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¿vendrá?...
diez veces se había hecho esta misma pregunta y otras tantas la duda había mordido, con sus dientecillos de ratón, el corazón de .
estará estudiando para el examen... esta explicación producía una tregua, un momento de calma, pero de nuevo la pregunta, empujada por la zozobra y un tanto de ansiedad angustiosa, invadía el corazón de la enamorada; entonces, nerviosa y rápida, se encaminaba a la puerta de calle para espiar el momento de su llegada...
miró a ambos lados de la estrecha calle; se empinó en el umbral, para distinguir mejor las personas que avanzaban a la distancia, y en un buen momento creyó encontrar semejanza entre aquél a quien esperaba y un joven que tenía su misma manera de andar... ¡es él!... exclamó, sin poder reprimir la impresión, pero pronto se convenció de el error y una nube de tristeza rozó fugitiva su hermosa frente.
la tarde iba declinando: una tarde de verano, tibia, serena, llena de resplandor y de polvo de oro, esparcido en el ambiente.
ade la se había arrimado a el quicio de la puerta y contemplaba desde allí con mirada vaga los varios matices de el cielo, que formaban en el horizonte bandas caprichosas de iris, veladas por una gasa de puntitos brillantes, en la que parecían desmenuzar se los rayos de el sol poniente.
nunca había encontrado tan triste y abandonada la calle y, a medida que avanzaban las sombras, creía descubrir cosas nuevas y perspectivas nunca observadas. algunas casas lejanas, que sobresalían do la linea, le parecían improvisadas en su sitio; la cúpula de la iglesia inmediata brillaba en un punto, como si hubiesen derramado azogue sobro los azulejos de que estaba cubierta.
en la cruz de hierro se habían dado cita las golondrinas, tijereteando con sus colas negras, en tanto que sus compañeras se lanzaban a el espacio, describiendo curvas y círculos caprichosos, con las alas tendidas y las miradas fijas en los tejados, donde habían empezado a construir sus nidos.
los pocos transeúntes que avanzaban, envueltos en los reflejos rojizos de los últimos rayos, proyectaban sombras de gigantes.
una brisa suave, impregnada de olor a tierra mojada, acariciaba el semblante de . ella continuaba inmóvil, pensativa, mirando fijamente el punto brillante de la cúpula, como fascinada, en tanto que por su imaginación cruzaban dudas amargas y resonaban en sus oídos, con eco extraño, los múltiples ruidos de la calle.
ya no vendrá, dijo de pronto, como contestando a sus propias preguntas, y, haciendo un esfuerzo y arrojando una última mirada a todos los ámbitos de la calle, vio perder se también esa tarde una esperanza que había alimentado durante todo un día de conjeturas y zozobras...
en el patio, se detuvo; un pequeño patio alegre, circundado por paredes blanqueadas, tapizadas de enredaderas olorosas, limpio, inundado de luz durante todo el día y ostentando en el centro un pequeño jardín, formado de macetas que cuidaba con esmero. especialmente una planta de jazmines, cuyas flores estaban destinadas a , el estudiante que la había trastornado la cabeza.
ade la cuidaba la planta como a un niño mimado; todas las mañanas, apenas abría la puerta de su cuarto, dirigía una mirada a su jazmín, una especie de saludo a sus flores albas y fragantes; luego, se acercaba, aspiraba su perfume suave, mezclando lo con su aliento, y acariciaba sus hojas de verde sombrío, brillantes, lustrosas, acanaladas y húmedas por el rocío de la noche.
examinaba con prolijidad el pequeño arbusto, para darse cuenta de sus progresos, y, cuando encontraba una nueva hoja, una pequeña rama, con sus hojitas do verde más claro, experimentaba una alegría inmensa, algo como el transporte de una madre que ve asomar un nuevo dientito do su pequeño hijo.
crecía su planta como el cariño que sentía por .
en verano, cuando los rayos de el sol hacían languidecer sus hojas y teñían de amarillo los pétalos de las flores, se apresuraba a formar un toldo para protejer la, pero, con tal esmero y con tanta coquetería infantil, que el atavio de la planta la hacía sonreír. era una verdadera toilette de todas las mañanas, que le valía no pocas burlas de sus amigas y especialmente de su tía vieja, a el lado de la cual vivía.
en invierno, la paseaba por todo el patio, buscando el calor y la luz, como a uno de esos enfermitos pobres y tullidos, que son arrastrados en cajones con ruedas, buscando en el ambiente tibio un tónico para sus carnes macilentas.
la planta era hija de ; ella le había dado vida con su aliento, con su cariño, con la prolijidad esmerada de sus cuidados; tenía una historia, una historia como la de esas huérfanas que caen bajo el amparo de manos piadosas, que las crian, las educan y las convierten, de niñas pobres y de escala humilde, en señoritas que pueden figurar entre las más distinguidas...
en los primeros tiempos de sus amores, lo habla llevado una tarde un hermoso jazmín, rescatado a vil precio de el cesto do los vendedores ambulantes. ade la procuró hacer lo vivir todo el tiempo que pudo, teniendo su tallo sumergido en el agua y cubriendo lo después con una copa de vidrio. cuando lo vio entristecer se, replegar sus pétalos amarillentos y marchitos, que fueron cayendo uno a uno, sintió ella también una mezcla do tristeza y desconsuelo; luego, una ráfaga do alegría repentina, a el pensar que oso vástago diminuto podría germinar, echar raíces y convertir se en planta. recogió cuidadosamente los restos do la flor que acababa do morir, los amortajó en un finísimo papel de seda y en la página predilecta de su devocionario fueron a descansar piadosamente, acariciados por el recuerdo y por los besos que fingía dar a las estampas bendecidas.
a el tallo, todavía erguido y provisto de algunas hojas, le sumergió dentro de una botella con bastante agua, y a ésta, colgando la de un clavo, la puso fuera de el alcance de las manos profanas de su vieja tía.
era curioso observar cómo espiaba los menores cambios que se operaban dentro de la botella. poco a poco, se fue enturbiando el líquido; a el principio, tomó un color verde claro; luego, muy intenso; por último, apenas se distinguía a el través de el vidrio el pequeño vástago. entre tanto, preparaba una maceta de barro cocido con la minuciosidad de detalle con que se prepara el alojamiento de una novia: la mejor tierra, la más negra, elegida casi grano por grano, tamisada después con precaución, regada y removida por algunos días, durante cuyo intervalo el pequeño vástago había empezado a cubrir se de una pelusa fina, compacta, filamentosa, hasta que en un buen momento se convenció de que el proceso de germinación estaba terminado.
tomó la botella y, con la precaución con que la clueca rompe el cascarón para que el polluelo salga ileso, así rompió el vidrio de aquélla. con golpecitos suaves a el principio, como para tantear la resistencia; con choques más fuertes después, sirviendo se primero de el canto do un cuchillo, reemplazado en seguida por una lima vieja que halló a mano, rodeada la operación de todos los miramientos requeridos, se llevó a cabo con el más completo éxito, salvo una pequeña herida que se hizo , en un descuido, en la yema de el pulgar izquierdo, y que hubiera pasado desapercibida si una gota de sangre roja, brillante como un globulillo de vidrio, no se hubiese depositado sobre una de las maceradas hojas de el vastago, levan-tando en el espíritu supersticioso de una sombra de contrariedad.
instalada ya en su alojamiento, protegida de el viento y de las lluvias por un invernáculo improvisado, creció la planta como una criatura mimada, pasando a el poco tiempo de la maceta aun recipiente más amplio, preparado esta vez por y por , mientras sus cabezas, inclinadas sobre la planta, rozaban sus cabellos, y sus manos, hundidas en la tierra húmeda, enfangadas, negras, se buscaban para entrelazar se y comprimir se en contracciones nerviosas, como una promesa de no abandonar se jamás.
cuando descubrió el primer botón, tuvo arrebatos de alegría de niño que posee el juguete que más deseaba. daba saltos y palmadas a su alrededor, llamaba a la viejita con voz emocionada, acariciaba la planta, abrazando sus ramas como hubiera abrazado la cabeza de , dando repetidos besos a cada una do sus hojas, en tanto que decía: ¡ah mi plantita querida... mi queridita... mi hijita... cuánto te he cuidado!... y luego, pensativa: la primera flor es para él; si, para el... no... no es para el... es para la virgen... y con acento de ingenuidad y promesas do enamorada, corría hacia la puerta para ver si la casualidad hacia llegar a y podía comunicar le tan fausta nueva.
una buena mañana despertó con la seguridad de que su jazmín estaba en flor. saltó de la cama precipitadamente, abrió los postigos de su habitación y miró hacia el tío. aquello era una maravilla: una flor blanquísima, abierta como el seno de una virgen, so destacaba de el fondo verde sombrío de las relucientes hojas; era gemela de la que le había traído ; no, era su hija primogénita, la más bolla, la más fragante, la que debía presentar le a la noche, como el símbolo de su cariño y do sus promesas.
las flores que había producido esa planta marcaban una por una las horas de su felicidad, que se llevaba en el ojal de su levita, como una prueba de su constancia.
crecía cada vez más frondosa y fecunda; hubo día en que se abrieron hasta diez flores a la vez, exhalando su perfumado aroma por todos los ámbitos de el patio. y la virgen tenían su reparto por igual. ade la había constituido escrupulosamente esa sociedad y por ningún motivo hubiese permitido que otras personas poseyeran las flores de su planta predilecta. cuando no había más que una, echaba a la suerte; si ganaba la virgen, se quedaba mustia, tomaba con displicencia la flor y la colocaba en el vasito de cristal de su cómoda, dirigiendo a la imagen sagrada una mirada casi de reproche. ¡cuánto hubiera deseado que la virgen hiciese un milagro; que le dijese: — lleva te la, entrega se la a él, yo estaré satisfecha, — pero su virgen no era de las que hacían milagros por tan poca cosa y se quedaba con su carita rosada, fresca, de virgencita satisfecha, disfrutando de el perfume de la flor.
en un día de gran lluvia y viento, la planta estuvo a punto de zozobrar, como otras de sus compañeras; en cada sacudida, en cada estremecimiento, cuando veía que las ráfagas pasaban furiosas entre sus ramas, echando a el aire sus hojas, como un ladrón que abandona huyendo la presa robada; cuando la veía revolver se con desesperación, como si tuviese un ataque convulsivo, y quedar después chorreando agua, como un perro que sale de el río y se sacude en la orilla, participaba ella también, detrás de el vidrio, de las conmociones de su planta, y cuando a el día siguiente la veía de nuevo, más bolla, más reluciente, más fragante y con flores que se habían abierto durante la noche, más blancas, más frescas, más erguidas, prometía a la virgen duplicar sus derechos en el contrato con tal de que salvase a esa hija adoptiva de sus cuidados y de su cariño...
en las tardes que había esperado en vano a , las flores habían languidecido, se habían marchitado y aún algunas se habían desprendido, para caer a el pie, secas, enjutas, amarillentas, como si una vejez prematura las hubiese arrancado enfermas y desfallecidas de el tallo que les daba savia y vida.
esa vez también las cortó con tristeza: eran tres; la última, la que había abierto en el día anterior, tenía el color de el marfil viejo, se había inclinado ya hacia la tierra y empezaba su agonía de flor marchita.
¡ah, ya no vendrá!... no sé qué pensar... se dijo con desaliento. seis días que no lo veo, que no me escribe... el corazón me anuncia algo muy triste... y sin poder contener se, con una emoción súbita, sintió un golpe de sangre en la cara, una impresión dolorosa en las sienes y algo como un vapor caliente que invadiera su cerebro... sobro la flor amarillenta cayó una lágrima que fue absorbida inmediatamente; la vio desaparecer como si aquella flor la sepultara en su cáliz para compartir su dolor... ade la miró fijamente la planta; trémula y desfallecida, evocó todos los detalles de su historia de planta huérfana, como ella la llamaba, y, recordando la mancha de sangre que dejara su dedo herido sobre una de las hojas, se estremeció y algo como un presentimiento le infundió terror; le parecía descubrir en cada una de las hojas, como brotando de el verde sombrío, una gota de sangre rutilante.
dominada por esta alucinación, abandonó el patio y fue a caer de rodillas ante la imagen de la virgencita risueña, que parecía contemplar la con el aire y el engreimiento de una aldeana ataviada con sus ropas domingueras.
ade la no era una belleza.
el poeta no habría sacado gran partido de el corte de sus labios, ni de el color de el iris de sus ojos expresivos, ni de sus cejas bien arqueadas y tupidas.
si alguien hubiese dedicado versos a su hermosura, lo habría echado a la broma y probablemente se hubiera dicho para sus adentros que el vate era un embustero. ella se contentaba con ser simplemente una buena muchacha, crédula, religiosa, enamorada, sorprendida por una pasión en la edad en que el corazón domina la cabeza y en que la ignorancia es una virtud para la mujer que no aspira más que a la felicidad de el hogar.
se destacaban en su tipo físico los rasgos peculiares de una mujer simpática y podía ver se a el través de su pupila la superficie tersa de una alma candorosa. en su fisonomía, de lineas suaves y correctas, dominaba un aire de bondad y de distinción que imponía una respetuosa deferencia, a pesar de su modesta posición social.
cuando se la oía hablar, se encontraba en el timbre de su voz una vibración tan especial, una armonía tan dulce en la inflexión de el tono con que se expresaba, que desde ese instante se la observaba con curiosidad y se la escuchaba con placer. si había un poco de animación en sus palabras, la expresión de sus ojos, antes tranquila y reposada, proyectaba fulgores extraños, que se irradiaban en su fisonomía para levantar en cada músculo, en cada linea, contracciones armónicas, que transformaban repentinamente su rostro, dando le los atractivos de la belleza, como una concesión fugaz que hacía avivar más el deseo de contemplar la, como temerosos de perder la.
— ponga se linda, solía decir le cuando ella tenía su expresión habitual de seriedad y de bondadosa calma.
— ¿cómo?
— pero muy fácilmente: queriendo lo.
— luego, yo no soy linda siempre, agregaba sonriendo.
— ya empieza a ser lo; cuando sonríe, los labios toman otra expresión; no tienen el corte y la severidad de los labios fríos y descoloridos de una inglesa.
— ¿y basta con que sonría?
— en fin... ya es algo... y si a una sonrisa le agrega una mirada de esas que guarda para las grandes ocasiones, exclamaba riendo se, su fisonomía cambia de aspecto.
ade la ensayaba entonces con ingenuidad de niña las sonrisas y las miradas que tanto complacían ¿ ... y efectivamente, la transformación era inmediata.
— así... así, repetía , batiendo las manos. ¡qué linda está ahora!
ade la se sonrojaba, bajaba los párpados y devolvía a su semblante el tono de gravedad propia, añadiendo con tristeza: sé que no soy linda, pero en cambio... nueva ocasión para sonrojar se aun más, para levantar los párpados y dirigir a una de aquellas miradas intensas, escudriñadoras, desconfiadas, de esas que van en busca de otra igual que corresponda a la intensidad de la pasión que las provoca. comprendía toda la significación de estas miradas. sabia muy bien que , a pesar de todo su cariño, alimentaba en el fondo de su alma una duda amarga respecto de el porvenir. el mismo, sin darse cuenta de el por qué, tenía el presentimiento de que seria desgraciada. ¿por qué, solia preguntar se muchas noches, cuando se retiraba de su lado, he do abrigar dudas respecto de nuestra felicidad futura? ¿no la quiero acaso con intenso cariño? ¿no sería capaz de hacer cualquier sacrificio por ella? ¿no lo abandonaría todo por complacer la? ¿y entonces por qué cruzan por mi espíritu esas ráfagas de desconfianza respecto do mi mismo? pronto concluiré mi carrera, tendré una posición independiente, tal vez holgada, y podré corresponder mejor a el cariño do , cumpliendo mi promesa.
ade la, por su parte, quedaba se pensativa, contrariada. ¿acaso no he sido demasiado expansiva con , no he sabido interesar le con mi conversación, no he podido atraer le tanto cuanto deseara? estas y otras preguntas se levantaban como sobras inquietantes en su espíritu. pero yo no puedo hacer lo que hacen las demás; yo no puedo tutear le, no puedo permitir que me tome las manos a cada instante, ni conceder le que me bese como a un niño cuando se aproxima a mi emocionado y con la voz temblorosa.
estas mismas reflexiones, esta defensa contra su propia debilidad, aumentaban aun, más su inquietud y la hacían pensar en que tal vez no era así como debía conducir se; en que acabaría por encontrar la demasiado fría, excesivamente reservada, y en que, a el fin, conceder le que la comprimiera las manos y la besara las mejillas en nada podría comprometer la. mañana voy a tutear le apenas entre, exclamaba de pronto; voy a decir le todo lo que he pensado de él y de mi, los escrúpulos que he tenido... ¡ah, sime engañara! a el fin es un estudiante, lleno de aspiraciones y de promesas; poco conoce el mundo y la sociedad... mañana tal vez encuentre otra mujer que le ofrezca mayores halagos, más brillantes atractivos, una posición encumbrada... ¿y entonces?... ¡ah, no es posible! exclamaba con los ojos humedecidos; no podrá olvidar me, no, no querrá engañar a una pobre muchacha como yo... seria capaz de morir me si ésto sucediera... volvía se en ese instante hacia su vieja tía, que dormitaba en su sillón; le daba un abrazo fuerte, cariñoso, besando la en la frente, a cuyas demostraciones correspondía la vieja señora con un: ¡ , niña, te has vuelto loca... tienes unas cosas... si me has dado un susto!
— no te enojes, viejita, note enojes; tanto, tanto te quiero y soy tan feliz, que necesito querer te más para que comprendas que no soy ingrata... ¡si supieras lo que me ha dicho esta noche! él también te quiere mucho. cuando nos casemos, añadía , riendo se con la ingenuidad que lo era propia, tendremos una casa mejor, más grande, más linda, con balcones a la calle, para sentar nos a tomar el fresco en el verano: sala, ante-sala, luego su cuarto de estudio, mi costurero, nuestro aposento... ¡oh qué lindo será todo eso! ríe te, tía, ríete; ¿por qué estás tan seria? ¿estas cosas no te halagan?... tu también tendrás, tu salita, tu pieza bien amueblada, con estufa... porque tu sufres ya mucho los rigores de el frío, ¿no es cierto mi viejita?... y volvía a abrazar a la anciana señora, qué la miraba con cierta mezcla de curiosidad y de tristeza. ¿pero qué tienes?... estás callada, tía, no me contestas, no participas de mi alegría?
— sueños de niña... la felicidad no está en todo eso, replicó la viejita con tono sentencioso.
— la felicidad, la felicidad, exclamó , como pronunciando una frase cuyo significado le fuera desconocido... la felicidad... ¿acaso no soy feliz? ¿no soy feliz, tía? insistió la niña con tono melancólico.
— pero, niña, ¿te has vuelto loca?...
— sí, tía, estoy loca, loca de alegría, de placer, de... yo no sé lo que me pasa... ¡ah!... ves... ahora me da gana de llorar... qué tonta soy... si ya estoy llorando... exclamó como enfadada consigo misma, mientras enjugaba dos lágrimas que se deslizaban por sus mejillas, sonrosadas por la excitación.
la viejita continuaba en su actitud reservada, dibujando apenas una sonrisa en sus labios descoloridos.
— , ¿tú no has estado enamorada nunca? exclamó de pronto , como para leer en el fondo de el corazón de la señora, que miraba con tanta frialdad la expansión de sus sentimientos.
— ¿yo?... ¡jamás! niña.
— no te creo; algún amorcillo habrás tenido allá en tus buenos tiempos... no te creo, repitió , acariciando la cabeza de la anciana como si fuese un niño. ¿nunca, nunca has tenido amores?
— pero, , esta noche estás insufrible con esas explosiones; ¿qué te pasa? ¿qué te ha dicho ese enamorado que tanto trastorna tu cabeza?
— ¿qué me ha dicho?... pues me ha dicho que tu serás la madrina de casamiento, añadió , riendo se de nuevo; y, sin dar tiempo a que su tía le contestara, se sentó a el piano y lanzó a el aire las notas más bellas de su repertorio.
la salita de era un nido de chucherías: una salita azul, alegre, con dos ventanas que daban a la calle, cubiertas con cortinillas de tul blanco.
en medio de ellas, estaba el piano, sobre el cual había colocado una colección de pequeños objetos de arte, regalos de casi todos. de poco valor, pero dispuestas con tanto gusto y adornadas con tanta gracia, que engañaban perfectamente la vista, desempeñando un papel superior a sus méritos.
ade la solía decir a veces con cierto engreimiento cómico y como para provocar las muecas desdeñosas de la vieja tía:
— esos bibelots son la última moda.
— ¿qué has dicho niña?
— ¿ , no sabe lo que son bibelots? preguntaba riendo se y pronunciando la palabra con un dejo parisiense.
la vieja señora hacía un gesto desdeñoso por las figuritas clasificadas en lengua extranjera y se abanicaba con aparente indiferencia, pero en el fondo atufada por la ignorancia que su sobrina ponía en relieve.
ade la corría a abrazar la con transportes efusivos, en tanto que le decía:
— no se enoje mi viejita... ya sé que no le gusta que llame las cosas con nombres extraños.... ya no lo volveré a decir... en cambio diremos: figuritas, hombrecitos barrigones, floreritos de térra cotia... no, no, floreritos de... no, esto no, tía, térra cotia es muy fácil... tierra cocida.
— ¿pero, niña, me crees tan ignorante?
— no, no... tía, si ya sé que no es ignorante.
— no creas, , no creas; estás en un error, con tus bibelotes y con tus térras cotias y... ¿qué más?... te digo que estás en un error... esos mamarrachos de vidrio, de barro cocido, esas figuritas, algunas hasta indecentes, como esa que representa a una francesita loca en traje de baño, no se permitían en mi tiempo, no. en cambio, señorita, sepa que en nuestra sala había buenos jarrones de la , lindos floreros do porcelana con paisajes primorosos, hermosísimas, muy hermosísimas urnas de cristal, cubriendo flores artificiales que hoy ya no se ven, pájaros embalsamados de colores preciosos...! vaya unos gustos los de hoy!... bibelotes, bibelotes... ¡indecencias!... vamos, niña, no seas majadera, agregó la anciana señora, haciendo un movimiento de impaciencia y cambiando de postura en el sillón en que estaba arrellenada.
ade la reía estrepitosamente y, para calmar el despecho de la viejita, tomó la baigneuse que estaba colocada sobre el piano, la acarició como a un gatito y luego, poniendo la de frente, ante los ojos de su enfadada tía, exclamó:
— ¿pero di me si esta baigneuse... no, he dicho mal... si esta madamita, con su cuerpecito arqueado y sus formas tan esbeltas, no es un modelo de gracia y de belleza?
— ¡sal de aquí con esa desvergonzada!... mucho me extraña, debo decir te lo muy seriamente, que ese despreocupado de te haga semejantes regalos y que tu... en fin, deja me en paz con tus... ¿cómo has dicho?
— , tía...
— bueno, bueno, lo que sea... basta ya de bibelots.
— ¿pero si son obras de arte, tía?
— ¡obras de arte!... mostrar lo que las buenas costumbres mandan que se oculte... ¡ , niña, de veras que te desconozco!... ade la cambió de actitud, comprendiendo que su tía podía irritar se; colocó con precaución la figurita en el sitio que tenía destinado y, acercando se lentamente a la viejita, la miró con dulzura, con expresión tierna, tendiendo le la mano, y le dijo:
— bueno, mamita, hagamos las paces; ya no te haré estas travesuras... si era todo de broma!
sonrió la viejita, viendo que parecía haber tomado a lo serio el reproche, y como si nada hubiese pasado le preguntó de improviso:
— ¿quién predica en esta noche?
— ¿para la función de ?
— ¡dios mío, , ya no sabes ni el día de los santos! si para la fiesta de faltan dos meses!... ¡qué vergüenza! exclamó la viejita, comprimiendo se las sienes con las palmas extendidas... si yo te digo la verdad... tu cabeza anda mal; es claro, es claro....
ade la se ruborizó un tanto... era cierto, se había olvidado un poco de los santos y hubiera levantado un conflicto en su conciencia el reproche de la anciana si en su partida de oraciones no hubiese tenido un gran déficit en favor de la virgen, de su virgen protectora, — déficit egoísta, como el de todos aquéllos que hacen ofrendas a el cielo para recabar beneficios en la tierra.
la viejita se quedó mirando la con sorna, como diciendo: ¿ves? con esta me pagas la de los bibelots, pero, a el mismo tiempo, no quería prolongar la tortura de , de manera que cambió rápidamente el giro de sus pensamientos y afectando un interés mezclado de cariño le preguntó:
— ¿cuándo se recibe de doctor ?
ade la se estremeció involuntariamente, sin saber por qué; le sonaba mal oír que a le llamasen doctor. para su felicidad, para su completa felicidad, le hubiera bastado que fuera así sencillamente, , sin títulos y sin ruido. un vago presentimiento nublaba su felicidad; le parecía que el titulo la distanciaba de su cariño, abriendo una brecha en su vanidad, y que ella, modesta, buena, cariñosa y apasionada, no llenaría las aspiraciones de su novio una vez que fuese todo un doctor de campanillas.
eran quimeras de su imaginación, que desvanecía prontamente la viejita, a la cual confiaba, como a una amiga cariñosa, todas sus intimidades, todas sus zozobras, todos sus anhelos.
largas horas pasaba en la salita azul, sentada a el lado de la tía, complaciente y buena, procurando que la conversación girase a el rededor de el tema predilecto: el cariño inmenso que tenía por , la pasión que ella había sabido inspirar le, a punto de que todos los momentos de que podía disponer eran para ella, para ella sola, que absorbía completamente el tiempo de el joven enamorado, sin perjuicio muchas veces de descuidar sus tareas de estudiante.
escuchaba la la viejecita, vestida de negro, con su carita de mujer inteligente y desengañada dé la vida, mirando la a veces de hito en hito, por encima de la armadura metálica de sus anteojos, alarmada por la vehemencia con que se expresaba respecto de su felicidad.
con las manos puestas sobre las faldas, dos manos pequeñas, largas, enjutas, mostrando los nudos salientes de las articulaciones de las falanges, cubiertas por una piel reluciente, formando pequeños pliegues salpicados de man chitas obscuras como lentejas; dos manos frías, un tanto temblorosas, y que se agitaban con movimientos rápidos cuando la viejita quería dar más acción a la actitud que asumía para disminuir los entusiasmos de la niña.
— cómo me gusta ver te así, exclamaba entonces , levantando se de el sillón antiguo, de respaldo cóncavo, tapizado de damasco, encuadrado en un marco de jacaranda, — el gran lujo de la sala. así me agrada ver te, mamita, un poco enojada, y, riendo se de el enfado de la señora, acababa de dirigir le una de esas preguntas a boca de jarro que tanto la exasperaban.
— ah! eres una atolondrada, deja me de tus amoríos y de tus perspectivas para el porvenir!
¡pero mamita!...
— ¡pero !... sienta te y conversa con seriedad, había me cuanto quieras de
, de ti, de sus promesas, de su inteligencia...
— es un talento, exclamó interrumpiendo la.
— ves, niña, vuelves a las exageraciones; está bien, será un talento, pero un talento que se está formando y que tiene mucho que andar y que hacer para que se lo crea así.
¡ah, para los enamorados todos es superlativo! mañana dirás que es un , agregó la viejita en tono de burla.
— ¡y lo es! replicó .
— te compadezco, ; eres una niña ingenua, que todo lo ves color de rosa, que tomas la hebras doradas que penetran por las rendijas en día de sol para anudar con ellas todas las promesas de ... ¿ves cuán frágiles una de esas hebras?... pues así son frágiles los vínculos de los enamorados.
— no, no, mamita, no hables así; no quiero, no quiero, exclamó , juntando las manos en actitud de súplica... ¡ah pesimista, agregó en tono de reproche, es que tu jamás has estado enamorada!
— ¡yo! exclamó la viejita, abriendo los ojos con azoramiento y levantando se con rapidez de el sillón.
a el ver la así, se sobresaltó; miró fijamente a su tía y creyendo haber la ofendido en su exaltación se precipitó sobre ella y la abrazó de nuevo, diciendo le a el mismo tiempo: perdona me mamita, perdona me, soy una perversa; ¡ah! no creía ofender te.
la viejita había vuelto a el sillón como una inconsciente; miraba a su sobrina sin proferir una palabra; había recibido sus caricias y sus protestas sin atinar a corresponderías; se sentía oprimida, como si una mano fría le estrujara el corazón.
— no es nada, no es nada, hija mía, se apresuró a decir después de un intervalo de silencio; he sentido aquí dentro algo como un hielo, agregó la viejita señalando la región de el corazón, pero ya ha pasado, ya ha pasado...
el hecho es que se quedó pensativa y preocupada, viendo la actitud de su tía, y que, sin darse cuenta ella misma de la causa, permaneció también callada, sentada en un sillón frente a el de la anciana.
así estuvieron las dos un largo rato, entregada cada una a sus pensamientos íntimos; la viejita anudando en su memoria los acontecimientos de su juventud, reproducidos en con los mismos entusiasmos, los mismos arranques, los mismos ensueños de felicidad, borrados por el tiempo, por los desengaños, por las amarguras de una existencia contrariada, vencida a el fin por los años, como una planta desgajada y ya sin tierra donde adherir sus raíces.
el destino había sido cruel para con ella: sus amores se habían derrumbado en plena juventud y había tenido que caminar sobro ruinas cuando sentía aun dentro de si toda la savia para alimentar una pasión. había tenido fe, esperando resignada que el ideal se presentara de nuevo con formas seductoras, pero ya su sensibilidad se había transformado y las ilusiones, que antes daban impulso a sus sentimientos, encontraban ahora resistencias incomprensibles, puesto que ella misma se preguntaba alarmada: ¿por qué soy indiferente a estos halagos que antes tenían para mi tanto atractivo?
era que el desengaño le había arrebatado a esa edad gemela de la juventud, la primera, la más ardiente, la que se vive en un día y se desvanece en un soplo; se había encontrado, a el día siguiente de una noche de insomnio y de lágrimas, con el espíritu sereno y resignado de una persona que ha sufrido una gran desgracia y que se prepara a luchar con las adversidades de el porvenir. estos recuerdos se agolpaban a la imaginación de la anciana y le traían, como retoños de vida, su propia imagen de otros tiempos: bella, alegre, elegante, festejada y después... después la senda escabrosa de la mujer sola, sin familia y sin más afección que , que había criado desde muy niña, a quien idolatraba y por la cual sentía una ternura infinita, un verdadero cariño de madre. ella sólo pedía a que la hiciese vivir hasta el momento en que pudiese ver realizados los anhelos de la niña, contemplar la feliz, unida a el hombre de su predilección y en seguida... no quería nada más... su salita azul, para pasar largas horas leyendo su libro de oraciones. la felicidad de era la suya propia, que venia después de tantos años a marcar le el final de la jornada. y ella, la pretendía doble; la suya, la que le pertenecía, a la que creía tener derecho como criatura buena, y la de su querida niña, que tanto la merecía y que tanto había hecho para conquistar la.
levantaba desde lo más íntimo de su ternura de madre adoptiva un sentimiento delicadísimo, que hubiera podido traslucir se en la expresión con que contemplaba a y estaba a punto de derramar lágrimas cuando la interrupción brusca de su sobrina la desvió de sus pensamientos.
— ¿qué estás meditando, mamita?
— estaba rezando, exclamó la viejita sin atinar a otra contestación.
— ¿rezando?
— sí... las viejas rezamos calladas... ¿tú no lo sabías?
ade la se sonrió y contempló a su vez a la anciana, diciendo para sus adentros: ¿cómo habrá sido la juventud de esta viejita? ¡no ha amado nunca!
era una mañana esplendida.
ade la había abierto de par en par las ventanas y la salita se había inundado de luz; de esa luz que penetra a la casa casi con ruido; que parece llevar ondas de alegría y de vida, para trasmitir las a las personas y a los objetos que encuentra; que corre, se esparce, se quiebra, penetra por las rendijas y recorre todos los rincones, como un amigo alborozado que vuelve de viaje; que estrecha la mano a uno, va en busca de otro para abrazar lo, acaricia los niños, lo escudriña todo y se siente feliz a el encontrar rostros sonrientes y manos cariñosas que lo estrechan.
ade la participaba de esas impresiones; le pareció que esa mañana, tan linda, tan radiante, que la había envuelto de improviso en un manto de luz, era para ella y había esperado con la emoción tierna de el amigo que se abrieran las ventanas para arrojar se de golpe dentro de la casa y animar con sus matices todos los objetos.
la salita estaba como engalanada: brillaban los muebles como si fueran nuevos. el damasco de los dos grandes sillones y de el sofá, que ocupaban uno de los costados, exhibía los arabescos de sus flores de seda; los pequeños prismas de cristal que colgaban de la araña de el centro, se trasmitían los colores de el iris, que se quebraban en sus facetas, pareciendo que tuviesen movimientos de regocijo y que se chocaran con sus aristas, como si los rayos de luz que filtraban por ellas quisieran entrelazar se para reproducir se con más brillo en el espejo que estaba encima de el sofá.
los mismos retratos antiguos que adornaban sus paredes, estaban animados, de mejor color, casi con vida; en el de una viejita, que daba frente a las ventanas, resaltaba el colorete do las mejillas, como si estuviese abochornada por la exhibición matinal a que la exponía .
estaba realmente muy linda la salita azul, adornada con pequeñas consolas, cargadas do jarrones, de estatuitas, de bomboneras, que conservaba con religioso cuidado; algunas de ellas, con llavecitas doradas, de las cuales pendía una tarjeta con un ojal atravesado por una cinta do raso blanco: las dedicatorias más tiernas de , — fechas, recuerdos, palabras, — que guardaba en la memoria, como el recuerdo de sus horas más felices.
algunas sillitas doradas que ella misma había tapizado, procurando reproducir en los dibujos sus flores predilectas; pilas de papeles de música sobre el taburete de el piano y sobre las sillas; en el atril, el álbum que le había regalado , con sus iniciales formadas por dos letras doradas, entrelazadas por una quimera con grandes ojos, formados por el relieve que hacia el marroquí punzó; media docena de fotografías de , en todas las posturas, encuadradas en marquitos de felpa que había confeccionado, adornando las con flores de relieve y figuritas de mujeres japonesas con sus ojitos de ratón y las cejas arqueadas en abanico; todo ese conjunto, modesto pero alegre, bien dispuesto, presentado a el primer golpe de vista como una persona de distinción que recibe en traje de mañana, viviendo de los cuidados de , como los objetos de un museo, y luego ella misma, que lo animaba todo con su presencia, con su graciosa ingenuidad!
todas las mañanas hacia la misma operación: abría las ventanas de par en par; daba vuelta con un movimiento rápido las varillas de las persianas, hasta poner las horizontales; tiraba después do la cuerdita que las sujetaba, haciendo las correr rápidamente y produciendo un ruido especial que sobresaltaba a no pocos transeúntes de los que pasaban distraídos; y, por último, un gran tirón de la cuerda y las varillas verdes subían unas en pos de otras, como acróbatas, hasta quedar plegadas en lo alto como las hojas de un libro.
algunas veces, la viejita solía correr alarmada hacia la sala, exclamando:
— pero, niña, qué dirá la gente!... creerán que lo haces por travesura!... ¿no te das cuenta de el ruido que produces con tus persianas?... en el barrio ya te conocen por la alborotadora matinal... acabarán por burlar se de ti... ¿y qué dirán esas niñas de enfrente?
— esas niñas de enfrente no oyen... no ve que son sordas, tía, replicó rápidamente, mientras hacia girar su cuerpo hacia el lado donde estaba la viejita.
ade la sostenía con esfuerzo la cuerda de las persianas y tenía los brazos levantados y rígidos; se había escurrido la tela finísima de la manga hasta el codo; su cuerpo flexible se arqueaba en una curva esbelta, levantando su seno a la altura de la barba; de pronto, hizo girar su cabeza hacia el hombro izquierdo y, cuando notó que la viejita estaba más distraída, soltó de golpe la cuerda. aquello fue un derrumbe estrepitoso de varillas, como si todas las ataduras de la persiana se hubiesen desgarrado. la viejita dio un salto hacia atrás, atemorizada, a tiempo que gritaba:
— ¡ade la!... dios mío, esta muchacha está de enchalecar la!
— esto es paralas sordas, exclamó , riendo se a carcajadas y arrojando se de espaldas sobre el sofá.
— no hay remedio... estás loca... loquísima, exclamó la viejita y se retiró rápidamente de la sala.
en ese instante, , que acababa de entrar sin hacer ruido, apareció en el dintel de la puerta que daba a el patio.
ade la no había notado su presencia y continuaba riendo se de el susto de su tía... es una maldad, es una maldad... realmente, estoy loca... y a el decir esto vio a , que la contemplaba con la sonrisa en los labios, en tanto que se sacaba el sombrero para saludar la.
— ¡ ! exclamó, cubriendo rápidamente la desnudez de sus brazos y ocultando su cara casi en las faldas para dejar a el descubierto la nuca poblada de finísimas hebras de cabello en desorden.
— ¡ah! te he pillado, te he pillado... ¿en qué travesuras andas tan de mañana?... quien la ve, quien la ve a la señorita , tan seria, tan reservada, y que, cuando cree estar sola, alborota todo el barrio con sus ruidos... ¡qué gracioso! y a el decir esto se adelantó para tomar le las manos.
ade la había descubierto su semblante, en el cual se destacaban dos chapas de rubor; la expresión de su mirada tenía el azoramiento que se observa en los niños cuando se les sorprende tomando una golosina que les está prohibida; no sabía qué contestar a las palabras de y se limitó a decir le:
— ¿tú no has oído, no?
— ¿qué?
— el ruido de la persiana.
— ¡ah!... ¿eras tú?
— sí, yo que... so me cayó la cuerda de las manos... pesan tanto las varillas, y dicho ésto sintió que dos nuevas chapas de rubor invadían sus mejillas.
— ¡qué dirán en el barrio! exclamó , tomando una actitud cómica; una niña como tú entretenida en jugar con la persiana...
— ah, no seas malo, tu también quieres torturar me... no, no seas malo, y levantando se bruscamente, cerró las manos de entre las suyas...! tu también eres como mamita...
esta vez era el que se reía con estrépito, viendo la candorosa zozobra de .
— ¿y?
— ¡ah, los jazmines! hay cinco hermosísimos. ya verás, exclamó y salió precipitadamente de la sala.
— pobrecita, dijo para si, apenas hubo salido. ¡es tan buena!
tenía entonces veinte y cuatro años; iba a terminar su carrera de médico y se preparaba ¿la lucha con un caudal bien nutrido de conocimientos y una sed de fortuna y de renombro que no conseguía aplacar ni con sus triunfos universitarios, ni con las manifestaciones continuas de de que era un talento y de que figuraría el primero entre sus colegas.
surgir de golpe, llamando la atención a el día siguiente de haber se recibido, era su ideal, su fantasía continua.
su carácter no le permitía detener se a medir seriamente los inconvenientes de una carrera tan erizada de contrariedades. con esas consideraciones iría muy despacio y acabaría por hacer se pesimista.
su imaginación y sus cálculos le planteaban el problema de otra manera, halagando su vanidad y su deseo de figurar en primera línea.
estoy harto de la vida de estudiante, exclamaba a veces en el silencio de su habitación. esta pobreza que me rodea ya me abruma; no le encuentro el lado poético tan cantado en todos los tonos. vivir como un hongo en un cuartucho triste, húmedo, en el segundo patio de una casa cualquiera de poco precio; de ella a el hospital, a presenciar miserias, a tocar inmundicias, a compadecer dolores... ¡bah! siempre la misma cosa, la misma visita, el mismo médico, los mismos enfermos, las mismas religiosas, que se mueven como máquinas, espiando las almas para encaminar las a el cielo... a el fin seré médico, exclamaba después, y ya verán cómo sabré sacar partido de esta profesión, que ha dado ya su más estrecho abrazo a el curanderismo... ¡oh! yo también tendré mis sonrisas preparadas para lisonjear a los clientes, mis preguntas de ocasión para atraer me a las viejas y unas miradas, agregaba entonando se, para seducir a las niñas!... así exclamaba tomando aires de personaje y se paseaba gravemente por su habitación.
sí, ahí está el secreto. ¿acaso los clientes tienen noticia de si yo poseo poca o mucha ciencia?... esto lo dirán los diarios, el noticiero amigo, elogiando mi conducta caritativa y mi acierto asombroso para... resucitar muertos, agregó riendo se.
¡oh! ellos me verán proceder con tino, naturalmente, con paciencia, con una buena voluntad infatigable; luego, dos o tres sentencias bien estudiadas para los casos ocurrentes... y adelante...
entrar a la sociedad por las puertas doradas, abiertas de par en par, y aquí me tienes, como quien dice en la mitad de el camino do la celebridad, murmuraba restregando se las manos; tomaba en seguida su sombrero y se salía a la calle, a evaporar el humo de ambición y de positivismo que se había acumulado en su cerebro como en una caldera de vapor.
no le faltaba audacia para hacer lo; los rasgos de su fisonomía, perfectamente acentuados, revelaban desde el primer momento a un individuo que iría lejos y que sabría elegir sin mucho escrúpulo y sin vacilar los medios de alcanzar sus propósitos.
alto, musculoso, flexible y amanerado en sus movimientos, correcto y fingido en su lenguaje, calmoso para decir y paciente para escuchar, mezcla de reserva y engreimiento, disimulados por una sonrisa amable que corría de una comisura a otra de sus labios, sombreados por un bigote negro, fino, reluciente; grandes ojos vivos, de expresión intensa, falsos y desconfiados cuando no estaba seguro de el terreno en que pisaba.
linda cabeza, con su frente ancha, despejada hacia las sienes.
había concluido su carrera; sólo le faltaba el examen de tesis, examen que le preocupaba más que ningún otro, pues cifraba el comienzo de sus triunfos en una tesis que levantara su nombre por la novedad de el tema y por el aplauso que mereciera.
esa mañana había estado cavilando precisamente sobre es te punto y, como todos los que pasó en revista no le satisfacieron, creyó conveniente tomar se una tregua y más temprano que de costumbre se encaminó a la casa de .
preocupado todavía con este tópico, se arrellenó en un sillón, cabalgando la pierna derecha sobre la izquierda; había inclinado su cabeza hacia atrás y, mientras aspiraba el humo de un cigarrillo, contemplaba a el través do las rendijas que dejaban las varillas de las persianas la casa que estaba en la acera opuesta y frente a frente a la de .
una casa baja, de construcción rutinera, pero lujosa. desde la puerta de calle so veía la serie de patios y el pequeño jardín de el fondo; a la derecha, cataban las habitaciones en hilera simétrica.
soñaba con una casa con puerta cochera; una casa suya, que él pudiese recorrer de largo a largo, cerrando las puertas con estrépito, dando órdenes en voz alta e imperiosa.
¡ah! cuándo tendré yo una casa así, decía entre dientes y cerrando los ojos con languidez. entregado estaba a estos sueños de positivismo y de grandeza, cuando se sintió inundado por una onda de perfume suavísimo; hizo una aspiración profunda, e inclinando más la cabeza hacia atrás, abrió 1os ojos para contemplar a , que de pie detrás de el respaldo de el sillón había acercado a su semblante el ramo de jazmines; sonreía y en sus ojos de niña enamorada relampagueaba todo un poema de afectos tiernos y de esperanzas prometidas.
la vio así, le pareció realmente be-lla y en un arranque de pasión hizo un movimiento brusco, arqueando su cuerpo en el sillón, y, antes de que ella tuviese tiempo de retirar sus manos, ya estaban comprimidas por las de , que había extendido rápidamente sus brazos por encima de el respaldo.
ade la tuvo que ceder e inclinar su cuerpo hacia adelante, hasta tocar casi la frente de , que la atraía suavemente, en tanto que comprimía siempre más sus manos con contracciones nerviosas.
— deja me, dijo con voz débil y emocionada; deja me, me haces daño, , y ya rozaba con su frente la de el joven, que la contemplaba con una mirada que no pudo resistir.
— ¿me quieres? dijo con voz temblorosa. mira me. ¿tienes miedo de mi, ?
— no... suelta me... me haces sufrir...
— acerca te, , acerca te, decía . sintiendo el roce caliente de el aliento de
ade la, mezclado a el perfume de los jazmines que lo embriagaban.
— ¡ ! — contestó la niña con voz apenas perceptible y entrecortada por una inspiración profunda que hizo levantar la curva de su seno — ¡suelta me!
se incorporó todavía en el sillón y dejando le libres las manos pasó las suyas rápidamente por su cabeza, atrayendo la aún más hacia si; sus rostros se unieron confundiendo se, y los labios de , enrojecidos y secos, como los de los niños con fiebre, se encontraron con los de ; aquéllo no fue un beso, fue una vibración intensa, profunda, sostenida, como un deseo insaciable.
ade la se sintió desfallecer; no podía resistir a la conmoción voluptuosa que agitaba todo su cuerpo; temblaba como si la hubiera invadido un escalofrío; su cabeza se perdía en vértigos de apasionada languidez; toda la sangre corría hacia su cerebro, como un vapor caliente; palpitaba le el corazón con violencia, — palpitaciones que sentía resonar en sus oídos como un eco amigo, — como si desde el fondo de el pecho le dijera: aquí estoy, no tiembles. no podía soltar la; sus manos se habían hundido en los cabellos de , acariciando los con sus dedos temblorosos.
— suelta me, suelta me , decía , desfallecida cada vez más... después se calló... recibía las caricias de y aspiraba su aliento acre que casi la quemaba... cerró los ojos y se olvidó de todo. una sensación de aniquilamiento, de dulce postración, la hizo abandonar se con todo su cuerpo sobre la frente de el joven... cesaron para ella los ruidos de la calle, el temor de ver se comprometida por una mirada imprudente, el miedo de que su tía pudiera entrar, todo había desaparecido... continuaba acariciando la con más calor y repetía le con más vehemencia:
— ¿me quieres, , me quieres? en uno de esos instantes ya no pudo resistir...
— te quiero, si; y rodeando a su vez con sus manos finas y nerviosas la cara de , la comprimía contra la suya mientras que, frenética, apasionada, casi fuera de sí, le repetía:
¿y tú?... ¿y tú?... ¿no me abandonarás nunca?... ¡nunca!... ¡ah! tengo miedo... tengo miedo, , agregaba con acento cada vez más emocionado. ¡oh, preferiría morir me!
— ¡nunca, nunca, ! exclamó con acento entrecortado y abandonando su linda cabeza se puso de pie en frente de ella; sus brazos se abrieron para recibir la; trémula y convulsa se dejó caer sobre su pecho, entrelazando le los brazos a el cuello, en tanto que él, comprimiendo su talle flexible con la diestra, aparta de su frente las hebras de sus cabellos en desorden para imprimir le sus besos más ardientes. ¡nunca, , no tiembles, mira me, mira me, no soy capaz de engañar te!
ade la levantó los ojos y pudo leer en la expresión de los de la confirmación de sus promesas; ocultó entonces su cara contra el pecho de y sin poder dominar se rompió a llorar con sollozos entrecortados... ¡nunca!... ¡nunca!... exclamaba interrumpiendo el llanto... ¡oh si, seremos felices!
los jazmines deshojados se hallaban esparcidos por el suelo, difundiendo su perfume suave; penetraba por las rendijas de las persianas un vaho tibio; habían cesado por un momento los ruidos de la callo; sólo so oían los rumores lejanos y confusos, el repique de una campana que llamaba a la misa y las notas bien acompasadas de un piano.
— con qué gusto tocan, dijo , poniendo el oído atento. ¿son las niñas de enfrente, no?... mis simpatías, agregó sonriendo irónicamente.
— ¡pobrecitas!
— ¿por qué?
— son tan feas.
— ¡ah, pero muy ricas!
eran efectivamente muy ricas las vecinas que tocaban el piano y lo había dicho en un tono tal que sin saber por qué se había sentido humillada.
esa misma mañana, después que él se hubo retirado, se quedó largo rato pensativa, repitiendo mentalmente la frase: ¡muy ricas! en cambio, sabia muy bien que su única riqueza consistía en la módica pensión que el gobierno pasaba a la viejita; muerta ésta, no le quedaría recurso alguno con qué atender a su subsistencia.
jamás se había preocupado de estas cosas; la materialidad de la vida, no entraba en sus cálculos ni perturbaba sus sueños de felicidad.
ella no aspiraba mucho: continuar viviendo a el lado de su viejita y que concluyese su carrera para unir se a él y consagrar así su existencia a cuidar a la anciana, que la habla amparado como una madre cariñosa, y a , en quien tenía una fe profunda y un cariño que la hubiera llevado a cualquier acto de abnegación y de sacrificio.
¿para qué quería entonces riqueza? ¿era indispensable tener mucho dinero para realizar aspiraciones tan modestas? eso vendría después. cuando se recibiese de médico tendría una clientela numerosa, que les daría para llevar una vida más holgada y con más exterioridad. tiene mucho talento, será un médico distinguido, decía para si, y le sobrarán las oportunidades para hacer fortuna. pero estas reflexiones, que entraban por primera vez en el mundo de sus sueños, como ¡pequeñas manchas que se iban agrandando cada vez más, habían concluido por llevar a su espíritu un poco de zozobra.
sintió como una dolorosa impresión de terror a el pensar en que pudiese morir la viejita antes de que ella estuviera unida a .
pero aquello no era posible; ella, tan fuerte, tan andariega, jamás se había quejado de enfermedad alguna; sus antepasados habían muerto todos octogenarios y era presumible que ella no haría excepción a la regla. sin embargo, se propuso, desde ese momento, dedicar se con más empeño a el cuidado de la señora; insensiblemente, sin contrariar la, sin dar se lo a sospechar, la obligaría a que cambiase de método de vida; aquello do ir a la primera misa en las mañanas de invierno frías y lluviosas, no le seria ya permitido.
¿cómo no había notado antes estos desarreglos, que podrían tener consecuencias tan funestas? ¡cuántas veces la viejita, ya de regreso de sus ejercicios religiosos, había penetrado en el dormitorio de para despertar la, poniendo sobre su frente la yema de sus dedos fríos y rígidos como palitos, en tanto que la ofrecía un vaso de leche espumosa y humeante! he sido una aturdida y una ingrata, se dijo para si , y de hoy en adelante he de esforzar me por cambiar los papeles; soy yo la que debo ir a el dormitorio de mamita, a sorprender la en el sueño, a despertar la cariñosamente, con un beso en la frente, y a ofrecer la el vaso de leche tibia y espumosa.
desde mañana, se dijo, pongo en práctica este deber, que he descuidado hasta ahora.
pobrecita!... de noche, cuando la lluvia de invierno azota los vidrios y el viento gime por entre las rendijas como un perro que ahulla y los truenos parece que nos tiran con furia un pedazo de cielo sobre el techo, ella se levanta, temblorosa, friolenta, para acercar se a mi cama a inspirar me coraje.
ade la recordó que durante esas noches, la viejita había pasado horas enteras a el lado de su cama rezando, teniendo en sus manos una palma bendita, en tanto que ella, asustada como un niño, se envolvía la cabeza con las sábanas y se tapaba los oídos para no oír el estrépito de la tormenta.
¡cuántos años hacía que la anciana continuaba prodigando a todos estos cuidados, todas estas atenciones delicadas, todas estas exageraciones de cariño! ¡ah! ella se había acostumbrado mal, había crecido engreída y mimosa, olvidando se de que ya no era una chiquita para permitir que velase su sueño en las noches de lluvia y de truenos y la despertaran por la mañana con un desayuno tan apetitoso.
¡y los prodigios que realizaba la viejita con su modesta pensión!
recordaba como una mañana, cuando había ido a la sala como de ¡costumbre, se había encontrado entre las dos ventanas con un piano nuevo, de formato moderno, brillando la madera imitación de ébano y con unas voces que casi la habían enloquecido de placer. la noche antes, todavía había chapaleado con sus dedos sobre las teclas desdentadas y amarillentas de su viejo piano de mesa, rebelde y cansado como un animal derrengado por el trabajo.
tan habituada estaba a estas sorpresas que había concluido por considerar las la cosa más natural de el mundo. después de el piano, los vestidos de corte elegante, para que pudiese lucir los en los días de fiesta y para que no desmereciese a el lado de las señoritas de mejor posición; las alhajas, elegidas con un gusto refinado, y que, a pesar de su poco va lor, podían completar la toilette de la niña más exigente. ¡ah! y en el día de su cumpleaños, todos los ahorros que guardaba la viejita, los convertía siempre en algún objeto que recibía en medio de transportes infantiles de satisfacción y alegría.
el día de año nuevo era siempre de grandes acontecimientos: con el tacto especial y la manera tan delicada como procedía la anciana señora, tenía dinero de sobra para obsequiar la a su vez. a cierta hora de el día, esperaban las dos, sus respectivos regalos: ade la, envolvía el obsequio en papel de seda, atado con cintas blancas; se encaminaba a el cuartito de la tía, con aire serio, afectando ser simplemente mensajera de los felices augurios; se acercaba a la anciana, sosteniendo con mano un tanto trémula por la emoción el envoltorio, y decía a la viejita: ésto le mandan a ; no sé quién será, porque no trae tarjeta; pero, en fin, es un regalito de año nuevo, y, en medio de una explosión de alegría y de caricias reciprocas, desenvolvían ambas el paquete, y la sorpresa, las ponderaciones, el agradecimiento tierno de la anciana conmovían a .
— ¿le agrada mamita?... ¿es de su gusto?
— ¡ !... ¡qué buen gusto!
— un devocionario con letras grandes,
con viñetas de santos, cromos de colores brillantes!... ¡muy lindo! ¡muy lindo!
— bueno, di le a la persona que lo manda que quedo muy agradecida a una atención tan delicada y que... toma, toma , toma, aquí tienes tu regalo de año nuevo, concluía la viejita sin poder contener ya su satisfacción. ¿te agrada?... ¿es de tu gusto?
— ¡un anillo con chispitas de brillantes!... ¡ah! y con rubíes... una monada, mamita... una verdadera joya.
volvían a abrazar se y a prodigar se besos cariñosos y por la tarde salían de pasco; elegantísima, con su traje nuevo, y la viejita como siempre: su vestido negro, sencillo, perfumado con benjui, las dos con su aire distinguido y la placidez de personas a quienes sonríe la felicidad.
todo esto lo recordaba ahora como si fuera nuevo para ella y, a medida que su imaginación iba anudando estos recuerdos en su memoria, la conducta de la anciana, iba adquiriendo formas tan bellas y rasgos tan acentuados, que ya no podía resistir el deseo de correr a donde estaba la viejita para decir le cuán inmenso era su cariño, su gratitud y pedir le perdón por haber olvidado por tanto tiempo el cumplimiento de esto que ella conceptuaba ahora como un deber sagrado.
pero si esa viejita es una santa, exclamó de pronto, una verdadera santa!
recordó con ese motivo, las limosnas fre-cuentes que le había visto entregar a muchos desvalidos que llamaban a su puerta... entre ellos, a una mujer infeliz, harapienta, joven aun y madre de tres hijos, uno de ellos loquito, que hablaba dando aullidos y haciendo gesticulaciones, que se rompía las ropas y se mordía los dedos con rabia, cuando no se le permitía destrozar los trapos de sus vestidos.
¡ah! si yo perdiese a mi viejita, exclamaba con acento desesperado.
y se complacía en torturar su espíritu entregada a estas cavilaciones sombrías; pero, en los momentos de mayor desconsuelo y cuando ya le parecía encontrar se frente a frente a la realidad, desamparada y pobre, venía la reacción con explosiones de alegría, con seguridades consoladoras... ¡qué tonta soy! se decía de pronto; todo esto por una frase de , lanzada así, sin intención.
convino entonces, en que era demasiado suceptible, en que no debía dar abrigo en sus sentimientos a una duda tan mortificante, en que todo aquello era exceso de susceptibilidad y en que, si las niñas de enfrente eran tan ricas, como había dicho , ella también lo sería alguna vez y entonces, ¡oh! entonces, la viejita viviría en la casa como una milita mimada; ella la cuidaría como se proponía hacer lo desde ya, con todas aquellas atenciones más delicadas, rodeando la de comodidades y de el confort tan necesario a sus años; hasta carruaje propio tendría su pobre mamita para ir a misa en las mañanas de invierno y para ir a a gozar en las horas de sol de los días de otoño.
— ¡oh, qué felicidad, qué felicidad! exclamaba ; cuánto gozaré en prodigar le todas estas cosas y cómo vivirá contenta, cómo se encontrará bien.
iré a buscar yo misma a todos sus pobres de el barrio para que ella pueda socorrer los...
¡ah, la madre de el loquito, no estará ya expuesta a morir se de hambre y de frío!
¡rica! ¡rica! exclamaba , batiendo las palmas como un niño.
en ese instante oyó un ruido, algo como un mueble que se cae y la voz de la anciana que llamaba con palabras entrecortadas... iba ella a salir precipitadamente de la habitación para acudir en su auxilio, cuando se encontró de frente con la viejita, que le decía alarmada: ade la, hija mía, fija te en mis ojos... no sé que tengo... casi no veo... ¿que será mío?... ¿qué será?
¡seis días sin tener noticias de !
y la esperanza de ver le llegar de un momento a otro mantenía en el espíritu de una excitación continua. a el principio eran las cavilaciones, las conjeturas, las suposiciones que más pudieran justificar la ausencia, pero después, no se satisfacía con las razones que ella misma procuraba encontrar para calmar la ansiedad y la zozobra que la habían invadido.
cambiaba el giro de sus pensamientos a cada instante y de pronto, se decía a si misma llena de confianza: pero si soy una tonta creyendo algo malo; no viene porque tiene que estudiar, que escribir la tesis, que preparar el examen. sin embargo, estas reflexiones duraban un minuto, pasaban por su cerebro como una ráfaga y entonces, casi con las lágrimas en los ojos, corría a la sala, a mirar por las rendijas de la persiana, en tanto que el corazón le anunciaba algo que se resistía a creer y a aceptar como una consecuencia de el abandono en que la había dejado. no, no puede ser, exclamaba; no es capaz de una mala acción... ¡él!... no... pero si la última vez que vino estaba sonriente, alegre, cariñoso; si me tendió la mano como siempre... no, no puede ser. ¡ah! algo le ha sucedido y sin dar se otras explicaciones, escribía con mano trémula una carta llena de quejas, de reconvenciones, de súplicas, y, para que fuese más tierna, le hablaba de la enfermedad de la viejita, de que debía examinar le los ojos, de la planta que estaba llena de jazmines; y en cada renglón, un pedido, una promesa, una pregunta. las cartas tenían el mismo éxito... nada... ni una linea, ni un recuerdo. no estaba en su casa, no se tenían noticias suyas.
cien veces en el día llamaba a la sirvienta, una mulatilla despejada y traviesa que había criado la viejita, para preguntar le:
— ¿a quién entregaste la carta?
— a una señora, niña.
— ¿dónde estaba la señora?
— la señora salió de la sala cuando yo llamé con las manos en el zaguán.
— ¿y qué te dijo la señora?
— yo no le entendí bien, niña, porque la señora es extranjera.
— pero, torpe, no me has dicho hace un momento, que te contestó que el no iba a la casa hace muchos días.
— sí, niña.
— ¿y entonces?
— ah, pero la señora no sabia donde estaba el niño .
— ¿y las otras cartas?
— ah, las otras cartas me dijo que las había guardado.
— ¿pero quién las había guardado?
— yo no me acuerdo, niña.
— ve te, eres una inservible.
así concluían siempre las escenas, sin que se apercibiera de que, dado el estado de excitación en que se encontraba y el tono en que hacía las preguntas, la mulatilla acababa por confundir se, asustar se y mentir de una manera inconsciente.
— esto no puede durar, exclamaba ; yo necesito saber algo, tener algún indicio de el motivo que ocasiona estas ausencias... es una crueldad de su parte, una verdadera crueldad... ¿qué le habré hecho yo?... estará resentido conmigo; tal vez involuntariamente le habré contrariado... ¡ah! de todas maneras, castigar me así, no, no puede ser.
y a el decir esto, una explosión de llanto inundaba de sus mejillas pálidas y un tanto demacradas.
— le pediré perdón, exclamaba enjugando se las últimas lágrimas... se habrá ofendido... ¿de que?... pero si nada le he dicho que pudiese herir le... ¿tal vez mamita?... ¿alguna imprudencia?... no, tampoco, si ella, pobrecita, es tan fina y tan discreta; si lo trata con tan cariñosa deferencia... ¿estará enfermo?... ¿de guardia en el hospital?
sucedían se una a otra las preguntas, las conjeturas, las sospechas; luego una tregua pasajera, un momento de calma aparente y después el mismo desaliento, la misma inquietud, los mismos reproches, desvanecidos en un minuto, para dar lugar a otros, vinculados con la visita de .
ade la procuraba evocar y reconstruir en su memoria los detalles de esa entrevista, pidiendo auxilio a su imaginación para poner mejor de relieve la actitud, las palabras, los gestos y hasta las miradas de . recordaba muy bien los pormenores más insignificantes y en ninguno de ellos, encontraba ese algo que buscaba en vano para justificar una conducta tan inexplicable.
se acercaba entonces a la anciana para someter a su juicio severo y recto el problema que ella misma no alcanzaba a resolver, pero la viejita, que también se encontraba alarmada y que sabia disimular con aparente calma el estado de su ánimo, no atinaba sino a contestar con palabras cariñosas, que no ejercían sobre el espíritu de sino un efecto pasajero. era lo de siempre: no te aflijas, niña; no te preocupes; ya verás cómo se aparece en cualquier momento más amoroso que nunca por la ausencia; ahorra te esas lágrimas y ese disgusto que acabará por enfermar te; no veo yo un motivo fundado para tanta zozobra; seria una conducta inexplicable, un retiro en esa forma, y luego ¿por qué?... ¿le has dado tú algún motivo para ello?
— ¡no, mamita; no, qué motivos voy a dar le! exclamó , prorrumpiendo en sollozos.
— calma te, niña, calma te; es un caballero cumplido y no querrá observar una conducta tan indigna con una niña como tú.
ade la levantaba la cabeza, miraba a su tía con los ojos velados aun por las lágrimas y sin poder contestar se retiraba para ocultar de nuevo los sollozos.
¡pobrecita! exclamaba la anciana; mucho me temo que ese con todo su aire de caballero y con su porte de personaje, concluya por engañar la.
y la anciana pensaba tristemente en los años de su juventud, en la fe que había depositado ella también en la palabra de sus galanteadores, en los desengaños que había sufrido y en las lágrimas que había derramado. ade la era la reproducción de su propia vida; venia a humedecer con sus lágrimas las pocas cenizas que había dejado el tiempo, renovando dolores que ella creía extinguidos. estaba en el final de su existencia, pobre, achacosa, y sin fuerzas ya para apuntalar ese árbol de juventud que había crecido a su lado lleno de savia y de vida, no podía prestar le su apoyo; pronto se moriría y se quedaría sola en el mundo, pobre también, con sus ilusiones muertas, y sin que ella pudiese legar le su experiencia, que había recorrido etapa por etapa, como en un calvario interminable.
ade la no podía comprender nada de cuanto había sufrido y ella no quería decir se lo, por no aumentar el dolor de esa criatura, que lo creía todo, que lo veía todo de color azul y que a el primer desengaño quería ya morir se.
¡oh! resistirá como yo, decía la viejita; esos dolores no matan; se complacen, como animales dañinos, en destruir una por una las ilusiones, como si nos arrancasen el nervio más sensible; pero, a el fin, nos resignamos. esto es a el principio, decía para si la viejita; yo también creí que iba a morir me, también creí que mis lágrimas no se agotarían nunca y que no habría mayor dolor!... ¡ah! qué lejos estaba de la realidad... han brillado después muchos días serenos y tranquilos, he encontrado la paz y el consuelo para curar esas heridas y hoy, mío, bendigo tu divina providencia por haber confortado con tus dones a esta pobre criatura, que espera por momentos la hora de la partida.
así se expresaba la anciana conmovida en lo más intimo por el dolor de y, sin querer lo, casi inconscientemente, mezclaba, a su compasión por la niña, ese egoísmo de la vejez, que encuentra pequeños todos los dolores y llevaderos todos los sufrimientos.
ade la, por su parte, se encerraba en la salita, espiando con ansiedad el momento en que oyera las pisadas de por la acera para salir corriendo a recibir le.
¡cuántas veces se había engañado! ¡cuántas se había levantado rápidamente de el sofá, diciendo casi a gritos: ¡es él!... ¡ahí viene!... el ruido de las pisadas se extinguía y nuevamente se dejaba caer con desaliento en el sitio que ocupaba.
varias veces había contemplado la planta de jazmines; le parecía que ellos también participaban de su zozobra. algunos, estaban tumbados en sus tallos, cual si sensibles a el dolor, quisieran ocultar se entre las hojas de verde sombrío para no aumentar su desesperación.
en toda la casa empezaba a notar se el abandono de ; parecía que el día antes hubiesen sacado de ella algún muerto, tal era el desorden en los muebles, en las ropas y en los mismos objetos que le había regalado. es que los había acariciado, besado, derramado lágrimas sobre cada uno de ellos, como esperando un consuelo para mitigar su dolorosa situación.
hizo promesas a la virgen, imponiendo se peregrinaciones y penitencias, pero pasaban las horas y los días y no recibía de el cielo auxilio alguno. hubo momentos en que su desesperación no tuvo limite, y entonces, era la anciana la que acudía a conformar la con sus palabras impregnadas de acentos cariñosos. sí, si, contestaba a las insinuaciones de la viejita; me resignaré, pero sus ojos se inundaban de lágrimas.
sus amigas habían acudido a visitar la con más frecuencia; las que habían mirado con un poquito de envidia la felicidad de , eran las más asiduas, las que, demostrando le mayor interés, gozaban sin embargo con su desdicha.
ade la comprendía perfectamente la malignidad que envolvían las frases con que fingían interesar se por ella; entonces reaccionando a impulsos de su altivez y de su amor propio, fingía ella también estar alegre, mostrando se indiferente a las insinuaciones que le dirigían. no era cierto que la hubiese abandonado; alguna amiga envidiosa había propagado la noticia para dañar la.
¡pero si anoche ha estado aquí hasta las doce! exclamaba , afectando sorprender se de que creyeran que habían roto sus relaciones.
estas y otras manifestaciones, dejaban perplejas a las visitas de mala fe, a las que iban a indagar, a estudiar los estragos que se notaban ya en su semblante y también a consolar se un tanto de no haber tenido jamás un novio ni aun para hacer un poco de ruido con el rompimiento.
pero, no era posible ocultar lo. en el círculo de las relaciones de no se hablaba do otra cosa, con esta particularidad: empezaba a tomar ya en la imaginación de muchas los perfiles de un héroe, de un seductor irresistible. las menos escrupulosas se miraban, sonreían con malicia y concluían por decir se a el oído cosas tan afrentosas para que, de haber las sospechado, habría caído muerta de vergüenza.
en medio de esta crisis de dolor, socaba de pronto sus lágrimas; alizaba con ambas manos sus cabellos, aplicando los contra las sienes; miraba se el espejo, para observar los estragos que había hecho en su fisonomía el insomnio y el llanto, y resuelta, tranquila, casi sonriente, cual si una nueva actitud respondiese a un pensamiento íntimo, a una convicción basada sobre el hecho mismo, se sentaba delante de el bastidor sobre el cual había estirado prolijamente el raso color oro viejo para bordar en él las iniciales de entrelazadas con un manojo de flores. era el obsequio que le destinaba para el día de su recepción: una hermosa papelera dorada, en cuyo frontis se veía un óvalo cubierto por un vidrio, debajo de el cual debía figurar la labor de .
inclinó su frente sobre la tela, levantó el papel de seda que la cubría y contempló por un instante el dibujo. las iniciales estaban terminadas; sólo faltaban las flores para completar el trabajo, pues apenas había concluido una hoja de un verde brillante, aterciopelado, naciendo de un tallo trabajado con hilo de oro. sacó de un canastillo las hebras de seda multicolor, separó las que debía emplear y con mano segura empezó a hacer correr las agujas, produciendo
un ruidito suave a el atravesar de parte a parte la superficie de la tela resistente. pero su imaginación no se subyugaba a aquella tarea y desde el primer momento, comprendió que no podría continuar; se le ofuscaba la vista, confundía los colores y por intervalos no tenia ante sus ojos más que una chapa bruñida, tersa, de la cual se borraban lentamente las letras, apareciendo después más grandes, de relieve, como desprendidas de las finísimas ataduras con que estaban amarradas.
mi cabeza so extravia, exclamó, comprimiendo se la frente con ambas manos... se levantó y se fue una vez más a implorar el auxilio de su virgen protectora.
ningún corazón elevó jamás una plegaria tan sentida; no era la oración rutinera, aprendida de memoria y repetida con inconsciencia; era el grito de una alma dolorida que presentía el derrumbe de su felicidad y que se encontraba impotente para evitar lo.
habían trascurrido los días cada vez más tristes y abrumadores para .
ya no lloraba; su alma desolada flotaba aun entre la esperanza y los recuerdos, en medio de una calma que aumentaba la zozobra de la anciana. resignar se así no es posible, se decía ésta; yo sé lo que son estos dolores, yo sé lo que son las noches en las que huye el sueño, para traer nos en cambio todas las imágenes de los días felices, como un tormento más en medio de la desgracia. ade la debe sufrir horriblemente y no quiere demostrar lo; ese dolor mudo, reconcentrado, que se aumenta en el corazón como un veneno de efecto lento, acabará por enfermería. ayer hasta la he visto sonreír y se ha entretenido en conversar conmigo de cosas alegres. ¡ah! conozco yo también esa faz de el sufrimiento; en vano queremos engañar nos a nosotros mismos; el mal está dentro como un gusano que ha hecho de el corazón su crisálida; su obra continúa en silencio; poco a poco taladra, horada y, cuando creemos que todo ha concluido, que nuestra resignación es suficiente, que nuestro dolor se ha extinguido, y recogemos los despojos de nuestras alegrías pasadas, de nuestras horas de felicidad, para formar con ellos una existencia tranquila, sentimos que todavía existe alguna fibra que no ha muerto, un punto doloroso que no podemos comprimir sin provocar una nueva crisis que exalta nuestros sentimientos y renueva nuestros dolores. la curación es lenta y penosa. muchas, ¡pobre-citas! no resisten a el tratamiento que les impone el tiempo, nunca más lento que para el dolor, y en medio do esa crisis, en el primer choque, con el primer desengaño, cuando ven desvanecer se ese mundo ideal que habían elaborado día a día con colores tan lindos, con puntos tan brillantes, se creen perdidas, se abandonan, desfallecen y una noche interminable de ensueños horribles trastorna su cerebro. ¡ah! yo lo recuerdo muy bien, agregaba la viejita con acento amargo. ¡ ! es dura la ley, es cruel el rigor con que nos tratan, pero no es de ellos toda la culpa; debemos quejar nos de nosotras mismas, de nuestra sensibilidad, de nuestro apasionamiento casi enfermizo. somos como los niños que ven el caballo de cartón reluciente, nuevo, en su actitud briosa y airada. a el principio, la novedad, el deseo de poseer lo, las caricias, las reyertas y el egoísmo para defender lo de las manos de otros niños; por último, un buen día, nace la curiosidad y el deseo de ver lo por dentro, hastiados de encontrar los siempre igual, siempre en su misma actitud, y el caballo de cartón abierto enseña su pasta interior rugosa, fea, sucia, mientras el niño llora y se desespera porque su caballito, tan lindo, tan brioso, que parecía vivo, es un conjunto informe de pedazos que se arrojan a un rincón.
¡ah! si nosotros pudiéramos ver lo por dentro antes de seducir nos con la esbeltez y las gracias exteriores!... cuando llega el desengaño, ya no hay remedio... muchas quieren conservar los pedazos unidos, disimular las quebraduras... es inútil... a el rincón, a el rincón con ello, exclamaba la viejita exaltando se... hay que buscar otro para no tener esas curiosidades peligrosas y no recoger en cambio los pedazos de cartón negruzcos y rugosos. feliz de aquella que no siente esta curiosidad, agregó la viejita, concluyendo su monólogo pesimista.
ade la penetraba en ese instante, trayendo en sus manos un periódico cuyas columnas recorría distraída y casi sin leer las.
la viejita le dirigió una mirada escudriñando la, procurando distinguir en las facciones y en el gesto de las huellas de nuevas lágrimas, pero su visión, ya muy debilitada, no le permitía darse cuenta de estas cosas; veía el semblante de la niña como a el través de una niebla; le parecía que estaba muy pálida y que sus ojos se hubiesen agrandado... ¡ah! mi enfermedad progresa, pensó para sí.... ¡oh! la vejez nos transforma por fuera como la pasta de el caballito de cartón, agregó con una sonrisa amarga, mientras se restregaba la manos, afectando su alegría habitual.
ade la se había instalado en un sillón de esterilla, enfrente de la anciana, aparentando leer las noticias de el día, pero en realidad siguiendo el giro de su imaginación, que la trasportaba a el mundo de sus recuerdos y de sus dichas pasadas.
ambas guardaban silencio. la anciana no se atrevía a interrumpir la, esperando que ella misma diese el tema para conversar y, entre tanto, hacia esfuerzos para distinguir su semblante cada vez que , por una interrupción cualquiera, diese vuelta la cabeza hacia la ventana que daba a el patio. en uno de esos movimientos quedaron sus facciones iluminadas por completo.
¡ah! también hoy ha llorado mucho, se dijo con sentimiento.... ¡cuánto sufrirá esta pobre criatura!
ade la había inclinado de nuevo su frente sobre el diario; la anciana estaba inmóvil, con los labios entreabiertos, las manos entrelazadas y el cuerpo inclinado hacia adelante, en actitud de preparar se a escuchar la lectura y repitiendo mentalmente la frase con que sintetizaba el estado de ¡pobre criatura!... ¡pobre criatura!...
habían cambiado apenas algunas palabras cuando de pronto se levantó como herida en el corazón, y de pie, rígida, estrujando con los dedos crispados el diario que estaba leyendo, lanzó un grito ronco a el principio, como si su laringe se hubiese perforado; un gemido prolongado después, y luego cayó como fulminada a los pies de la anciana.
¡ade la!... ¡ade la!... ¡niña!... ¡se muere!... ¡pobre de mi! exclamó la viejita en el colmo de la desesperación y de el terror, mientras hacía esfuerzos inauditos para levantar la. ¡ade la!... ¡ade la!... dios mío!... dijo y juntando las manos en ademán de súplica se sintió desfallecer.
¡ah! no puedo más... es mucho sufrir, agregó, e inclinando su cuerpo sobre el de la niña, procuró levantar su cabeza, rodeando la con sus manos temblorosas; sostúvola así un instante, mientras cubría su frente de besos y de lágrimas, en tanto que la llamaba con voz conmovida, prodigando le las frases más tiernas.
ade la no daba señales de vida; apenas se oía el ruido suave de su respiración, la viejita redoblaba sus llamados afectuosos y no se atrevía a abandonar la, temerosa de que pudiese hacer algún movimiento peligro o; felizmente, había acudido la mulatilla sirvienta, que estaba de pie, inmóvil, como alelada por la impresión que le causara aquel cuadro; apercibió se la anciana de su presencia y en el instante exclamó: ¡ah! eres tú... ayuda me., ayuda me...
— sí, señora... si, niña... decía la mulatilla, pero no atinaba a mover se de su sitio.
— ven aquí... ven... trae una almohada... agua de colonia... pero ligero... ade la...
¡ah! pobre ... se muere... dios mío!...
la viejita comprimía contra su seno la cabeza de ; cuando la negrilla hubo colocado la almohada, la deslizó suavemente sobre el brazo izquierdo, apoyando la palma extendida de la diestra sobre la sien izquierda de su querida niña; sin poder evitar las pequeñas sacudidas y temerosa de que sufriese un choque violento, inclinó aun más el cuerpo, casi hasta apoyar su propia cara contra la de la niña; sostúvola así un instante, como si presintiera que a el abandonar la fuese a exhalar el último suspiro, pero sus fuerzas se habían agotado y tuvo que dejar la.
ade la había caído de espaldas, rígida como una muerta, con los brazos extendidos a lo largo de el cuerpo, cerrando fuertemente los puños. la viejita permanecía arrodillada a su lado, procurando hacer le aspirar el vinagre do que había impregnado su pañuelo, en tanto que llegara el médico, en busca de el cual había enviado con apresuramiento a la negrilla.
en una de esas aplicaciones hizo una inspiración profunda, acompañada de una sacudida brusca, que hizo estremecer todo su cuerpo; la viejita lanzó un grito de júbilo y empezó a llamar la de nuevo por su nombre, besando la en la frente repetidas veces. una segunda inspiración, más violenta que la primera, acompañada esta vez de gemidos y sollozos, conmovió aun más a la pobre anciana! ade la!... ade la!... ¡ah! si ese malvado la viera en el estado en que se encuentra tal vez sintiera un poco de remordimiento! exclamó la viejita, y observando que respiraba con dificultad, produciendo en cada inspiración un estertor ronco, pensó con desesperación en que podía asfixiar se. inclinó se entonces sobre el cuerpo de la niña y con movimientos rápidos, tanto cuanto lo permitía el temblor de sus manos, empezó a desabrochar le el vestido. palpando aquí, desgarrando allá, haciendo saltar un botón, rompiendo con agitación creciente y de un tirón brusco las ataduras más resistentes, dejó libre por fin el pecho, tan oprimido por las ropas.
en el apresuramiento había desgarrado en distintos puntos la batista de la camisa, sin preocupar se de la desnudez de la niña puesta más de manifiesto por un movimiento brusco de ésta. a el ver la así, arrancó se la anciana una gasa negra con que habitualmente se cubría el cuello y veló con ella el seno blanquísimo de , sin sospechar que hacía resaltar más la belleza de esos senos, que parecían dormidos bajo la finísima tela que los cubría.
el médico declaró aquello un ataque nervioso sin importancia: histerismo, anemia, la enfermedad de las niñas débiles y suscep-tibies. , señora, mucho ejercicio, tónicos, paseos a el campo y buena alimentación. escribió después unos cuantos garabatos en un papel y se retiró muy satisfecho de su diagnóstico y de el tratamiento que había proscripto. a el despedir se de la anciana volvió a insistir con tono sentencioso sobre las indicaciones que había aconsejado y cuando estuvo en la calle, entre fastidiado y convencido, se dijo para sí:
— ¡bah! la misma historia de siempre: leen novelas de la mañana a la noche y luego languidecen porque nadie se las roba o porque no llega el ideal que se han forjado en forma de galán irresistible. así se educa hoy a las mujeres. apostaría a que ésta, exclamó, aludiendo a , es una literata. y duchas en vez de poesía y de romanticismo!
y muy satisfecho de sus aforismos y de la manera prosaica con que clasificaba las afecciones nerviosas, siguió su camino perfectamente penetrado de que su tratamiento era el más eficaz para curar todas las dolencias de el cuerpo y de el alma tratando se de mujeres histéricas.
una crisis de llanto disipó el ataque que había postrado a . la viejecita, que no la había abandonado un instante, estaba sentada a el lado de su cama, comprimiendo una de sus manos, mientras decía entre dientes.
— ¡malvado!... ¡malvado!... así se muera esta pobrecita!...
varias noches pasó sin poder conciliar el sueño, dormitaba apenas algunos minutos, para despertar en seguida sobresaltada y trémula. por su cerebro debilitado por la aflicción y el cansancio, cruzaban imágenes pavorosas. la figura de se le presentaba trasformada en un monstruo de ojos de fuego; sonriendo con una risa sardónica y de burla, se había apoderado de , a la cual comprimía con sus brazos robustos. la tenía aprisionada, sin que ella pudiera desasir se; en vano luchaba, daba gritos, imploraba auxilio, con los ojos arrasados de lágrimas; el monstruo no se conmovía; seguía abrazado de su cuerpo, como la yedra que se enrosca a el tronco; besaba la repetidas veces en la frente, en las mejillas, en los labios, dejando en cada beso una mancha rojiza, como si de ellos brotara sangre; ella se estorzaba siempre más por desprender se de sus brazos, que comprimían su cintura como garras; el monstruo reía con satisfacción, con muecas de sátiro voluptuoso, dilatando las ventanas do la nariz, como para exhalar un vaho de lujuria, y sus besos, sus caricias, eran cada vez más impetuosas e irritantes. por fin, perdió el conocimiento; su cuerpo se dobló como un arco; cayó su cabellera a la espalda como un penacho desgreñado: su frente pálida y tersa estaba salpicada con las manchas rojizas donde el sátiro había impreso sus labios; pálida, desencajada, moribunda, exhalaba de sus labios una espuma sanguinolenta, y su garganta, su bella garganta de niña, tenía el color azulado de la carne machucada; sus ropas desgarradas habían dejado su seno a el descubierto, ese seno que la anciana había velado con la gasa negra, estaba ahora allí a merced de todas las profanaciones con que saciaba sus apetitos infames. seguía lo estrujando rabioso, con su mano garfia, dejando en él la impresión de sus dedos y de las uñas con las que había abierto grietas sangrientas en su piel suave y blanquísima. en una de ellas, aplicó sus labios como un vampiro; la viejita vio horrorizada cómo el seno de la niña se hinchaba, se ponía turgente, rubicundo, violáceo, y la vio a ella misma levantar su cuerpo, oyó sus ayes, sus lamentos, sus gritos de dolor, de desesperación, de voluptuosidad, y vio sus brazos que se levantaban rápidos, nerviosos, que se extendían buscando el cuello do y que ella también lo abrazaba, lo comprimía, lo estrujaba y clavaba con rabia sus manos en sus cabellos, asiendo se de ellos basta arrancar los. ¡te quiero! ¡te quiero! le gritaba con voz ronca; ¡mata me, arranca me el corazón, pero no me abandones! el monstruo reía con satisfacción diabólica y la arrastraba en una carrera vertiginosa... de pronto percibió el abismo en que iban a caer; la viejita los vio precipitar se y dio un grito:
— ¡ade la! exclamó con todas su fuerzas y se levantó de la silla, agarrando se la cabeza con sus manos crispadas, sintiendo que el corazón golpeaba contra el pecho con palpitaciones violentas, temblorosa, con los ojos extraviados, erizado el cabello y con gruesas gotas de sudor que bañaban su frente.
ade la había despertado, abriendo su grandes ojos, que resaltaban con más brillo por la palidez intensa de su semblante. hizo girar lentamente su cabeza hacia el lado donde estaba la anciana, trémula aun por la impresión penosa que acababa de experimentar, y le dirigió una mirada impregnada de dulce languidez, en tanto que apartaba de su frente las hebras de cabello que se habían escurrido durante el sueño.
— ¿qué tienes mamita?... ¿qué te ha pasado?
— nada, hija mía... nada... un sueño horrible... figura te... que soñaba contigo... ¡ah!... no... mañana te contaré... era una pesadilla... ¡ah!... malvado... malvado!...
la convalescencia de fue larga y penosa. había sufrido una conmoción intensa y sus fuerzas debilitadas se resentían cada vez más de la postración moral en que se hallaba sumergida. una nueva lucha empezaba ahora para su espíritu; debía imponer se de golpe el convencimiento de una realidad amarga y dolorosa: la había abandonado, y con él, todo ese mundo de ilusiones y de esperanzas que se había forjado en los días risueños, cuando, alegre y feliz, saltaba a el cuello de su anciana tía, en medio do los trasportes infantiles con que entreveía una nueva existencia, impregnada de toda la dicha a que creía ingenuamente tener derecho.
el golpe había sido rudo; no estaba ella preparada para soportar lo. después de tantas promesas y efusiones tiernas, había despertado como si una mano torpe la arrastrara de los cabellos.
se resistía a creer que el corazón humano fuera capaz de cubrir se de galas tan seductoras para despojar se de ellas sin esfuerzo y exhibir se de improviso en su desnudez pequeña y egoísta. ella había vinculado tanto sus afectos a las promesas de ; vivía confiada en su palabra como un niño; tenían sus miradas el brillo de una pasión intensa; había en sus acentos un eco de verdad tan sincera; le había repetido tantas veces que ella era su felicidad, su porvenir, su existencia dividida en dos; le había hablado con tanto apasionamiento aquella mañana en que ella le sorprendió recostado en el sillón, en-tregado a sus sueños de gloria y de fortuna; habiendo sido tan tiernos y tan puros los trasportes de su cariño; le había jurado entonces que nunca la abandonaría; se lo había dicho con el alma asomada a las pupilas... ¿cómo no creer le? ella le había dado todo lo que puede ofrecer una niña buena, apasionada, que entrega su cariño, su cariño inmenso, su fe, esa fe ciega de la mujer enamorada, que lo idealiza todo, que vive de las palabras, de las miradas, de el aliento de el hombre en que cifra su felicidad. le había repetido tantas veces que sin ella no comprendía la dicha, la alegría, el porvenir; que era su luz, su estímulo diario y constante para luchar en la existencia, para vencer las dificultades, para triunfar, pronunciando su nombre, para enardecer su entusiasmo cuando las contrariedades lo abatían!... ¡cuántas veces le había repetido estas cosas, contemplando la con los ojos humedecidos, comprimiendo sus manos con trasportes que ella creía sinceros!
¡cuántas veces ella misma, emocionada, indecisa, le había hablado de sus dudas, de sus temores, de sus lágrimas, que la felicidad misma arrancaba de sus ojos!
él, cada vez más apasionado, siempre más tierno y cariñoso, había protestado de esas dudas, de esas lágrimas y de esos temores.
se lo representaba ahora en todas la actitudes, en todos los momentos que había estado junto a ella, siempre enamorado, inteligente, alegre, comunicativo.
reconstruía en su memoria todos los recuerdos, desde el primer día que le había conocido: la mirada que le dirigió a el pasar, la expresión de su fisonomía, que no había podido olvidar desde ese instante, la curiosidad y el interés que le había despertado, hasta la última vez que estuvo en su casa, afectuoso como de costumbre y con su despedida habitual.
en la salita azul encontraba un mundo do impresiones dolorosas; en cada mueble existía algo que lo recordaba; le bastaba mirar los sillones para ver le sentado con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, los brazos entrelazados sobre el pecho, la cabeza inclinada hacia atrás, apoyada en el respaldo, como si estuviera dormitando.
oía el murmullo de sus palabras, dichas en voz baja, pero que su oído habituado percibía por completo; veía las sonrisas que se dibujaban en sus labios, la animación que daba a sus pupilas, el lenguaje mudo pero expresivo con que la hablaba su fisonomía; todo lo tenía presente, toda esa página de sus días felices se lo presentaba a cada instante, a pesar de los esfuerzos que ella hacia para olvidar las, para borrar las de su memoria.
¡ah! si viera cuánto sufro, cuánto daño me ha hecho, tal vez un remordimiento pun-zaría su corazón y le hiciera volver sobre sus pasos, exclamaba , mientras corrían las lágrimas por sus mejillas pálidas y enjutas.
recorría a pasos lentos toda la casa, desde la salita azul hasta la habitación de la anciana, en la que se reunían muchas noches de invierno, cuando la viejita se recogía temprano.
sentados frente a frente de la mesita que adornaba el centro, a la luz tenue de la lámpara, cubierta por una pantalla, en el ambiente tibio de esa pequeña habitación, le leía sus composiciones poéticas, sus ensayos literarios, en los cuales siempre había una alusión delicada para ella. muchas de esas estrofas, se habían grabado en su memoria y podía repetir las; sobre algunas, había hecho composiciones musicales para dar le una grata sorpresa. una de estas composiciones era dedicada exclusivamente a ella.
había compendiado en esos versos toda la ternura, todo el apasionamiento, toda la nobleza de una alma que es capaz de sentir las emociones más dulces y los sentimientos más delicados.
y de la habitación de la anciana a la salita azul, en una tarde de verano, apacible, impregnada de brisas olorosas que venían de el patio saturadas con el aroma de los jazmines; solos los dos, sentados en el sofá, alegres, comunicativos, riendo se como dos niños traviesos, buscando pretextos para enfadar se por un minuto y reconciliar se en un segundo, con una mirada, con una sonrisa, con una reminiscencia cualquiera. ¡ah! y las lecturas de ; aquellas páginas que habían recorrido también juntos, penetrando se de el sentimiento y de la dulzura encantadora que palpita en esos pasajes siempre frescos, siempre melancólicos y tiernos. sus lágrimas habían caído sobre el libro para unir se en una sola cuando la pasión de arranca de su alma desolada, gemidos de dolor sobre las reliquias de la que ya no existe. ¡cómo habían comprendido ] ellos ese idilio y con cuánto sentimiento habían acompañado ese dolor! ¡cuántas veces, ella misma, temerosa de su porvenir, le había dicho a : yo también tengo presentimientos y no sé por qué se me figura que los presentimientos tienen su explicación, su razón de ser y su fundamento en cada vibración extraña que agita nuestra alma.
— romántica, le contestaba , ¿quieres convertir te en heroína de novela?
ade la inclinaba los párpados y sentía que el rubor coloreaba sus mejillas. la abrumaba con sus risas y sus burlas, concluyendo por decir le, cual si recitara el final de un capitulo de romance: ade la, la joven modesta y buena, la que debía casar se con , desengañada de la vida, tomó el velo en las capuchinas; él, que era un perverso, se casó con una de las niñas feas, las que a pesar de ser sordas, sabían tocar muy bien el piano.
— y eran muy ricas, agregaba , comprendiendo que iba derecha a herir su amor propio.
ade la no podía alejar estos recuerdos; hubiera sido lo mismo que pedir le que viviera, después de haber le arrancado el corazón. ellos eran parte de su vida; se habían alimentado en su cerebro con las fantasías de su imaginación; habían crecido y se habían desarrollado dentro de su ser, nutriendo se de su alma, de sus nervios, de su savia; eran ella misma, tenían que seguir viviendo, y ahora, para torturar la, para caer diariamente, como la gota de agua, sobre la piedra con que pretendía sofocar los gritos que le hacía exhalar su carne desgarrada por el sufrimiento.
— ¡mentía! exclamó , casi desfallecida, y mentía a una criatura que creía en su palabra como en la palabra de ...
la anciana asistía en silencio a estas escenas, dando se perfecta cuenta de el estado de ánimo de la niña, pero ella, con su tacto especial esquivaba cualquier ocasión que pudiese despertar una reminiscencia de el pasado.
limitaba se a hacer menos triste la situación de fingiendo una calma que estaba lejos de sentir, comprendiendo muy bien ese dolor y hallando se impotente para mitigar lo. el tiempo, decía con amargura, podrá cicatrizar esa herida, abierta en la plenitud de la existencia. ¡ah! yo no asistiré a la curación de esa alma, porque mis fuerzas languidecen día a día, pero sabrá hacer se fuerte en la adversidad y llegará, sino a ser feliz, por lo menos, a encontrar soportable la vida en el cumplimiento de el deber. luchará; yo también lo he hecho y he llegado, después de muchas fatigas y de muchos desengaños, a el final de la jornada; yo también estaba sola, y sin embargo, he triunfado; el pasado está tan lejos de mi, que me parece haber vivido en otro mundo y bajo otra existencia.
quedaba se un instante pensativa y luego, moviendo su cabeza, cubierta de mechones blancos, decía con tristeza: ese es un ser innoble; es de los que creen que engañar a una mujer no es una acción mala!
la viejita había guardado cuidadosamente el diario que leía el día que le sobrevino el ataque pensando, con sobrado fundamento; que sus páginas encerrarían el misterio de una conmoción tan violenta.
no estaba equivocada. en la primera columna de noticias aparecía el nombre de con su titulo de doctor en medicina, rodeado de elogios por la tesis que había presentado y por el brillo con que había defendido la última prueba. agregaba el diario, que había instalado un consultorio, en el que atendería especialmente las enfermedades de señoras y, como punto final, el anuncio de que pronto iba a contraer matrimonio con una señorita de lo más distinguido de nuestra sociedad.
la viejita se había impuesto con dificultad y con zozobra de la noticia que venia a revelar le toda la verdad de lo ocurrido.
cuando hubo terminado la lectura, dejó caer el diario, que tenía extendido sobre las faldas; se sacó los anteojos, que estaban humedecidos por las lágrimas, y, haciendo una contracción con la comisura derecha de sus labios, exclamó: está bien, se casa, es ya médico; la niña que había halagado su amor propio y apasionado su alma de estudiante, no satisface sus aspiraciones de médico; ¡ah! pero no es justo que se despida así de nosotras que lo hemos querido tanto, que lo hemos amado como a un hijo, como a un hermano, que hemos alentado su carrera con nuestras palabras, que salían de lo más íntimo de nuestro corazón. el estudiante encontraba holgado y distinguido este hogar humilde, el médico necesita buscar el ruido, el oropel, la atmósfera perfumada y los halagos de la sociedad; el estudiante nos tendía la mano con efusión y con cariño, el médico nos da la espalda.
¡ingrato!... yo iré a despedir me de ti por mí y por !... quiero hacer te quedar bien, agregó con una sonrisa irónica. un hombre educado, un médico, un caballero que va a figurar entre lo principal de nuestra sociedad, que va a casar se con una niña de lo más distinguido, debe conocer muy bien todas las reglas que impone la buena sociedad, la moral... ¡oh! la moral no figura para nada en estos casos, en tanto que pueda ocultar se con la apariencia de una conducta irreprochable.
la anciana se expresaba así, herida en lo más íntimo. formó desde ese instante, la firme resolución de visitar a , sin mucha esperanza de obtener que se conmoviera por , pues era demasiado altiva para humillar se y se sentía demasiado noble para colocar se en una situación tan inferior.
no es el caso de suplicar, pensó para si, pues, si se hubiera dejado invadir por ese egoísmo que hiela aun las pasiones más ardientes, seria para él la misma, y dentro de sus aspiraciones cabria perfectamente su hogar feliz, engrandecido por el trabajo, por los esfuerzos de dos almas que luchan unidas. ¡ah, , ! — exclamó la viejita levantando su brazo y pronunciando estas palabras con tono casi profético — te emplazo para entonces... tú no eres capaz de sentir el dolor y el remordimiento, pero tal vez la felicidad te niegue en cambio sus halagos...
cumplió la anciana la promesa que se había hecho.
una mañana de invierno, nublada, triste, con un ciclo cubierto de nubes espesas, arrastradas por el viento como grandes montones de lana sucia, resolvió la viejita dirigir se a la casa de . mucho había reflexionado antes de decidir se, pero, a el fin, su resolución estaba tomada, y, aunque no abrigaba esperanza alguna de éxito, no quería permitir tampoco que fuese abandonada así, sin miramientos, y que la maledicencia se enzañara con ella, desde que sus únicas armas de defensa eran la resignación y el sufrimiento.
tempranito, fingiendo una promesa hecha a la virgen, argumentando con respuestas sutiles a las protestas de porque abandonaba la cama a esa hora, en una mañana tan fría, salió la anciana en dirección a la iglesia.
mientras caminaba con paso rápido, arrimada a la pared de los edificios, cubierta la cabeza y parte de la cara con un chal negro, iba repitiendo mentalmente todo cuanto había pensado decir a . llevaba perfectamente trazado su plan de ataque y de defensa y cataba dispuesta a no salir de la casa sin una satisfacción plena y amplia por la conducta que habia observado.
¡cómo se sorprenderá de ver me a esta hora! ¡ah! es que estos hombres sólo tornen a los que saben esgrimir armas y en un buen momento, les toman de la solapa para decir les: caballerito, su comportamiento no es el de un hombre de bien. entonces, vienen las escusas, los arreglos, las reparaciones y toda la serio de embrollas que emplean para salir de el paso; pero, cuando se trata de una niña como , la acción no es mala, porque no temen encontrar una mano fuerte que les pida cuenta de su proceder. es una injusticia, una injusticia, pensaba la anciana, acelerando aun más el paso para huir de la lluvia menuda que habla empezado a caer.
ya a la casa de , sintió que las fuerzas la abandonaban un tanto; el cansancio, la emoción, el temor, ese cúmulo de impresiones que la contrariaban desde hacía tanto tiempo, habían debilitado su energía a punto de que hubo un instante, en que pensó volver se y renunciar a su empresa.
no me falta valor, se dijo, pero las fuerzas no me ayudan; a el fin, ¿qué puede hacer una pobre mujer anciana enfrente de un hombre que tiene su partido hecho y que sabrá encontrar una contestación para cada una de las insinuaciones y de las protestas que yo le dirija?.... , no debo retroceder... y a el decir esto, la imagen de , extenuada por el desengaño y por las lágrimas, se presentaba ante sus ojos como implorando un auxilio que sólo ella podía prestar le.
llegó a el fin a la puerta de la casa de , a ambos lados de la cual se ostentaban las chapas de bronce bruñido que la anciana contempló con desdeñosa tristeza. miró el número, ya que le era difícil descifrar el nombre inscripto en las placas metálicas, y, viendo que correspondía, comprimió con mano trémula el timbre eléctrico.
en el zaguán, tuvo que apoyar se para no caer. su respiración se había acelerado de una manera angustiosa; palpitaba le el corazón, como si quisiera decir le huyamos de aquí; temblaba como un pájaro asustado, y en ese momento, hubiera deseado que no estuviese en. su casa para salir precipitadamente, ir a la iglesia más próxima, refugiar se en el rincón más sombrío y llorar, llorar con desahogo, como no lo había podido hacer después de tantos años.
pero no era posible; había acudido el sirviente y, sin dirigir le la palabra, la había invitado a pasar adelante, en la convicción de que era una dienta que requería los consejos de el médico.
dejó se caer en la primera silla; pidió a el sirviente, con acento entrecortado por la emoción que aun la dominaba, un vaso de agua, y esperó resuelta y resignada la llegada de .
si en ese momento hubiese entrado, ella no habría podido articular una palabra; se le pegaba la lengua a el paladar, dando chasquidos; sentía las fauces secas y doloridas, como si tuviera fiebre; temblaban le los labios con contracciones convulsivas y, cuanto mayores eran los esfuerzos que hacia para dominar se, más aumentaba el estado de agitación que la había invadido.
voy a inspirar le lástima, pensó con desesperación, y ante esta idea toda su altivez se ofendía, todo su orgullo de mujer virtuosa y buena, levantó en su espíritu arranques de valor. no, no triunfará, exclamó en voz alta, sin poder se contener.
más tranquila ya, empezó a dirigir sus miradas de curiosidad y sorpresa por todos los ámbitos de la sala destinada a la espera de la consulta.
el lujo que la rodeaba era un nuevo enigma para la anciana; luego no era pobre, como tantas veces lo había dicho, y en esto también mentía... pero este hombre está familiarizado con el embuste, como una mujerzuela, pensó la anciana, y, aumentando su curiosidad, se levantó para ver de cerca las cosas que la rodeaban.
un rico juego de muebles adornaba el espacioso recinto: sillas de marroquí estampado sujeto a la madera por grandes clavos con cabezas doradas en forma de pequeños conos; sillones de respaldo alto, cómodos, confortables, bien dispuestos, simétricos; una mesa de estilo antiguo en el centro sobre la cual descansaba una urna de cristal que cubría un cráneo colocado sobre un sustentáculo de bronce, un cráneo blanquísimo, con los huesos separados de su engranaje y sujetos por hilos metálicos apenas perceptibles, — una verdadera pieza anatómica artísticamente preparada; — parecía un cráneo que hubiese estado a punto de estallar y que una resistencia invisible lo hubiese contenido.
contempló la anciana un largo rato, con los anteojos pegados a el fanal de vidrio, aquellos huesos casi en el aire, suspendidos unos de otros como por atracción, le hacían parecer muy horrible la fría realidad de la muerte.
las paredes estaban adornadas con cuadros, cuyo mérito no pudo apreciar; sólo distinguía las aristas doradas y los relieves de los marcos; lo demás era para ella manchas confusas de diversos colores. luego, una serie de pequeños muebles do lujo, de fantasía, y nada que recordara a , pensó con tristeza; ¡ade la, que tantos regalos lo había hecho para adornar su estudio cuando se recibiera!
tardaba en presentar se; ¿la había espiado tal vez por alguna rendija? ¿estaría oculto detrás de la pesada cortina que cubría la puerta que daba acceso a la pieza de consultorio? ¿se negaría a recibir la y la haría despedir por el portero? conjeturaba de esta manera la anciana, cuando de pronto oyó el ruido de la puerta, que se abría con estrépito que la hizo estremecer, y a el mismo tiempo, una explosión de risa bulliciosa y grosera, que llegó a su oído como una afrenta.
sintió una impresión penosa, una especie de escalofrío que recorrió todo su cuerpo; iba ya a levantar se, y esta vez con la resolución súbita de abandonar la casa, cuando vio aparecer una mujer, vestida con lujo, que separaba las cortinas para salir.
no podía distinguir la bien, porque había arrollado la cortina a la mitad de el cuerpo, cubierto por un abrigo de terciopelo, adornado con pieles color ceniza.
daba le la espalda y, mientras agitaba con la izquierda un largo guante amarillo, enjuto como un andrajo, separaba con la derecha los pliegues de la cortina, inclinando se a el interior de la habitación para continuar en secreto la conversación íntima que sostenía. dio vuelta de pronto, como desprendiendo se de alguien que la sujetara por dentro y, levantando el brazo izquierdo, hizo un movimiento rápido a el interior, produciendo un chasquido característico con el guante, que chocaba como un latigazo contra el cuerpo de una persona; cerró se bruscamente la puerta y en vano forcejeó con el pestillo un instante y dio varios golpecitos con el puño enguantado; la puerta no se abrió y entonces pudo ver la anciana a la persona que tenía por delante.
una joven alta, esbelta, con grandes ojos negros rasgados, dé cutis pálido, labios gruesos con comisuras arqueadas en una mueca maliciosa; cubría su cabeza un sombrero de anchas alas, adornado con plumas de el color de las pieles, debajo de el cual, se destacaba sombreado y con más realce, el óvalo de su linda cara. había en su porte, el movimiento audaz de una mujer que provoca, que incita, que ostenta el seno levantado y opulento como una tentación.
avanzó en esta actitud, haciendo sonar sus pisadas y chocando los muslos contra el vestido demasiado estrecho. a el llegar casi enfrente de el sitio en que se hallaba la anciana, arqueó su cuerpo hacia atrás y, girando rápidamente el brazo derecho hacía la cintura, recogió en un grueso pliegue la tela de su vestido, arrollando la a su cuerpo para dibujar mejor sus caderas formadas por las correctas curvas de la elipse.
miró a la anciana con ojos de sorpresa y, como si su presencia le inspirara una ocurrencia feliz, volvió se de nuevo hacia la puerta, la abrió rápidamente, introduciendo la cabeza por entre los pliegues de la cortina, mientras oyó la viejita que decía:
, doctor...
luego un palabreo confuso y por último una nueva explosión de risa. apartó se después vivamente de la puerta, esta vez como si de adentro le hubiesen dirigido una amenaza, y recogiendo de nuevo los pliegues de su vestido avanzó con los párpados inclinados y una expresión hipócrita marcada en su fisonomía. a el pasar a el lado de la anciana, le dirigió una mirada, en la que iba envuelto un relampagueo de mofa, y desapareció cerrando tras de si la puerta con violencia y dejando el ambiente de la sala saturado con el perfume penetrante de las esencias do que estaban impregnadas sus ropas.
— ¡desgraciada! exclamó la viejita, eres muy digna de él:
poco después, apareció el sirviente, hizo le una inclinación de cabeza y separando la cortina con una mano, mientras abría la puerta con la otra, le dijo, con tono ceremonioso: puede pasar, señora.
a el levantar se la anciana casi cayó de rodillas; presa nuevamente de una emoción súbita, se sintió desfallecer, pero esta vez, pudo reaccionar bruscamente; ya estaba allí, enfrente de , y esta sola impresión la absorbió por completo.
— ¡ aquí! exclamó éste a el ver la y, frunciendo el ceño, se puso intensamente pálido.
— lo extraña tanto, replicó vivamente la anciana y, sin que él le indicara un asiento, se dejó caer en el extremo de un sofá que estaba a la derecha.
hubo un momento de silencio; , profundamente contrariado por la presencia de la anciana, no podido ocultar la emoción; no estaba preparado para sorpresa tal, a esa hora y en condiciones tan desventajosas; parecía un delincuente delante de el juez y, aunque la anciana no podía sacar partido de todos los detalles de esta escena, pues la escasez de vista no se lo permitía, pudo dar se perfecta cuenta, por la actitud de abatimiento y por el tono de sus palabras, de que en el primer asalto había dado en el blanco.
— ¿y bien, señora? exclamó de pronto , cruzando se de brazos delante de la anciana, en actitud provocativa.
— es el que me lo pregunta, replicó esta; perfectamente, voy a satisfacer su deseo; escuche me , ... perdón, he querido decir doctor...
hizo una mueca de desdén y conservando la misma actitud esperó impasible el ataque.
— ¿qué le hemos hecho a para que nos trate de la manera como ha procedido?
no supo qué contestar; en el primer momento, tuvo la intención de tomar a la viejita de un brazo y enseñar le la puerta de salida, pero un sentimiento de compasión, un poco de remordimiento y la cobardía, que siempre deprime la conciencia de los culpables, le detuvo.
— nunca las he tratado a . mal; por lo menos, creo haber procedido en casa de muy correctamente.
— ¿muy correctamente, ? ¿no tiene nada que reprochar se? exclamó la viejita, mirando lo fijamente.
guardó silencio un instante, como si hiciese una consulta intima, y luego contestó:
— nada, absolutamente nada, señora.
— tal vez no sienta las impresiones que debiera experimentar; en fin, esto es cuestión de sensibilidad más o menos delicada...
se mordió los labios y dirigió a la viejita una mirada do ira... esta vieja ha venido a mi casa a insultar me, pensó para sus adentros; como no se me concluya la paciencia, iremos bien.
— vea, ; yo no me he impuesto el inmenso sacrificio de venir a esta casa para decir le a que sufro horriblemente y que no se han agotado todavía sus lágrimas; yo no he venido a suplicar le que tenga compasión de esa niña, que en su candorosa ingenuidad había hecho do un padre, un hermano, un ; yo no he venido, exclamó de pronto con exaltación, para decir le que su existencia dependía tal vez de ; todo oso lo sabe y ha podido comprender lo. si nada sentía por ella, no debió fomentar una pasión en la cual cifraba ella toda su felicidad; pero, si no he venido para recordar le sus deberes..,
— ¡señora! exclamó interrumpiendo la, mis deberes no me los enseñará !
— está bien; tiene razón; es un caballero y debe conocer los; pero, como médico, debe conocer también el corazón humano y saber que una niña como no puede ser engañada impunemente; que su educación, su sensibilidad, su moral, no le permiten conformar se con una conducta como la que ha observado sin resentir se profundamente. ¿cómo clasifica a el hombre que sin razón, sin fundamento, falta a su palabra?
— de esta manera, exclamó , levantando se y abriendo de par en par la puerta; retire se , señora; puede aplicar sus lecciones de moral a quien más las necesite.
la viejita se levantó, pálida y trémula:
— voy a retirar me, pero antes debo decir a que, si alguna vez le concedí la mano de , es porque ignoraba lo que podría ser; ahora he venido para decir le que se casa y que queda perfectamente desvinculado de el compromiso que había contraído con ella; se casa... y espero podrá ser feliz.
— ¿se casa? exclamó con azoramiento.
la viejita sonrió y, mirando lo fijamente, exclamó:
— ¿cree que no tiene el derecho de hacer lo?
experimentó en ese momento una impresión extraña. el egoísmo dominaba todavía sus sentimientos; sentía una complacencia brutal, pensando que lo amara aun, que sufriera por él y que tal vez estos mismos sufrimientos comprometieran su existencia; pero, cuando vio que podría olvidar lo, casando se, y que tal voz fuera muy feliz, se consideró humillado y encontró que sus sentimientos, dominados por el cálculo y por la vanidad de una posición social encumbrada, le habían traicionado. recorrió rápidamente el pasado, no encontrando en él la más ligera sombra; sus amores de estudiante estaban vinculados a la época más feliz de su existencia; era una niña pura, candorosa, ingenua, que le había amado con frenesí; él la había correspondido y su corazón, embriagado ahora con amores más ruidosos, la había olvidado.
su pasión por no se había extinguido, según él mismo llegó a comprender lo, pero andaba de por medio el peor consejero: el egoísmo, que interponía una valla entre sus sentimientos, tan tiernos y vehementes en otra época, y sus aspiraciones de ahora, que lo habían conducido por otros rumbos, seduciendo lo esa tendencia malsana que lo impulsaba a conquistar una posición social con un golpe de estado, como él decía.
ya era tarde para retroceder.
estaba encerrado en un circulo de hierro. ade la se casaba, feliz, olvidada de él, despechada tal vez por su abandono, pero, en fin, ya no se moriría apasionada y llorosa como una heroína de romance. era humano su proceder, lo encontraba justificado, y, sin embargo, el hecho de pensar que pronto pertenecería a otro le inspiraba un sentimiento extraño, como si tuviera celos de el que no podía ser su rival.
él se había comprometido con una niña de familia distinguida, rica, inteligente, que le dominaba como a un niño. ¿estaba enamorado ahora? no lo sabia ni se había preocupado de averiguar lo. casando se sabría a qué atener se. se abandonaba un poco a el acaso y llenaba de esta manera el programa de sus cálculos. ¡ah! pero volvía a ocupar el sitio de que en vano había pretendido desalojar la y hasta comprendió, en la fugacidad de un minuto, que la voluntad no domina a el corazón cuando la pasión lo gobierna.
hasta entonces había procurado olvidar la en el aturdimiento de su nueva vida, pero la viejita que tenía por delante como un remordimiento, como una protesta, altiva como la dama más encumbrada, desdeñosa casi hasta el desprecio, valiente y enérgica en medio de su debilidad, renovaba en su espíritu todo un pasado que creía extinguido.
ade la, en la salita azul, rodeaba de las mil chucherías con que la había obsequiado, sonriente, confiada, con su aire modesto y distinguido, avanzaba hasta él, — en una de aquellas tardes de verano en que el aire tibio, que penetraba de el patio, le acariciaba como un aliento perfumado, — ofreciendo le su ramillete de jazmines como el símbolo predilecto de sus amores, tan puro, tan fragante, tan fresco como la inocencia de la niña.
esta visión pasó en un abrir y cerrar de ojos por su imaginación; le pareció entonces más linda, más seductora, más angelical, más digna de ser adorada, mientras él, en medio de su vanidad y de su ambición, sintió la soledad, el vacío, y arrepentido, irritado consigo mismo, estuvo a punto de arrojar se sobre la anciana, besar sus manos, implorar le perdón y decir le: ¡vamos, vamos corriendo a casa de ; la quiero, soy el mismo de antes, no la olvidaré jamás, ella me perdonará! ¡ah! pero era tarde, había contraído otros deberes, ya no se pertenecía. ese mismo lujo que ostentaba no era suyo... ¡había vendido su felicidad, su porvenir y la felicidad de una pobre criatura, de la cual era ahora indigno!
la viejita observaba la actitud de ; habían se quedado en pie, silenciosos: él, con la vista fija en el suelo, mustio, contrariado; ella, sorprendida de su silencio y de su actitud.
— ¡se casa ! exclamó , después de tan larga pausa.
— sí, , y sólo espera para hacer lo una palabra de , dijo tímidamente la anciana, vislumbrando una esperanza.
— una palabra mía, una palabra mía, añadió éste con voz alterada.
— sí, una palabra de , para romper el compromiso que había contraído con ella.
— ¡ah! el compromiso que yo había contraído con ella, repitió como inconscientemente: es cierto, yo le había pedido a que me hiciera el honor de conceder me su mano.
— ¡ ! exclamó la viejita, sorprendida de la entonación sinceramente respetuosa con que había pronunciado estas palabras y sintiendo que su corazón latía con golpes precipitados. ¡dios mío! ¡dios mío! — pensó la anciana — has iluminado el corazón de este hombre; ¡oh! si pudiese llevar le a esta noticia!... y sin lograr contener se se acercó a y le tomó con ambas manos una de las suyas, a tiempo que le decía:
— ¡ah, ! sea generoso, todavía está enamorado de , salve la, no deje morir a esa pobre criatura, que tanto, tanto le quiere!
estaba profundamente contrariado. cruzaban por su cerebro las ideas como si a el nacer quisieran dejar huellas dolorosas de su paso. jamás había experimentado una contrariedad tan intima ni sus cálculos habían sufrido nunca una derrota más desastrosa para sus sentimientos. ¡ah! él tenía la culpa, solo él; después de custodiar su tesoro como el avaro, lo había perdido sin esperanza de recuperar lo. egoísta, egoísta, se dijo, sintiendo dentro de su pecho una tempestad qué lo abrumaba. miró enternecido a la anciana y le pareció más noble en su actitud digna y humilde. esa pobre viejita, achacosa, débil, a la cual acababa de despedir de su casa como a una pordiosera, le había querido como una segunda madre; a él le había bastado un minuto para olvidar esa afección desinteresada y recompensar la con un ultraje.
comprimía todavía la anciana su mano, repitiendo le casi llorosa la súplica que le hiciera por pero él, no atinaba a contestar, movía simplemente la cabeza y cerraba los ojos, como para ahuyentar la visión de sus recuerdos, que se presentaba tenaz ante sus miradas.
— no puedo, no es posible, dijo por último, con acento inseguro; ha venido tarde; pero crea me, señora, ha venido a despertar en mis sentimientos lo que yo creía, extinguido, a poner dudas sobre mis propios afectos y a enseñar me el camino que he debido seguir. ¡ah! la más pura, la más buena de las criaturas, dejará en mi un eterno remordimiento... ¡ah! si . supiera cuánto me ha hecho sufrir en un minuto! leyese en el fondo de mi alma, podría ver cuanto la he querido y cuanto la quiero aun, pero ella debe despreciar me y tiene razón para hacer lo; yo mismo, señora, me siento indigno de ella. ¡ah! no me guarde . rencor por mi conducta, yo también sufro y mucho, volvió a repetir .
— no, , no, replicó la anciana; no abrigamos esos sentimientos hacia .; hablo por mi y por ; eso sería innoble. nada quiero para mí, no soy yo la que habla en estos momentos, es , , a quien he querido salvar. ade la, a quien pronto dejaré sola en el mundo, sin más amparo que
dios, a , que se muere, ! y la anciana rompió a llorar con sollozos que en vano procuraba sofocar comprimiendo se la boca con el pañuelo.
— luego su casamiento... preguntó con ansiedad.
— no, no se casa, exclamó la viejita; yo se lo he dicho a . despechada; contrariada por su actitud, porque yo había llegado hasta aborrecer a ., ... perdone me ¡hijo mío!... ¡hijo mío!... exclamó la viejita sollozando con más fuerza... perdone me, dijo y se arrojó a el cuello de como una criatura desesperada que busca un refugio ante el peligro... perdone me, repetía la anciana y sus lágrimas humedecían el pecho de , el que, sin poder se contener él mismo, comprimió las sienes de la anciana con sus manos temblorosas e imprimió en su frente fría, un beso cariñoso, cual hubiese podido hacer lo con su propia madre.
la anciana no pudo contener una exclamación de júbilo.
— ¡ ! ¡ ! repetía fuera de si, ¿puedo creer en lo que . me manifiesta así, de una manera tan elocuente, tan afectuosa? ¡ah! perdone me; yo he venido a su casa bajo otras impresiones; yo lo creía a . malo; no, me he engañado; . es un noble corazón... ade la, , estás salvada, hija mía!... permita me que vaya corriendo a comunicar le esta noticia que le devolverá la salud, la alegría. ¡ah, ! yo, como una segunda madre de ., le bendigo con toda mi alma.
no contestaba; con los brazos cruzados sobre el pecho, la vista fija en el suelo y una sonrisa amarga en los labios, escuchaba todos aquellos acentos de júbilo, esas explosiones de cariño, de alegría, de gratitud, pareciendo le una crueldad destruir las; sufría en silencio las consecuencias de su extravio y no atinaba a salir de la situación en que sus propias declaraciones le habían colocado y contra la cual no se sentía con suficiente valor para protetar después de las manifestaciones de la anciana.
esta, seguía en su entusiasmo pintando le su nueva situación, la reconciliación con ... ! seria menester preparar la, advertir la; recibiría una impresión demasiado violenta... ¡oh, mi pobrecita!... si no sé como empezaré por decir le que . la quiere siempre, que . no la engañaba, que todo fue una niñería, que . volverá a ver la...
— eso no es posible, señora, murmuró , interrumpiendo la.
— ¡no es posible! exclamó la anciana, abriendo los ojos como azorada. ¡no es posible! volvió a repetir, cual si todo aquello fuese una ilusión de sus sentidos.
— no, señora; calme se . y escuche me... . me ha hecho sufrir un tormento atroz...
— ¡yo! ¡yo! perdone me , le juro...
— no señora, tenga calma, le hablo con la más profunda sinceridad y deseo que . se penetre de mi desesperación y que crea en ella, como ha creído en mi arrepentimiento y en mi declaración hacia ; crea me, señora, ahora soy yo quien se lo jura a .; mi voluntad no me pertenece, no puedo volver a el lado de , porque estoy en vísperas de casar me, dijo como con esfuerzo y casi abochornado de hacer esa declaración.
— ¿usted?
— sí, estoy en vísperas de contraer matrimonio y son tantos y tales los vínculos que he contraído, que no puedo romper los... tendría que huir, que esconder me, que...
— ¡dios mío! exclamó la anciana; ¿y los vínculos que había contraído . con ?
— señora, no me haga . nuevos reproches; no me torture más; sea generosa, dijo, tomando entre las suyas una de las manos frías y descarnadas de la viejita... en fin, agregó en un arranque de desesperación: deje me pensar lo, quiero meditar, estar solo... solo con mis pensamientos íntimos, que sacuden mi cerebro como si fuesen a desgarrar lo... luego, mañana cualquier día, le avisaré a mi resolución y, entre tanto, que lo ignore todo, que no sepa que ha venido, que me ha visto; se lo pido como un favor, como un ruego que parte de lo más intimo de mi alma.
la anciana se retiró contrariada; las últimas declaraciones de envolvían; sin embargo, una esperanza alentadora y una duda: ¿triunfaría la vanidad?
cuando quedó solo, sentó se delante de su escritorio, apoyando el codo sobre el borde de el mueble, y comprimiendo su frente con la mano extendida.
largo rato permaneció en esa actitud, cuando se levantó, sacó de el bolsillo una cartera de cuero de , con sus iniciales de oro primorosamente cinceladas; extrajo de ella un pequeño retrato y, acercando se a la ventana para iluminar lo mejor, lo estuvo contemplando fijamente. después de un instante, lo arrojó bruscamente sobre el escritorio y empezó a pasear se por la habitación con los brazos a la espalda.
— ade la era la ilusión, la felicidad y el porvenir, dijo deteniendo se. ¿y tú? agregó, dirigiendo una nueva mirada a el retrato que había arrojado sobre el escritorio.
después de aquella entrevista con , en la que la anciana vislumbrara una esperanza para , había pasado los días en la mayor zozobra. a cada instante creía ver la figura de cruzar el patio con esa despreocupación y ese aire de engreimiento que le era peculiar. ella preparaba entonces su mejor sonrisa y restregaba la palma de la mano por su falda de merino para alargar se la más suave y más caliente; — las manos de los viejos tienen algo de la frialdad de los muertos, decía la viejita; — pero el enamorado no apareció... ni una carta, ni un anuncio, ni un indicio cualquiera que confirmase sus promesas.
no es posible, pensó a el principio, que me haya engañado; su desesperación era sincera, su arrepentimiento venia de lo intimo... no, no me ha engañado, pero ¡ay! le falta carácter para resolver sin vacilar este problema difícil que decidirá de su porvenir.
transcurrió así el tiempo y la anciana vio alejar se hasta perder se el anhelado acontecimiento; ya no volverá, se dijo, y, desde entonces, cuando la evidencia de que aquel rompimiento era ya inevitable llevó a su espíritu la convicción de que , nada tenía que esperar, tuvo el presentimiento de su próximo fin, amargado por la idea de el abandono en que quedaría su pobre niña. lloró como una alma desolada que ve por todas partes el abismo y que, después de tantos años de luchas y contrariedades, deja tras de si otra existencia, como una proyección de su propia vida, entregando le, por única herencia, sus dolores, sus lágrimas, su experiencia durísima y la soledad de su hogar, en el cual consumiría su savia y sus mejores días, como una flor marchitada a el nacer, por el desengaño y el egoísmo.
abatida, sin aliento ya para reaccionar, sintió como nunca el peso abrumador de la vejez. su única aspiración, por la que había vivido y luchado sin tregua, acababa de desvanecer se y con ella toda la energía de que hiciera gala en otros tiempos.
en algunos momentos, cuando la desesperación le arrebataba hasta las horas de descanso, sentía una impresión tal de aniquilamiento y de desgano de la vida, que la misma muerte se le presentaba como un bien supremo para concluir con su existencia atribulada.
dormir se para siempre, decía, no sufrir ya más esta serie interminable de pequeños tormentos, extinguir se en el eterno sueño, es también una felicidad, una compensación miserable, pero a el fin una compensación, la única a que puede aspirar una criatura infeliz, que ha recorrido con fe el sendero de la vida, esperando encontrar, después de la arena árida, la yerba húmeda y fragante donde reposar de la fatigosa jornada.
una visión siniestra se presentaba ante sus ojos: se veía ella misma, amortajada, dentro de un féretro de poco precio, vestida de negro, con un pañuelo blanco, doblado como una venda, pasado por debajo de la barba y asegurado con un nudo en la parte media de el cráneo, con los ojos cerrados, la boca entreabierta, paralizada en el último aliento, pintada en sus facciones la placidez de el reposo eterno. los brazos cruzados sobre el pecho, sus manos huesosas, color de cera, con los dedos entrelazados, comprimiendo su pequeño crucifijo; rígida, atrofiada, como si su estatura hubiese disminuido, expuesta en el centro de la salita azul, sobre un modesto catafalco, cubierto de paño negro orillado con un galón de oro medio deshilacliado. los hachones, como centinelas con penachos de fuego, proyectando sobre ella sombras tenues y rayos amarillentos, desprendidos de una llama que oscila apenas. por todas partes el silencio, la quietud, interrumpida de cuando en cuando por el cuchicheo de las amigas, de las curiosas, de las que van en punta de pie a contemplar las facciones do la muerta; por alguien que llora en un rincón, sofocando sus sollozos; por el murmullo de un rezo y por el ruido de un terrón de cera que se desprende de los hachones, como una lágrima grotesca, congelada y endurecida a el caer! ¡ah! y , que entra de golpe, llevando se por delante los muebles, abriendo se paso por entre los concurrentes que tratan de sujetar la; que llora, grita, implora, forcejea por desasir se; pálida, desgreñada, con las ropas desprendidas, los ojos hinchados por las lágrimas, la llama con desesperación, mientras reclamando la a la vida con acentos tan conmovedores con explosiones tan intensas de cariño y de dolor, que le hacían comprender cuánta seria la desolación de esa pobre niña el día que ella sucumbiera.
no, mío, ese eterno bienestar es una ingratitud y es la imaginación la que me transporta a él; deseo vivir, aunque tenga que multiplicar mis sufrimientos, vivir, para ella, para ella sola, para mi pobre ...
¡ah! ¿para qué querría yo esta existencia si no fuese para amparar a esta criatura desgraciada?
pero las fuerzas no le ayudaban ya, iba extenuando se día a día y, por más que se esforzara en conjurar por todos los medios a su alcance el peligro que rodeaba la existencia de la anciana, harto comprendía que su tarea era estéril. asistía día día a el derrumbe de esa existencia, que se extinguía lentamente, sin quejar se, sin demostrar su sufrimiento.
cuando le preguntaba cariñosamente si se sentía mal, la viejita sonreía, contestaba negativamente y dirigía a su vez la misma pregunta a .
esta se esforzaba por aparecer mejor de lo que se encontraba y, aunque las huellas de sus sufrimientos no podía suprimir las con el esfuerzo de su voluntad, ponía el mayor empeño en ocultar a la anciana las lágrimas que había derramado. alarmada ya por la postración que la había obligado a guardar cama casi diariamente, quiso intentar el último recurso. tomó el hilo de su vida pasada, haciendo en la casa todo el ruido posible, fingiendo preocupar se de su persona, de sus trajes, de sus muebles; se sentó a el piano como en. otros tiempos y los acordes de las piezas predilectas de la viejita llegaban hasta su oído, entorpecido por la debilidad; largas horas pasaba a su lado, procurando hacer recaer la conversación sobre temas alegres, riendo se de sus travesuras de niña, recordando el estrépito que promovía con las persianas, la irritación que había experimentado la viejita el día que le dio bromas sobre los bibelots, llegando, en su entusiasmo por reanimar el espíritu y las fuerzas de la anciana, basto decir le que era un embustero, un pretencioso, que se había figurado que una niña como ella le serviría para pasar el tiempo en sus horas de ocio, que ya lo había olvidado por completo y, más que eso, que se consideraba muy feliz en no haber se vinculado para siempre a un hombre de esas condiciones morales. todo esto lo repetía
ade la maquinalmente, pero sin poder ocultar la emoción que experimentaba, sin poder remediar el temblor de su voz y la palidez que cubría su semblante.
en más de una ocasión, después que había procurado engañar a la anciana, desviando la de sus pensamientos tristes, se levantaba como herida en el corazón, corría a la salita y, arrojando se sobre el sofá, ocultaba su rostro para sofocar los gritos de desesperación y los sollozos que ahogaban su garganta.
se engaña a si misma y procura engañar me, decía la anciana, moviendo la cabeza con desaliento. ¡ah! yo sé muy bien que todo esto es fingido; ¡pobre ! teme también ella que mis días estén contados.
una mañana, cuando fue a el dormitorio de la anciana, para ofrecer le el desayuno que tomaba habitualmente, la encontró muerta.
no se había quejado, no había pedido auxilio durante la noche. ade la se había despedido de ella como de costumbre, sin sospechar el funesto desenlace; no le había manifestado la viejita que se sintiera mala; por el contrario, le había hablado de sus proyectos para cuando se mejorase y de el deseo que tenía de mudar de casa y de barrio. aquella vivienda, testigo tantos años de sus días felices, parecía reclamar le ahora esas alegrías, que habían huido para no volver. ade la le había agradecido con demostraciones efusivas aquella resolución, pues estaba conforme con sus deseos y con la necesidad cada vez más imperiosa de olvidar, de borrar de su memoria y de su imaginación todas aquellas imágenes que surgían de la materialidad de las cosas que la rodeaban y que tanto influían en sus sentimientos y en sus recuerdos.
nos iremos lejos, — le había dicho la viejita con acento cariñoso, — lejos de el bullicio de la ciudad; buscaremos una casita con jardín, bañada por el sol, y allí, con la quietud y el silencio, nos olvidaremos de todo. ¡ah! tú no sabes, agregó, cuánto bien hacen a el espíritu el aire puro, el sol tibio, el perfume de las plantas y ese alejamiento de la gente... ¡es tan mala esta gente!...
quedó se pensativa, recostada hacia la ori-lla de la cama, apoyando el codo sobre la almohada y sosteniendo con su mano blanca y temblorosa el borde de su mandíbula descamada. parecía que un mundo de recuerdos tristes hubiesen acudido a su memoria; suspiró profundamente y, tendiendo una mano a , le dijo casi con tono de súplica: acuesta te, mañana hablaremos de nuestros proyectos y pronto los realizaremos.
el tono de las últimas palabras habla conmovido a , experimentó en ese momento un deseo vehemente de abrazar a la viejita. y de cubrir la de besos cariñosos; ¡ah! es que no había podido aun desahogar todo su dolor; sentía dentro de el pecho algo como un círculo de hierro que comprimiera su corazón y sus pulmones; necesitaba llorar, pero llorar con desesperación, sobre el pecho do una persona amiga, diciendo le todos sus sufrimientos para en-contrar un consuelo, un alivio que la anciana no podía proporcionar le.
cuando se convenció de que la anciana estaba muerta, su dolor no tuvo limites; se arrojó sobre el lecho con los brazos abiertos; la tomó después como a un niño a quien se levanta de la cuna; la comprimió contra el seno, inundando de lágrimas y cubriendo de besos su rostro frío. llamaba la con acentos desgarradores, repitiendo a cada instante: ¡ah! ahora puedo decir te cuánto he sufrido, ahora puedo arrojar fuera de mi corazón este mar de lágrimas que he ido acumulando día a día por temor de entristecer te, ahora puedo decir te que vive todavía en mi alma como el primer día, que su sombra me persigue a todas partes, que en todas partes me sonríe, me habla, me llama, me tiende su mano... ¡ah mamita!... ¡cuánto, cuánto he sufrido por ocultar te mi dolor! ¡cuánto sufriré ahora que tu ya no existes, que no te veré más, que no oiré tu palabra, que caía sobre mi corazón como un bálsamo, que ya no tendré tus consejos y el aliento de tu fuerza de voluntad para olvidar, para resignar me, para no morir me, y nuevos besos y nuevos abrazos, en tanto que un torrente de lágrimas corría de sus ojos. ¡ah! pero tú sabías que no lo había olvidado, tu comprendías que yo hacia esfuerzos para engañar te, alma noble y generosa; jamás uno queja salió do tus labios, nunca un reproche vino a contrariar me.
ade la cayó de rodillas, sollozando y teniendo entre sus manos la de la viejita, — una mano con los dedos flexionados, como si a el despedir se de la vida hubiese creído encontrar la suya para comprimir la - hasta que la acercó a sus labios para besar la como una reliquia.
cuando se levantó, estuvo largo rato contemplando el cadáver. las facciones de la anciana no se habían alterado; por el contrario, había le dado la muerte una expresión de calma y de dulzura que la hacia parecer más bien una persona dormida. de su bella frente se habían borrado las arrugas, haciendo más pura la curva suave que terminaba en los arcos prominentes de las órbitas. estaban los párpados caídos y humedecidos en sus bordes, como si la última lágrima hubiese sido detenida por la muerte; sus mejillas enjutas, relucientes, con ese brillo semejante a el de el marfil, no tenían ya los pliegues que en cada contracción levantaban la comisura de sus labios y daban tanta animación y una expresión tan vivaz a sü fisonomía inteligente.
ade la estuvo contemplando la con una mirada de piedad infinita; lloraba ahora en silencio y cada uno de estos detalles se iba grabando en su cerebro, como para favorecer mejor la evocación de su imagen cuando ya descansara en el sepulcro.
inclinó se después para besar la una vez más en la frente, arregló su cabello canoso, alisando lo contra las sienes, cruzó sobre el pecho sus brazos ya rígidos, y entre sus manos, entrelazadas con esfuerzo, colocó un pequeño crucifijo.
— ¡adiós! pobre mamita ¡adiós! exclamó después, comprendiendo todo el peso de su inmensa desgracia, y con una congoja indecible agregó:
— ¡sola!... ¡sola!...
y cruzando la habitación con los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto, se dirigió con paso incierto a el pequeño jardín de el patio, para recoger todas las flores que se habían abierto durante la noche y adornar con ellas el lecho de la muerta.
ningún dolor comparable a el de después que murió la anciana. en el momento de sacar el modesto féretro de caoba, encima de el cual había colocado piadosamente una corona de violetas artificiales, sujeta a las manijas de ambos lados por una ancha cinta de raso negro, , que contemplaba la escena desde su habitación, a el través de uno de los vidrios que empañaba con su aliento, no pudo reprimir sus sollozos ni las exclamaciones de eterna despedida, traduciendo con frases desgarradoras las explosiones de su intenso duelo.
cuando lo vio aparecer por la puerta de la salita azul, balanceando se como una cuna, mientras las personas que lo conducían se achicaban, se retorcían, se ponían de lado para facilitar la salida por la estrecha puerta, le pareció que aquellos hombres, algunos de los cuales ella creía ya muertos, viejos, encorvados, vestidos de negro, caminando lentamente, con las piernas rígidas, unidas, le arrebataban a su viejita, se la llevaban con la despreocupación y la indiferencia con que se cambia de sitio a un mueble y, sin poder dominar se, con los ojos llorosos, el cabello en desorden, dejando enredado en el respaldo de un sillón su pañuelo de lana a cuadros blancos y negros que llevaba a la espalda, corrió precipitadamente, rechazando con violencia brazos y manos que salían de entre las sombras como apariciones, para sujetar la, para contener la. desasiendo se de unos, empujando a otros, sin oír razones, sin atender consuelos, desesperada, fuera de si, dando gritos que hacían retroceder a las personas que le salían a el paso, llegó así a la salita azul, mientras los últimos acompañantes, cabizbajos, alisando la copa de el sombrero, invitando se para ir en el mismo carruaje, le formaban una barrera, negra, movediza, dejando detrás de ellos, como un despojo, el catafalco levantado en el medio de la sala, cubierto por el paño de terciopelo negro, descolorido, raido, salpicado por la cera derretida como escrecencias de lepra, arrollado en el suelo en uno de los cantos, pisoteado, roto como un trapo viejo, y los hachones, medio consumidos, con crestas blancas, rugosas, pegadas a lo largo, apagados en eso momento y exhalando todavía espirales do humo acre por la paveza negra, torcida como un pico de ave de rapiña, carbonizada, con un punto brillante como una luciérnaga, que aparece y se esconde, que aumenta el relam-pagueo fosforecente de su luz, que la agranda, la cubre con sus alas, hasta que a el fin, desaparece en una crepitación de agonía.
ade la vio todo esto a el través de sus lágrimas y de la semi-obscuridad de la salita. la tensión nerviosa que la había excitado y sostenido, la abandonó de golpe. cayó entonces de rodillas, apoyando su frente contra el borde de el catafalco y con los brazos estirados sobre el terciopelo, haciendo esfuerzos por sostener se, por apoyar se sobre esa superficie suave, lisa, untuosa, que se escurría de sus manos formando pliegues como la piel de un animal. oyó en seguida el ruido de el carro fúnebre, que empezaba a rodar pesadamente sobre el empedrado, y el choque casi unisono de las portezuelas que se cerraban de golpe, enviando le un eco de despedida, inarticulado, lúgubre, mezclado a el vocerío, a el murmullo de la calle, a el ruido de las persianas con que los curiosos movían sus varillas para espiar, penetrar con sus miradas en el interior de la salida e imponer se, con esa inconsciencia de el vulgo que obedece a las exigencias de los sentidos, de lo que pasa en el interior de una vivienda de donde han sacado a un muerto, lo que ha de servir de tema de conversación a más de uno, que lleva bien apuntado en la memoria el número de carruajes y el de coronas, la clase de el fúnebre y el valor de el féretro.
continuaba ella sollozando y sintiendo desgarramientos íntimos, como si la vida se fuera desprendiendo poco a poco de su ser. ¿es cierto que te has ido? decía de pronto. ¿es cierto que ya no te veré más?... ¡pobre mamita!... era su alma la que hablaba, era su vida entera que protestaba de la desgracia, ante el misterio de lo desconocido, de lo impenetrable, y continuaba así, llamando a su viejita con todas las expresiones más tiernas de su cariño y de su dolor.
debilitada, enferma, quiso levantar se y no pudo; se le doblaron las rodillas, como si sus articulaciones se hubiesen dislocado; se sentía oprimida, asfixiada, en aquel ambiente saturado con las emanaciones de los zahumerios de benjuí, el olor a cera derretida, el humo casi pegajoso, las pavezas de los hachones que seguían ardiendo a intervalos y despidiendo olor a trapo grasiento quemado, el desinfectante que se había derramado sobre el catafalco y las flores secas, marchitas que se habían esparcido por el suelo. procuraba no respirar aquel aire viciado, denso, que penetraba a sus pulmones con esfuerzos, como un velo que le quedase adherido a las fauces.
dejó se caer, arrastrando el paño negro que vino a cubrir la mitad de su cuerpo como una mortaja, y allí, en el suelo, en la actitud que tomaba cuando iba a la iglesia, empezó una oración, interrumpida cien veces por los recuerdos de la anciana, cuyo nombre unía a el de , ya que ella había sido por tantos años su providencia.
agrupadas a su alrededor estaban las amigas, formando una mancha negra, de entre la cual salían cabezas, gestos, miradas, actitudes de sombra, suspiros, súplicas y un murmullo de palabras como un deletreo.
sentadas en el sofá, conversaban en voz baja dos señoras viejas, enjutas, con aspecto de personas pobres, vestidas de negro y abanicando se con movimientos suaves, como si quisieran llevar el compás con lo que hacían con la cabeza.
dos viejecitas antiguas, insensibles, perseguidas por la desgracia y los achaques. eran gemelas; no so habían casado por no separar se; tenía una de ellas la preocupación de que iban a enterrar la viva y por esto, eran las primeras en presentar se, cuando moría alguna persona de su relación, para estudiar detenidamente los signos de la muerte.
a el ver entrar a y oír sus exclamaciones de dolor, se miraron, deteniendo los vaivenes de el abanico, e hicieron un pito con los labios llevando después en una contracción una comisura en dirección a la oreja de el mismo lado, como queriendo significar que aquella desgracia habría sido para ellas un átomo comparada con la inmensidad de sus desdichas.
con la muerte de la anciana había llegado para el momento más difícil. sentía como si la viejita se hubiese llevado a el sepulcro una parte de su existencia, tal era el enervamiento y el desconsuelo que dominaba en su espíritu.
era una verdadera prueba para sus sentimientos y para su condición de niña huérfana. no le arredraba tanto tener que luchar con la escasez de medios, con las privaciones, con la miseria tal vez, como la falta de un amparo moral, que ahora le reclamaba con más energía la pasión que aun alimentaba por .
su imaginación, como la de todas las personas impresionables y delicadas, se había aliado con sus recuerdos para torturar la. borraba se de su memoria el tiempo transcurrido y se le figuraba siempre que debía acudir afectuoso y conmovido a imponer se de su desgracia, a dar le el pésame, y que esto seria motivo para que le pidiera el perdón de su conducta pasada, mientras ella, emocionada, más enamorada que nunca, le tendería su mano para que la retuviese, como en otro tiempo entre las suyas.
continuaba alimentando esta ilusión como una necesidad, como un consuelo, como la esperanza que cruza por la mente de el viajero perdido en la maleza cuando, atraído por el miraje, toma aliento, se hiergue, se echa en cara su desesperación y su cobardía y corre, camina, sin sentir la fatiga, sin experimentar el hambre, hasta que la realidad le postra, desfallece y muere.
no comprendía aun cómo hubiese podido olvidar la después de tantas promesas y protestas de cariño. es que ella, en su ingenuidad de niña, juzgaba de su conducta por sí misma, por sus propias impresiones, por la vehemencia con que le había entregado su corazón, con ese desprendimiento de las almas confiadas.
por momentos protestaba de este abandono como de una injusticia, y la esperanza, nuevamente alimentada por la duda, le hacía olvidar que enfrente de olla estaba la realidad fría, implacable, ante la cual debía someter se. rehusaba aceptar la, como rehúsa el enfermo que le amputen un brazo, con esa resistencia instintiva, que no obedece a la razón, sino a la sensibilidad, a el temor, a el horror mismo que inspira la carne que es menester cortar en colgajos para salvar la vida.
su alma estaba empeñada en esta lucha; prefería morir antes que desprender se de esas ilusiones, que se adherían a ella como la carne dolorida y enferma que se aferra a los tejidos sanos en un último esfuerzo por conservar se.
la materialidad de las cosas no la había preocupado hasta entonces, pero hubo de conformar se con su nueva existencia recogiendo como el náufrago los últimos restos de su barco para improvisar un hogar en la playa desierta.
abandonó un día su casita, cual si fuera a el destierro, y cuando contempló en la calle los muebles de su salita azul, amontonados, en desorden sobre un carro alto, cuadrado, y oyó los crujidos de la madera y el desgarramiento de el damasco que en un descuido se abrió como una herida, experimentó ella también un desgarramiento intimo, — ella, que los había cuidado tanto y que encontraba en cada uno tantas reminiscencias de el pasado.
su salita azul estaba ahora en la calle como abochornada; miraba ella los muebles y le parecía que en medio do aquella confusión de sillas, espejos, sofáes, mesitas, en presencia de esa desnudez de las cosas materiales, trataran de esconder se, de empujar se, buscando en los rincones más ocultos de el carro un refugio contra las miradas de los curiosos, de la gente de la calle, que había formado un grupo para presenciar el desfilo de la mudanza. ade la contemplaba sus muebles, puestos allí en exhibición, y se le figuraba que todo el mundo iba a imponer se do su desgracia y que todos los que fijaban en ellos su atención penetraban en la intensidad de su dolor.
hubiera deseado que su nueva vivienda estuviese inmediata, para sacar los de noche, con cuidado, de a uno, o instalar los con el decoro que parecían reclamar le. ahora, puestos así sobre un carro: los sofaes con las fundas arremangadas para mostrar sus remiendos y sus resortes como visceras de acero, las mesas tumbadas como armazones desvencijados dentro de los cuales estaban sujetos los cuadros, comprimidos por almohadas sin funda, enrojecidas de vergüenza, blanduzcas y flexibles como la gordura falsa de los hidrópicos, y luego las sillas, amarradas de a dos como presidarios, y las consolas livianas, brillantes, con sus forros de felpa y sus flecos, que hacia ondear el viento; prendidas de ella, como en compañía más selecta, las pequeñas repisas, el banquito donde la viejita apoyaba su pié, calzado con botines de paño, haciendo ver en el centro una mancha blanca como una cabeza calva; por último, el esqueleto de la araña, con una envoltura de diarios viejos atados con hilo, como el cuerpo de una momia; todo ese conjunto puesto en desorden, a el azar, llenando los claros de el carro, mezclado, confundido, como la gente en las manifestaciones, codeado, masoneado, tratado torpemente por las manos groseras y sucias de los peones, que dejaban impresos sus dedos con manchas grasientas en los respaldos y su aliento en los espejos, en los cuales se miraban mientras reían y se insultaban, increpando se el desgaste de una silla, la rotura de una comiza, el crujido de algo que estaba como bajo un montón de ruinas, cediendo a el peso de el derrumbe.
ade la veía todo aquello y los colores se le subían a la cara; se le oprimía el corazón; veinte veces estuvo para dar un grito, cuando veía un mueble a punto de caer de las manos de aquellos torpes que lo conducían, y veinte veces se contuvo, por temor de sus insolencias y de que se vengaran haciendo un destrozo intencional.
su casita, en la que había vivido como en un santuario, era arrastrada a la calle, mezclada a el fango, deshecha en pedazos, amontonada en un carro, escudriñada, insultada, tratada como en un saqueo. cuando arrojaron a uno de los carros el último mueble y empezaron a desfilar ante sus ojos, haciendo más violento los choques y los crujidos, y vio todos aquellos muebles, que no parecían los mismos, se estremeció ante los movimientos bruscos de los vehículos, que parecían querer volcar en la calle el contenido, que llevaban amarrados con cuerdas y pedazos de frazadas viejas. ella, que miraba por las rendijas de la persiana, no pudo contener ya sus lágrimas, y cuando vio el último carro, que pasó rosando el cordón de la vereda, como dando tropezones, tuvo que apoyar se contra el quicio de la ventana para no caer.... el sillón de esterilla, el asiento predilecto de su viejita, iba arrellenado uno de los peones, fumando su pipa de yeso y leyendo un retazo de diario qué había arrancado de el envoltorio de la araña.
contempló después con tristeza aquellas paredes desnudas, con el papel desgarrado en algunos puntos y los agujeros de los clavos como órbitas huecas; tuvo miedo; recorrió rápidamente aquellas habitaciones desiertas, apenas iluminadas por la escasa luz de una tarde fría y nublada; volvió a la salita azul y, disponiendo con la imaginación los muebles en sus respectivos sitios, iba a dar se vuelta, para enviar una mirada de despedida a el interior de esa vivienda que ya no volvería a ver, pero el estrépito de una puerta que se cerró con violencia, sacudida por una ráfaga de viento, produjo un eco siniestro; sintió ella entonces una impresión súbita de terror y echando sobre su semblante el tupido crespón de duelo que caía desde su cabeza a la espalda, salió precipitadamente a la calle. su planta de jazmín estaba aun en la vereda, esperando el turno; uno de los peones cuidaba de ella; cuando vio que aquel hombre pasaba las manos por las hojas aterciopeladas, sintió que se crispaban sus nervios, como si ella misma sintiera en sus mejillas, el roce de esa mano callosa y de dedos mochos. apresuró el paso y a el llegar a la esquina vio que por la acera opuesta aparecía un hombre conduciendo un gran ramo de flores; dio vuelta instintivamente, para contemplar lo, mientras a pocos pasos de ese, venía otro, llevando abrazado v con esfuerzo un magnífico bronce representando el grupo de . a el llegar a las casas de las feas se detuvieron, migaron el número de la puerta, para cerciorar se de que era la seña indicada, y penetraron en seguida.
a el proseguir su camino, oyó una voz de mujer que decía a su espalda: esta noche se casa una de las niñas.
ella se estremeció involuntariamente y la frase de resonó en su oído.... ¡son tan ricas!
repitió mentalmente el dicho y apresuró aun más su marcha, temerosa de que la sorprendiera la noche en la calle, a ella, que jamás había salido sola y a esa hora.
una reacción favorable se había operado lentamente en él ánimo de . las distracciones de el trabajo, las obligaciones que ella misma se había impuesto, por la necesidad de atender decorosamente a su nueva posición, habían influido de una manera benéfica en su organismo moral, a punto de que la conformidad con que contemplaba ahora el pasado la sorprendía a ella misma y la hacía pensar seriamente en que tal vez había exagerado un poco sus dolores, por el hábito de renovar los diariamente, con esa complacencia que se encuentra en el dolor mismo cuando él nos proporciona el recuerdo de las dichas que le precedieron y a las que está vinculado como el gusano a la planta, que da flores fragantes pero que, un buen día, muere porque ha carcomido sus raíces.
había ponderado ella la situación y se había resuelto a afrontar la como un nuevo sacrificio que el tiempo y la resignación irían aminorando hasta devolver le, sino sus alegrías, por lo menos para continuar con más ardor en la lucha; — muy poco exigía en compensación de lo que ella había sufrido y de la incertidumbre en que estaba siempre respecto de el porvenir.
dividía su tiempo entre las tareas que se había impuesto y sus recuerdos. la viejita estaba siempre ante sus miradas como una evocación que se presentara a cada instante a inspirar le confianza y aliento, ella rezaba todas las noches pero, más que una plegaria, eran monólogos, que sostenía en el silencio de su vivienda, haciendo se la ilusión de que el alma de la anciana la acompañaba en esos momentos y le agradecía sus recuerdos piadosos, como le agradecía en otro tiempo las atenciones que le había prodigado durante su enfermedad.
no había oído hablar ya de y se consideraba feliz en conservar su recuerdo como una reliquia que se guarda escondida en el seno y que se saca de vez en cuando para imprimó la un beso con respetuosa devoción.
se levantaba en su espíritu ese recuerdo como el de una persona muerta y hubiera deseado, ya que el destino había dispuesto que él la abandonara, no oír jamás su nombre ni tener noticias de la posición que ocupara. si había llevado su felicidad, su porvenir, un pedazo de su alma; ella le había reclamado con lágrimas ardientes estos bienes; el silencio había contestado por él; ahora nada tenía que esperar ya. vivir y vivir honradamente, aferrada a la prosa de una existencia monótona, sin impresiones, sin alegrías; recorrer a paso lento la misma senda que había recorrido la anciana, pero más desgraciada que ella, pues no tenía un solo vínculo que atrajera sus afectos.
cuando las ráfagas heladas de melancolía y de abatimiento pasaban sobre su corazón, deprimiendo su espíritu con una tristeza invencible, redoblaba entonces sus esfuerzos para ahuyentar la, abandonaba su humilde vivienda, recorría las calles a el acaso, con paso precipitado, esquivando las gentes, dando tropiezos, hasta que el cansancio la hacia detener. en muchas ocasiones se paraba de golpe, alarmada por la distancia recorrida — había caminado como una inconsciente — y por lo general penetraba a la iglesia más próxima, elegía el paraje más apartado, en el fondo de alguna capilla envuelta en el misterio de las sombras, rodeada de la quietud y de el silencio, aspirando el aire impregnado con ese olor suave a incienso, como si fuera una exhalación de los santos, que parecían animar se en sus actitudes místicas. elevaba allí su plegaria, enviaba a el ciclo sus pedidos, ese favor tantas veces reclamado por las almas que sufren, y satisfecha, tranquila, como si todos los santos de la iglesia hubieran prometido interesar se por sus súplicas, abandonaba el sagrado recinto para volver con paso lento a su vivienda.
era allí objetó de las mayores atenciones de parte de una familia con la cual compartía su pan diario. tenía para ésta tantos atractivos y eran tantas las simpatías que había despertado, que a fuerza do querer la hablan concluido todos por rodear su nombre de una aureola do respeto, de admiración y de cariño, que en los menores detallos procuraban demostrar se lo. la situación de , la bondad de su carácter, tierno y angelical como el de una criatura, el sello de sufrimiento que se destacaba de su fisonomía de niña resignada, había interesado a todos y, sin querer lo y a pesar de su retraimiento y de sus reservas, era ella la dueña de la casa, la que disponía de todo, la que fallaba sin apelación en todas las disidencias, aún en las más íntimas. formaba parte de la familia, se la disputaban, los niños corrían a abrazar la v se sentían orgullosos cuando habían merecido sus caricias; todos hubieran deseado que estuviese siempre allí y hasta pensaban con disgusto y con afectuosa zozobra en el día que pudiera abandonar los.
— esta niña debe sufrir mucho, decía una de las señoras a una amiga intima, a la cual la habían presentado.
— ¡cómo se le conoce en la expresión de los ojos!
— ¿ha visto qué manera de mirar?
— es una languidez de persona enferma.
— ¡y qué aspecto tan distinguido!
— ¡ah! si es de muy buena familia.
— ¡pobrecita!
— ¿está de luto por les padres, no?
— no, por una tía.
— ¿dicen que estaba de novia?
— nosotros no hemos podido saber lo, pero debe ser así.
— ¿ella nunca conversa de eso?
— no, jamás; algunas veces la hemos oído llorar, pero no nos atrevemos...
— es natural... no... podría tomar a mal que . trataran de indagar.
— y con razón; ella es tan buena, tan cariñosa... le aseguro a que es una santa esta niña!
— si basta mirar la... lo está diciendo...