaban en voz baja. mi padre, sentado en el lado opuesto de aquella misma habitación, en su ancha butaca de cuero, con el rostro casi oculto por la sombra, no daba más señales de vida que algunos pausados movimientos brazos y el ruido de la respiración, la cual se notaba que se le iba haciendo harto penosa. yo, con la frente pegada a los fríos cristales de la ventana, miraba distraídamente hacia el pado, cuya triste y blanquecina claridad contrastaba con la amarillenta y vacilante de las bujías que iluminaban lo interior de el aposento, y quizá sería esta extraña y triste variación de luz lo que me llenaba de pesar el ánimo, pues en vano atinaba a qué otra cosa podía atribuir lo.
no estaba muy seguro de mis observaciones: el mismo abatimiento de mi ánimo me hacía desconfiar de su certeza, pero pensaba que desde algún tiempo mis hermanas no se mostraban tan cariñosas conmigo; que ya iba desapareciendo de sus rostros aquella despreocupación de la inocencia mezclada a cierta indescriptible alegría infantil, que las hacía comunicativas, francas y decidoras. ya no; notaba que se volvían reservadas, que hablaban con recelo, como si yo les hubiera causado algún disgusto. en vano rebuscaba en mi memoria qué motivaba aquel cambio, y concluía por convencer me de que no tenía ningún fundamento para pensar de esta suerte. lo cierto era que sentía aquella misma tarde un malestar indefinible: no me apartaba de la ventana y me entretenía, casi inconscientemente, en ir viendo rodar por sus cristales las trasparentes góticas de agua que había adherido a ellas la llovizna y las líneas curvas y formas caprichosas que a el resbalar unas sobre otras y atraer se y confundir se dibujaban. después miraba hacia adentro y veía a mis hermanas con la cabeza inclinada sobre el tejido en que trabajaban, hablando entre sí muy quedo, y sentía impulsos de correr hacia ellas, de estrechar las entre mis brazos, y de reclamar con mis derechos de hermano cariñoso todos aquellos secretos que no querían confiar me. pero no me llegaba a decir: ¿qué secretos eran esos que querían confiar me?, ¿estaba enteramente convencido de que ya no me trataban de igual modo que antes, o eran simples aprensiones mías?
iba a retirar me de la ventana cuando noté que alguien caminaba por el vestíbulo dirigiendo se hacia la puerta de la habitación en que nos hallábamos. ya casi todo estaba envuelto en sombras por aquel lado; sólo el patio conservaba el pálido resplandor de algunas nubes tenuemente iluminadas por los últimos reflejos de el sol; así es que la oscuridad impedía distinguir a el que atravesaba el vestíbulo.
el desconocido traspuso el umbral de la puerta de nuestro cuarto, y sus facciones quedaron inundadas con la luz de las bujías. era el sacerdote. siempre nos alegrábamos de ver a aquel anciano que tanta resignación y consuelo proporcionaba a todos con sus juiciosas palabras. le teníamos cariño y respeto, y cada vez que llegaba a nuestra casa nos disponíamos a pasar agradables horas con su amena conversación y a recoger sanas lecciones con los consejos que con delicadeza suma sabía dar a cuantos le escuchaban.
pero en aquella ocasión venía a tratar el anciano de algún importante o grave asunto, pues así me lo hizo entender después de saludar me. cogió una silla e indicando me otra, me rogó que me sentase a su lado. mis hermanas habían contestado con visible turbación el saludo de el sacerdote y luego volvieron a atender a sus labores.
— sabes, hijo — comenzó a decir el anciano —, que una de las más santas misiones de la mujer es la de llegar a constituir una familia por medio de el sacramento que nuestra fe consagra. es esta providencial misión y aun necesidad que la misma naturaleza impone. no te extrañe el oír me hablar de esta suerte; sabes cuáles son mis ideas sobre este punto: jamás he influido para separar de este camino a ninguna joven; por el contrario, la que disponiendo se a sacrificar lo todo para ingresar en el claustro, me ha pedido consejo, le he suplicado a mi vez que lo meditase mucho, que mucho lo reflexionase y buscase en lo más recóndito de el alma si en su propósito influía la vocación verdadera y no los impulsos que nacen a raíz de algún desengaño o de el despecho; que esperase con ánimo sereno algún tiempo, durante el cual debía estudiar los consejos que me pedía.
a medida que con majestuosa pausa iba diciendo el anciano estas palabras, yo veía encender se de rubor las mejillas de mis hermanas, y quizá también vi brillar en sus párpados una lágrima.
sentía inquietud a el oír la voz dulce y serena de el anciano: en más de una ocasión estuve tentado a interrumpir lo para rogar le que abreviase su relación.
hubo de notar probablemente mi interés y mi impaciencia, sonriendo continuó de esta suerte:
— por más que quise animar a tu hermana para que ella fuese quien te hablara de este asunto, ha manifestado cortedad y me ha rogado que fuese yo quien hablase por ella. me ha enterado de que ama a un joven honrado y digno, el cual habrá de venir un día u otro a solicitar la por esposa. antes que esto sucediese ha querido tu hermana, y es muy oportuno, que tú lo supieras, puesto que por la enfermedad de vuestro padre has venido a ser jefe de esta familia y te cumple el deber de velar por la felicidad de tus hermanas. pero antes de resolver me a dar este paso, he procedido según. la experiencia que mi profesión y que mis años me ha dictado. el joven que ama tu hermana es digno de ella: antes de haber me cerciorado de las bellas prendas que le adornan no se hubieran abierto mis labios.
el silencio que sucedió a estas palabras, la luz que daba de lleno en el rostro de mis dos hermanas realzando su belleza, mi padre algo más allá que presenciaba esta conversación y esta escena mirando nos vagamente y sin poder entender nada, y sobre todo, el pensar que el cariño de mis hermanas había de compartir se coa alguien cuya existencia ignoraba hasta entonces, aumentó el pesar que desde antes me oprimía el pecho.
era aquella situación muy penosa para todos. yo balbuceé algunas palabras, oí que me daba las gradas, sentí que cogió mis manos y las estrechó un rato cariñosamente entre las suyas. después hablamos muy poco sobre el mismo asunto: ya a todo accedía, sintiendo me impotente para intentar cualquiera otra cosa. cuando el anciano se despidió de nosotros, comprendí que , que hasta entonces había permanecido silenciosa, tenía deseos de que la animase a decir algunas palabras. así lo hice, fingiendo una tranquilidad que estaba muy lejos de tener, y entonces ella me condujo a el vestíbulo y me rogó que me sentase a su lado.
— — dijo con voz embargada por la emoción —, te agradezco lo que por mí has hecho; no esperaba otra cosa de tu cariño y buen juicio; pero no quiero ser feliz yo sola, o por lo menos, ser la privilegiada. también ama, y más tímida que yo, no se ha atrevido a comunicar a nadie, ni a mí misma, su secreto. sé que sufre y no quiero vería sufrir más; deseo que también ella sea feliz. tú eres hoy nuestro apoyo, hermano mío: si algo he sentido es no haber tenido antes más valor para confiar te mi secreto, y aun este mismo paso que ahora he dado no sabes cuantas vacilaciones y cuantos esfuerzos me ha costado. ama; y es también justo que, puesto que no has negado mi pretensión, tampoco niegues que visite nuestra casa el joven que ella ha elegido por esposo.
a todo volví a acceder con gestos y palabras ininteligibles para mí mismo. estaba sin darme cuenta exacta de lo que oía ni de lo que en torno mío pasaba. en el resto de aquella noche sólo cambié con mis hermanas contadas palabras, y comprendí que sin poder dominar el resentimiento que contra toda mi voluntad sentía, me despedí de ellas con mucha frialdad. y luego, cuando llegué a estas altas habitaciones, solo, oculto a las miradas de todos, di rienda suelta a una tristeza inoportuna, injusta, pero invencible; y lloré. ¿a qué causa atribuir aquella honda conmoción de mi ánimo, sino a el inmenso egoísmo de mi cariño de hermano? no pude conciliar el sueño hasta hora muy avanzada de la noche, en que la pesadumbre y el hastío me rindieron.
, ramos de azahares, encajes, cortes de vestido de raso blanco y en medio de todo esto, que ocupaba casi todos los muebles de la habitación, veía yo a mis hermanas y a las criadas atareadas día y noche con las costuras. eran muy felices, estaban muy contentas; a veces una broma que una de ellas dirigía a la otra teñía de vivo carmín sus mejillas y hacía brillar con más intensidad el fuego de sus negros ojos.
, la bella hija de la mendiga, también se hallaba allí, ayudando a mis hermanas en sus trabajos. muchas veces era ella quien servía de modelo para entallar y medir bien los vestidos o para ensayar el efecto que producían las coronas y los adornos; y en verdad que esto daba realce a su rostro y a su esbelto y flexible talle. no fueron pocas las ocasiones en que pude ver de aqueja suerte el hermoso modelo; pero siempre hacía de modo que no se notase mucho mi presencia ni la atención con que seguía los graciosos movimientos, que entre ufana y algo humillada ejecutaba embarazosamente a ruego de mis hermanas.
motivaba aquella actividad los preparativos para las bodas de mis hermanas, que debían celebrar se a mediados de el siguiente abril, es decir, poco después de la noche de diciembre, en que habló conmigo el anciano sacerdote. algunas veces que veía a reunida con mis hermanas, no sé qué placer intenso me llenaba el alma o qué dulce emoción se despertaba en ella haciendo me olvidar lo todo y pensar que no había muerto, que todo había sido algún mal ensueño, que allí estaba completo el número de aquellas tres hermanas que siempre había tenido, pues que me mostraba igual afecto que y ; y la rara semejanza que la hermosa joven tenía con mi pobre hermana muerta, contribuía a sostener mi ilusión.
me hablaba siempre con naturalidad y gracia, y como jamás me atrevía a dirigir le requiebro alguno, nos tratábamos con franqueza y amistad verdaderamente fraternal. ya se habían acostumbrado tanto mis hermanas a tener la a su lado, que no la dejaban salir de casa, durante días y semanas enteras. la madre de solía murmurar y aun quejar se de la pena y amargura que le causaba permanecer separada de su hija; pero mis hermanas, y la misma , lograban convencer la de que no por esto se mermaba el cariño entre ella y su hija, y entonces la pobre mendiga se retiraba contenta y consentía en que quedase algunos días más con nosotros.
pero también por otro motivo nos complacía tener a a nuestro lado, y era porque mi padre mostraba agrado cuando la joven le hablaba y lo cuidaba: en el alma compasiva y tierna de la pobre joven se habían despertado profundas simpatías por el enfermo. y contribuyó a aumentar las la circunstancia de haber sabido, por mis hermanas, que mi padre era marino; también ella recordaba haber oído contar a su madre, siendo muy niña aún, la historia de su padre, a quien no conoció jamás, que era un marino. de aquella historia conservaba ideas muy vagas; sólo estaba segura de que siempre a el concluir la solía su madre estrechar la bañada en lágrimas, contra su corazón. por nuestra parte no quisimos saber más, por delicadeza, de el pasado de la joven: en nuestro cariño hacia ella iba mezclada una profunda compasión. había llegado a ser un nuevo familiar de nuestra casa: era ella quien deseaba siempre acompañar a nuestro padre sirviendo le de apoyo en los paseos que por disposición de el médico le hacíamos dar con frecuencia por el patio; era ella quien atendía solícita los menores deseos de el enfermo, cuyos gestos, en pocos días, logró entender tan bien como, después de algunos años, lo entendíamos nosotros. y mi padre pagaba tan fina solicitud estrechando a de la misma suerte que a mis hermanas, cogiendo las manos de la joven entre las suyas y mirando le fijamente, por largo tiempo, su cándido rostro.
el encanto que me producía ver a entre nosotros casi me hacía bendecir aquellos preparativos que tan afanosos traían a mis hermanas, y que estaban destinados a el día en que ellas debían separar se de mi lado, después de haber nos tenido tan dulce y estrecho afecto desde que vinimos a el mundo. por fin, todo estuvo listo una noche: habían puesto un vestido de raso blanco a , la cual, de pie ante un gran espejo, con su largo cabello de negrísimas blondas que caían por su espalda, iluminado su rostro por las bujías de el tocador, que le marcaban graciosamente los hoyuelos de su barba y de su mejilla y prolongaban la sombra de sus largas pestañas, estaba radiante de hermosura y de belleza. aquella vez, sin que pudiera ser ya dueño de mí mismo, se me escaparon frases de admiración que hirieron la modestia de la joven y la ruborizaron. me miró luego con mirada fija, penetrante, de admiración indefinible: mirada que me llegó a el alma y que no olvidaré jamás.
después siguió tan natural y hasta tan indiferente hacia mí, como si nada hubiera ocurrido. mis hermanas sí que la celebraban a su sabor, y ella las dejaba decir y hacía cuanto se les antojaba. aquella última prueba de los trajes fue larga y minuciosa. andaba de un lado para otro y tomaba graciosamente cuantas actitudes le indicaban mis hermanas, lo cual mucho divertía a todas. cuando le pusieron el velo de trasparente gasa, la corona y los ramos, sentí vehementes deseos de arrojar me a los pies de aquella belleza radiante y peregrina, para arrobar me en su contemplación. pensé que muy feliz sería si pudiera conducir entonces a aquella mujer buena y hermosa ante el altar; y como si fuera este sacrílego pensamiento, me avergonzó de mí mismo, me retiré a la habitación y comencé a pasear me por el patio, en el cual sentía que el ambiente puro y fresco de la noche caía como suave bálsamo sobre mi encendido rostro.
el día siguiente por la noche la escena había cambiado. ya no estaba allí; aunque mis hermanas le habían rogado que no faltase supusimos que no había querido presentar se con los atavíos de su pobreza entre tanta gente, que vendrían a nuestra casa vestidas de todo lujo. y así fue. desde las seis de la tarde comenzaron a detener se quitrines ante la puerta, y de ellos bajaban, vestidos de toda etiqueta, los caballeros con sus casacas muy ceñidas de cintura, pantalones muy ajustados, cuello alto, chaleco muy abierto y de grandes solapas bajo las cuales lucían las camisas exquisitamente bordadas, rizadas y abotonadas con magníficos brillantes; y las señoras con sus trajes muy escotados, el peinado tan bajo y suelto que servía de negro fondo a los largos pendientes de esmeraldas y corales, todas llenas de encajes de seda, de valiosas joyas, luciendo sus blancas y satinadas espaldas, sus mórbidos cuellos, a los cuales llevaban atados collares de perlas y corales y sus brazos bien formados ceñidos por pulseras anchas de plata y oro exquisitamente afiligranadas.
todos venían alegres, satisfechos; me estrechaban la mano, me daban la enhorabuena, me decían mil insulseces, y yo me mostraba complacido y risueño, cuando interiormente sentía despedazar se me el corazón. y era que tras toda aquella animación, tras aquellos esplendores de fiesta, tras aquel cúmulo de luces y alegrías, se me presentaba el espectáculo de la casa solitaria, sin mis hermanas, sin mi padre, que éste iba a buscar la salud a un lejano pueblecillo situado en la ribera de el mar, según disposición de nuestro médico, y aquéllas a una finca de campo, también lejos de mi lado, donde habían permanecido tantos años: grata época en que tantas horas felices y en dulce y agradable compañía habíamos pasado.
cuando yo entraba en el primer cuarto, único lugar de la casa que aparecía desprovisto de la animación y actividad que por todas partes la alegraba, allí acudía no tan sólo para cuidar de mi padre, que arrinconado y ajeno a todo, permanecía sentado en su sillón como de costumbre, sino porque entre las puertas de los cuartos, tras las abiertas hojas de las trasparentes mamparas, podía ver a mis hermanas ataviando se profusamente. y a el reparar la alegría que se retrataba en sus rostros, sentía ahondar se más mi pena.
debí estrechar las entonces muchas veces entre mis brazos, debí hacer caer sobre ellas todas las lágrimas que luego su ingratitud o el destino me han hecho derramar; pero no; el buen parecer exigía que me presentase comedido y sereno ante toda aquella sociedad elegante que había invadido la casa; debía contener mis arranques de cariño y permanecer impasible. y así lo hice; sólo algunas frías palabras, sólo algunas sonrisas oyeron y vieron en mí todos.
las ocho serían cuando llegaron los dos novios, rozagantes, herniosos, respirando por todos los poros de su cuerpo satisfacción y felicidad; y vinieron los dos juntos porque mis hermanas quisieron que sus bodas se celebrasen en un mismo día. también con aquellos que en pocos momentos debían ser, según ellos decían, nuevos hermanos, hube de mostrar me complacido y contento. cierto que ninguna queja tenía de ellos: ¡ah!, pero no son unos mismos los vínculos impuestos por la naturaleza, por la sangre, y los contraídos por ceremonias religiosas y sociales, así es que, por más esfuerzos que hice, un egoísmo indómito, invencible, mantenía cerradas las puertas de mi corazón. además, ellos eran los que quitaban a mis hermanas de mi lado, eran ellos los que venían a compartir conmigo su cariño y yo les sonreía, me mostraba cortés, traía a mi memoria el recuerdo de otros amigos a quienes vi amables con toda sinceridad en circunstancias análogas, forzaba mi voluntad para vencer me; pero, francamente, nunca puede dominar aquel íntimo resentimiento.
a el fin salieron mis hermanas de su habitación, y después que saludaron a la concurrencia, ocupamos los quitrines, que se pusieron en marcha y no se detuvieron hasta que llegaron frente a las puertas de la iglesia, en donde debía efectuar se la ceremonia nupcial. todo lo que observé dentro de el templo, pasó ante mi vista gratamente; estaba como aturdido; sólo me parecía sentir que me martillaba el corazón dentro de el pecho y temí más de una vez, que rodaran las lágrimas por mis mejillas. luego se dio un espléndido banquete y un gran baile en casa de una de las familias de los novios; todo el mundo se divirtió y yo pasé por la tortura de fingir que también me divertía.
cuando el sol comenzó a clarear con sus amarillentos resplandores el horizonte, y el frío ambiente de la madrugada penetró en la sala, cesó el baile; unos se despidieron reiterando nos sus deseos de que fuéramos muy felices, otros siguieron conmigo para acompañar a mis hermanas hasta las afueras de la población, donde debíamos reunimos con algunos criados y con mi padre, pues mis hermanas se empeñaron en llevar lo, antes de que fuera a el pueblecillo de la costa indicado por el médico, a la finca de campo donde iban para probar si sus aires, sus aguas y sus bosques, aliviaban los padecimientos de el pobre enfermo.
poco más de una legua habríamos andado por la calzada de el , cuando se detuvieron los quitrines y me despedí de mis hermanas y cuñados. ellas continuaron, colmadas de felicidad y alegría, su camino, y yo volví a mi casa, donde aturdido y fatigado, me arrojé en mi lecho.
las dos daban en el reloj de la torre, cuando desperté, la casa estaba inundada de sol; pero triste como ahora también lo está. bajé: aún quedaban en los cuartos de mis hermanas algunas flores, cintas, esencias, objetos que ellas habían tocado, y algún vago perfume, en fin, que parecía emanado de su ser; pero todo esto en lo cual detenía mi vista largo rato, sólo servía para marcar más la soledad en que habían quedado aquellos cuartos, hasta entonces ocupados por ellas y por mi padre.
ya sólo quedaba yo en la casa, encargado de el manejo de nuestros modestos intereses, y el viejo calesero que aún me sirve. me angustiaba pensar que con el tiempo no cesaría el aislamiento que me rodeaba: antes, con los seres que constituían nuestro hogar, me parecía tener todo el mundo en redor mío, ahora en mi desaliento profundo creía estar como en el fondo de una vasta prisión o en las soledades de un desierto.
pasó más tiempo: dos o tres años. a el principio mis hermanas vinieron a visitar me muy a menudo; me trataban sus esposos con delicadeza y cortesía y yo les correspondía con la más fina amistad. pero, notaba, a mi pesar, que ya no éramos los mismos unos para otros; que no brotaban ya aquellas frases espontáneas de las sencillas conversaciones que teníamos, cuando nos hallábamos en cariñosa y fraternal unión. otras atenciones, otros afectos, que si bien no podían desligar de el todo nuestros corazones, envolvían nuestro trato con esas insulsas fórmulas que con tanta verbosidad pronuncian los labios cuando nada o poco tienen que decir, y que tanto estorban cuando desean explicar esos íntimos sentimientos de el alma que conmueven todo nuestro ser. mas si interiormente una causa secreta y desconocida para mí, me impedía conformar me, por el momento, con el cambio que se había efectuado en el seno de nuestra familia, no por eso dejaba de esforzar me por avenir me con él.
la finca donde habían ido a vivir mis hermanas era bellísima y distaba muy poco de la . se cultivaba en sus vastos y feracísimos terrenos el café, cuyos arbolillos esmeradamente cuidados estaban sembrados en simétricas hileras y en grandes espacios cuadrados que sombreaban a trechos limoneros y naranjos. por las mañanas, cuando tras un nimbo de rojas nubes asomaba majestuosamente el sol por cima de las altas colinas que cerraban el norte la finca, parecían los arbustos de café, fantásticos monacillos de fresca verdura esmaltados por los globulillos rojos de sus maduros frutos. y de noche los naranjos y limoneros, con sus azahares cargados de rocío, henchían de embriagadores perfumes aquella fresca atmósfera, a través de la cual llegaban hasta los límpidos e intermitentes fulgores de las estrellas. pero los aires puros de este hermoso campo no contribuyeron a aliviar la salud de mi padre; hubo que llevar lo a el pueblecillo de la costa, donde se le buscó una casita, vivienda de una hospitalaria y cariñosa familia de pescadores, y allí se le preparó una habitación que tenía una ventana que daba a el mar.
cortas fueron las temporadas que en la finca pasé, y estos momentos, únicos en que me aparté de esta casa y de estas habitaciones, fueron algunos de los que más gratos recuerdos dejaron en mi airada existencia. aquellos paseos a caballo en que el buen humor y la alegría reinaban entre todos los de la partida y que alejaban de mi ánimo, un instante, toda sombra de tristeza; aquellas visitas a el próximo pueblo en los días en que lo encortinaban y volvían bullicioso las ferias que celebraba por su patrono; aquellas noches de luna esplendidísimas, cuya claridad reflejaba en las calcáreas piedras de los caminos y de las cercas, que plateaba los arroyos y los altos penachos de las palmeras donde arrullaban las tórtolas, cuyo canto melancólico esparcía por los campos la dulce brisa; aquel sopor, aquel silencio, en que estaban sumidos los bosques y las praderas a el bañar se en aquellos tibios resplandores. la claridad de el magnífico astro; el olor de las yerbas; la brisa impregnada de rocío; las carcajadas de mis hermanas, que como escalas de agudas y sonoras notas herían la solemne quietud de el silencioso campo, apagando se allá, a lo lejos, donde algún tenue y vago eco las devolvía; los caminos recorridos; el lugar que invariablemente ocupaban mis hermanas cabalgando a mi lado; aquel negro , ágil, listo, robusto, de inteligente mirada y fidelidad a toda prueba, que nos guiaba por los trillos de el campo y reía mostrando su blanquísima dentadura cuando notaba nuestra vacilación en las encrucijadas de los caminos; los caballos, los perros, los guardieros, ¡ah, hasta los más insignificantes accidentes acuden a mi memoria y me conmueven con la dulce nostalgia de las puras emociones ya pasadas! todo parece que esparce en torno mío aún a través de los años, aquellas claridades espléndidas, aquellos aromas, aquella fresca brisa, aquellos susurros de vagas e inimitables armonías que surgían como de ocultas cítaras de todos lados de el campo. y luego que la realidad me dice el punto de mi existencia donde me hallo, se alejan rápidos, se desvanecen como la sutil neblina con los primeros rayos de el sol, y dejan vacío a mi lado, ansias de volver a aquellos días, a aquellas escenas, pena profunda en mi corazón, lágrimas amargas en mis ojos y cuando regresaba de estos cortos y agradables paseos por la finca de mis hermanas, me acogía a esta casa, a estas altas habitaciones, como venerado asilo cuyas paredes, muebles y rincones me hablaban a el corazón más gratamente que el campo con sus inmensos paisajes, con sus puras brisas, sus aromas y sus ruidos; porque allí me distraía todo el hermoso e inmenso cuadro que ante mis ojos desplegaba la naturaleza, allí me parecía vivir tan sólo con la hora presente, y aquí la quietud y el aislamiento me ensimismaban, y los recuerdos me hacían vivir en las pasadas horas de mi existencia que tanto echaba de menos.
ya había arreglado el plan de mi vida; y mi propósito era pasar la toda aquí, en esta casa, que es la de mis padres y mis abuelos; ya que mis ensueños de visitar otras ciudades, otras tierras, otras naciones, las obras de arte, la derribada , , el , y la antigua , se disiparon ante la realidad de los medios de realizar los. a veces el silencio y la soledad me hastiaban; pero acudía aún sonriente ante mí, una imagen querida, que se alzaba en los horizontes de mi oscura vida con los arreboles risueños de una aurora. esa imagen era . ¿por qué pensaba en ella? no lo sabía; y más extraño era esto porque desde que se habían apartado de mi lado mis hermanas no volví a ver la.
las rentas de los cortos bienes de mis padres, que yo administraba y repartía por iguales partes, religiosa y puntualmente entre mis hermanas, mis pocas aspiraciones además, me daban cumplidamente, no tan sólo los medios de atender a las necesidades de mi vida, sino también ocasión de mejorar la suerte de algún infeliz que imploraba de mí algún socorro. así trataba de mitigar la pena que me causaba vivir apartado de quienes tanto cariño me habían profesado y que nunca pensé se apartaran de mi lado. mi padre de nada carecía tampoco, como no fuera de la salud que tajos de adquirir iba perdiendo.
pero siempre nos van obligando las circunstancias; poco a poco con todo nos vamos conformando, y si bien los penosos recuerdos nos combaten y entristecen, mil atenciones reclaman constantemente nuestra actividad, primero nos entretienen, nos halagan y luego hacen que nos consagremos a ellas por completo.
todas las horas de el día las había repartido en diversas clases de lectura; de noche me abstraían las observaciones a que me incitaba un hermoso y ameno tratado de astronomía, ¡cuánto sentí no tener más que ligeras nociones de música y de pintura! por fin me consagré con creciente afán a el estudio de mi profesión que había abandonado, por reclamar lo así los intereses que administraba. mas nunca mis propósitos, que fueron bien parcos, habían de obtener cumplida realización. ¡me hubiera conformado siempre con tan poco! otro nuevo suceso vino a influir adversamente en el curso de mi vida.
y este suceso fue la muerte de nuestro padre. recuerdo muy bien que hasta entonces mis relaciones con los esposos de mis hermanas, de corteses habían pasado a ser sinceramente cordiales. es verdad que a veces sus bruscas interrogaciones acerca de nuestros bienes, me habían disgustado; pero esto más lo atribuía yo a mi carácter por extremo sensible y delicado en asuntos tales que a falta de razón de parte de ellos. mas tan presto como ocurrió ese desgraciado suceso, casi inesperado por nosotros pues la temperatura, la pureza de el aire, el hermoso espectáculo de el mar, en aquel tranquilo y agradable pueblecillo de la costa habían logrado a el fin mejorar mucho la salud de nuestro padre hasta el punto de hacer nos concebir esperanzas de que en breve se restablecería por completo, comenzaron a hacer más insistentes, inoportunas y altivas, las preguntas de aquellos dos hombres.
¡cada uno lo suyo!, decían con brusquedad, y esta era su resolución inexorable. nada es mío, cuanto poseo es de mis hermanas, y lo de ellas es mío; porque nuestras voluntades, nuestro cariño, nuestro bienestar no es más que uno: el de ellas mío, y el mío no puede existir sin que el de ellas exista; así contestaba yo a aquellas proposiciones que en mi abstracción de las realidades de la vida me parecían descabelladas y extrañas, pues nunca pensé que se me hicieran.
fueron mis reflexiones y súplicas para que continuáramos viviendo como hasta entonces, siquiera algunos meses más a fin de que se mitigara un tanto la pena de nuestros ánimos por la reciente muerte de nuestro padre. ¿no había estado él muchos años muerto moralmente y disponiendo yo de los intereses sin que jamás padeciéramos escasez? ¿a qué deslindar entonces los bienes que por herencia nos correspondían a cada uno? me parecía que esta separación de nuestras riquezas y derechos era un nuevo lazo que entre nosotros se desataba contribuyendo a hacer nos una personalidad distinta.
a el fin ante su tenacidad resolví que nos reuniéramos para repartir nos en paz la parte de herencia que nos correspondía a cada uno. todavía me parece increíble lo que ocurrió, allá abajo, en aquel cuarto donde mismo habían muerto mi madre y mi hermana , ante el sillón de cuero que no habíamos querido variar de posición desde que lo abandonó nuestro padre. mis cuñados no vinieron solos, trajeron dos consejeros de aspecto antipático, de una dulzura a el hablar que repugnaba porque era una ficción con que pretendían velar su cínica codicia, eran dos picapleitos, dos de aquellas polillas que engordaban con la honra y la fortuna de las familias entre las corrupciones de el foro. aquellos dos hombres no habrían pactado despojar me de lo que justamente me correspondía, ni tampoco se habrían propuesto conseguir por diabólico placer nuestra común ruina; seguramente que era su propia avaricia y ambición lo que les nublaba la conciencia.
mis cuñados no hablaban; estaban dominados, sugestionados de tal suerte por aquellos dos intrusos que se encontraron a el acaso ellos mismos sabían dónde, en un café, en , en , en ; no recordaban con qué motivo, ni si ellos eran los que les habían informado de el asunto o si por el contrario aquellos dos funestos aparecidos eran los que les habían hablado primeramente a ellos. de lo que sí tenían conciencia era de que se hallaban ligados de suerte que no podían desatar se; y antes de decidir nada miraban a sus consejeros y respondían con vacilantes monosílabos. estaban transformados, variados; el tufo de humedad, de papel sellado, de hilo crudo, de obleas y de tinta, especial, irritante, que impregnaba la pesada atmósfera de las escribanías situadas bajo el palacio de el , les había mareado, produciendo le el más caótico barullo en las ideas. y lo peor era que sus desalmados mentores, los llevaban a aquel lugar con cualquier pretexto. y ellos, metidos en aquella , recibiendo frases laudatorias y felicitaciones sin saber por qué; pero que les halagaban, presenciando aquellas ventas de manadas de esclavos, cuyo precio en pilas de brillantes onzas se colocaban en las toscas y empolvadas mesas de las escribanías, oyendo la aflautada voz de los rematadores y alguaciles que proponían bienes por centenares de miles de pesos a cada momento; oyendo, en el lenguaje más vulgar e irrespetuoso, anécdotas sobre la vida privada de personas conocidas o que habían acabado de salir, entrar y aun de recibir estrechones de manos y adulaciones de los que, para pasar el tiempo o producir hilaridad, los desacreditaban; codeando se con agentes, procuradores, picapleitos, oficiales, escribanos, clientes llenos de soberbia o tempranamente encanecidos por su vida de angustias y de lucha que aguardaban día tras día con ejemplar resignación, la hora en que brillase la justicia; enterando se de aquellos violentos libelos que con enfática voz leía alguno y comentaban todos en corro, calificando con voz gruesa y gestos firmes de obra maestra de el talento, lo que no era más que insoportable tejido de osadas vulgaridades, concluyeron por aturdir se, quizá por corromper se. ansiaban que también sus nombres resonasen, entre frases huecas, pero sonoras, en algunos de aquellos escritos de muchos pliegos, sellos, firmas y rúbricas de la fiscalía y aun de el ; querían que el eco de sus apellidos fuera retumbando de rincón en rincón por todo el espacio que ocupaban las escribanías; que sus bienes fuesen citados corriendo de boca en boca por toda aquella abigarrada muchedumbre en cuyo seno no había un solo hombre en su estado normal; el que no reía desaforadamente de algún cuento cínico, amenazaba colérico a bribones ausentes o invisibles como queriendo compensar su pusilanimidad cívica con su omnipotencia de pleitista, tolerada y favorecida como recurso valioso de la renta pública. en los momentos que asistían a los concurridos y vastos portales de la casa de gobierno, estaban como el curioso que asiste a presenciar el juego de la ruleta indiferente primero y pronto tentado de probar fortuna ya que a tantos ve salir de la incitadora mesa con la alegría en los ojos y la bolsa henchida. ¡ah, en aquella vergonzante ruleta a que se hallaba reducido el foro por aquellos días se jugó el ahorro, el afecto nacido de el parentesco, el honor, el porvenir de las familias! aquella vorágine arrastró también la nuestra.
¿por qué habrá seres que saben ocultar en su pecho como los reptiles su dardo, las más torpes pasiones, para luego, en un momento dado, mostrar las con toda su repugnancia? los consejeros de mis cuñados, como buscaban el pretexto aun antes de hablar me, hubieron de desavenir se conmigo y también entre sí, y sin pensar las heridas que pudiera producir me en el alma su conducta, se disputaban delante de mí jirones de la fortuna, que a fuerza de privaciones y sacrificios, habían acumulado nuestros padres para nosotros, y nos acusaban con descaro inaudito mutuamente, a nosotros, los hermanos, de haber forjado ambiciosos planes para cuando llegara el trance de repartir nos la herencia. ¡y mis cuñados confiaban de buena fe en los esfuerzos de aquellos dos indiferentes, de aquellos dos extraños, cuyo ergotismo servía para encubrir sus malas artes si no bastaran sus gestos cómicos de afectada indignación y sus protestas de honrada conducta y desinterés!
no fue posible que llegáramos a favorable acuerdo; aquellos dos truhanes ambicionaban la parte de herencia que el otro señalaba y aun algo más y luego ninguno quería ceder ni con ruegos ni con amenazas. ¡y mis cuñados presenciaban aquella comedia creyendo se cada vez más fuertes, respetables y poderosos a medida que aumentaba el acaloramiento, y la energía de aquellos dos taimados pugilistas de la ley! me dirigí presurosamente a la finca de mis hermanas, acudí a ellas rogando les que con reflexiones trataran de convencer a sus esposos, de que arreglaran amistosamente sus pretensiones, a fin de evitar que, como tantos otros, también besemos un escándalo ante los tribunales, cuando aún se hallaban calientes las cenizas de nuestro padre, y las encontré reservadas y hasta creo que incómodas y con desconfianza de mí.
regresé a la con el pecho oprimido y lleno de preocupaciones contra mí mismo. ¿sería yo el que no tendría razón?, ¿me hallaría en un error a el calcular con matemática precisión el valor de los bienes, sus réditos y su división con absoluta equidad? ¡oh, sí, era yo! para evitar aquella guerra de familia, que divertiría y enriquecería con nuestros despojos a gentes que nunca habíamos conocido, y que se fortalecían a la sombra de estas discordias, debí ceder la mayor parte de mis bienes, todos ellos, que nada valían ante el afecto y la armonía familiar. esto era lo justo: así llegué a pensar lo, engañando me de propósito. yo debía ceder lo todo. llegué a poner me a discreción de los que habían asumido los derechos de mis cuñados, incitados a alejar se de mí, a no permitir que yo les hablase ni a mis hermanas tampoco, a aislar me, no porque me temieran a mí sino a la fortaleza de mi verdad y de mi justicia, y nada logré: todo fue en vano. ya habían ellos comenzado la realización de su plan. sus cosas debían encaminar se por distinto rumbo. íbamos a dar el mismo triste espectáculo que otras familias, cuyas contiendas judiciales desgarraban sus ramas despertando entre ellas odios dignos de las tribus de los desiertos de , o de los montañeses de . a bien que nuestra familia era corta, que no teníamos herederos a quienes legar nuestro mal ejemplo y con él nuestra inhumana enemiga, pues mis hermanas no habían tenido hijos; y como nuestros bienes eran escasos y carecíamos de grande influencia y de títulos nobiliarios, no conseguiría nuestro pleito, a pesar de la vanidosa ceguera de mis cuñados, y que a su sabor explotaban los curiales, la resonancia y publicidad, que para ridículo desprestigio de las partes que en ellos intervenían, alcanzaban otros.
una mañana vinieron a hacer me salir de el lecho, más temprano de lo que acostumbraba, dos curiales que me leyeron varias diligencias, encaminadas a intervenir nuestro caudal, y poner lo en manos de una persona extraña, que jamás nos había conocido, la cual debía administrar lo hasta tanto que se resolviesen en justicia las cuestiones que, profanando todo nuestro cariño y desligando todos los lazos de nuestro parentesco, habían promovido mis cuñados. casi llegó a alegrar me la vista de aquellos dos curiales y las instrucciones que me dieron. ¡justicia, y un tercero que se posesionaba de los bienes en disputa: es decir, que teníamos por mediadoras dos entidades distintas de nosotros; ellas repartirían bien, ellas imparciales nos darían lo que a cada uno correspondiera, cesando así la brusca ruptura que había sufrido nuestro fraternal afecto!
me dolía, sí, que entre nosotros hubiera habido necesidad de esto; pero una vez surgida la desavenencia me alegraba que otros vinieran a decidir la, y por mí parte cualquiera que fuese la decisión de esos extraños, estaba dispuesto a conformar me con ella aun cuando me perjudicase.
tan ajeno era a cuanto yo pudiera haber pensado lo que me estaba ocurriendo; me parecía tan ruda y extrañamente pronunciado el nombre de mis padres, de mis hermanas y el mío propio en boca de aquéllos, que hube de interrumpir les muchas veces, suplicando les que dieran por terminada tan penosa formalidad y me señalaran el lugar donde debía trazar mi firma. pero ellos aseguraron que era cargo de conciencia enterar me de todo, y no me entregaron el legajo para que lo firmara hasta que no concluyeron con entera calma y sosiego aquella lectura, larga, repleta de fárrago y sutileza, y que juré, junto con dos testigos, que había entendido, cuando aun hoy mismo no tengo cabal certeza de ello. los curiales, protestando su completa imparcialidad, me aconsejaron sonriendo con benevolencia, como adoloridos de mi mal, que nombrara qué sé yo qué letrado, para que llevase mi defensa ante los tribunales.
les rogué que volvieran a el día siguiente a saber mi resolución acerca de esto, pues debía enterar me mejor en asuntos de semejante naturaleza, los cuales jamás me habían ocupado más que en y en teoría, pero prácticamente y, menos siendo yo el interesado, nunca tuve ocasión de conocer su complicado manejo. me mareaba, me aturdía, aquella facundia de recursos que en su astucia ante el claro texto de la ley multiplicaban los contrarios, y me hería vivamente la doblez que empleaban a el tratar el más sencillo asunto. los curiales accedieron a mis ruegos de volver a el día sigiuente, no sin hacer me comprender que era un favor que quedaba debiendo les.
algunas tardes venía a hablar conmigo el anciano sacerdote, y nos sentábamos en el patio bajo las ramas de el granado: el canario de mi hermana saltaba alegre en su jaula, y despedía con trinos alegres los tibios y rosados rayos de el sol de la tarde. la de aquel día en que vinieron los curiales conté a el anciano cuánto me ocurría:
— ¡quien lo dijera!, ¡quién lo pensara!, ¡si vuestros padres resucitaran un instante! ¡ah, cuán deleznables son todos los planes humanos, todos los proyectos que nos forjamos durante la vida! — así exclamaba el anciano, juntas sus manos y mirando a el cielo, mientras escuchaba mi relación en la cual con toda delicadeza trataba de hacer le conocer la actitud en que nos hallábamos colocados mis hermanas, sus esposos y yo.
en cuanto entendió que mediaba litigio me aconsejó que debía nombrar quien me dirigiera en este asunto, tanto para bien mío como de mis hermanas. ni él ni yo teníamos relación alguna en el foro y opinamos elegir un abogado cuya reputación y formalidad esparcía la fama, por aquella época, a todos los vientos.
una mañana me dirigí a el estudio de aquel abogado, un señor de edad, grueso, de buen color, robusto, de envidiable salud; su barba, y su cabellera blanquísimas, su semblante y su pausado modo de hablar inspiraban respeto. en un instante se enteró de el asunto y me prometió encargar se de él.
no eran cuantiosos los bienes de la herencia: eran tan sólo tres casas en la ciudad, y unos terrenos en los extramuros, origen éstos de la desavenencia y motivo de las ambiciones, no de los esposos de mis hermanas que estaban grandemente ofuscados sino de sus consejeros, formaban nuestro caudal. en los terrenos había una estancia que lindaba con la calzada de y una cantera que yo había puesto en explotación, arrendando la luego a un vizcaíno honradísimo. la cantera y hermosas plantaciones de árboles frutales y hortalizas nos rendían regular ganancia con la venta los frutos en los mercados de la ciudad. pero su verdadero valor no consistía en los cultivos ni en la magnífica piedra de construcción de su cantera, ni en aquellos altísimos cocoteros cargados de frutos, cuyos penachos se veían desde las puertas de las murallas, sino en que ya las casas de la población casi lo habían cercado, así es que de día en día debían adquirir más precio, si bien éste, en verdad que no llegaría a la fabulosa suma, que para excitar la codicia de mis cuñados, calculaban sus oficiosos consejeros.
yo indiqué a el abogado, a quien hube de encomendar mi representación, mi propósito de renunciar cuanto derecho tuviera a esta parte de los bienes, con tal de evitar toda contienda ante los tribunales, lo cual hacía más que por la merma que nuestros recursos sufrirían por la invencible repugnancia que tenía a hallar me frente a frente de mis hermanas en aquel malhadado litigio. mas el abogado indicó que nada adelantaríamos con esto toda vez que su experiencia le aconsejaba aceptar la cuestión tal y como se plantease, para evitar otras peores, que debían ser más penosas para mí y aún más desfavorables a mis hermanas.
a él me entregué, pues: en sus manos puse mi causa; en él y en la justicia confié. desde este momento me sentí como arrastrado por vertiginosa caída a un abismo frío y tenebroso, y el malestar que esto me ocasionaba me hacía desear a todas horas de el día el golpe que debía estrellar me. y más dinero, que a el principio como lo tenía de mis poquísimos ahorros, fui dando le con una facilidad de que hoy me admiro y aun me pasmo; después, dando lo con más despacio, pues me costaba el adquirir lo mil compromisos y promesas, de que esperaba salir en cuanto brillase para todos la luz de la justicia; luego, solo pude dar lo a costa de sonrojos y desvelos que me acababan la vida. pasaron semanas, meses, años; yo veía abultar se con rapidez vertiginosa el volumen de los legajos, y la terminación de aquel litigio no asomaba: sentía desangrar me, sentía rebosar los borbotones de bilis por mi boca, y entonas fue cuando los disgustos y los sufrimientos me hicieron sentir por primera vez el aislamiento y la soledad de que se hallaba rodeada mi existencia. por más que quise levantar mi espíritu sobre las tristezas de la realidad, los sucesos se encargaron de demostrar me que vivía sujeto como un esclavo a sus leyes: no pertenecía a el número de los privilegiados que gozan, a pesar de sus acciones inútiles y ambiciosas, de un sosiego inquebrantable en medio de la vanidad y de el bullicio. ¿qué pretendía yo? ¡un rincón de mundo donde emplear la honrada fortuna legada por mis padres a cubrir mis necesidades, para que mi ánimo libre gozase de las bellezas de el arte y de la verdad de la ciencia! ¿era esto un egoísmo? oh, no, yo no era indiferente a el clamor de justicia, que me parecía oír que por todas partes pedía a voces la humanidad. ¿debí luchar? ¿para qué, si no tenía ambiciones? además, lo intenté; mis armas eran débiles y salí sangrando por el corazón: quedé inutilizado para el combate; necesitaba más rudeza de sentimientos.
y triste, solo, impotente después de mi derrota, resignado, tuve además el tormento de no ver interrumpida mi comunicación con aquel vasto campo de batalla. me venían pliegos y más pliegos por la posta judicial. ¡ah, aquellos pliegos de papel firmados unas veces con tembloroso y vacilante pulso, como de manos que no se atrevieron a cometer una profanación, por mis hermanas; y otras veces trazado con vigor, con fuerza, como si gozaran a el dirigir se mutuamente sus dardos y herir me también a mí: aquellas frases puestas en boca de mis hermanas; y que tan indiferentemente se me leían, me desgarraban el corazón, y en mis noches de insomnio me parecía ver las fulgurar como escritas con hierro candente en medio de la oscuridad! no; mil veces no: mis hermanas no vieron lo que se les hacía decir me; ni yo vi lo que se les decía por mí a ellas. ¿y todo esto era necesario para exponer nuestros derechos ante el sereno rostro de la justicia? ¿y la justicia no notaba cómo se iba desgarrando nuestra fortuna, y que sus jirones iban humedecidos por nuestras lágrimas amargas, y por el sudor sagrado de la frente de nuestros padres?
¡ah, todo cayó ante la vil ambición de poseer miserables pedazos de tierra! , amor puro, una vida de mutuas y delicadas complacencias, todo esto me parecía ver lo estrujado, deshecho en mil pedazos, pisoteado entre las tersas y blancas páginas de aquellos voluminosos legajos y entre las líneas de aquellos negros y grandes caracteres que los llenaban.
fue ésa, por entonces, la triste condición de mi vida. vi mi hogar desgarrado y que cada uno de sus miembros separó su destino para cumplir su misión: nuevos afectos vinieron a anular, a ocultar, a sustituir por completo y hasta a hacer olvidar los antiguos. ¡pasad, años, pasad a través de las lágrimas de mis cansados ojos y de las tristezas de este pobre corazón a el que en los risueños días de la infancia hizo palpitar todo lo grande, todo lo generoso, todo lo noble, que yo no puedo seguir teniendo más que un estrecho abrazo y un ósculo de paz para todos los que amé!
ya se habían extinguido, casi por completo, los recursos de que podía disponer para la continuación de el litigio: ni las promesas, ni las súplicas, ni la más incitante usura, me proporcionaban nuevos medios de sostener la contienda ante los tribunales de justicia por los mediadores que para que me representaran había tenido necesidad de elegir, así es que éstos llegaron a indicar me repetidas veces que sin recursos no podían seguir gestionando, en bien de todos, en aquel malaventurado asunto que tan duros trances, que tan amargas horas me hacía pasar.
estas noticias fueron para mí motivo de contento en un principio, pues creía que de esta manera quedaría libre de innumerables sinsabores que me habían llevado a la más sombría desesperación. supuse que continuarían los que con este objeto usurpaban el nombre de mis hermanas, y lograrían dar cima a el proceso, ruidoso ya, de gran importancia entre los desocupados de los portales de el y rodeado de mil incidencias a cual más dolorosa para mis hermanas y para mí; y, además, creía que ellas seguirían igual conducta que yo, la cual era concretar me a pedir simples noticias de las vicisitudes y trámites por que seguía el proceso, negando me a que se me dieran otros detalles que me penetraban como punzadoras espinas dentro de el alma.
me constaba que nuestra situación iba siendo de día en día más penosa, más crítica, pues que yo mismo casi me veía obligado a mendigar, de el que administraba los bienes pertenecientes a el caudal hereditario, lo indispensable para mis más premiosas necesidades. llegó en que esta situación nos fue de todo punto insoportable. ¡cuántas veces pensé acercar me a mis hermanas, convencido de que no me recibirían de otra manera que sollozando y quejando se con amargura, pero sin rencor, como también sin que pudiera contener los deseos de mi corazón habría yo de hacer lo en cuanto las viese, por vez primera, después que se comenzó aquel odioso pleito! yo debía acudir a ellas nuevamente, pedir que transáramos nuestras mutuas pretensiones, en aquella cuestión que de tan inopinada manera surgió entre nosotros; yo debía mostrar me, como lo hice a el principio, resuelto a aceptar cuanto ellas propusieran con tal que nos aviniéramos; pero los curiales me habían ponderado tanto las desfavorables consecuencias que a todos pudiera traemos semejante paso, que mi indecisión era grande. además, las quejas de todos, ¿contra quiénes habían de ser dirigidas? ¿contra los esposos de mis hermanas? ciertamente que sí; por su falta de sentido práctico y por su debilidad. y esta circunstancia era como un valladar puesto a mis impulsos generosos.
nada hice; durante algún tiempo, tampoco quise saber cosa alguna que aludiese a el pleito, y con esto logré pasar un período de tranquilidad relativa. supe cómo tenían mis hermanas más atenciones familiares, habían terminado antes que yo, por falta de recursos, sus gestiones en el litigio; y después de tantos esfuerzos, después de tantos sacrificios y verdaderos martirios, también llegué a saber, con intenso pesar, que nuestro negocio estaba en peores condiciones que cuando empezara, y nuestros bienes mermados casi irreparablemente. más aún; se nos exigía el pago por iguales partes, de cuantiosas cantidades para cumplir con un decreto de el que decía con laconismo desusado: «pague se a los ministros indiferentes», y de el cual se nos pasó copia a cada uno, con hermosa letra gótica. como no pudiéramos cumplir aquella inesperada resolución, a mitad de el pleito, se nos exigía con irritante premura amenazando nos con el remate de nuestros bienes y con declarar nos en rebeldía. por más largas y esperas que quise dar a tan angustioso asunto, llegó un instante en que no pude detener ya más el cumplimiento de aquel decreto, que se presentaba en mi excitada imaginación como un espectro terrible y amenazador que preparaba gustoso sus garras para arrebatar nos de una zarpada gran parte de nuestra combatida fortuna.
en vano pidieron mis hermanas, y tras ellas también yo, que se nos dejara litigar, con objeto de llegar a la ansiada conclusión de el pleito, con el privilegio que a los pobres se concedía, que ciertamente pobres éramos ya cuando apenas podíamos proporcionar nos con nuestro trabajo personal lo indispensable para el diario sustento. y esta petición nos fue negada, porque según se nos hizo saber por el señor fiscal, aún teníamos bienes, lo cual era verdad, pero más lo era que hacía años enteros que no disfrutábamos un solo céntimo de sus productos.
¡ah, qué días estos tan aciagos! ¡qué de vacilaciones, cuántas miserias puestas de relieve, cuántos planes desbaratados, cuántas realidades levantadas como irónicos fantasmas en torno de mi humilde existencia! aquello no era vivir; era morir a todas horas de incertidumbre, de indecisión, de angustias.
había en que me asaltaba la idea de no haber existido jamás o de haber venido a nueva vida de inesperado modo. ¡tan penoso era cuanto me venía ocurriendo! a mediodía, con el aire caldeado y en completa calma todo, con los rayos de el sol que esparcían reflejos por las habitaciones llenas de empolvados muebles, como si ya los hubiera cubierto con el vaho de su aliento la miseria, parecía adormecer se un tanto mi congoja y visitaba, como si fuera un extraño, como si todo lo hubiese abandonado muchos años antes, los rincones de este hogar querido; me esforzaba por avivar mis recuerdos: todo lo invocaba, y a todo me quejaba puerilmente de lo que desde entonces me venía ocurriendo. un solo e insignificante objeto hacía, en ocasiones, que se me saltaran las lágrimas, las cuales me complacía en derramar sobre el vidrio que cubría un retrato, en que aparecían en grupo, muy niñas aún, mis tres hermanas jugando entre las faldas de mi madre.
y maldecía de la muerte que tan cruelmente había ido arrebatando de mi lado tantos seres queridos antes que a mí. ¡si por menos hubiera respetado a mi hermana ! pensaba que de vivir ella, tendría quien por mí se interesase, quizá también quien nos disculpase unos con otros a mis hermanas y a mí, aviniendo nos gustosamente, quien, por lo menos, a mi lado combatiese, porque ya ni con fuerzas me sentía para procurar el bien de mis hermanas, único motivo por que no quise perder de vista el giro que tomaba nuestro ruinoso litigio.
¡tan unidos, tan desinteresados unos con otros, tan ajenos a los que eran bienes de fortuna como siempre habíamos permanecido; y ahora divididos, ahora tenidos por los más irreconciliables enemigos por cuantos pasasen la vista por las páginas de los legajos de el pleito! era ésta una de las consideraciones que más amargaban los momentos de mi vida. todo parecía haber dado un vuelco ante mí, haber se trastornado para acibarar mi existencia tras de la soledad y el aislamiento que la rodeaban.
mi carrera, mis estudios, todo me lo hizo abandonar aquel decaimiento de ánimo que me postraba. ni siquiera interrumpía ya la monotonía con que se sucedían los días tras los días en esta abandonada casa, el procurador que venía a enterar me de el estado de el proceso y a hacer me sabedor de otras noticias que él juzgaba halagüeñas, y que las más de las veces me causaban pesares, nuevas y profundas reflexiones respecto de las miserias de los hombres.
un tedio pertinaz me invadía, y comprendía no sin cierta triste satisfacción que iba minando mi salud. me resolví a escribir a mis hermanas recordando les nuestros naturales y antiguos afectos, manifestando les el triste espectáculo que dábamos, reiterando les que nuestros corazones jamás podían abrigar odios mutuos; y las cartas en que así les decía no llegaron a sus manos sino que fueron a aumentar con un número más las páginas de los legajos de el litigio, el cual se renovó con crudeza, pues se interpretaron aquellos desahogos de mi corazón como signos de manifiesta debilidad o de algún plan combinado con una de mis hermanas para hacer frente a la otra.
no me quedó por fin otro recurso que unir mis lamentaciones a las que en coro se levantaban por todas partes condoliendo se de la desgracia que en nuestra familia, próspera un día y ya reducida casi a la indigencia, había ocasionado también aquella contagiosa afición de la época: los pleitos. la verdad era que ya nuestra contienda no era sobre bienes prestos a extinguir se; era disputa de amor propio que se consideraba herido, era saña y enconamiento lo que se mostraba y deseos vehementes de causar mal a los contrarios, sin reparar en el propio perjuicio que con tan vituperable sistema se causaba cada cual.
y aquel triste espectáculo en que a pesar de toda mi oposición era yo actor obligado, me iba haciendo perder la fe en todo; iba como agrandando las sombras negras de la duda y dibujando en mis labios una sonrisa despreciativa y sarcástica, real y verdadera expresión de los sentimientos que se arraigaban en mi alma.
pero brilló entonces para mí algo como un rayo de placidísima luz en medio de las tinieblas, creí que las puertas de esta casa querida volvían a abrir se a la felicidad, y junto con ellas las de mi alma, a la esperanza y a la fe, cuando vi un día subir esas escaleras de piedra descostrada, cuyo barandaje adornan el rosal y el jazmín que y yo sembramos, a , sí, , la bella hija de la mendiga, que venía seguramente a impedir que se extinguieran los latidos de mi corazón y a que no lo endurecieran las adversidades crueles.
así que llegó a el umbral de mi cuarto, con timidez y vacilación se atrevió a dar algunos golpes en la puerta, y con débil y dulce voz me pidió permiso para entrar. me pareció agitada y temerosa; estaba pálida, más delgada, un círculo amoratado rodeaba sus grandes ojos llenando su mirada de vaga melancolía: se le conocía que había sufrido mucho; pero todas estas huellas de decaimiento que traía impresas en el semblante la tornaban más bella aún.
— no vengo sola — exclamó, arrasados de lágrimas los ojos —: pie de esta escalera queda mi madre; en vano intentó la pobre subir hasta aquí para implorar os por su propia boca un grande y quizá un último favor; y yo..., yo uno mis ruegos a los suyos. no nos arrojéis de vuestro lado: en vos hemos cifrado todas nuestras esperanzas.
no pudo decir más , porque se lo impidió el llanto. sin dar me exacta cuenta de lo que hacía, bajé las escaleras, y tras de mí siguió con el rostro oculto entre las manos, . en el patio, bajo el granado, cubierta de vendajes y harapos, arrebujada con unas gruesas mantas, entre líos de ropa desgarrada y algunos miserables trastajos llegué a ver a la pobre mendiga, madre de . parecía un espectro.
— señor, vuestra familia ha sido siempre buena para mí. ¡oh, si aún hubiera vivido aquí, reunidos como antes vivían vuestro padre y vuestras hermanas, otra hubiera sido mi suerte! pero, ¿a qué lamentar me de un daño que no tiene remedio? he hecho mal en pronunciar estas palabras; sólo la intensidad de mi dolor es capaz de quebrantar mi firme voluntad de no doler me en presencia de persona alguna de esta desdicha que hoy acelera la marcha de mi existencia. dispensad me y olvidad esto. únicamente he venido a pedir os que me dejéis un rincón en esta casa para aguardar con tranquilidad la muerte, que siento no tardará mucho en llegar. no me preocupo de mí, lo que me aterra es el porvenir de , de esta hija mía querida, que sin madre que con ella comparta sus dolores, sus desengaños y sus penas, sin tener a su lado quien con interés verdadero enjugue su llanto amargo, que muy amargo habrá de ser mientras la infeliz viva, quedará convertida en inconsciente juguete de las miserias sociales. no habréis de negar me, ¿verdad?, que en un rincón de estos deshabitados cuartos me guarezca hasta que quiera llevar me, que será muy pronto... mientras pude pagar con las limosnas que recogía una humilde y triste habitación para mi hija y para mí, teniendo donde vivir tranquila, aunque muy pobre, me consideré feliz; hoy que mis males me impiden hasta recorrer las calles para implorar socorro de las almas buenas, ya no pueden tener me allí. lo comprendo, señor: a nadie culpo; demasiado me han favorecido desde hace algunos meses; pero..., yo misma conocí que estorbaba...
esta explicación de la madre de , y más que ella el miserable aspecto que ambas mujeres tenían, me hicieron comprender la necesidad de el pronto y eficaz auxilio que les era menester. en aquel instante sentí, y creo que por primera vez, ser pobre, verme arruinado con aquel malhadado litigio que entre mis hermanas y yo había surgido. ¡oh, si hubiera tenido arcas repletas de dinero, hubiera aliviado mejor la suerte de aquellas dos infelices cuyas miserias me conmovían profundamente! me habían pedido lo único que ya podía dar les, y con sólo acceder a los ruegos de aquellas dos abandonadas criaturas creía hacer muy poco. además, la casa, esta misma casa, estaba insegura con el odioso pleito, no era de el todo mía y a lo mejor de el tiempo podrían echar me de ella a mí mismo: ¿qué hacer pues?
vacilaba mi ánimo respecto de lo que debía de contestar a y a su madre, porque ellas creerían que yo me hallaba en iguales condiciones de fortuna que cuando me conocieron y quizá con este convencimiento habrían acudido a mí. a el fin hube de decidir me a señalar les una de las habitaciones de la casa amueblada aún, y me propuse enterar a de el escaso apoyo que por mi situación podía prestar les, a la primera oportunidad que se presentase; pues que mi estancia y por consecuencia la de ellas, en la casa, había de ser insegura; de un momento a otro podían obligamos a todos a que la desalojásemos, frustrando también, con tal rigor, mis más acariciados planes.
no sé cómo transcurrieron los cortos días siguientes a el en que se me presentaron aquellas dos pobres criaturas, ni menos puedo decir de qué medios se valía el viejo calesero, fiel criado que nunca ha querido apartar se de mi lado y que aún me sirve para proporcionar nos alimentos, con la exigua cantidad que yo podía dar le, a las cuatro personas que habitábamos por entonces la casa. se había constituido en asidua curandera y enfermera de su madre. nunca pidieron nada ni molestaron aquellas dos infelices; tenían ya demasiado, según decían, con el techo y las cuatro paredes que se les habían proporcionado y que las libraba de la intemperie. la joven parecía esquivar toda conversación conmigo; así es que yo me concretaba a pedir le noticias de la salud de la enferma, las cuales me daba con los ojos empañados por el llanto y con el rostro casi oculto en la pañoleta de color azul que siempre usaba echada sobre los hombros.
pocos días, según advirtiera tristemente la enferma, tardó la fuerte en llevar se la. y quedó de esta suerte huérfana y más desamparada que antes lo estaba. grandes fueron mis esfuerzos para convencer la de que no se fuera de esta casa, según ella me confesó que se había prometido hacer en cuanto falleciera su madre. ¿a dónde habría de ir la infeliz? ésta fue la reflexión que más la decidió a quedar se.
— ¡ah! — exclamaba a menudo —, a haber tenido siquiera un rinconcillo mío en este mundo, os hubiera libertado de mi presencia; no merezco quedar me a vuestro lado. yo he sido la única causa de la rápida enfermedad y prematura muerte de mi madre. es para mí un tormento casi insoportable mirar hacia el lugar de esta casa en que ella murió... paso mis noches en claro... creo que he tenido fiebre... carecíamos de dinero, trabajaba y hasta llegué a sustituir a mi madre, en la tarea de implorar recursos de algunas almas caritativas. ella no quiso a el principio: se negaba a que yo recorriese la población sin que ella me acompañara. pero a el fin la necesidad contribuyó a vencer sus escrúpulos. ¡ah!, quizá su mirada y su corazón de madre preveían lo que en mi experiencia de niña jamás pude imaginar... mucho os debo; mucho debo a vuestro padre y hermanas, ¡ah! por aquellos días, ¡qué felices éramos mi madre y yo! lo que me entristece más, es que me hallo imposibilitada, aunque reúna ya toda mi voluntad y mis fuerzas, para mostrar os cuán profundo y sincero es mi agradecimiento. ¡echad me de aquí, no soy digna de compasión!
a el oír la lamentar se con tanta desesperación, temía por el juicio de aquella hermosa e interesante joven, y con verdadero cariño trataba de alejar de su mente las ideas desconsoladoras que la extraviaban. como si fuera un hermano mayor de , le hacía mil reflexiones y le daba sanos consejos que a menudo la hacían prorrumpir en amargos sollozos.
de esta suerte trascurrió algún tiempo, y a el cabo comprendí que habían renacido en mí dulces afectos por la joven. no era sólo yo quien daba consejos y hacía reflexiones, ella solía, aunque tímidamente, mostrar interés por mis asuntos, proporcionar me alguna esperanza y aun revivir alguna vez halagadoras ilusiones. se me ocurría que la venida de a mi casa podía ser un hecho providencial. por aquella joven había tenido yo ocasión de ejercer en mis semejantes mis caritativos sentimientos, cuya buena obra me proporcionaba íntima satisfacción; aquella hermosa joven había venido, además, a hacer menos penosos la soledad y el aislamiento que me rodeaban: antes que ella viniese me pasaba semanas enteras sin tratar otra persona que el fiel y antiguo criado de mis padres, el calesero, corazón grande, desinteresado, lleno de nobleza en su honrada humildad, pues no sé decir si mi cambio de posición o si el visible mal humor que mis asuntos me producían, habían alejado de mi lado mis pocos amigos; hasta el anciano sacerdote, enfermo y achacoso, no podía ya venir a visitar me por las tardes: , sin duda, contribuía a hacer me más llevadera mi monótona existencia, cargada de sinsabores y desengaños; ella también me traía gratos recuerdos de emociones, que aunque pasajeras, quedaron indelebles en mi memoria; ella parecía haber venido a recoger mis dispersos afectos, había venido quizá a devolver a mi alma sus ensueños desvanecidos de felicidad.
¡de cuántas memorias tiernas podía yo gozar cambiando mis pensamientos con los de ! ella había conocido a mis hermanas, quizá guardaría secretos que le confiaran en su amistad; ella había sido testigo de nuestra felicidad pasada, e indudablemente que se lamentaría conmigo de los sucesos que después de esta época habían ocurrido. pero por algo también me inspiraba el más vivo interés: tenía, como ya en otra ocasión lo habían notado mis propias hermanas, no sé qué rara semejanza física y aun rasgos de carácter, que traían a la memoria el recuerdo de , mi pobre hermana muerta. no atinaba a decidir si eran mis ojos los que necesitaban presentar me la o si mi corazón deseaba encontrar en el mundo otro ser parecido a ella; lo cierto es que horas enteras me ponía yo, oculto tras las persianas que dan a mi balcón, favorecido además en mi escondrijo por las ramas de el jazmín y de el rosal que se entrelazan con las rejas de la baranda, a seguir con la vista a , que también como mi hermana , se entretenía todas las mañanas y tardes en bañar a el canario y cuidar de las flores.
aunque me esforzaba por alejar de mi mente la idea de que despertaba en mí más interés de el que pudiera despertar una persona extraña, no lo lograba a mi pesar. hasta entonces entre la joven y yo había mediado cierta respetuosa distancia: ella era la mendiga, la huérfana desamparada, y yo su protector. si no con sus palabras, con sus ademanes y sus ojos me hacía entender que se reconocía demasiado deudora de los favores que me estaba debiendo para poder pagar me los alguna vez. a esto nada podía objetar le, aunque mucho lo deseaba; me sentía cohibido siempre por una timidez invencible; además, una voz interior parecía decir me que no era por ella, sino más bien por placer mío por lo que quería que fuese la joven más comunicativa.
pero casi sin que lo notáramos nos fuimos aproximando un tanto el uno a el otro. no eran ya simples palabras de cortesía las que cambiábamos, sino que procurábamos enterar nos de nuestros más triviales asuntos, los cuales, no por ser lo dejaban de tener para nosotros gran interés, y de producir encanto indecible las reflexiones que con motivo de ellos mutuamente nos hacíamos. mas estaba triste, con la mirada vaga y como abstraída siempre por la más profunda melancolía: a veces rompía a llorar amargamente y por unos días sus palabras y sus frases eran breves: se le conocía que rehuía hablar y tratar conmigo.
me extrañaba en verdad su conducta y no lograba encontrar le satisfactoria explicación. esa distancia que entre uno y otro mediaba, ¿no habría de acortar se alguna vez? ¿no habíamos de estrechar algún día los lazos de un cariño que temprano o tarde, si es que no había nacido ya, tendría que nacer por esa misma proximidad en que nos hallábamos? sola en el mundo, sin madre ya, sin otros bienes que la pureza y la candidez de su alma; yo, alejado de los seres que tanto había amado, desposeído de la mayor parte de mi corta fortuna, y la otra parte de ella insegura y de la cual acaso tardaría mucho tiempo en disfrutar, estábamos casi en iguales condiciones, necesitábamos mutuo apoyo, necesitábamos compartir la pena que agobiaba nuestros corazones. vivíamos bajo un mismo techo, nos veíamos todos los días: no se nos ocultaba qué placer íntimo se apoderaba de nosotros, cuando tratábamos de los asuntos baladíes; pero, sin embargo, una secreta fuente contenía dentro de aquellos límites nuestro trato.
y más era por parte de que mía: se notaba a las claras su poca franqueza conmigo; ni siquiera me confiaba una sola de sus penas. ¿y cuáles podían ser estas? ¿no las conocía yo? su orfandad, su miseria; nada más. pero aunque lo sabía, quería oír lo de labios de la bella joven, quería que mis palabras, respondiendo a las suyas, lograsen mitigar sus pesares y secar las lágrimas que a cada momento corrían en abundancia de sus hermosos ojos; quería obtener de ella agradecimiento y no otra cosa; deseaba que las deudas a que a menudo aludía, y que decía iban aumentando se, a cada instante que pasaba junto a mí, las considerase como puramente morales y no como materiales emanados de la protección que le había brindado y de el favor que le hacía dejando la vivir en la casa.
firme propósito había hecho, sin duda, , de lamentar se a solas de su infortunio, pues aunque a medida que los días pasaban, se le veían más marcadas en el semblante las huellas de sus sufrimientos, apenas hablaba de sí misma, quitando me de esta suerte toda ocasión de aconsejar la. y que ella padecía sin proferir queja alguna, me constaba no tan sólo porque su mirada aparecía cada vez más velada de tristeza, sino porque de noche, hasta muy tarde, quedaba encendida la luz de su cuarto y a ratos me parecía percibir distintamente ahogados sollozos y reprimidos llantos. entonces me sentía profundamente conmovido y hasta me incomodaba no poco el retraimiento de la joven. es que si de su orfandad y miseria se condolía, yo no podía volver le la madre que había perdido ni tampoco mejorar sus recursos de existencia: me hallaba imposibilitado de colmar los deseos de aquella joven entristecida quizá por no lograr ver en lo porvenir nada que realizara las ilusiones tan propias de su edad; pero ¿no podía servir le de hermano?
a el par que la compasión crecían mis deseos de tratar más que hasta entonces con . me atraía irresistiblemente la mirada melancólica de aquellos dos ojos negros y grandes, que revelaban toda la profundidad de sentimiento de que se hallaba dotada su alma, y me llenaba de interés la callada resignación y hasta la heroica conformidad con que sufría su desgracia. jamás salía de la casa: todo el día lo pasaba cosiendo o bordando, algunas veces leyendo los libros que en el rincón de alguna gaveta habían dejado olvidados mis hermanas a el marchar se. nadie más que yo y el viejo calesero, por entonces, podía sospechar la existencia de aquel ser. vivía como una reclusa: desde que llegó, apenas si había dirigido la vista a la calle; y nadie jamás vino a ver la ni preguntar por ella. en ocasiones hube de indicar le que si algo le faltaba no tuviese cortedad de pedir me lo, que no considerase favor de mi parte el que yo le dejase vivir unas habitaciones de la casa que si no las ocupaba ella, nadie habría de ocupar las, y que lejos de molestar allí, ni menos ser carga para mí penosa, cuidaba aquellos muebles que el poco uso iba deteriorando mucho. y ella contestaba que jamás se había considerado tan feliz sin merecer lo; que no teniendo ya que compartir lo que le producía el trabajo de sus hermanos con su pobre madre, le sobraba para atender a sus modestas necesidades.
y esto era cierto, porque los andrajos de que vino vestida a esta casa se habían trocado en trajes hechos y adornados sencillamente por ella misma y que contribuían a aumentar sus naturales gracias. por las tardes, después que regaba las flores, aprovechando los últimos reflejos de el sol, se sentaba bajo el granado de el patio a leer, o bien a repasar las láminas de aquellos grandes álbumes, que tanto nos habían entretenido a mis hermanas y a mí. los pájaros revoloteaban sobre su cabeza acogiendo se a las ramas de el árbol y pitando allí con fuerza; algunas hojas de el granado parecían bajar hasta besar sus sienes; las plantas aromáticas y las menudas verbenas sembradas en los macetones formaban a sus pies olorosos y variados ramilletes; y en su hermosa cabellera negra, recogida en dos trenzas que rodeaban su cuello, se colocaba una aquellas flores que con tanto esmero cuidaba. luego, cuando las sombras ya no le permitían distinguir las letras o las láminas, se retiraba a su cuarto a proseguir su costura a la luz de la vela; y desde entonces no podía yo ver la más hasta la mañana siguiente muy temprano, que regaba de nuevo las flores.
durante el día iba yo a dar clases a algunos niños para ganar me el sustento, pues la pensión que estaba obligado a dar nos el administrador de nuestros bienes, mucho tiempo hacía ya que no la recibía. aunque no me preocupaba de el estado de nuestro litigio, sabía que continuaba lánguidamente; y como ya mis representantes me habían declarado que sin recursos monetarios no era posible vencer las dificultades, y yo carecía por completo de ellos, poco nos veíamos ya. mi vida comenzaba otra vez, por estos días, una marcha regular y tranquila, tanto más, cuanto que yo no ambicionaba nada que costase supremo esfuerzo el conseguir lo; ¡ah!, sin grandes luchas llegué a tener dolorosa experiencia de la sociedad que me rodeaba y obtuve el convencimiento de que, por mucho que me afanase, poco o nada conseguiría: mi voz era muy débil y las fibras de mi corazón muy sensibles y delicadas: ansiaba mi tranquilidad únicamente y hacer cuanto bien pudiera a mis semejantes. mas esto duró bien poco, porque un día se llegaron aquí los curiales, de quienes ya casi me había olvidado, y mostrando me una orden que les facultaba para rematar los muebles de la casa, de seguida comenzaron a poner la en ejecución.
colocaron en la puerta una gran bandera nacional que en el lugar de el escudo ostentaba con negras letras la palabra: remate.
y en el vestíbulo, en el sitio mismo en que un día vi caer y tambalear se a mi padre, un hombrecillo antipático y grosero pregonaba descaradamente, con cierto tono burlón, cada uno de los objetos de nuestra casa. la gente se agolpaba en torno suyo, y los curiales recorrían en tanto, con familiaridad y desenfado irritante, todas las habitaciones de la casa, inventariando, tasando y moviendo a un lado y otro los muebles. todos miraban de arriba abajo, examinaban y manoseaban aquellos objetos que con tanto cariño y respeto había mirado yo siempre, y hasta se permitían con ellos bromas que excitaban general hilaridad. yo, que a nada me opuse, sentí honda pena y desfallecimiento tal, que me refugié en estas altas habitaciones sin poder articular la más leve protesta contra aquella profanación de que estaban siendo objeto el hogar de mis antepasados y aquellas reliquias, que por ser de ellos, encerraba cada una un afecto, y las miraba yo con verdadero amor. también había subido tras de mí, por vez primera desde el día que llegó, a estos cuartos: estaba pálida, sin atrever se a hablar, y parecía sobrecogida de espanto en presencia de aquel inesperado acontecimiento.
por entre las persianas y las ramas de las trepaderas y de el granado veíamos flamear, llena de sol, la bandera, que, fija en la puerta de la calle, era un reclamo para todos los desocupados. en el libre y puro ambiente de el alegre y hermoso día, vibraban las notas de los pianos de nuestras vecinas que tocaban arias de pirata o la solemne marcha de mártires. veíamos entrar y salir de las habitaciones cargados de muebles a los compradores que movían a veces la cabeza en señal de desprecio, y otros gozosos hacían señas a el pregonero para que fijase el precio de el remate. muchas horas duró aquel despojo; y mientras tanto no cambiamos y yo una sola palabra: nos mirábamos y sentíamos necesidad de apoyar nos el uno a el otro, para resistir aquella desgracia cuyas consecuencias habríamos de sufrir en común.
¡cada objeto que se llevaban fuera de la casa formaba en ella un vacío difícil de llenar, era un cúmulo de recuerdos que para nadie tenía valor alguno sino para mí y quizá también para ! se tasaban a tan bajo precio, se cambiaban aquellos objetos por tan poco dinero, que a haber poseído yo corta cantidad de él, los hubiera recuperado sin gran empeño y con ellos un caudal de afectos y emociones que eran para mí inapreciable. pero casi todos los mejores muebles de las habitaciones bajas se habían vendido ya: los carros, detenidos en la puerta de la casa, emprendieron la marcha bien repletos, y yo vi retirar se a los compradores gozosos por haber los obtenidos a bajo precio, y bromeando unos con los otros acerca de el destino que a cada uno de aquellos muebles habían de dar les. lo que nadie quiso se recogió en un montón, y luego, entre las risas de todos se los disputaban dos o tres a quienes había animado la miserable cantidad en que fueron tasados: en aquel conjunto de objetos estaban el costurero de mi hermana , su tocador de espejo y la jaula de el canario.
pero aún quedaban más objetos, aún podía sacar se más dinero a costa de las heridas que con aquel espectáculo desgarraban mi alma. sentí pasos por la escalera, luego en el balcón, tocaron a ja puerta de este cuarto y me pidieron permiso para entrar y para llevar se los muebles que aquí había. ¡aquellos cuadros de retratos, aquellos libros, amigos fieles y queridos de mis horas de tristeza, aquellos álbumes que parecían guardar entre sus páginas las sonrisas de mis hermanas niñas, las miradas de y tantas emociones y aun lágrimas mías! ¡todo, todo iba a ser entregado a quien mejor pagase el poco precio que podían tener! y aun así, según advirtieron los curiales, no quedarían pagadas las deudas que teníamos contraídas mis hermanas y yo con los ministros de justicia que habían intervenido en nuestro ruinoso pleito.
iban ya a poner mano aquellos hombres en el estante de mis libros cuando se irguió ante ellos, y con gesto en que se revelaba toda su indignación, les preguntó cuánto podían valer los muebles de estas dos habitaciones. consultaron los curiales entre sí un momento, y respondieron a la pregunta de la joven dirigiendo nos a ella y a mí una mirada maliciosa que me penetró con intenso frío dentro de el alma.
sacó un bolsillo de seda azul lleno de monedas de oro, contó algunas, casi todas, y las puso en manos de aquellos dos hombres. eran los pobres ahorros de que nunca, ni aun en trances extremos, quiso desprender se su madre, aumentados con el producto de el trabajo de la joven, tejidos, bordados y costuras, con los cuales, según supe también después, ayudaba a los gastos de la casa entregando los secretamente a el viejo calesero que era quien atendía a todo nuestro servicio.
después que los curiales se retiraron de estas habitaciones y también de la casa, ésta se presentó a nuestra vista llena de desolación y de tristeza. parecía un santuario profanado. yo permanecí no sé cuánto tiempo como aturdido o víctima de cruel pesadilla. y recorría todos los cuartos con la cabeza baja y los dedos entrelazados.
cuando pude darme cuenta de el rasgo de generosidad que conmigo había tenido la hermosa joven, me arrojé a sus plantas, y estrechando sus manos las regué con mis lágrimas. lo que antes no habían logrado mis más vehementes deseos lo alcanzó aquel desagradable incidente de el ruinoso litigio originado por las mezquinas ambiciones de los esposos de mis hermanas: casi me sentí con ánimo de bendecir lo. así me reveló a mí mismo, bruscamente, la pasión que había despertado en mi pecho. así nuevamente entrevi desde aquel día la felicidad: mis pensamientos alejados siempre por repugnancia de el mal, a pesar de la constante persecución de éste hacia mí, no se había extraviado tanto que lograran extinguir por completo la esperanza, la cual revivió ante la luminosa mirada de la bella joven.
el vacío que por el abandono de los seres que más amaba y mi aislamiento propio contemplaba en tomo mío, pareció colmar se con la adoración de . ¡cuán egoístas, cuán inconsecuentes quizá eran mis afectos; me arrastraban hacia un punto fijo y me hacían olvidar todos los demás! que quienes antes habían sido objeto de ellos con atroz crueldad los rechazaron; verdad que habiendo estado tanto tiempo como adormidos, debieron despertar ansiosos; y fue por eso por lo que consagré a por entero mis pensamientos todos y mi más ardiente pasión. ¿y como no, si era bella, si tenía retratada en su frente la castidad, si su mirada, velada por la melancolía, acusaba misterios íntimos que habría de causar inefable dicha el descubrir, si era más que bella hermosísima, y convidaba a permanecer a su lado sin otro goce que el de estar la contemplando eternamente?
pero parecía impasible: aún no lograban conmover la las más elocuentes manifestaciones de mi pasión: no se alejaba de mi lado; no podía menos de entender lo que mis ojos le decían; no podía dejar de oír los latidos de mi corazón que rebosaba de amor por ella. ¿por qué, pues, se obstinaba en no corresponder a mi pasión?
por las mañanas, antes que el sol colorease el cielo con marcados tintes, bajaba yo a el patio y esperaba que se pusiese a regar las flores. ver la entre las plantas, oír sus observaciones, considerar que nadie en el mundo atendía de la desamparada joven sino yo: me proporcionaba todo esto un placer tan dulce, que tal recuerdo aún atrae sonrisas a mis secos labios y plácidas emociones a mi alma. luego nos sentábamos en el muro de piedra circular que forma el arriate de el granado y no nos apartábamos de allí hasta que llegaba a aquel punto el sol y eran irresistibles sus rayos.
se ponía a coser o a bordar durante el día en un cuarto interior, en el cual habían dejado los curiales algunos muebles. muchas veces me sentaba yo frente de ella y permanecíamos horas enteras sin cambiar una palabra: bastaba la elocuencia muda de nuestros afectos. la presencia de la joven en la casa, los lugares que prefería y sus labores atraían a mi mente gratísimas memorias, y desde el fondo de mi alma perdonaba lo que creía ofensa y sólo parecía escuchar una voz que daba gracias a los más adversos sucesos, los cuales, amontonando se, precipitando se, me habían conducido a la dicha de que disfrutaba a la sazón. el despojo de la casa, el alejamiento de los seres más amados, las ingratitudes, las muertes, la pérdida de mi fortuna, todo, todo desaparecía ante la felicidad que la suerte me deparaba con el amor de ; harto me recompensaba esta pasión de los sufrimientos pasados.
me apresuraba a concluir mis clases para regresar lo más pronto posible a esta pobre y querida morada pues, como si estuviese decretado, dentro de sus cuatro paredes, bajo su techo, debían realizar se todas las vicisitudes por que tenía que pasar mi reducida existencia. esta casa, sola, fría, húmeda, indiferente y quizá olvidada para todos estaba para mí llena de memorias conmovedoras: bastaba, para que yo me la figurase un edén, que en ella viviese ; que no estuviese expuesta a las miradas de nadie, desierta enredor de la activa población que la rodeaba y que como un sagrario ocultase aquel ser que por completo absorbía mis pensamientos. mi pobreza, aquel trabajo obligado para cubrir mis más necesidades, eran para mí incentivo de mi pasión; y mi alejamiento de todo, prenda segura de que a solas podían consagrar me a el objeto de mi amor.
me asaltaba en ocasiones la duda de si sería uno de aquellos seres misteriosos, incomprensibles, que no aciertan a expresar con las rudas frases de el lenguaje la delicadeza de sus sentimientos y que ocultan los tesoros de su alma porque no encuentran en la tierra nadie que merezca recibir los. de otra suerte no podía explicar me por qué durante horas enteras quedaba como estática sin tocar sus bordados, sin dar puntada alguna en sus costuras y luego concluía por llevar las manos a su rostro y derramar abundantes lágrimas. mis ruegos entonces por que me descubriese las penas que en su corazón guardaban eran inútiles; y mis más sentidas reflexiones solo lograban entristecer la más. otras veces sentía a mi pesar, y de ello me reprendía luego duramente, algo semejante a el vértigo o estremecimiento que se apodera de el que se asoma a los bordes de hondo abismo, y sentía como si un impulso o movimiento instintivo me alejase de la joven. dudas efímeras que pasaban sin dejar en mi ánimo más huella que la que dejan en el cielo esas nubecillas que empañan un momento el brillo de los astros.
¿continuaría mirando me como su protector, y negando se hasta a acompañar me a comer en mi misma mesa, como hasta entonces? ya no provenía de mi cortedad en tratar la el estrechar más nuestra intimidad; era quien no quería permanecer en otra posición, respecto de mí, que como protegida.
la mañana de un domingo, después que concluyó la joven su habitual cuidado de el pequeño jardín, nos sentamos bajo el granado: me pareció más bella que nunca mi retraída compañera: su laboriosidad y el débil apoyo que yo podía prestar le, decía la pobre que le proporcionaba una posición holgada de que jamás había disfrutado. ¡si pudiéramos vivir así siempre!, le oí suspirar muchas veces.
la mañana estaba hermosa: las hojas y las ramas de el granado se movían blandamente, impulsadas por la brisa; el cielo diáfano y cruzado de nubes blancas; las golondrinas bajaban a el patio» hasta muy cerca de nosotros, a picotear las yerbillas de el suelo, a buscar los insectos de los macetones y tinas y a cargar pajas para formar, entre los huecos de las vigas que asomaban bajo la escalera y el balcón, numerosos nidos. dentro de nuestra casa no se oía más ruido que el pitar de las golondrinas y su aleteo entre los rincones de las paredes. de fuera nos llegaba con la dulce brisa las vibraciones lejanas y melancólicas de las esquilas que convocaban los fieles a los templos y las notas claras, limpias, de un piano de nuestra calle, donde la mano ágil de desconocida tocadora ejecutaba con exquisito gusto el hermoso vals de , beso, muy en boga por entonces y que luego no be vuelto a oír sin que mi alma se emocione profundamente. en torno nuestro no había más movimiento que los revuelos de las esbeltas golondrinas, y el vaivén de las ramas de el granado arqueadas por el peso de los frutos y esmaltadas de ¡as estrellas rojas de sus flores. y yo, uno a el lado de el otro, permanecíamos silenciosos: cada uno embebecido en sus pensamientos. no sé cuáles preocuparían a la joven, cuyos ojos creí ver empañados por las lágrimas alguna vez: yo pensaba que en una mañana semejante había visto morir a .
mas, ¿por qué no había de tener a mi lado otra hermana? hasta la extraña semejanza que con tenía parecía incitar mis deseos de encontrar otro ser en el mundo, que despertase en mí los puros y castos afectos que siempre había tenido a aquel que tan despiadadamente arrancó de nuestro lado la muerte. quería dar a mi pasión por la joven igual carácter que que por una hermana se siente. tenía la dulzura, la bondad de ; y si bien no me recordaba aquella alegría casi infantil con que nos sometía a todos a su capricho, la tenía presente siempre que miraba el parecido extraño que de ella tenía el semblante de , la recordaba también cuando ésta bordaba o cuidaba de las flores. así, por extraño modo parecían ligar se dos épocas felices de mi vida; el goce que sentía me hacía olvidar oír os momentos de pesar. me creía que providencialmente se había colocado aquel ser en mi camino para borrar de mi alma las huellas de el dolor. ¡oh, sí, debía amar la; pero no amar la como hasta entonces la había amado, siguiendo los espontáneos impulsos de mi corazón, sino como una hermana tranquilidad, el sereno cielo, el aire puro, las plantas llenas de vida: había en todo mi alrededor no sé qué sello de santo, de inefable, de puro, como si todo diafanizase con su pureza los sentimientos de el alma.
— ¿queréis que nos amemos como hermanos? — le pregunté en voz alta, pero después de haber sostenido yo mismo largo diálogo mental.
ella no se sorprendió; parecía que nuestros mutuos pensamientos se habían adivinado y que seguíamos una conversación de largo rato entablada. pero vi transfigurar se a la joven: en su mirada brilló el más intenso júbilo; sus mejillas se tiñeron de rosa; en sus labios se dibujó una sonrisa de candor inefable, y con voz que revelaba toda su emoción, respondió:
— sí, , amemos nos como hermanos, porque en ese título están encerrados los más puros afectos. yo también siento por vos fraternal cariño: os debo mucho; siempre creí poder estar humillada a vuestras plantas para hacer os comprender todo mi agradecimiento, y aun esto es poco; pero no sé qué fuerza hay en mí que se empeña en querer llevar me hasta vos. ¡oh, no soy digna de ello: estáis más alto! pero si tenéis un corazón grande y generoso y sentís en él desinteresada ternura hacia mí, rechazad cualquier otro, , sed para mí como un hermano. es más de lo que merezco y no sé si a el pedir os lo os sacrifico envolviendo os en mi desgraciado destino. amar os como un hermano y que respondáis a mi cariño de igual manera es colmar me de una felicidad, que entreveía sin atrever me a disfrutar la. pensad que vuestra hermana menor ha plegado sus alas de ángel y bajando a el mundo para caminar a vuestro lado: ¡ah!, y a el hablar así, a el osar comparar me con ella, bien sabe que mi falta está purgada con mi dolor y lavada con mis lágrimas... vuestra hermana seré, sí: de ahí no pueden pasar mis afectos: arrebate me antes la muerte si llegare a alentar otros... yo sabré contener cualquier otro impulso de mi corazón... labráis mi felicidad, , a el revelar me vuestro cariño... seamos hermanos, sí. ¡ah!, vuestros labios fueron los que primero han pronunciado ese dulce nombre: nunca se borrará de mi alma la impresión que en ella ha causado... ha tiempo que os amaba con igual cariño que el que se tiene a un padre, a un hermano... la felicidad es para mí, : seremos hermanos.
aquel hablar siempre caviloso de la joven, como si se traía de disipar ella misma dudas nacidas en su alma, me causaba no poca confusión. pero entre sus palabras y frases, cuyo sentido yo no entendía, le oí claramente algo que me llenó de goce. no me renunciaba su afecto: seríamos hermanos. sin poder contener me sellé este pacto con un ósculo casto que deposité en su blanca mano de gracia y pureza de líneas verdaderamente esculturales.
¿qué nos importaban ya los bienes de fortuna? ¿qué la inseguridad de nuestro porvenir? dondequiera nos arrojasen habríamos de ir los dos: ya no estaba yo solo: todo lo llenaba aquel purísimo afecto que hacia sentía.
nos amábamos como dos verdaderos hermanos que se encontraban en mitad de el camino de la vida, después de haber pasado muchos años sin poder ver se y que quieren compensar los días de ausencia con oír os en que apenas trascurriesen dos horas de separación. iba desapareciendo de el rostro de la joven todo sello de tristeza, y su mirada se reanimaba realzando más y más su hermosura. ¿qué tiempo transcurrió de esta suerte? no lo sé: no quiero medir lo: trazo estas líneas como a el calor de apartados recuerdos, y no es penoso tener siquiera noción de lo que duró aquella nueva ilusión desvanecida.
y esta felicidad de que gozábamos, ¿será vituperable porque, consagrados ambos a nuestro mutuo afecto, nos olvidamos de todo? ¡ah!, ella era huérfana, no tenía lazos familiares que la ligaran a ningún ser en el mundo y como tal se hallaba dentro de él abandonada. yo, educado entre las cuatro paredes de mi casa, guiado por la voz de mis padres, dirigiendo la mía cariñosa a mis hermanas, no tuve experiencia de el mundo, entré en él sin armas bien templadas y salí derrotado con el corazón sangrando.
aquel mundo cesaba a nuestro alrededor: oíamos su rumor mas allá de las paredes de esta casa: el pitazo de los vapores en la bahía se mezclaba a el ruido de los pianos, a la voz de el canto de nuestras vecinas: era un confuso rumor de trabajo y de alegría que nos llegaba de la realidad como los toques que daba el mendigo en nuestra puerta y que iba a hacer morir sus ecos en el fondo de la casa: no habríamos porque nada teníamos que dar le. en la completa absorción de los pensamientos de el uno en el otro, en la reconcentración de nuestros afectos, temíamos a el mundo como si de su solo contacto se produjeran tristezas que volviesen a perturbar nuestros días felices. tampoco nos ocurría la idea de la inseguridad con que nos hallábamos habitando la casa, de las vicisitudes que corría mi ya ilusoria fortuna ante los tribunales, ni nos preocupaban los sucesos que nos reservaba el porvenir.
nos complacía ejecutar todos los días lo que el día anterior habíamos hecho; como dos avaros que no querían intentar innovaciones por temor de perder el tesoro de nuestra felicidad. ¡ojalá no se hubiera interrumpido esta monotonía de nuestra existencia, qué encerraba todo el secreto de nuestra dicha! por las tardes nos sentábamos en los blancos muros de la azotea, donde años antes, siendo casi unas niñas, había visto retozar tantas veces a mis tres hermanas reunidas. allí permanecíamos hablando de los más triviales asuntos que tomaban para nosotros extremada importancia. otras veces leía en alta voz y cuando ella se fatigaba proseguía yo: esta alternativa de oír nos el uno a el otro, de miramos; mientras leíamos, de emocionar nos alegre o tristemente según los pasajes de la lectura, nos producía indecibles encantos. era tanta nuestra dicha, era tanta la intensidad de nuestro cariño, era tanta la embriaguez de nuestra alma, que a veces las impresiones que recibían nuestros sentidos hacía fijar pertinaz en nuestra mente la idea de que todos aquellos momentos los habíamos previsto ya; que la posición que ocupábamos, el color de el cielo, la forma de las nubes, la manera como bañaban de luz los tejados, azoteas y torres, los casi horizontales rayos de el sol próximo a su ocaso, el timbre de las campanas que tocaban la oración, todo, todo, en fin, habíamos pensado que nos sucediese de aquella misma manera, alguna vez, que todo lo habíamos adivinado ya, mucho antes.
¡oh, sí!; el bello rostro de , su pura mirada, su sonrisa, sus manos, su voz dulce y flexible, todo, no se presentaba a mi contemplación por primera vez, no; ya lo había oído, visto, pensado en alguna otra ocasión. ¿cuándo? no me era posible recordar lo. pero no podía ser de otra suerte: nuestra felicidad no había llegado de improviso; a través de los pasados desengaños, de nuestros instantes más penosos, de nuestras más tristes horas, algo nos alentaba a proseguir la angustiosa marcha de la existencia, algo nos decía que nuestras penalidades debían de ser recompensadas algún día. y este día había llegado ya, esta esperanza se había realizado. todos mis pesares, todas las amargas horas de nuestras vidas estaban recompensadas con el cariño de .
cuando las sombras de la noche iban borrando los caracteres impresos de el libro en que leíamos, obligando nos a cerrar lo, no sin pesar nuestro, permanecíamos allí un momento, nos despedíamos luego. trabajaba en sus labores, y yo repasaba o aprendía las lecciones que debía enseñar a mis discípulos. quizás a el acudir a nuestros párpados el sueño, una sonrisa también acudía a nuestros labios ante la perspectiva risueña de el nuevo día que había de venir.
recuerdo sólo que fueron dos las veces que me hizo notar que las azucenas y los claveles habían florecido y que el granado y la higuera habían producido con más abundancia los frutos que durante todo el año no cesaban de dar. solo así, tan vagamente, puedo apreciar el tiempo que corrió por entonces.
pero llegué a comprender que la pasión que siempre me había inspirado había tenido sólo una forzosa tregua: sólo había podido contener la o engañar la el deseo de la joven de que nos tratáramos como hermanos, porque entre su antiguo retraimiento o indiferencia hacia mí y el afecto de hermana que me ofrecía, no vacilé en escoger esto último, sin poder darme cuenta de que no hacía otra cosa que disfrazar mi pasión.
una de esas hermosas tardes de mayo, nos hallábamos sentados, como de costumbre, en la azotea de la casa. y yo habíamos colocado las ramas de el rosal y de el jazmín, que bien cuidados y muy crecidos entonces llegaban entrelazando se por los balaustres de la escalera hasta mi balcón, en una arquería formada de madera y alambres. y también se enroscaban en aquellos débiles sostenes algunas otras trepaderas de variadas flores, todo lo cual formaba ante mis ventanas una hermosa bóveda de verdor. aquella tarde penetraban por entre los huecos de las hojuelas los rojizos y postreros rayos de el sol, trazando en la pared caprichosas redes de luz y de sombra; las lindas golondrinas con sus alas extendidas se deslizaban en el espacio trazando lentamente grandes espirales en torno de el tejado de mis cuartos donde tenían sus nidos o bien retozaban volando desde el granado y la higuera hasta los arcos; y nosotros nos entreteníamos en ver las y también en observar cómo se abrían, paulatinamente, a medida que iban quedando en la sombra, los jazmines y otras florecillas de color violado. la cúpula de la iglesia de aparecía teñida de rosa, y la sólida y elevada de se destacaba entre los múltiples mástiles de los navios, cuyas banderas y gallardetes estaban caídos sin que los agitase el más leve soplo; bandadas de palomas volaban en redor de algún alto mirador y a el posar se caían como grandes copos de nieve sobre los oscuros tejados. había un silencio completo, una dulce paz. estaba vestida de blanco, sonriente; sus cabellos, más perfumados que los jazmines, rodaban divididos en dos partes por su cuello y caían sobre su seno: callaba; pero su silencio y la mirada de sus ojos parecían hablar a mi alma con no sé qué seductora elocuencia.
la noche fue avanzando; hubo un instante que sólo alumbraba con penumbra pálida el brillo de los astros; luego, la luna agrandada asomaba tras la línea oscura de los altos tejados. el rocío iba humedeciendo ya las hojas de los jazmines y de las otras plantas, cuyas flores lucían entre el verdor como blanquísimas y pequeñas estrellas. a pesar de que cuanto me rodeaba era bello, y yo volvía a considerar me feliz, no sé por qué se fue apoderando de mi alma invencible tristeza; quise hablar a y una secreta y repentina emoción ahogó la voz en mi garganta. siempre me había parecido aquella joven hermosa, digna de mi amor; pero jamás más hermosa que aquella noche, jamás tampoco había sentido que con más violencia se apoderara de mí la pasión.
sin poder evitar lo, me apoderé de una de sus manos, la estreché y la cubrí de besos.
ella se irguió rápidamente, sorprendida de mi acción y oí que balbuceó:
— ¿no nos hemos jurado afecto de hermanos? ¿no nos amamos así desde aquel día? ¿os pesa este amor?
quedó de pie, y pasado un corto instante se cubrió con sus manos el rostro y sollozó.
yo me arrojé a sus plantas, y besando su hermosa cabellera murmuré:
— sí, nos hemos amado mucho como hermanos; ¿por qué no queréis que nos amemos algún día como esposos?
ella me apartó de sí con fuerza, y con el rostro pálido y tan desencajado que me heló de espanto.
— no puede ser — exclamó.
y luego, con voz sorda e interrumpida por los sollozos, balbuceó:
— os tengo el más profundo cariño, os amo con el amor más puro, ; sigamos amando nos como hasta aquí; entre los dos media un abismo que no puede colmar se.
fuera de mí, ciego por aquella obstinación, aquellos gestos, aquella inflexión de voz que sembraban en mi alma la duda y la confusión más extrañas; atraído quizá por el vértigo de ese abismo que la joven me anunciaba, quise estrechar la entre mis brazos; pero, ella, rechazando me bruscamente:
— ¡mirad me! — gritó —, ¿no recordáis aquella historia de el marino que alguna vez oí contar a mi madre? ¿os acordáis de ?
después la vi correr por entre los arcos cubiertos de follaje, vi dibujar se dos veces la hermosa silueta de su cuerpo esbelto en en los dos cuadros de luz, que trazaban en el suelo de mi habitación los rayos de la luna, a el pasar a el través de las hojas de el jazmín y de el rosal. más allá la luna dio de lleno en su blanco traje, en su cabello esparcido. y luego la vi desaparecer por la escalera hundiendo se en la sombra después de haber brillado como arrobadora aparición.
así que llegó a el patio, oí que con desfallecido acento, entre otras frases, pronunció:
— , , no, es una calumnia, una infamia... pero el abismo existe, lo juro... adiós.
aturdido, llena mi mente de atroces dudas y mi alma de dolor intenso que parecía desgarrar la, pude llegar hasta este pobre aposento, donde caí casi desfallecido en mi lecho.
¡otra época, otros sueños, otros desvanecimientos! ¡ah!, pero a el llegar a este punto de mi existencia, a el evocar el recuerdo de estos días parece que todo lo veo como a través de un vidrio deslustrado que roba a los objetos sus formas y colores, les hace perder los contornos, los viste de crespones o los cubre con un sudario. se me ocurre ver por todas partes algo así como cipreses esparcidos en ancha llanura cubierta de nieve y que la luna ilumina el paisaje asomando tímidamente su pálido disco entre espesos nubarrones. tal vez será porque desde entonces la realidad va haciendo me entender que aunque a tan poco aspiraba nunca lograría ver colmados mis deseos: y esta convicción triste produce, como la nieve en las vastas llanuras, intenso frío; y las ilusiones desvanecidas marcan el camino de la vida como en despejado campo señalan los altos cipreses un sepulcro.
las horas de las plantas que hasta mi balcón llegaban, cubriendo las arcadas de madera y alambres que en él había, se secaron, arrastrando en su caída el endeble parapeto. como si comprendiesen que ya jamás volvería a cruzar bajo ellas. ya nada hay ante las ventanas de este aposento; por eso penetran libremente los rayos de la luna trazando cuadros de claridad plateada. ¡ahí me sentaba yo; muchas veces notaba la demacración de mi rostro, la dureza que iban tomando sus perfiles en la sombra de él dibujada sobre el suelo!
la casa quedó otra vez, y ya para siempre, sola, desierta; no volvió nadie a cuidar de las flores, nadie que respondiese a mi afecto, contestase mis preguntas o siquiera se interpusiese ante mis ojos y las descostradas, frías y húmedas paredes. el anciano calesero, mi último y fiel compañero, había muerto. cuando recuerdo aquellos días serenos de mi infancia y juventud primeras; aquellos días luminosos en que el sol lo aclaraba todo y trazaba en el suelo la sombra de el granado y de la higuera, y en las paredes las de los capiteles, las de las cornisas, prolongando las mucho, y que los gritos de mis hermanas niñas, muy niñas aún, y los trinos de el canario parecían romper aquella pesada y caliginosa atmósfera; cuando recuerdo aquellas tardes en que nos paseábamos por la y las olas de el puerto morían murmurando a nuestros pies; cuando recuerdo las veces que vi llegar la noche sentado en esa azotea a el lado de , parece me que he vivido tan sólo un día; porque las nubes, el sol, el cielo, la brisa son los mismos, siempre bellos; siempre hermosos, siempre nuevos: y cuando recuerdo, en fin, la muerte de mi hermana, de mis padres, de , el alejamiento de mis amigos, la ingratitud de mis hermanas, ¡ah!, entonces me siento hastiado de vivir, entonces parece me que he venido arrastrando me por una empinada y pendiente montaña llena de resquebrajos, de zarzas, de abismos, de obstáculos que me causa vértigos pensar como los he salvado, siento que casi toco yo la cumbre sin alientos, sin fuerzas, y ansio recostar ya, como en la más tibia y blanda almohada, mi débil y pobre cabeza en la piedra de el sepulcro.
¿qué ha sido, pues, mi existencia? un enigma, una serie de derrotas en que mis aspiraciones generosas se estrellaron con la impotencia de mis esfuerzos, un mar de incertidumbres en que sólo flotan un momento para sepultar se otro momento después y desaparecer por siempre, las cortas horas de goce íntimo y puro. ¿por qué no me arrojé a el torbellino de el mundo, volando tras la gloria y la ambición? más feliz hubiera sido corriendo en pos de esos dos impalpables fantasmas. el cariño, el afecto, el apego a todo lo que en redor mío impresionó mi vista a el nacer, y recibió los primeros latidos de mi corazón, me encadenó como con férreos eslabones. apartado de todo, mucho tuve que hacer para vencer me a mí mismo; y he luchado sin ruido, sin gloria, como un oscuro soldado de el destino.
sí; eso ha sido en fin, para mí, la existencia: una sucesión de pocas dichas e innumerables desdichas, que ni contar ni describir puede la pluma, y unas y otras como en raudal, confundidas, mezcladas, corren faltamente a el insondable abismo de la muerte. y algo terrible y abrumador parece como que flota sobre todo, y es el deseo no saciado de alcanzar un supremo ideal de bondad, de belleza, de verdad que he contemplando lejanamente y perseguido con inextinguibles ansias aunque doblegaron mi cuerpo la fatiga y los años. y ese ideal supremo siempre se ha alejado sin cesar, como esos lagos de hermosa y fresca agua que ve delante de sí el sediento viajero de los cálidos y arenosos desiertos.
dichas y desdichas que no se compensan: siempre queda latente allá en el fondo una injusticia, y hoy que las canas cubren mis pálidas sienes, hoy que no caldea mis pensamientos el fuego de las pasiones juveniles, sino que parecen guiados por fría e inflexible lógica, veo en esa injusticia una esperanza, y creo que algo de restablecedor encierra el arcano profundo de la tumba. esas ideas de bondad, de belleza, de verdad, ese alto ideal que se concibe y que no llega hasta nosotros mientras resuenan nuestras pisadas sobre el suelo, ¿estaremos condenados a no alcanzar lo jamás? esas ansias infinitas de volver a el lado de los seres a quienes amamos, de volver a encontrar siquiera una vez sola esos que aparecen y desaparecen de nuestra vista robando nos un afecto, un buen pensamiento, una lágrima tal vez ¿quedarán encerrados en tan lóbrego abismo, que nuestra vista no logre percibir los jamás? ¿sólo el vago recuerdo de todos estos sucesos ha de ser más duradero que ellos mismos?
cada vez que me he hallado próximo a realizar un noble propósito, una oleada, un soplo vino a desbaratar lo, a destruir lo a mi vista contristada, y a hacer me emprender otra vez la marcha de la existencia, impresionado con las destrucciones que iban sembrando se tras de mis pasos. hoy tan sólo encuentro esos restos que únicamente viven en mí y que conmigo quedarán también bajo la capa de tierra que me cubra. en ese granado, en esa higuera, en ese jazmín, en ese rosal, que aunque añosos, muestran lozanía; en esos pájaros que cantan alegremente a el recibir los oblicuos rayos de el sol que asoma sobre los ennegrecidos tejados y empinadas azoteas; en ese movimiento de las hojas impulsadas por la brisa, en esas nubes que a través de mi ventana veo cernidas sobre las colinas de el otro lado de el puerto; en mis libros, en esos clavos herrumbrosos de que cuelgan cintas y secas flores, nadie verá nada, y para mí cada uno de estos objetos encierra un mundo de gratísimas memorias. cada rama, cada pared, cada mueble tomó parte en las escenas que ocurrieron en mi infancia y juventud; por eso tanto los amo, por eso tan claro me parece ver desplegado ante ellos el panorama de mi vida. cada mañana de la naturaleza es igual, no así las de nuestra existencia; pero éstas parecen revivir o renacer en nuestra memoria con la eterna invariabilidad de aquélla.
ya sólo tengo un deseo; y es pasar los cortos días de vida que me restan en esta casa querida, en este un día hogar feliz, hoy urna donde se encierran mis más conmovedoras emociones. ¡ah!, sus paredes han sido para mí como un dulce asilo, como un lugar solitario y quieto en medio de la actividad, de el bullicio de esa vida agitada, en la cual tantos prosperan y de donde, a el intentar sólo la ocupación de mi puesto de combate y lucha, salí derrotado, herido, más por la delicadeza de mi espíritu que por lo rudo de los choques. luego, el aluvión de las pasiones humanas, el ruido de las carcajadas y la música alegre que resuenan en el mundo, llenando de incurables laceraciones el alma, se han estrellado en los umbrales de estos envejecidos aposentos.
y la contemplación de ese espectáculo que ante mí se presentaba como desatada tempestad de el océano entre cuyas embravecidas olas luchaban desesperadamente cuantos seres había amado, hundiendo se a mi vista para siempre, sin que la impotencia de mis esfuerzos me permitiera tender les una mano salvadora, me ha roto el corazón en pedazos, pero no ha logrado secar mis lágrimas. ¡ah, sí!; porque he tenido la desgracia de querer diluir mis penas con mi llanto y no la despreocupación de ahuyentar las con mi risa, lo cual veo a el fin que es una gran desgracia.
¿qué le ha importado a la distraída muchedumbre que el viejo haya discurrido silencioso entre ella, una vez y otra, tendiendo la mano lleno de rubor y timidez para recibir un socorro? ¿quién es? ¿donde va? quizá se hayan preguntado, pero muy poco les ha importado saber lo. a el cabo de mis años, ¡salir a recorrer mi ciudad natal en busca de el sustento! entonces fue cuando reconocí la firmeza de mi alma; me sentí orgulloso, so -
berbio. tal vez otro hubiera apelado a la cuerda o a el veneno para terminar una vida amargada por la injusticia; yo no; lloraba, pero seguía con mi cuerpo más erguido, con mi frente más levantada, mientras más me agobiaba el ánimo el dolor. el suicidio, oh, cruzó alguna vez mi mente, pero de un modo fugaz: el martirio, mientras más prolongado, es más digno de los héroes; suicidar se es vil recurso de el cobarde que deserta de la vida, que es lucha tenaz y dolorosa, lucha inacabable, en la cual no puede salir se vencedor sino sabiendo despreciar la bastante para viviría.
¿qué figura hice yo en el mundo hace poco? ¡la que puede hacer un viejo pobre que aparecía pidiendo limosna, y nada más! mi semblante pálido, demacrado, surcado de profundas arrugas, que entre sus pliegues ocultan como brasas entre la ceniza, los pesares, es mirado con repugnancia por el joven, con curiosidad por los que gustan de conocer ajenas vidas, con estimación por el dibujante, con cinismo por el libertino, pero nadie, nadie percibe la agitación constante que su impasibilidad oculta. parecía una sombra de mí mismo, entrando y saliendo de algunas casas, en donde hallé a el fin viejos como yo y personas caritativas que se han condolido de mi situación y me socorren: es en los últimos años de mi vida cuando he hallado más blando y compasivo el mundo hacia mí. pero la caridad exige de mí un trabajo que yo cumplo: y es el que ruegue a constantemente, porque mis protectores no lleguen a ver se como yo, ni a parecer se me cuando les llegue la vejez. ¡ah!, lo deseo cordialmente: y si yo pudiera impedir lo y hacer feliz a todo el género humano, menos tardaría en hacer lo que en pensar lo.
mas debo seguir narrando por su orden los sucesos.
era una tarde. el viento mugía sordamente, sacudía en todas direcciones las ramas de el granado arrancando le frutos y puñados de hojas y lanzaba con fuerza las gotas de lluvia contra las paredes, los tejados y los vidrios de las ventanas.
desde que pronunció aquellas palabras que tan honda perturbación produjeron en mi ánimo, una secreta e irresistible fuerza me impedía acercar me a ella. su semblante, tan parecido a el de mi hermana; su edad; aquel pasado oscuro y de el que algo había adivinado ya por frases de la misma joven, ya por otras de su madre y que nunca quisieron, ni yo lo deseé tampoco, aclarar; la alusión a aquel marino y la fijeza con que miraba mi padre a cuando apenas sus padecimientos le permitían fijar se en sus propios hijos; aquella insensibilidad respecto a todo lo demás y su predilección por la joven, las enigmáticas frases que dijo su inesperada actitud, todo esto engendraba mil dudas en mi ánimo y extraviaba mis pensamientos. de horrible lucha entre mi amor, mi instinto tal vez, y la abrumadora realidad que veía alzar se ante mí como rudo espectro para detener con sus manos descarnadas mi insensata ambición de poseer a aquella hermosa joven que seguía durmiendo bajo el mismo techo, habitando la misma casa que yo.
la furia de el viento, lo copioso de la lluvia; aquel espectáculo imponente de los elementos desencadenados, aquella titánica lucha en el ancho espacio parecía abrumar me y hacer resaltar mi humilde pequeñez. por grande que fuese mi orgullo, mi altivez y hasta mi maldad, ¿irían muy lejos?, ¿ofenderían profundamente? yo debía acercar me otra vez a , ahogar su voz entre mis brazos; pero ¿si alguna vez oía la explicación de aquellas misteriosas palabras, si alguna vez se descorría ante mi vista el velo y era peor la verdad que las dudas que destrozaban mi alma? tantos acontecimientos imprevistos había tenido en el curso de mi vida, que me aterrorizaba la idea de cualquier otro nuevo: ¡bastaban ya los pasados para amargar con tanta injusticia mi pobre existencia!
sentado en medio de mi habitación, con la vista fija en los remolinos que sobre las casas formaban el viento y la lluvia, con el oído atento a aquel rumor monótono e imponente, dos o tres veces quedé suspenso, creyendo oír pisadas por la escalera que conduce a estas habitaciones; aguardaba un instante, me parecía ver la hermosa mano de apoyada en los vidrios que cubren los postigos de las ventanas y la puerta..., y esta ilusión se desvanecía a el momento y corto rato después volvía a atormentar me. una vez sentí que los pasos llegaban hasta mi puerta: ¡oh, sí, no me engañaba el deseo! las hojas de la puerta, como si las empujaran de afuera, se abrieron de par en par..., casi oía las palpitaciones de mi corazón. me levanté, me dirigí a la puerta y sólo me azotó el rostro la lluvia. ¡ no vendría a devolver me la paz que me había arrancado, no! se estaba quizá leyendo o cosiendo tranquilamente allá abajo. y a el mirar hacia el cuarto que ocupaba la joven sólo vi el granado y la higuera, como si fueran dos débiles ramillas, agitadas por las fuertes rachas de el viento.
ya casi había dominado mi tenaz deseo, cuando me pareció oír claramente mi nombre. sí, lo había oído pronunciar; no era el viento, no; no era el viento que la lluvia producía en los vidrios, no; , habían dicho claramente, y dos o tres veces volví a escuchar lo. y la voz venía de abajo, de el cuarto que habitaba . bajé turbado por indecible emoción, crucé el patio, y a el detener me, dudando aún, en el umbral de la habitación de la joven, oí su voz; ¡me llamaba!
entré. allí estaba sentada en ancho sillón. pero no; no era ella, era su sombra, era el cadáver resucitado de mi hermana , cuya pálida silueta se dibujaba sobre el oscuro fondo de el respaldo de el sillón, iluminado mezquinamente por los moribundos resplandores de el día, que filtraban a través de el vidrio mojado de la ventana.
— no quiero ir me de este mundo sin despedir me de ti, ; y sólo me alegra la idea de que tu alma generosa olvidará a esta infeliz que ha pagado muy mal los beneficios que de ti ha recibido.
nada pude contestar a aquellas palabras. el aspecto que ofreció a mi vista me llenó de inmensa pesadumbre, ¡cuánto había variado en los pocos días en que por mi ciega obstinación deje de ver la! el tono lúgubre con que las pronunció y, más que todo, la desagradable sorpresa que había recibido, me dejaron mudo de estupor. desde aquella noche en que por última vez la vi cruzar bajo las arcadas cubiertas de verdor que ornaban mi balcón, no la había vuelto a ver más: se encerró en su habitación como en un claustro. mi indecisión en presencia de la joven, después de aquellos días en que no habíamos cambiado una sola palabra, era grande. ¡arrojar me a sus plantas, pedir le perdón! pero, ¿de qué? ¿quién debía perdonar, ella o yo? ella me había arrebatado la última ilusión, la última esperanza de alcanzar días felices sobre la tierra, cierto; pero yo le había prometido amor de hermano, y mientras cumplí mi promesa fui feliz; luego, a pesar de todos mis propósitos, la pasión volvió a revelar se en mí, y cuando quise, ¡insensato!, estrechar la entre mis brazos, la obligué a pronunciar en su defensa aquellas palabras que tan infranqueable obstáculo habían alzado entre los dos.
así pensaba de pie, sin mover me, bajo el dintel de la puerta: casi no me atrevía a adelantar un poco más.
me indicó con un gesto que me acercase:
— nada perdéis con que salga de el mundo esta desdichada — murmuró —; pero, no le negaréis el consuelo de escuchar de vuestros labios palabras de perdón... en esta solemne hora, te lo confieso sin rubor, , te he amado con todas las fuerzas de mi corazón y con el amor más desinteresado y puro. no pudiendo ser tu esposa, soñé consagrar me a la felicidad de tu existencia, atendiendo te con la solicitud de una hermana. a la muerte de mi madre debí salir de aquí, recorrer el mundo por el camino que la miseria abría ante mí. así sólo yo hubiese sido la desdichada. debí desoír tu voz, que hablaba a mi alma con ternura; debí desatender mi propio deseo, salir de esta casa y no arrostrar imprudente las consecuencias de permanecer a tu lado. ¿te acuerdas de aquella tarde en que, a ruego de tus hermanas, me trajo aquí mi madre? desde aquel instante nació en mi pecho una ternura sin límites hacia todos vosotros. ¿te acuerdas aquella noche en que me probaba el traje de boda de tus hermanas y me mirabas con tanta insistencia? pues aquella mirada me impresionó profundamente, y desde entonces quedó grabada tu imagen en mi alma, y mi pensamiento se volvía tenaz a todas horas hacia ti. mas, ¡estábamos tan lejos uno de otro! yo, hija de una mendiga; y tú, disfrutando una posición tan elevada en la sociedad, nunca, nunca podía suceder lo que mi amor me pintaba colmando me de gozo.
la voz de , a el pronunciar estas palabras, eran tan débil que apenas podía yo oír la: adivinaba algunas de sus ideas, más que por sus palabras por los gestos de sus manos y el movimiento de sus descoloridos labios. la lluvia en tanto seguía cayendo con fuerza y produciendo ruido en los cristales. los resplandores de el día iban amortiguando se cada vez más.
— perdón mil veces, — prosiguió penosamente —; comprendí que no podía defender me de ti aquella noche, y una traidora idea que se fijó en mi mente me hizo pronunciar aquellas palabras que tan de lleno te hirieron. ¿quién me las inspiró? ¿cómo me ocurrieron? no lo sé. por conservar tu cariño hubiera sido capaz de todo; nada me hubiera importado vivir desvalida y sola, morir en oscuro y miserable rincón sin que nadie velase a la cabecera de mi lecho; pero, ¿no ver te? ¿saber que me despreciabas, que me odiabas? aunque lo merezco, , no tuve valor para arrostrar lo.
la voz de , sus entrecortadas frases y apenas perceptibles palabras, producían en mi ánimo inexplicable efecto; creía que deliraba, y no me atrevía a desplegar mis labios ni para detener la ni para animar la a que prosiguiese hablando. aquella imprevista escena, aquella relación vaga e incomprensible, me producía dudas y vacilaciones y me causaba indecibles torturas.
— siento que desfallezco; y para que me perdones es preciso que lo sepas todo. , te pedí que me amaras como hermana indignamente, por egoísmo de mi amor; además, yo no podía ser nunca tu esposa. ya antes una locura, una momentánea sorpresa, un instante de ciega debilidad, un delirio me turbó la razón, me arrojé seducida por las más falsas protestas de ventura en brazos de otro..., perdona me..., yo fui la desdichada..., mis sufrimientos, mis lágrimas, mi abnegación, han lavado quizás para el cielo aquella culpa... yo era una mendiga... una infeliz..., para defender me alguna vez invoqué aquel amor que me inspirabas y arteramente se me ponía de manifiesto la distancia que entre los dos mediaba, y esto contribuyó también a mi perdición... así caí, ; ciega, insensata..., y el fruto de mis entrañas quedó ahogado con mi llanto... mi madre hasta entonces se consideró feliz: mi inocencia era su tesoro..., después sólo tuvo lágrimas que mezclaba con las mías... su salud se alteró, y un día llegamos a esta casa demandando protección... , si no tuviera castigo mi culpa con mis desengaños y sufrimientos, lo tendría con la angustia que he tenido desde el último día que nos separamos..., ya lo ves: el golpe ha sido tan rudo que no pude resistir lo...
durante un corto momento volvió a quedar sin fuerzas para articular una palabra.
ya no entraba por las ventanas sino un tristísimo reflejo, que esparcía imperceptible penumbra. yo permanecía de pie en medio de la habitación. ni una palabra lograba traer a mis labios, ni una lágrima a mis ojos. lo que me acontecía en aquel momento era tan cruel e inesperado para mí, que sentía agotadas por completo las energías de mi ánimo. aquella joven, bella, hermosa, que desfallecía a mi vista por instantes, de la misma manera que mi hermana, que mi padre, que otros seres que había amado; aquella frente y aquellos labios que yo había soñado besar, ahora mustios, descoloridos; aquel cabello hermoso y tan sencilla y cuidadosamente peinado, repartido ahora en desordenados mechones..., aquella mujer, en fin, que creí digna de mi amor, manchada por el hálito de la culpa. quizá ya había yo apurado todo el cáliz de el dolor: por eso, a mi pesar, comprendí que sólo una sonrisa fría asomó a mis labios.
encendí una bujía, la puse dentro de un fanal y su luz se mezcló a la de la lamparilla de aceite que parpadeaba ante una urna, iluminando devotamente la imagen de la virgen de la , encerrada en ella. me miraba fijamente, y la fijeza de aquella mirada un tanto empañada y sin la expresión de otros días, casi me inspiraba supersticioso terror. miraba la enferma y un pomo de láudano casi vacío y a el alcance de su mano en velador. aquel vaho de el láudano y la rápida demacración de la enferma me trastornaban por completo las ideas...
— ya, ya sé — balbuceó la joven —, tampoco me crees digna de tu compasión...
después inclinó su cabeza sobre el pecho, sus largos y negros cabellos ocultaron su rostro como un velo y gimió débilmente.
esto bastó para sacudir el aturdimiento que dominaba mi cerebro y para despertar mi ternura hacia aquella joven desgraciada. me acerqué y tomando una de sus manos murmuré:
— sí, te perdono, mujer ángel; si alguien comprende lo que es ser víctima de inmerecidos infortunios, soy yo; no pudiste resistir el choque brutal de las pasiones y a tu naturaleza débil se unió tu propia inocencia: no conocías, como tantos otros, la maldad, por eso no pudiste notar cuando te tendía sus lazos. aun te amo; y te perdono. te agradezco aquellas palabras que para defender te de mí pronunciaste: eran las únicas que podían infundir me respeto: si esta confesión la hubiera oído entonces, te hubiera despreciado, te hubiera odiado, y luego hubiera atormentado mi vida la más atroz desesperación. no sufras más; vuelve a la vida; dentro de pocos días te restablecerás, aparecerás ante mí bella, hermosa, como siempre lo has sido, y nos uniremos para siempre ante el altar... tú serás mía: esta pobre casa puede volver a ser el de nuestra felicidad... pero, , tú sola aquí, días y días, perdiendo tu salud y no llamar me... ¿ni siquiera una frase con nuestro viejo criado?... y yo..., yo no osaba presentar me a ti, te creía ofendida y con razón...
se había desmayado.
— ¡un médico! — balbuceé —..., , ¿ese pomo?
la enferma volvió en sí.
— ¡ah!, es tarde... no te apartes de mí..., acerca te...
se incorporó trabajosamente, pasó uno de sus brazos en redor de mi cuello, y con desfallecida y apenas perceptible voz prosiguió:
— , : este instante solo vale para mí más que esa vida de felicidades que soñé; ¡ah!, ya no puedo más..., perdón..., dentro de poco estrecharás otra vez, y en este mismo aposento, el cadáver de quien también te amó tanto como . pronto me uniré a ella: dios es bueno..., ha oído mis pleglarias..., ha visto mi llanto..., las dos velaremos por ti... entonces aparta los cabellos de mis sienes, da me un beso como me contaste que lo diste a ella..., riega sobre mi tumba algunas de aquellas albahacas y las flores de el jazmín y de el rosal que suben por la escalera y que iluminadas por la luz de la luna parecían estrellitas blancas y rosadas... ten para mí un recuerdo, que yo estaré mirando te desde allá arriba y esperando que vuelvas a mi lado..., ahora..., ¡adiós... ..., adiós!
la lluvia seguía azotando con implacable furia los cristales: afuera, en el patio, se oía el ruido de las ramas de el granado.
y dentro de la habitación era todo solemne calma: no había más movimiento que el de la lamparilla que se extinguía ante la imagen de la virgen de la , ni se oía más ruido que mi llanto.
acababa de expirar.
de el sillón en que se hallaba sentada la trasladamos el viejo calesero y yo a su lecho.
aparté los cabellos de su frente, la besé; apoyé la cabeza en la misma almohada en que ella la tenía, y aunque sumido en un sopor profundo, me parecía ir viendo desfilar, a el través de mis ya ardientes y casi extinguidas lágrimas, con más brillantes colores que los que tuvieron en la realidad todas las escenas, los sucesos, los goces, los tormentos, las derrotas de mi vida.
¡aquella primera mañana, esta última tarde, parecen resumir, simbolizar mi existencia, toda en un solo día de infortunio!
después, ¿qué? aguardo tranquilo; la memoria me traslada a los pasados días, entre los cuales veo brillar a ratos algo así como un relámpago de felicidad; el presente monótono, triste, semeja el eco de los golpes que dio la muerte sobre la tapa de el sepulcro de un ser querido; y entre las sombras de lo futuro distingo a trechos halagadoras esperanzas.
por las mañanas, cuando los sonrosados reflejos de el cielo iluminan los vidrios de mi ventana y me asomo a ella, se me figura que allá, entre los desvanecidos contornos de las nubes, asoma un rostro amado, un rostro virgen que me sonríe y que me aguarda: y por las tardes, cuando el sol se hunde por el opuesto lado, entre las explosiones de luz que reparte en estas últimas horas de el día como para defender se de las sombras de la noche que por todas partes le acosan, creo que se agitan las alas de dos ángeles: entonces una voz dulce y misteriosa llega a mi oído.
— ¡oh, no; no han muerto!
, aquella hermana querida, aquella virgen hermosa y pura que apenas pisó los umbrales de la vida, que sólo vivió para que la amáramos, para alegrar nos con sus sonrisas, para ligar nuestros corazones con el más tierno afecto; , tan bella como y que sólo vivió para lavar con lágrimas y purgar con la resignación y el desengaño una culpa a que le arrastraron la maldad ajena y su propia inocencia y desamparo; que sólo vivió para infundir me y no satisfacer mi pasión más ardiente y profunda, ¿se habrán extinguido para siempre? sólo quedarán de ellas los huesos que se descarnan en sus sepulcros... entonces, ¿por qué mantener fija en mi retina la imagen de sus rostros, radiantes ambos de hermosura y de inocencia? ¿por qué mantener viva en mi mente 1a idea de volver les a hablar en otros mundos donde el cuerpo no aprisione los más íntimos, nobles y generosos impulsos de el alma? ¿sólo vinieron a el mundo aquellos dos seres para dejar henchidos de tristeza los corazones que los amaron y cargados de lágrimas los ojos que los vieron? ¡oh, no!, esto sería crueldad, injusticia, y todo me dice que si algo es eterno, que si algo predominará a el cabo, es la justicia y la bondad.
y el que aspirando siempre a el bien, ha caído a el fin vencido por los rudos embates de la suerte, ¿qué le aguarda? ¿jamás habrá de encontrar resolución de el oscuro problema de su vida?
yo, a nadie he hecho mal; se me dio un alma sensible que a el penetrar en el mundo sólo vibró a impulsos de el dolor: mis penas han excedido a mis placeres y éstos jamás los deseé sino puros y nobles. he sufrido, más, incomparablemente más, que he gozado. esas ideas de una compensación futura que repare esta injusticia, ¿existen, o son dorados ensueños de la mente? ¿seremos más nobles y grandes que quien nos ha dado los medios de concebir y alentar tan generosas esperanzas?...
espero...
también sería cerca de las nueve de la mañana, pero ya no reverberaba el sol en las anchas losas de el patio, y el granado y la higuera que en él crecían habían desaparecido. un alto techo de madera y zinc con aberturas que dejaban pasar bocanadas de aire fresco, y con claraboyas de vidrios deslustrados, a través de los cuales filtraba penosamente la claridad, libraba de la intemperie el suelo de tabloncillos de madera que cubría el patio convertido ahora en vasto salón. allí se veían largas mesas de pino blanco, cubiertas por tapetes de franela que defendían de el polvo cajas de cartón de múltiples formas, tamaños y colores, ornadas de papel de oro y delicados cromos, dentro de las cuales lucían encajes de alto valor, pañuelos de seda brillantes, suavísimos, abanicos de nácar repletos de incrustaciones de plata y simétricos relieves, muestrarios, géneros y diversos artículos de comercio.
unas veces con las manos cruzadas detrás, otras con los pulgares metidos en el corte de el chaleco, se paseaba lentamente por entre las largas mesas, cargadas de ricos artefactos, un fornido mercader. los cuartos cuyas macizas y talladas puertas de cedro caían a el patio, dejaban ver por entre los barrotes de torneada madera de sus ventanas los grandes fardos y cajas que almacenaban.
y las dos habitaciones altas, a las cuales conducía la escalera de piedra colorada hacia el lado derecho de el patio, estaban también repletos de telas, cajas, fardos y restos de preciosos envases apilados unos sobre otros sin que en semejante colocación hubiese presidido idea artística alguna; tan sólo se había atendido a el buen orden, utilidad y comodidad de su manejo.
ya no estaba la casa tranquila y silenciosa, ni llena de el perfume de el jazmín y de la rosa, ni alegrada por los trinos de el canario: la ensordecían los martillazos de los que clavaban y abrían grandes cajas y el rodar continuo de las carretillas sobre el hueco suelo de madera. mas a pesar de esta animación, la vista de aquellas ricas manufacturas en aquel caserón inspiraba tristeza, había algo allí de despojo: sus techos, su distribución, todo decía que había pertenecido a una familia acomodada y que ya no vivía allí. en las paredes, rincones y armarios de aquellas deshabitadas, húmedas y entenebrecidas piezas, se veían vagas señales de muebles, de cuadros, de ropas, que inspiraban cierta melancolía mezclada con no poca curiosidad de saber qué familia, qué personas, habían nacido, vivido y quizá muerto allí. tal parecía que de un momento a otro iba a ver se cruzar por los umbrales de aquellas puertas alguna hermosa mujer ataviada con la fina y ligera tela que exigían los quehaceres de la casa.
aquella mañana y también a la indicada hora penetraron hasta el vestíbulo de la casa dos mendigas. el mercader detuvo sus paseos, miró a las recién llegadas, se dirigió a una cesta llena de panes, y sacando un par de ellos, los entregó a las infelices mujeres.
— ¡ea!, ya podéis marchar os — exclamó reparando que las mendigas parecían enclavadas en el suelo —: ¿qué más queréis?, ¿qué miráis?
— que aquí nacimos nosotras — murmuró tristemente una de ellas.
— ¿sí?, ¿y qué me decís con eso?
— que nos dejéis ver la casa.
el mercader vaciló un momento, y luego, con un ligero gesto, indicó que consentía.
entonces, la pobre mujer que había hablado tomó por la mano a su compañera, que era ciega, y la condujo por las habitaciones.
— oye, oye, , ¿te acuerdas? en ese rincón pasó nuestro padre casi toda su larga enfermedad. toca aquí. ¿conoces esos relieves?
— ah, sí; son los de el armario de : en este cuarto murió ella.
— allá estaba su tocador..., ven por aquí, ..., vamos a el patio..., ya no está el granado, ni la higuera, ni tampoco las tinas de las verbenas..., en este lado nos sentamos a ver las láminas dé aquellos hermosos álbumes..., bajo ese arco se colgaba la jaula de el canario..., ¡cuánta variación!
un instante se detuvo a oír, con una tristeza creciente que se marcaba a las claras en su rostro, la pobre ciega: conoció por el distinto timbre, con que marcaban los cuartos y las horas, las campanas de la próxima iglesia. ¡ay, , cuántas memorias venían envueltas con aquellos sonidos que iban a perder se, sin eco, en los caldeados y silenciosos tejados de la ciudad!
— ¡ !, ¿recuerdas el reloj de la torre? oye lo..., está dando las nueve...
— ¡que si lo recuerdo!... es el mismo que oíamos de aquí y desde la escuela...
así hablaban mientras recorrían una y otra habitación las dos mujeres: una de ellas nada veía; pero sus abiertos y claros ojos, no empañados por nube alguna, dirigidos a todos lados sin lograr distinguir más que sombras, sin un solo rayo de luz, estaban llenos de lágrimas que humedecían la piel de sus mejillas pálidas, demacradas, pero finas.
— oye, — murmuró —, pregunta a ese señor quién le ha alquilado esta casa.
la otra mendiga preguntó a el mercader conforme los deseos de su compañera.
— esta casa es mía... — contestó el mercader, con ruda franqueza —, la compré en un remate..., y más me costó deshacer los enredos de papeles que tenía que ella misma... por cierto que un viejo que vivía allá arriba, bastante trabajo me dio para hacer le salir... quería pagar me alquiler..., ¡alquiler!, ¡pobrecillo!, si no tenía una peseta... estaba ya muy enfermo; estuvimos preguntando algún tiempo si tenía familia o alguien que se encargase de él; y como no era posible tener lo aquí, lo llevamos a el hospital... ahí han quedado unos libros, unos muebles y unos papeles que, ¡pshé!... no sé qué hacer de ellos..., no valen nada...
un momento después se retiraron las dos infelices mendigas, y el mercader continuó sus interrumpidos paseos.