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grandes reverberos proyectan su enorme faja luminosa en las aceras, como una cinta de oro desenrollada sobre un mostrador negro. cierran las portezuelas de los coches con ruido seco, y se oye por todas partes ese atronante rumor de muelles nuevos, que marea el fin de las reuniones elegantes. ha concluido el espectáculo. la concurrencia, como una marca oscura, se desborda de el teatro. los chicuelos corren regocijados en el pórtico ofreciendo cerillas y mechas inflamadas a los espectadores, que encienden sus tabacos y cigarros mientras el coche llega y salen las señoras. los cocheros, que han esperado largo tiempo, asoman su nariz roja por entre el alto cuello de su carrick, y toman el látigo que ha permanecido ocioso mientras el lacayo, saltando con destreza para no manchar de lodo sus botas amarillas, abre la portezuela, quitando se el sombrero, en ademán humilde, con la mano izquierda. parten los caballos con arranque vigoroso, martilleando el suelo con sus cascos, y los faroles de el carruaje, iluminando el interior, permiten ver, confusamente, el rostro de una joven que pega su cabeza a los cristales; el blanco abrigo de su compañera; el escorzo carnoso de la madre, que se hunde en los cojines, y la lumbre de un tabaco, grueso y largo. algunos concurrentes salen tarareando la última aria de la ópera en boga. otros asechan, tras las columnas de el vestíbulo, el rápido paso de sus amadas o novias. tras las puertas cerradas de la contaduría, por cuyas rendijas sale una flaca lista de luz roja, se oye el rumor de un chorro de pesos, cayendo en los cajones y en las arcas: ahí está el empresario contando los productos de la entrada. ésta es la hora en que se organizan las pequeñas aventuras y las grandes cenas. los hombres de buen tono cruzan sus respetuosos saludos con las señoras que atraviesan el vestíbulo o bajan gravemente las grandes escaleras. los más tardíos salen precipitadamente, con el sobretodo a medio poner y el tabaco apagado entre los labios. los aristócratas rasgan sus guantes de blancura inmaculada y despliegan el claque. la seda de los trajes barre los escalones, limpios y pulidos. — ¡hasta mañana! — ¡buenas noches! las mujeres han cubierto sus hombros desnudos y su garganta descubierta con el espeso abrigo. los hombres, formados en hileras largas, aguardan con ahínco el brillo de un diamante o el resplandor de una mirada. — ¡buenas noches! toda esa multitud que se desborda e inunda los boulevards va a esparcir la noticia de un gran triunfo o de una gran derrota. los periodistas corren a la imprenta para escribir las últimas noticias. los cómicos se desvisten en sus cuartos y salen de el escenario fatigados, con algo de pintura en el semblante. esta es la hora en que concluyen casi todas las comedias y en que empiezan casi todos los dramas.
ya pocos quedan en la desierta sala de el teatro y en el foro. los acomodadores recorren el patio y los palcos. el gas está a media luz. en el vestíbulo sólo quedan los burgueses abonados a las localidades altas. bajan pesadamente, alzando el cuello de sus sobretodos para librar se de un catarro, con el paraguas bajo el brazo y la caja de los anteojos en la mano. ¡pobres gentes! han ido a presenciar el espectáculo en familia, acompañados de la criada más antigua y de el pequeño falderillo de la niña. para asistir a esta comedia de gran lujo, la mujer de el honrado comerciante ha vestido su traje de moiré, rezago de las donas, y el chale de cachemira que sirve para las grandes solemnidades. el chicuelo mimado lleva su traje de marino con ancho cuello blanco y sus botitas de charol compradas para el . el padre se ha puesto con gravedad majestuosa la levita negra: esa levita clásica y austera que durante muchas semanas duerme en el ropero, bajo su espesa envoltura de periódicos. aquellos espectadores de buena fe, vieron el espectáculo sin distracción ni prevenciones. no tienen por qué odiar a el autor ni por qué escatimar le sus aplausos. oyeron la obra con atención profunda y religiosa, llorando las desgracias no merecidas de el protagonista, y riendo a mandíbula batiente con las jocosas peripecias de la trama. cuando baja el telón y acaba la comedia, aquellos espectadores serios y pacientes, descienden las escaleras poco a poco, comentando a su modo los caracteres de la pieza y discutiendo a su entender el fin moral. ¡cuántos folletines y cuántas críticas teatrales, firmadas por los príncipes de la literatura, son menos verdaderos, menos justos, que esas observaciones sencillas y esos juicios honrados de los pobres!
aquellos burgueses, pacíficos y graves, forman la población flotante de el teatro. concurren solamente cuando muchas semanas de trabajo y muchas privaciones les permiten ese gran despilfarro.
los niños vuelven a su casa, medio dormidos ya, con el dejo dulzón y pegajoso de los caramelos en el paladar. y cuando la comitiva patriarcal llega a la casa, con grande admiración de los vecinos que duermen a pierna suelta en sus habitaciones, el padre oye espantado las doce campanadas de la medianoche que da el reloj en la vecina iglesia. ¡medianoche!... ¡qué horrible desvelada! pocas horas de sueño disfrutará ese esclavo de el trabajo, que a el rayar el alba, afila sus navajas para rasurar se y prepara la gran cubeta de agua fría!
entre esa concurrencia de pobres empleadillos y tenderos, que llega siempre a el teatro dos horas antes de la representación y sale con los acomodadores y los músicos, salía . apenas tuvo tiempo para quitar se el traje de duquesa y para despegar se con la toalla una primera capa de albayalde. su camarera, un diablillo gentil y pizpireto, quedaba en el cuarto liando enormes envoltorios y cerrando con doble llave los baúles. cubrió su enagua con un espeso y largo palelot color de almendra seca, se puso con descuido un sombrero pasado ya de moda, y, llamando a el perrillo danés que iba con ella a todas partes, salió de el escenario. en los desiertos y anchos corredores, casi oscuros, sonó durante diez segundos el rápido trote de sus pequeñas botas. iba de prisa, y, por una rareza inexplicable, salía de el teatro sola. el perrillo danés, únicamente, iba tras ella sacudiendo alborozado su coqueto collar de cascabeles. los mozos cerraban ya las puertas de el vestíbulo. algunos músicos atrasados pasaban por el pórtico, cargando unos el pesado contrabajo, que dormía como un borracho, y llevando otros, bajo su verde funda de franela calva, la flauta, el ronco pistón o el agujereado clarinete.
empujó la puerta de la contaduría, con esa franqueza que tienen las actrices para entrar a todas partes; entró precipitadamente dejando fuera a el perro que se esforzaba por encajar las uñas en los resquicios de las tablas, y momentos después, con un cartucho de monedas en la mano, siguió su marcha interrumpida, enamorando a el eco con el gracioso e impaciente martilleo de sus tacones altos y aguzados.
en la puerta de el teatro la esperaba un coche. abrió la portezuela sin esperar a que el lacayo bajase de el pescante, y, alzando se la enagua, puso su pie coqueto y diminuto en el estribo.
— ¡a casa!
el cochero dio un latigazo a los caballos, que partieron a galope mientras ella, friolenta como la sultana , se acurrucó amorosamente en el acolchonado fondo de el carruaje. sería dificultoso adivinar qué linaje de graves pensamientos pasaban a la sazón por ese cerebro ligerísimo de pájaro. pero ello es que golpeaba, con impaciencia a duras penas reprimida, la alfombra de el coupé, sorda a los ruidos bulliciosos de la calle, y ciega a el tumulto abigarrado de los transeúntes. no veía ni oía nada. asomando ligeramente la cabeza, habría admirado ese espectáculo, único en su especie, que presenta a medianoche. hubiera visto el ir y venir confuso de los paseantes; las cenicientas paredes de las casas, uniformes como los bomberos y como los hospicianos; los faroles de gas abriendo en la oscuridad su trébol de oro, y las girándulas danzantes de los cafés cantantes. por las puertas de fondas y de hoteles salían confusamente ruidos y choques de vajilla en movimiento, el retintín alegre de las copas, el coro cadencioso de los taponazos, golpes de cacerolas y cucharas, las voces retozonas de los comensales, el frú frú de las sedas estrujadas y las chirriantes notas de la orquesta. a cada paso se detenía el coupé, aguardando que desobstruyesen la vía pública los carruajes amontonados en desorden. entonces se percibía más claramente el son de un piano o la voz de un cantante constipado. los transeúntes pasaban muy despacio, lanzando una mirada curiosa a el interior de el coche. algunos aprovechaban la ocasión para encender un puro junto a la portezuela, y mirar, a la luz de el fósforo, la cara de aquella incógnita medrosa. pero , que continuaba acurrucada en el acolchonado fondo de el carruaje, no veía ni oía nada.
por fin, el coche se detuvo frente a una casa de apariencia rica. saltó como una muñeca de goma elástica, y tomando con su pequeña mano, cubierta por el guante, el cincelado aldabón, llamó dos veces. se abrió la puerta dejando libre el paso a la noctámbula impaciente, y ésta, ordenando a el cochero que se retirara, se levantó con ambas manos el vestido y, a todo correr, subió las escaleras. desde la entrada hasta el cuarto tercero que ocupaba mediaban cincuenta y cinco escalones de madera. no obstante, subía sin cansancio y a toda prisa. iba por la escalera como las golondrinas van por las cornisas, seguras de no caer se porque tienen alas. en muchas ocasiones, se empeñaba entre y su faldero una formal disputa: apostaban los dos una carrera. en esta vez, o la dueña anduvo floja y torpe en su ascensión, o no paró mientes en su habitual apuesta, porque el perro danés, llegando antes que ella, se puso a saltar regocijadamente junto a la puerta. los cascabeles de — así se llamaba el perro — advirtieron a la servidumbre la llegada de el ama, porque, un instante después, la puerta abrió sus dos mamparas, ornadas con picaporte de marfil.
atravesó un pequeño bazar y una gran sala, dejando en las alfombras y en los muebles sus guantes de cabritilla lila, su sombrero , su paletot y su elegante ramo de camelias. cerró tras sí la puerta de la alcoba, y, arrojando el pesado cartucho de monedas sobre el canapé, dejó caer su cuerpo en una mecedora. las monedas, rompiendo su envoltura, se esparramaron en la alfombra como una turba de duendes familiares. algunos francos, más traviesos y ágiles, fueron a esconder se bajo los pedales de el piano o entre los cortinajes largos de la alcoba. saltó a las rodillas de su ama, rugando con sus patas flacas y huesosas la seda de un soberbio traje crema.
la pieza en que descansa y travesea , no es precisamente una alcoba. es una de esas piezas, mitad recibidor, mitad recámara, que sólo tienen las actrices y las princesas rusas. un cortinaje espeso de brocado separa la alcoba propiamente dicha de la pequeña sala de confianza, en donde guarda sus mejores cosas. las paredes están cubiertas por un tapiz de seda color de rosa. en medio, un piano de madera blanca con encajes de oro, aguarda la pulsación de su señora. las teclas afinadas y lustrosas duermen bajo una triple colcha de papel pautado. a primera vista se creería que un gato se ha entretenido en desbarajustar la biblioteca artística de , amontonando las hojas arrancadas y las pastas vacías sobre el terso teclado de el piano. el aparece austero y grave entre dos operetas de y una cuadrilla de . los nocturnos lamartinianos codean el ágil cuerpo de las mazurkas de , y un vals de asoma su cabeza rubia y sus hombros de rafaélica blancura entre las desnudeces cínicas y la sangre vinosa de gran duquesa.
en el ajuar , con sus graves respaldos señoriales y su vistosa seda restirada, reina un desorden semejante. sobre las sillas y sillones bostezan las abiertas cajas de cartón, mostrando las plumas churriguerescas y las flores ajadas de los sombreros a la moda. en los respaldos de las sillas cuelgan faldas de raso y corpiños de terciopelo. todo un vestuario de teatro, aglomerado después de la comedia, alardea sus colores crudos y sus formas extravagantes en la sala. se diría que un gran somatén había estallado en los armarios, y que los trajes habían salido en pelotones, rompiendo la clausura de su cárcel. sobre un taburete enarbola su bandera roja un traje de terciopelo escarlata con estrellas de oro, y junto, durmiendo con desenfado sobre el tapete asiático, yace inerme y extendida la bata blanca, manchada por la grasa de el cabello, que sirve para las escenas de locura. vestidos de damasco rameado se juntan a los cortos juboncillos y a los corpinos color de cielo que caracterizan las pastorales de ópera cómica. una masa compacta de listones se enreda en los barrotes de las sillas y en los pies retorcidos de las mesas. incuestionablemente, alguna gata juguetona se ha divertido en arrugar aquellas telas y en desbarajustar el guardarropa. pero esa gata ha sido .
frente por frente de el piano hay un enorme espejo, en cuyo marco, lleno de flores y arabescos de oro, está preciosamente cincelado un pasaje de la fábula: " el robo de ". sobre una mesilla de papier maché, barnizada con laca de coromandel, hay cuatro platos de porcelana china, con almendras y dulces confitados. en una taza trasparente de , reposa frío y sin movimiento, como un topacio líquido, el thé. alzando se orgullosa, entre las porcelanas y las copas de , una botella de empina su verdoso cuello, largo y flaco como el de una garza. junto a la mesita, y entre las bruñidas rejas de una jaula aristocrática, el loro, intempestivamente despertado, asoma su cabeza diplomática. todo aquello trasciende a polvos de arroz y a opoponax. el pobre loro, malhumorado como viejo solterón, grita, picoteando fuertemente el bronce de su palacio: ¡loca! ¡loca!
, rendida por el cansancio, se entregaba indolente a la sabrosa somnolencia en que viven y mueren las sultanas. afuera, en el tocador, en el salón, se movían sin descanso las camareras de confianza, cerrando baúles y disponiendo provisiones. no se curaba de esas pequeñeces, abandonando a manos mercenarias el cuidado penoso de empaquetar los trajes y poner la maleta de camino. sin embargo, la bulliciosa comedianta no estuvo ociosa largo rato. entró a la alcoba; abrió un pequeño armario de palo santo, en cuyas esquinas estaban esculpidos dos amores desnudos, y, tomando un precioso cajoncito forrado de terciopelo azul, volvió a la sala. bostezó, estiró los brazos, y, levantando con trabajo una lámpara de porcelana color de rosa, se acercó a la mesa. arrodillada sobre un pouf de seda, de codos en la mesa, se puso a coordinar escrupulosamente aquella masa de pliegos y papeles contenida en el pequeño cajón de palo santo. era una colección de cuentas, de facturas, de prospectos, de cartas y de boletos inservibles. estrujaba con sus dedos impacientes aquellas hojas sucias y rugadas, en cuya parte superior solía mirar se dibujado el edificio de alguna tienda o almacén de modas. entre esas páginas, que olían aún a sedas y cartones, asomaba a trechos el sobre violeta de una carta aristocrática. lo separaba de los demás papeles que, amontonados paulatinamente, formaban ya una serie de columnas. ¡pero el cajón aquel no tenía fondo! llenaba se de pliegos, como el cofre esmaltado de se llenaba de oro, y, en vano, los traviesos dedos de la comedianta empolvaban sus uñas sonrosadas, buscando el fondo que no aparecía nunca. hizo un mohín de impaciencia, dejó caer el peso de su cuerpo sobre el coqueto pouf de seda, y volteó el cajón sobre la mesa. los papeles se esparramaron sobre la alfombra, y un paquete de cartas, atado con un listón color de fuego, cayó en las rodillas de la voluble parisiense. sonrió como si hubiera visto el rostro de una amiga ausente, y, clavando su vista en el cutis amarillento de esas cartas, desató poco a poco el nudo de la cinta, con la misma delicadeza que habría usado para desanudar los rizos de una niña. ¡pobres cartas! ¡habían pasado tantos años escondidas! el polvo de esas facturas mercantiles, de esos prospectos de teatro, las fueron sofocando poco a poco. morían como las flores disecadas que guarda el niño entre las hojas de un enorme diccionario. ¡pobres cartas! su cutis estaba rugado y amarillo como el de una vieja; la cadeneta diminuta de sus letras mujeriles se confundía y borraba bajo los átomos de polvo; sus dobleces se habían ennegrecido; pero de aquellas hojas mal unidas, de esos curvos renglones, se escapaba aún no sé qué vago olor a rosas y reseda, como esos encajes sepultados en el arcón inmenso de la abuela, que guardan y conservan, a pesar de el tiempo, su perfume tenaz de bergamota!
leyó una por una, sofocando risas y reprimiendo suspiros, esas cartas. sus ojos se iban entristeciendo conforme avanzaba la lectura; el arco de sus labios, primero dilatado por la risa, se cerró obstinadamente; se enjugó los ojos; buscó con el pie una de sus pantuflas, que había dejado caer sobre la alfombra, y llevando consigo el polvoso paquete, entró en la alcoba. puso la luz junto a su lecho, cuyas ropas blancas convidaban a el sueño y a el reposo; cubrió su cabeza con una cofia blanca, y, sin llamar a la camarera, desvistió se. no obstante, no se proponía dormir aún. quería sentir el roce discreto de el lino y el hundimiento delicioso de el colchón; ver, distraída, el cielo de su pabellón, y refrescar su pie con el risueño cosquilleo de el raso. aquel lecho mullido no tenía esa magnificencia monumental que tanto encanta a los burgueses y a los filisteos.
era sencillo, bajo y todo blanco, como el cascarón de una campánula salvaje. dos cortinajes de cachemira blanca y muselina de la , superpuestos, caían en ondas nebulosas de un rosetón de plata, hasta cubrir la góndola de limonero y sus pies incrustados de marfil! , blandas y ligeras como una bruma entretejida, trasparentaban el color de rosa pálido de la seda de el crujiente forro de el colchón, hinchado por la más blanca lana de el . un doble almohadón, adornado con punto de , se hundía sumiso bajo aquella cabeza, ahogada en bucles rubios que, traveseando, se esparramaban en los almohadones, como los hilos de agua que derraman las urnas de las náyades. el cubrepiés de satín blanco, lleno de la preciosa pluma que arranca el éder a sus alas para calentara a sus hijuelos, se extendía sobre el lecho como un pequeño montículo de nieve. pasaba allí ratos larguísimos mirando el tapiz rosa de los muros y la varilla de oro que recorría la alcoba como un friso, las rosas encarnadas que salpicaban su soberbia alfombra, y los dibujos de la lámpara etrusca, que colgaba en medio de la pieza. pero esa noche no miraba nada.
la novela a la moda, virgen todavía, con sus páginas cerradas y su amarillo forro levantado por un cuchillo nácar, dormía sobre la mesa, a el lado de el cucurucho japonés, rebosando pistaches y bombones. la bulliciosa parisiense no dormía: pensaba. ¡caso extraño que tres veces, no más, le había ocurrido en la existencia! pensaba en esas cartas que algún travieso duende había hecho caer en sus rodillas, y cuyo olor a rosas y a reseda le recordaba el huerto de el colegio. eran las cartas de su amiga única: de . la colegiala hacía memoria de su vida antigua. ¿qué pensamientos tristes cruzaban por aquel cerebro de pájaro? no dormía: pensaba.
pensaba en aquel colegio que había visto sus travesuras de chicuela y sus pinitos de mujer. la voz de la portera rechinaba como la cerradura enmohecida de una cárcel. el salón, algo sombrío, estaba atravesado por dos saetas de claridad chillante, nacidas de el oro rojo de el espejo y de el púrpura tomate de el sofá. el espejo que coronaba la chimenea de mármol era grande, pero su luna desazogada estaba ya inservible. las figuras que retrataba parecían torcidas, chuecas y deformes, de cara lustrosa y de facciones restiradas. la directora era idéntica a todas las directoras. la misma cadena de oro pendía de su corpiño, y el mismo fruncimiento adusto juntaba sus velludas cejas. la subdirectora no era ni joven ni vieja. sus facciones se borraban como las de una fotografía que el polvo ensucia durante mucho tiempo. usaba siempre un traje de seda negro, amplio y arrugado. las imprudentes colegialas decían que aquel vestido no fue nunca nuevo. y con efecto, los pliegues que se dibujaban en el talle parecían suspirar por la cintura gruesa de su antigua propietaria. en las mañanas, durante las faenas de el desayuno y de el aseo, la subdirectora usaba un traje de merino, también negro, que parecía un enorme limpia plumas. la cara de aquella mujer no era antipática. estaba agujerada por dos ojos, que comparaba a dos candelas apagadas, en donde chispean todavía las luces amarillas de la mecha. el refectorio era tan grande como el salón de un hospital. la campana que daba el toque, llamando a la comida, tenía una voz gangosa. cinco alumnas, que se turnaban cada siete días, servían la mesa, cargando sus pesadas parihuelas, llenas de platos y vasijas. la subdirectora se sentaba en medio de la mesa trasversal, viendo extender se en dos alas angostas las mesas, cubiertas por un mantel blanco de vía angosta. frente a la subdirectora estaba un timbre. cuando sonaba el primer toque, las alumnas cortaban el pan a un tiempo mismo: se oía entonces el ruido de doscientos cuchillos rebanando igual número de panes. mas lo que recordaba con mayor lucidez era el dormitorio. la sala en donde tenía su lecho designado era ancha y espaciosa. cuarenta y ocho catres, alineados en cuatro hileras, la llenaban. el bruñido latón de los lavabos brillaba como plata. cubriendo los colchones, excedían sus pequeños cuadros, negros y amarillos, las esteras. el piso estaba pintado de rojo. recordaba la historia de una compañera que había muerto en el lecho contiguo a el suyo. sus grandes ojos eran grises, color de ópalo. tan blanco era su cutis, que parecía cubierto por la nata de la leche. sus labios estaban siempre pálidos y opacos. dos círculos de hollín desleído circundaban sus pupilas, haciendo resaltar el blanco mate de la córnea. porción de granos rojos rompían la tersura de su frente, más blanca que la cera. parecía una cómica pintada con ungüentos blancos y pastosos para salir a escena. un fuego irresistible había quemado aquella planta humana. era como esas frutas maduradas en estufa, para satisfacer el apetito de el goloso. cuando enfermó, los médicos dijeron que estaba atacada de una tisis galopante. la tarde de su entierro, a el remover las ropas de la cama, una alumna observó que el colchón tenía un ancho agujero, abierto con tijeras. en el boquete abierto, oculto entre las lanas y hecho tres dobleces, había un libro, una novela, cuyas primeras líneas no podría leer una mujer casada.
veía con la imaginación todo aquel cuadro. en el catre que había ocupado la difunta, se instaló días después su amiga . y tenían la misma edad: dieciséis años. en aquel colegio, junto a las grandes maretas de quince años, traveseaban las pobrecitas niñas de seis u ocho. las ramilleteras dicen, con justicia, que no debe jamás hacer se un ramo con flores y botones. cuando entró a el colegio acababa de cumplir catorce abriles. alta y esbelta, aunque un tanto cuanto desgarbada, vestía con más primor que sus amigas y sus compañeras.
— ¿de dónde vienes?, ¿quiénes son tus padres?, — le preguntaban todas.
— no tengo padres, nada más tengo mamá.
— pues qué, ¿tu papá ha muerto?
bajó los ojos: aquélla era la primera vez que oía hablar de él.
lo que más admiraba a las alumnas era el baúl que la recién llegada había puesto debajo de su cama. era aquél grande y pesado, lleno de telas, de vestidos y sombreros. la nueva alumna, en opinión de todas, debía ser riquísima. tenía una plegadera de marfil y unos anteojos de teatro. ¿leería novelas?, ¿iría a el teatro? más aún: conocía familiarmente a los actores y tuteaba a un famoso tenor de la ópera italiana. para aquellas mujeres incipientes, ya devoradas por la curiosidad, tenía el prestigio de una gran señora.
por añadidura, la pobre niña era traviesa como un duende. muchas ocasiones, mientras la profesora hablaba muy formal desde la cátedra, rociaba el rostro de sus compañeras con un delgado chorro de kananga, que disparaba un tubo de caout-chouc. otras veces, se entretenía en tocar una caja de música, y desarmaba a la maestra ofreciendo le el cuerpo de el delito. cada sábado, a la hora de el paseo, la mamá de iba por ella en carruaje, y cuando los domingos, a el oscurecer, volvía a el colegio, todas las alumnas la interrogaban impacientes. ¿qué había hecho?, ¿en qué teatros había estado? la niña soltaba a hablar entonces como una tarabilla, refiriendo les sus diversiones y paseos, sus aventuras en el , en la ópera italiana y en la fonda. cuatro caballeros habían ido escoltando el trois quarts de la casa. el tenor había cenado con ellas. cierto amigo de su mamá la había obsequiado con dos libros, que, a hurtadillas, leerían en el jardín. y las alumnas, oyendo aquel relato interminable, la miraban con muestras de respetuosa admiración, y le decían para mayor contentamiento suyo:
— ¡hueles a tabaco!
un domingo en la tarde, llegó a el colegio más temprano. su mamá estaba enferma, desvelada, y quiso recoger se a buena hora. aquella noche, recibió, como obsequio de su amiga, una careta de terciopelo negro, que olía a anís. a el día siguiente, un mozo fue por . su mamá estaba muy mala; los médicos la hablan desahuciado; se moría. ¡ !, ¡qué lejos estaba de suponer, a el despedir se pálida y llorosa, de sus compañeras, que no vería ya más aquel colegio! cuando llegó a su casa, la enferma estaba muerta. el mismo día, sin pompa ni riqueza, fue el entierro. la difunta había dispuesto que se vendieran todas sus alhajas y que se rematara su mueblaje. pero la desgraciada debía mucho. los acreedores cayeron sobre aquellos bienes, y , sin más amparo que el de una antigua criada poco escrupulosa, se encontró sola en el mundo y condenada a el hambre o a la vergüenza. la directora de el colegio ya no quiso volver a recibir la. todos la esquivaban, como se esquiva a un pordiosero y a un pariente pobre. ¿qué iba a hacer? en el colegio, no había aprendido más que a coser, bordar y zurcir ramos. afortunadamente, el viejo protector de la mamá quiso apiadar se y la colocó en un pobre y raquítico almacén de modas. diez meses de trabajo gastaron aquella organización de ave voluble, que, por un heredismo irremediable, tenía los gustos dispendiosos de la madre y su invencible inclinación a el despilfarro. la religión, únicamente, pudiera haber salvado a aquella ánima que, cerrando los ojos y entumida por el frío, pasaba el puente desquebrajado encima de el abismo. la mujer, aun bajo el punto de vista humano, ha menester de un auxilio religioso, o mejor dicho, místico. en la hora suprema de la pubertad, la joven, que es una enferma verdaderamente, adquiere a veces una asombrosa intensidad de fantasía. no puede ver los labios que le hablan, pero escucha su acento. rompen su cuerpo claridades repentinas, como la mecha, larga y humosa, de una lámpara, rompe la bombilla. es necesario que la flama tenga un objetivo. la niña, en ese instante, es más tierna y cariñosa con sus padres. la religión es para ella un objetivo y un socorro. no temáis entonces los excesos de el misticismo: más tarde, el amor y la maternidad encauzarán las aguas desbordadas.
pero no tenía religión propiamente hablando. en el fondo de su baúl, dormía la estampa de una virgen, y por las noches, antes de acostar se, besaba un pequeño crucifijo de plata, herencia de la madre. los sacerdotes le infundían respeto, pero no se confesaba nunca ni oía misa. tenía esa religión ligera y acomodaticia que, como una madre bonachona, consiente todos los pecados y halaga con la promesa de algún premio. era una religión por la que se iba rectamente a el , sin hacer estación en el . ¿y qué otra religión podía tener aquella niña, cuya madre murió en la impenitencia, ajada y ojeruda todavía, por una noche orgiástica de , y cuyas maestras, en todo y por todo laicas, no le habían comunicado más que breves nociones de moral y vagos apotegmas religiosos? , pues, vivía indefensa. las inclinaciones heredadas y las costumbres contraídas la empujaban a el abismo. la aguja punzaba sus pequeños dedos, haciendo brotar las perlas rojas de su sangre. el mezquino salario que ganaba apenas era suficiente para cubrir sus necesidades más imprescindibles. cada tela de seda que cosía, cada sombrero de paja florentina que adornaba, le decían esas palabras misteriosas que oyó salir de el cofre lleno de brillantes. el único lazo que detenía a nuestra heroina en la virtud era el de aquellas cartas que , su amiga única, le enviaba de el colegio. en cambio, los amigos de la madre, esa cuadrilla de cómicos borrachos y periodistas corrompidos, la iban orillando a el precipicio. el teatro la deslumbraba con sus luces crudas, sus brocados vistosos y su orquesta alegre. cuando , volviendo de el taller, pasaba, a el principiar la noche, cerca de un teatro, refrenaba el paso para ver con delicia aquella muchedumbre que iba a gozar de lo que antes había gozado ella, a ver los trajes de las actrices y las joyas de las damas, los hombros desnudos y las espaldas descubiertas; a oír el ritmo alegre de esas canciones que aprisionaba en su memoria como en una jaula, y que solían turbar sus noches de miseria con su aleteo de pájaros y su calor de vino. , además, cantaba. un empresario, amigo viejo de la casa, le había propuesto recibir la en su teatro. el pacto se firmó, las puertas de el escenario se entreabrieron, y entró por la primera vez a el foro, con la misma inconsciencia con que, cuatro años antes, había entrado a la sala de el colegio. aquí sus memorias tomaban un color distinto. su tinte de violeta se trocaba en un rojo radical. veía de nuevo aquella sala henchida de fracs negros y de rasos claros. escuchaba el rumor de los aplausos. ¿qué aplaudían?, ¿sus talentos? no tenía ningunos. aplaudían su hermosura. , aturdida y abrumada, cerró los ojos y se dejó arrastrar sin resistencia, como el de la leyenda byroniana amarrado a la grupa de el caballo. cuando se quiere hacer de la belleza un negocio por acciones, el mercado mejor es el teatro. ganó en dos años casi una fortuna. pero el oro se escurría por sus dedos entreabiertos, como los granos diminutos de maíz que en el corral se arroja a las gallinas. sus deseos no encontraban cortapisa, y sus caprichos de niña consentida lo devoraban todo: trajes, sedas, encajes, muebles, joyas y carruajes. sólo una cosa la entristecía y malhumoraba: no volvió a escribir le. a el recordar lo, juntó las líneas de sus cejas y apretó con sus dedos nerviosos las colchas de la cama. aquellas cartas que tenía en la mano databan todas, sin excepción alguna, de el período de tiempo trascurrido desde su entrada a el almacén de modas hasta su estreno en el teatro. cierta vez, en una mañana fría y lluviosa, a el torcer una esquina, se halló con cara a cara. su antigua compañera iba apoyada en el brazo de un anciano. lanzaron ambas una exclamación a el ver se. , saltando se, avanzó dos pasos para abrazar a . el padre, entonces, se interpuso entre ambas, miró a su hija con semblante adusto, y tomando le el brazo la apartó de su antigua compañera. volvió sus ojos llorosos hacia , que, sin mover se y yerta, con la cabeza baja, se agarraba a la varilla de un aparador. aquella mirada fue una despedida. , por la primera vez, sintió vergüenza; los sollozos se anudaron en su garganta; miró perder se la figura de su amiga entre el tumulto de los transeúntes, y, llorando como una niña, volvió a casa. caía una llovizna menuda y penetrante. no se cuidó de tomar un carruaje o de subir a el ómnibus. cuando llegó a la puerta de la casa, el agua, que había ido arreciando poco a poco, la empapaba. notó entonces que llevaba cerrado su paraguas.
la novela de moda dormía bajo su forro amarillo, y el cucurucho, rebosando pistaches y bombones, permanecía intacto, mostrando sus dibujos japoneses y los coquetos nudos de el listón. el paquete de cartas, sucias y arrugadas, con su cinta roja, yacía sobre la sábana de . besó aquellas cartas de su amiga, se enjugó una lágrima, y, metiendo sus dedos revoltosos en el cucurucho, tomó un dulce. las ideas tristes pasaban por su cabeza de coqueta, como la sombra de las aves por el lago. ni un solo pensamiento estable había en aquel cerebro, tan voluble como la hoja delgada de una rosa que el viento desbarata. sus ideas galopaban por países encantados en donde los árboles tienen hojas de esmeralda y frutos de oro. el lujo de su alcoba, las flores de la alfombra, la suavidad de las sedas y el color de los tapices, le inspiraban ideas color de rosa. la imagen pálida y doliente de la pobre se fue desvaneciendo en el espacio: ¡frágil sombra trazada por el humo y deshecha a el menor soplo de el aire! el huerto de el colegio, los amplios dormitorios, el almacén de modas con sus cortinas verdes y su hilera de lámparas azules, desaparecieron pronto de su fantasía, como esas decoraciones que a el primer toque de el silbato se desvanecen en el foro de un teatro. la argentina campana de el reloj dio las dos de la madrugada. se incorporó apoyando se en el codo; levantó la almohada; tomó un espejo que tenía oculto siempre entre las colchas, con su marco de plata cincelado y su mango torcido en forma de espiral; sonrió apaciblemente, dejando ver sus dientes aguzados que con tanto ahínco devoraban fortunas y mordían frutas prohibidas; vio con delicia su fisonomía coqueta y picaresca de parisiense refinada: sus límpidas pupilas, atravesadas por imperceptibles fibras amarillas, como las venas de oro que rayaban el antiguo mármol; la ondulación felina de sus cejas; el arco de su boca, dispuesto eternamente a abrir se para pedir el corazón a un aderezo; su nariz remangada; su lengua roja, como la de una gata cuando acaba de nacer, y las enormes trenzas de cabellos rubios, que caían por sus hombros de alabastro. entornó sus párpados de raso, hizo un mohín de niña consentida, y, acercando se los labios a el espejo, se dio un beso. luego apagó la luz y se quedó dormida.
únicamente los novelistas y los soñadores conocemos la playa de . lame el mar sus peñascos esponjosos, y canta, cautivo en sus enormes diques, una canción monótona y pausada, como lo son todos los cantos de el esclavo. aquella voz de bajo profundo que alcanza en ocasiones las notas más altas de tenor agudo, es la única que interrumpe el silencio académico de la ribera. es preciso tener el alma llena para vivir sin tedio en esa playa, fabricada adrede para los locos, los enamorados y los soñadores: para todo ese linaje extraño de hombres que vive y muere contemplando las gaviotas que pasan, las velas que se alejan y las doradas ilusiones que se desvanecen. atrás, la playa de fue muy solicitada por los bañistas elegantes. pero la moda — ¡a el fin mujer! — tiene mudanzas y esquiveces de coqueta, y los honrados pescadores, que tienden en las rocas sus tupidas redes para que el sol las seque, fueron quedando dueños de el terreno, ya poco frecuentado por los sombreros extravagantes, los vestidos crujientes y los chalecos blancos. los bañistas huyeron de la playa, como las olas de la mar cuando desciende la marea.
, cuando comienza nuestra historia, estaba en plena posesión de su silencio. sus calles sombrías, estrechas, tortuosas, favorables a la emboscada y a el asalto, parecidas a esas calles de en donde la basura se amontona, travesean los patos y los cerdos duermen. a trechos, a el torcer alguna esquina, se distingue un rincón de azul marino, como un trozo de cielo oscuro y movedizo. las puertas de las casas son muy bajas, estrechas, ojivales, y las ventanas, raquíticas y angostas, están bien defendidas por esos grandes hierros trasversales, que se emplean únicamente en los países combatidos por el viento. a el desembocar a la plaza, en donde está la iglesia, el viajero se encuentra rodeado de un resplandor inmenso. es el mar infinito que reverbera el sol, que exhala su perfume amargo y fresco, y sopla eternamente la ardorosa costa con el enorme abanico de sus olas. la iglesia eleva su campanario de vigía muy próxima a las aguas, y en torno de ella, límite postrero de ese rincón oculto, el camposanto yergue sus cruces, inclinadas entre el césped crecido de las tumbas. la población conserva aún vestigios de su gloria. aquella fábrica ligera de ladrillos, con sus delgados torreones y sus pequeñas cúpulas de estaño, es el hotel a donde los bañistas acudían en parvadas boruquientas. el edificio es amplio y bien acondicionado. da grima ver el ancho comedor, en donde holgadamente cabían noventa o cien personas, escueto y solitario, con el nogal de su labrada estantería; la mesa angosta y las escasas sillas. en los aparadores no brillan ya las lustrosas vasijas de , no blanquea la porcelana de los platos. los cajones suspiran entreabiertos por los enormes rollos de manteles que antes encerraban, y por las gruesas de cubiertos, nuevos y flamantes, que caían en su seno como una gran cascada de plaqué. una ventana carece ya de vidrios, y otra está remendada con láminas de plomo. las caballerizas no huelen ya a majada, y las desquebrajadas losas no conservan la huella de los palafreneros. un solo rocinante, flaco y miserable, mastica, poco a poco, saboreando aquel banquete raro, una medida de cebada que se le echó por compasión en el pesebre. es el caballo de , el dueño de la casa. pertenece a la raza de esos hombres que saben arruinar se sin zarandajas ni aspavientos: pegado a el edificio, como la yedra a los escombros, aguarda a que los vientos desmoronen el postrer paredón, para liar sus maletas y cambiar sus lares. año tras año imprime grandes cartelones, que fija en y en todas las poblaciones aristócratas, anunciando su gran casa de baños. da gozo ver esas enormes letras verdes y encarnadas con su paisaje marítimo en el centro. por desgracia, los distraídos transeúntes pasan sin mirar las, y las alegres bandas de bañistas emigran a otras playas, menos risueñas y pintorescas, si se quiere, pero más frecuentadas por la aristocracia. el año en que principia nuestra narración, fue muy más desgraciado que otras veces. los únicos huéspedes de el destartalado hotel eran dos viejas inglesas y una familia rica de . las dos inglesas comían mucho. la familia a que atrás nos referimos, se componía de una señora ya muy entrada en años, de una joven graciosa y turbulenta, y de un joven gallardo como . ambos decían mamá a la buena anciana. ¿no tenían padre? , que todo lo averiguaba, sabía que la señora era viuda de un opulento comerciante. la niña se llamaba , y , el joven.
tendría a lo más dieciséis años, y era traviesa como una colegiala. el maestro de natación desesperaba de esa alumna indócil que, sin someter se a sus prudentes reglas, se zambullía en el agua, dando agudos gritos, y manoteaba sin descanso, mostrando sus hermosos brazos blancos, en cuyos poros se prendían las gotas como un collar tupido de brillantes. las gallinas eran grandes amigas de la feliz locuela. cacareaban de gusto cuando la veían, seguras de que en las bolsas de el blanco delantal iban los granos de maíz dorado, que con ansia esperaba su apetito. , por el contrario, tenía un carácter grave, casi adusto; vestía constantemente de dril blanco, y su corbata, que anudaba con descuido, caía sobre la pechera irreprochable, como un chorro de sangre hirviente y roja. el traje de , como la piel de el armiño y la sedosa ala de el cisne, repugnaba toda mancha.
como los peces y las gallinas conocían a , de quien recibían siempre maíces y migajas, las águilas y los alciones hablaban a sus solas de . día a día, le miraban colocar las rocas para tender la vista por los horizontes, o, sentado en la arena de la playa, con su caballete portátil, sus grandes pinceles y su enorme caja de colores. las más veces, preciso es confesar lo, no dibujaba, y la tela crujiente y restirada que había en el caballete, con un ligero croquis diseñado, era muy parecida a aquellas páginas, guardadas por el poeta en su cartera, y en cuya línea principal se pavonea orgulloso el título de un libro arriba de una superficie enteramente blanca. las más veces, abría sus oídos a esas palabras épicas que murmura el océano, y que, como un maná de los sonidos, no dicen sino aquello que nosotros queremos escuchar, lo mismo que la voz de las campanas, el canto de los pájaros y las caricias blandas de la música. el sitio era a propósito para estos vagos diálogos. la costa que defiende ese terreno pedregoso es áspera y austera, por todas partes cavernosa y erizada. las olas han horadado sus entrañas formando enormes grutas, a donde se precipitan espumando. cuando baja la marea, surgen de nuevo sinnúmero de escollos, asomando sus espaldas de monstruos, blanqueadas y bruñidas por la espuma, como gigantes cachalotes encallados.
la tarde de el primero de agosto, había permanecido en casa. tocaba un vais en el piano, la buena anciana hacía flores de estambre, y , de codos en el pretil de la ventana, miraba el océano. junto a , , con su chaleco blanco, limpio siempre, contaba por menor sus esperanzas.
— es imposible que los bañistas tarden muchos días. un periodista amigo acaba de recomendar mi casa, y pronto los antiguos parroquianos, cansados de veranear en otras partes, volverán a esta playa hospitalaria. la casa es buena. cierto que actualmente carece de ornato, pero una vez que los clientes lleguen, todo se andará. las aguas son magníficas, y, sobre todo, mi establecimiento no data de hoy, señora. ¡si usted lo hubiera conocido en su apogeo! precisamente en esta alcoba durmió, durante tres semanas, el noble duque de . aquella habitación estuvo ocupada durante varias estaciones por la princesa . ¡qué tiempos aquéllos! compuso aquí su de las mujeres, y ...
— , ¿quién es ?
— es una actriz famosa, .
sonrió irónicamente, y la niña siguió estudiando con ahínco los compases rebeldes de su vais.
— re, mi, re, do, re, fa, mi, re... ¡dios mío! ¡no podré aprender nunca esta medida!
— ¡qué tiempos aquéllos, señora; qué épocas aquéllas! mi hotel tenía una servidumbre completísima: tres cocineros, ocho galopines, treinta camaristas, diez palafreneros... en el comedor había un lienzo pintado por . en el salón se bailaba no che a noche mientras las onzas tocaban a rebato en el departamento designado para el ecarte...
, de codos en el pretil de la ventana, sonreía mientras , cansada de tocar a el piano, dibujaba con lápiz cerca de la mesa. de cuando en cuando, interrumpía su narración para tender una mirada por la franja negruzca de el camino que se alcanzaba desde la ventana. cada vez que el honrado tarabilla ejecutaba esta maniobra, convertía, suspirando, sus miradas a el calendario de pared, en donde se veía con cifras rojas esta fecha fatal: primero de agosto. ¿no vendrían los bañistas? , no obstante su buen humor y su confianza a toda prueba, comenzaba a desesperar. si el ómnibus que salía de la población todas las tardes para recoger pasajeros de la vía férrea, volvía, como de costumbre, escueto y solo, había para renegar de los anuncios, las gacetillas y los cartelones.
— ¿se va usted, ? — dijo viendo que el mofletudo huésped tomaba su para marchar se. — ya es preciso. confío en que esta tarde nos llegarán algunos pasajeros, y voy a dar mis últimas disposiciones... a propósito, ayer he visto a usted pasear por la terraza: ¡muy mal hecho! las vigas se han apelillado y es muy fácil sufrir una caída. el año pasado estuvo a punto de romper se las costillas una inglesa... ¡yo aborrezco a ! paseaba, como usted, por la terraza, cuando ¡zaz!, el techo se hunde como el cuero de un tambor, y la huesosa miss quedó suspensa de la crinolina, sobre la mesa en que el alcalde y yo jugábamos un partido de billar!... — ¡hola!, ¡hola!, ¡señorita! — a el decir esto, se fue acercando a para despedir se — usted abandona la filarmonía por la literatura, ¡el arte por el arte!
escondió precipitadamente, en una bolsa de su delantal, el pliego de papel en que escribía.
— ¿cuánto apostamos a que es una carta para el novio?
se puso roja como una fresa madura, y , que había tenido tiempo de mirar el papel que borroneaba, soltó a reír como un chicuelo. era una caricatura perfectísima de , con su enorme bigote y su chaleco blanco. en ese instante se oyeron los cascabeles de las muías. el hostelero asomó su cuello apoplético por la ventana y gritó a el postillón:
— ¿tenemos gente?
— — contestó el interpelado, con orgullo.
echó a correr sin despedir se mientras y sus dos hijos tomaban posesión de la ventana para mirar a los recién llegados. el ómnibus se paraba en ese instante frente a la puerta de el hotel. un hombre, seco y flaco, se apeó primeramente para tender la mano a una señora, cuyo sombrero, lleno de flores y listones, se asomaba impaciente por la portezuela. la viajera, por fin, bajó rápidamente, levantando se la enagua y descubriendo un pequeño botín de raso negro y una media coquetamente restirada. pudo ver la apenas: vestía un paletot de lino, largo y abrochado hasta la garganta, con dos pequeñas bolsas a los lados, en las que hundía sus manos enguantadas.
cubriendo le la cara, caía de su sombrero un velo espeso de crespón azul, tratado sin clemencia por el polvo. levantando la paja de el sombrero, se agitaban inquietos algunos rizos color de oro. el ómnibus venía completamente lleno de mundos y baúles. el viejo, flaco y feo, que se había apeado primero de el carruaje, estuvo vigilando atentamente la descarga y el tránsito de su equipaje.
— , ¡son parisienses! — dijo saltando de contento. ¿has observado cuántas maletas traen?
— será alguna princesa — dijo .
— o una modista — agregó sonriendo la señora.
— lo que es ella, mamá, tiene la cara de esas muñecas que vienen casi siempre en las cajas de guantes o sombreros. ¿bajamos esta noche a el comedor?
— como tú quieras.
— parece un cromo, .
— es rubia, .
los recién llegados habían subido a sus habitaciones para quitar se el polvo y descansar un rato. estaba oscureciendo, y los escasos mozos de el hotel corrían por todas partes limpiando muebles y disponiendo la comida. en la cocina se oía un rumor inusitado de cacerolas y sartenes. llegó, por fin, la hora de la comida: tocó dos veces la campana, y , satisfecho de su obra, tomó asiento en la cabecera de la mesa. frente por frente de el rubicundo huésped, la sopera dejaba percibir su olor de especias, y el gran cucharón de plata maciza, resto de los antiguos esplendores, pavoneaba su vientre hueco las rayas negras y amarillas de la carpeta en donde descansaban los platones. las dos inglesas, algo fatigadas de sus excursiones, prefirieron que se les sirviese la comida en sus respectivos cuartos. la familia fue la primera que ocupó la mesa. un minuto después, los dos recién llegados entraron victoriosamente a el comedor. ceremoniosamente, y tomando un grueso infolio que tenía preparado, se dirigió a el adusto parisiense:
— ¿qué nombre inscribo, caballero, en el gran libro de el hotel?
— .
— perfectamente, y gracias.
tomó una pluma y, dejando el infolio, sobre la mesa, escribió con su letra de cadeneta esta partida: " hoy 1º de agosto de 62, entraron a el hotel el señor y... "
— ¿la señorita es hija de usted, no es verdad?
, que después de saludar ceremoniosamente a la familia , se había sentado a la mesa, volvió la cara como quien escucha algún disparo súbito:
— ¿decía usted?
— preguntaba, caballero, si es hija de usted la señorita... ¡mil perdones!
— no, señor, es mi sobrina.
la parisiense de cabellos rubios tendió su mano, blanca y aguzada, para tomar un rábano, y luego lo mordió curiosamente como quien quiere, a duras penas, contener la risa. un mozo se acercó a los recién venidos, y preguntó:
— ¿qué vino toman ustedes?
— yo, burdeos, ¿y tú, ?
— .
miró asombrada a aquella parisiense que tomaba a pasto el vino de los postres, destinado para las grandes fiestas y para las solemnidades de familia. debía ser muy rica. su traje vistoso, como el de una reina, lo estaba revelando. llevaba un aderezo de brillantes. este detalle hizo sospechar a que era casada. las jóvenes solteras no usan joyas. lo que para la ingenua provinciana no tenia disputa era la incomparable hermosura y la elegancia refinada de aquella gran señora: señora, sí, porque para ella el estado de era evidente. ¿quién sería su marido?, ¡pobre !, ¡qué temprano se había ligado con el matrimonio! a decir verdad, deseaba con impaciencia hacer se amiga de aquella estrella errante desprendida de el gran mundo. la miraba con esa fijeza boba y ese asombro ingenuo con que miran los pobres una edición de lujo. y con efecto, era una mujer impresa en papel y con cantos de oro. la inocente niña revisaba con la imaginación todos los grandes nombres que había leído en los periódicos de modas: ¿sería la princesa ?, ¿la duquesa de ? lo extraño era que el tío se apellidase a secas. tal vez no sería noble. en ese caso, habría jurado que era hija de un príncipe o de un duque de la banca. su aristocracia no podía dudar se: se veía patente en la delgadez color de rosa de sus uñas, en la finura satinada de su cutis, en la coquetería de sus movimientos y posturas. ¡qué pláticas tan agradables se prometía la provinciana para cuando trabasen amistades! le contaría los episodios de los grandes bailes, de las primeras representaciones, de las carreras y de las regatas. la pondría a el tanto de la moda, aconsejando le la manera eficaz de hacer sus compras. y soñaba ya con todo esto, como dos años antes había soñado largas noches con su primer vestido largo, ínterin, la comida iba avanzando y tocaba ya a su término. los recién llegados habían trabado unas cuantas palabras de cortesía con la familia y con el huésped. aventuró una observación sobre la conveniencia higiénica de los baños. habló de sus enfermedades. terció indiferentemente en las conversaciones, y , absorta únicamente en la contemplación de , apenas se atrevió a entreabrir sus rojos labios, parecidos a una cereza cortada en dos por el agudo pico de los pájaros. , en cambio, soltó sin freno la sin hueso. contó los esplendores y la decadencia de su hotel: príncipes, duques, banqueros y poetas desfilaron unidos en la conversación de el huésped, como una solemne procesión de ceremonia. y mientras así hablaba , el viento se quejaba amargamente, suspirando en los largos corredores, y la gran placa de plomo, que hacía oficios de cristal en una de las ventanas rotas y desvencijadas, vibraba tristemente, mezclando sus roncas notas elegiacas a el ruido de los platos y a la chillona voz de el orador.
los mozos se retiraron para dejar libre la mesa en la hora de los postres, y el banquero dio la señal de marcha. abrazó tímidamente a la señora y a , que, confusa como un paleto en la presencia de el monarca, le dijo a media voz su nombre y se ofreció a sus órdenes.
— ¿se llama usted ? ¡dios mío! ¡cuánto me alegro! ¡ése era el nombre de mi mejor amiga!
las dos chicuelas se besaron estrepitosamente ambas mejillas, y , tomando una pequeña palmatoria que le ofrecía , subió a su cuarto.
marchó en su seguimiento. a el pisar el primer escalón de el caracol que conducía a su gabinete, la traviesa coqueta levantó su enagua hasta una altura que habría escandalizado a la señora , y hubiera hecho decir a su hija :
— no cabe duda: es una mujer casada.
luego que ambos llegaron a sus habitaciones, se soltó a reír.
— ¡muy buenas noches, tío!
tomó de improviso un continente grave, como si fuera a pronunciar algún discurso en el , y, meneando la cabeza de un lado a otro, dijo:
— ¡pobres gentes!
— ¡ !... ¡qué luminoso pensamiento!
— no me atreví a decir que eras mi hija.
— ¡es claro! no lo hubieran creído.
— ya lo creo.
— no tienes edad para pasar por mi padre: puedes ser mi abuelo.
pidió recado de escribir.
— ¿vas a empezar tus impresiones de viaje?
— no, voy a escribir a mi modista.
— ¿para qué? los enormes baúles que has traído...
— son inútiles.
se puso serio y abrió los ojos desmesuradamente.
— son inútiles, dijo. todos mis trajes son inconvenientes para el papel que he comenzado a representar.
— pero...
— no admito observaciones. ¿hay sobrinas acaso que vistan como actrices? necesito ser sencilla en mis adornos. quiero trajes de ingenio, hechos de muselinas o de indianas. ¡oh! ¡no me digas nada! soy actriz, tengo decoro, y por nada consentiría en representar un papel sin vestir propiamente.
se puso a leer su atrasado para ocultar su mal humor. tomó la pluma y comenzó su carta. apenas había trazado la primera línea, se volvió a su acompañante y dijo:
— a propósito, ¿por qué no dijiste que era tu mujer?
interrumpió el interpelado su lectura, encendió un puro y contestó:
— porque respeto mucho el matrimonio.
el primer pensamiento de , en pisando esa playa de , fue volver a a el día siguiente. el espeso barniz de tedio que ennegrece los muros de el hotel, la contristaba. para aquella organización inquieta y boruquienta, acostumbrada a la confusión de el escenario, a el vaivén de una vida aventurera y a el ruido de las cenas entre actores, periodistas y calaveras, debía ser insoportable el virgiliano silencio de la playa, la calma de el hotel con sus desnudas paredes y sus desiertos corredores, el mutismo de los salones desmantelados y el gran chaleco blanco de . le parecía que hasta las ventanas bostezaban.
su acompañante, por el contrario, pasaba satisfecho aquellas horas de tranquilidad. lo único que le inquietaba era la falsa situación en que se había colocado colgando se una sobrina imaginaria. por lo demás, el establecimiento no le parecía tan malo; sus reumas habían mejorado grandemente con los baños y, sobre todo — ésta era la razón más convincente — hallaba se a el abrigo de curiosidades malsanas y de mofas imprudentes. porque no estaba ya en la edad en que el amor producto de el orgullo, es a manera de un carruaje á la o de una cachemira. el nudo rojo que ostentaba el ojal de su levita le imponía austeridades y prudencias, mal concertadas con su carácter y sus hábitos. sus relaciones con la inquieta cómica eran para él una perpetua causa de zozobras. cuando menos, luego que fueran completamente públicas, dejarían mal parado su crédito de moralista, porque dogmatizaba en los periódicos, en nombre de la moral independiente; era tenido por un severo puritano en el , y su reputación irreprochable, mal que pesara a la incurable inquina de los maldicientes, comunicaba autoridad a sus axiomas y fuerza a sus principios. en ocasiones, el buen hombre se hallaba perplejo para salir de aprietos imposibles y sostener con dignidad su papel tan difícil de hombre honrado. se encontraba a menudo mal a su guisa y fuera de caja, como el especiero que viste un traje regio para ir a el , o el pobre bobo que, representando a , no atina a decir una palabra sola y no sabe reir se tan siquiera. imaginad os lo difícil que hubiera sido para representar el papel de , y tendréis una idea aproximada de los aprietos y embarazos en que solía encontrar se nuestro moralista, cogido entre sus palabras y sus hechos como un ratón entre las dos mamparas de una puerta.
así que, para , cansado de vivir a hurtadillas, escurriendo se siempre como anguila, de coupés con persianas bien cerradas a cenas en gabinetes particulares, aquella escapada a el campo y a la libertad debía tener un poderoso encanto. adrede había escogido el establecimiento balneario menos querido y frecuentado de los parisienses, el más recóndito y oculto, el único en que, libre de curiosos, podía quitar se el traje grave de filósofo, como se quita el cómico sus arreos de teatro, y desarrugar su frente de , plegada por su eterno fruncimiento. allí, a lo menos, podía vivir a sus anchas, amar a su manera: las olas no tienen pudores de colegiala, y las gaviotas no entienden una línea de la severa moral independiente. estaba en la edad que tiende a las comodidades egoístas y a la holgura. cuando compraba un sobretodo no inquiría si la forma era moderna o atrasada: el cosido y la tela le importaban. por añadidura, aquel solterón viejo, que ya no veía bien y usaba dentadura postiza, tenía pueriles vanidades de muchacho. las correrías a dúo por la montaña le seducían como un sillón en la . ¿no era aquel viaje intempestivo y secreto, un idilio de amor joven y fresco? los árboles, sombreando su lustrosa calva, lo hacían soñar con y . en ocasiones llegaba a creer se joven, y, cuando la fatiga le postraba tras una caminata por la arena, equivocando el temblor enfermizo de sus piernas con las primeras emociones de su juventud, decía, tendiendo se en un banco:
— ¡es la sangre, es la sangre que me hierve! lo único grave en esas circunstancias era el papel de tío que tuvo la imprudencia de arrogar se. los modales y los caprichos de su sobrina le aterraban, pero, sobre todo, la causa más grande de sus inquietudes era la creciente intimidad que ya existía entre su alegre y la familia . la soledad misma de la playa había contribuido grandemente a anudar tan riesgosas amistades. , inquieto y pensativo, había llegado a sospechar que enamoraba a . y, francamente, el caso era muy grave. la conciencia de aquel viejo, tan fácil y contentadizo cuando se trataba de los placeres propios, solía tener rebeldías bruscas y austeridades inauditas en tratando se de otros. ¿hasta qué punto podía conciliar se con su honor el malaventurado ardid que puso en práctica? bien considerada, era ésta una engañifa miserable. a ella, robaba la estimación de una familia honrada y la hacía entrar en comercio con una actriz famosa por sus extravíos. esto era innoble, de todo punto innoble. con este proceder bellaco de fullero, se había liado de pies y manos, sin encontrar salida. el amor de era otro obstáculo: podía desvanecer lo nada más con una frase, pero, ¿cómo decir la sin deshonrar se de una manera lastimosa? su egoísmo no aceptaba tal idea, y, válido de ello, se enredaba el embuste más y más, como una gran maraña en movimiento. ya renegaba de tal viaje, y, tras cuatro semanas de inquietudes, iniciaba el regreso deseado. pero , que en los primeros ocho días se había aburrido lamentablemente, comenzaba a tomar sabor a aquella vida y se negaba rotundamente a abandonar la.
con efecto, debía experimentar lo que d'urville en la , y el doctor en el centro de el .
aquellas sensaciones le eran desconocidas por completo. ¡vivía la vida de el hogar a el lado de una anciana cuyas palabras le iban dejando en el turbado espíritu un sedimento de convicciones religiosas; junto a una joven, candorosa y casta, que estaba destinada a los placeres inefables de la vida íntima; galanteada recatadamente por un amante soñador, que no reconocía las aguas turbias de su pasado vergonzoso, y que soñaba con hacer la prometida, esposa y madre! aquella pobre niña, que tantas veces había sido amada, era estimada por la primera vez. volvía a sentir se buena y casi honesta, como en los días serenos de el colegio, y en su pueril fascinación se imaginaba que todos los episodios deshonrosos de su vida se borraban y desaparecían, como si la mano de algún ángel pasara la esponja húmeda sobre su lienzo maculado. ¡ ! salía lozana y fresca de aquella inmersión brusca en la virtud, como las alas de los pájaros aparecen más tersas y lustrosas cuando la lluvia cae sobre sus plumas. en su cerebro inquieto y ligerísimo no cabían ideas lúgubres ni temores negros; creía tan fácil su regreso a la virtud, que sólo dependía de una palabra suya, tan fácil y sencillo como el decir a su cochero en la y en el : " ¡vuelve a casa! " ¡pobre niña! la ruta estaba llena de precipicios y barrancos; la corriente impetuosa de las aguas, arrastrando los troncos descuajados, desmoronó los puentes de el camino; oscura, muy oscura era la noche: no podía distinguir se en lontananza la hospedadora luz de el caserío, y ella, cerrando sus hermosos ojos, miraba libre y expedita aquella vía, ponía un sol en el cielo y flores en el campo, barcos en el hinchado río y puentes de granito en las montañas... ¡pobre niña! no era viciosa por temperamento ni mala por carácter; sus costumbres desarregladas habían embarazado el crecimiento de los instintos sanos sin destruir los. las aguas eran oscuras y cenagosas en la superficie, pero azules en el fondo. ¿quién dirigió su niñez ni enderezó sus pasos? ¿quién quiso defender su juventud en esas horas de suprema crisis, que tienen voz como la tempestad y seducción como el abismo? ataron una venda sobre sus párpados de rosa, y le dijeron: " marcha ". en el horror intenso de la oscuridad, marchó difícilmente. sus pies se desangraban, y en vano solicitó, con las tendidas manos, el muro en que apoyar se. abajo se exhalaba un delicioso olor de rosas frescas. anduvo temblando algunos pasos: sus músculos, ya flojos, estaban necesitados de reposo; tenía sed de frescura, y, creyendo acostar se sobre rosas, dejó caer su cuerpo frío descoyuntado. el cuerpo inerte descendió a el abismo sobre un tapiz de lirios blancos y de camelias rojas. y como la oscuridad era profunda, como la noche había cerrado y la venda oprimía sus párpados de rosa, pensó la niña en regresar a casa; quiso volver atrás los pasos, desandando lo andado, para sentir el amoroso fuego de la chimenea, aspirar el olor de la frugal comida, y oír, acompasado y cadencioso, la tenue respiración de los chicuelos, dormidos y abrazados en la cuna. y no veía que la barranca enorme encaramaba a el cielo sus paredes, formadas de peñascos agrupados, como una tempestad hecha granito; que no colgaba escala alguna de las rocas, y que las aguas, engrosadas y furiosas, precipitando se en avenida gigantesca, iban a arrebatar su cuerpo inerte... ¡pobre niña!
una mañana, a la hora en que acostumbraba levantar se y hundir sus rizos rubios en una gran cubeta de agua fría, sonaron tres discretos golpecitos en la cerrada puerta de la alcoba.
— ¿quién?...
— yo soy, .
— pasa.
las dos amigas se hablaban ya de tú, como dos compañeras de colegio. , ya peinada con esmero, entornó la puerta con precaución, y entró a la pieza. no tuvo tiempo más que para secar sus rizos con la toalla, y cubrir se los hombros descubiertos con una cachemira que encontró a la mano. este pudor habría hecho reír a un parisiense. ¡costumbres pegajosas de provincia!
— ... como yo lo temía, te he molestado.
— ¡mira que niñería!
— no, si es justo, yo lo dije a mamá: nosotros, habituados a levantar nos con el alba, tenemos costumbres muy distintas de las de ustedes... pero, en fin, ya no hay remedio.
— sienta te aquí sobre la cama y da me un beso. ya ves qué pobre estoy: ¡mi humilde alcoba no cuenta con una sola silla!
— ¿quieres venir con nosotros de paseo?
— con mil amores.
— me encarga que invites, en su nombre, a tu tío.
— ¿para qué? no podrá ir. ya tú lo sabes, su gota no le deja un minuto de reposo.
— ¡va, va, va! yo estoy segura de que irá contento. ¿me he peinado bien?
— perfectamente. deja desarreglar un poco esos ricitos y traer los, así, sobre la frente.
— no, mamá no quiere... anoche, nada menos, me ha reñido.
— ¿te ha reñido?, ¿y por qué? — porque quise peinar me como tú te peinas. dice — no te enojes por eso — que una niña debe llevar la frente descubierta para que pueda leer se cuanto piensa. ya tú sabes: mamá no admite nunca esas deliciosas costumbres parisienses, y yo, que debo obedecer la...
bajó los ojos, y tomando una mano de , le dijo con voz grave:
— haces muy bien, y yo confieso que hice mal en dar te esos consejos...
— ¡no, no digas eso!...
— sí, debo decir lo, porque es justo y bueno: las jóvenes, como yo, que estamos ya habituadas a el torbellino de la ciudad, no debemos servir de modelo. pero ya tú lo ves: como mi madre me dejó muy niña, yo no he podido aprovechar me de su prudencia cariñosa: tengo muchos defectos, no sé cómo portar me...
— ¡si te digo que no!, ¿quieres callar te? yo siento haber te dicho lo que dije, pero tú sabes que mamá te quiere mucho y que jamás puede juzgar te mal, sólo que, ya tú sabes, hay cosas que no pueden remediar se. detesta las costumbres nuevas, y las modas, y los libros, y todo... ¡hasta los novios!, ¡y si vieras qué ganas tengo yo de tener novio!...
— ¿tú?... no seas loca.
— ¿es acaso delito? tú tendrás el tuyo. apuesto a que, contando exactamente, llega a una docena el número de tus señores pretendientes.
— las desgraciadas como yo no tienen novio.
— ¿desgraciada?, ¿y por qué? rica y hermosa... ¿no vives en ?, ¿no tienes carruajes, vestidos, palco en el teatro? ¡sí dan tentaciones de ser hombre para enamorar te! anoche mismo lo decía a .
— ¿a ?
— pues qué, ¿me crees tan necia y tan bobalicona que no haya comprendido lo que pasa? está loco por ti...
— ¡no!, te equivocas. advierte su frialdad, mira como aprovecha la menor ocasión para esquivar me... no, no me quiere. es galante, es amable, es caballero, respetuoso conmigo, nada más.
— ¡y está loco por ti! ¡bebe los vientos por mirar te! ¡quiere huir te porque teme un desdén o un menosprecio, pero te ama! yo le concedo la razón, apruebo sus proyectos, soy su intercesora... ¡tendría en ti tan buena hermana!...
— no pienses más en eso: son locuras.
— ¿ ?, ¿pues no te ama?, ¡ah!, ya comprendo: tienes otro novio, estás para casar te, no le quieres...
— ¡pero no, si tampoco es eso; no, no es eso!
— entonces no te entiendo. si eres libre, si ambos os amáis, si no hay ningún obstáculo...
— ¿y tu mamá, , tu mamá?
— consiente en todo, yo te lo prometo. , sin poder lo ocultar, se estremecía de gozo. , besando la como una locuela, en la boca, en la frente y en los ojos, continuaba hablando.
— seremos muy felices: ¡te lo fío! tú no querrás vivir en la provincia, es natural; tú, gran señora, pasarás en todo el invierno; nosotras, mamá y yo, muy solas y muy tristes, pasaremos los meses aguardando a que los novios vuelvan a su nido. será penoso para ti sacrificar nos dos meses de tu vida cortesana, pero te mimaremos tanto, tanto, que has de olvidar el y los salones, traveseando conmigo en el jardín. tú me referirás tus diversiones, me contarás tus triunfos, tus paseos... y si mamá consiente, cuando ustedes vuelvan, yo iré con vosotros a , viviré quince días en ese mundo que he soñado tantas veces. ¿verdad que sí?
sentía bruscos sacudimientos nerviosos y repentinos brincos de chicuela. a pesar suyo, el regocijo y la alegría saltaban a
sus ojos, inquietos y despiertos como los de una niña el día en que se engalana con el primer vestido largo. lo olvidaba todo, todo, para pensar no más en esa inesperada dicha. por eso, cuando levantó se y le dio un beso en la frente, como despedida, apenas pudo murmurar palabras inconexas, privadas de sentido, como las frases extravagantes que solemos decir a quien intempestivamente nos despierta. sus oídos oían constantemente un repique de campanas, vibrando en una atmósfera de fiesta. ¡era verdad!, ¡la amaba! para aquella alma, oscurecida por las pasiones y los intereses de la vida cortesana, el amor era un goce nuevo, desconocido, poderoso; un aire fresco y libre, como el aire que sopla en las montañas cuando pasa la nube tempestuosa. para aspirar este ambiente desconocido, abría de par en par todas las ventanas de su alma. y se encontraba buena, honrada y noble, como si el amor la hubiera purificado en un instante con sus aguas lustra les y benditas. el mármol de el pavimento puede lavar se cuando la orgía concluye; pero, ¿qué esponja enjugará las aguas cenagosas de el delito? aquel espíritu de niña estaba ya manchado por el áspero vino de las bacanales, por el cieno pegajoso de el arroyo, por todos los sedimentos asquerosos de la vida. pero el amor es una a la inmensa que todo lo levanta, una luz que penetra todos los abismos de lo oscuro, y amaba. su amor no estaba desligado todavía de las amarras toscas de la materia; no era duro; necesitaba atravesar el dolor para purificar se, como el diamante necesita, para brillar, el buril de el lapidario; pero amaba. amaba a su manera, con flaquezas y con debilidades, sin fuerza para el sacrificio, pero amaba. creía hospedar en su corazón a un ser vulgar y parecido a todos, y hospedaba a un gran príncipe encantado, capaz de todos los prodigios, de todos los milagros, de todas las empresas!
primeramente, en el voluble cerebro de la pobre niña, se levantó una franca admiración de la hermosura física. no era para ella un pensamiento soñador ni una alma enamorada: era un cuerpo correcto y perfectísimo, un brazo vigoroso, una mirada clara, una boca entreabierta por el soplo fogoso de los besos, un símbolo de fuerza y hermosura. su curiosa imaginación se recreaba en la dorada seda de el bigote y en el color opalino de las sienes. lo quería, como se puede amar a algún tenor de la ópera bufa, o clown o muñeco de . fue para ella un bello desdeñoso. trataba la con exquisita cortesía, sin apresuramiento ni zozobra, como se trata a una mujer, sea fea o hermosa. su mano no temblaba a el servir vino en su copa ni sus ojos se enardecían a el fijar se en los ojos de la hermosa. no la amaba. esta increíble resistencia y esta esquivez amable provocaban la impaciencia de . ¿cómo?... aquélla era la primera vez que un hombre lograba seducir la con su apostura y gallardía, y éste, sin apercibir se de ello, pasaba huraño, indiferente, tocando apenas el ala de su sombrero, sin volver la cabeza para ver la ni refrenar el paso para oír el juguetón retozo de su voz. pasaba junto a ella lo mismo que junto a la corista , cuyos hombros son desiguales y torcidos, o junto a la actriz , que tiene dientes de esmalte y formas de algodón. su gran coquetería se rebelaba contra esta confesión escandalosa: quería lograr su amor como se quiere un pouf de seda o una sombrilla japonesa. era un capricho no satisfecho y pedigüeño, que alzaba su cabeza de niño consentido pidiendo la vedada golosina con gritos de impaciencia y con rabietas de muchacho. cuando pensaba en esa humillación, solía ver se a el espejo, diciendo para sus adentros: " ¡veamos!, ¿soy o no soy bonita? "
poco a poco esta resuelta admiración y este deseo invencible se fueron trasformando en un afecto verdadero. el medio honrado en que vivía comunicaba a vagas aspiraciones a lo bueno, y tendencias mal definidas a una virtud graciosa y acomodaticia. tanto se identificaba con su papel de joven casadera, que a ratos se creía a sí misma honesta y buena. andaba a tientas por un mundo desconocido, y cada nueva sensación que descubría le arrancaba esos gritos de alborozo en que prorrumpen luego los chicuelos, cuando hallan una flor, un dulce o un juguete. le parecía asistir a un espectáculo de magia con la pueril admiración de esos burgueses que encuentran todo sorprendente y raro. la vida de familia — en la que nunca había pensado — descubría ante sus ojos grandes perspectivas llenas de sol, de música y perfume. y con esa inconsciencia y ligereza que dirigía todos los actos de su vida, no pensaba en lo oscuro de ella ni en la dificultad de vindicar se: todo le parecía fácil y llano, como la compra de un encaje apetecido o de un tronco de yeguas irlandesas. entonces se decía: " puede dar la felicidad; vivir siempre a su lado, conocer sus secretos y participar de sus goces, apoyar se en su brazo para andar y contar los latidos de su pecho, es el placer supremo ¿por qué no he de gozar lo? " y con los ojos de la imaginación veía una casa perdida en las montañas; allí, de codos en la ventana, estaba ella esperando la vuelta de su esposo. de pronto, se oía el galope de un caballo; el polvo se levantaba en remolino, danzando en torno de el gallardo potro. un jinete se apeaba: era . adentro, en la amorosa alcoba, ardía una lámpara. echaba los brazos a el cuello de , y, ambos unidos, sentaban se en el blando canapé. traía de la ciudad: trajes, sedas y blondas y sombreros. ¿para qué? ¿no vivían retirados y escondidos? seguramente, pero no concebía felicidad ninguna sin telas y sin joyas, ¡las parisienses no se visten y adornan para el mundo: se visten para sí! todo ese cuadro primaveral se dibujaba en la exaltada fantasía de . ya no era para ella un cutis tosco, una pupila ardiente y una cabellera rubia: era el hombre completo y absoluto, con la hermosura corporal y el acento divino, el vaso y el perfume, el árbol y la savia, el cuerpo y el espíritu. su amor no consistía únicamente en el cambio de dos caprichos y en el contacto de dos epidermis: tenía la fuerza humana y la fuerza divina, el beso de los labios y la sublime comunión de los entendimientos. el pájaro con alas echaba hondas raíces a el suelo. por la primera vez, de esa pasión demente que había sentido muchas veces, nacía el amor sensato y precavido. de aquella cosa efímera nacía una cosa eterna. y a medida que este avatar se realizaba, los buenos sentimientos movían inquietos el ánimo de , como diciendo: ¡estamos listos! las palabras de habían cumplido ese prodigio. el capricho, ya convertido en esperanza, se trocaba en realidad. la amaba.
¡ la amaba! estas palabras sonaban como un gorjeo de pájaros en los oídos de . era el primer grito de el gallo, disipando las sombras y los diablos. ¡ la amaba! distraída con su pensamiento, ataba con descuido los bucles de su rubia cabellera, la peinaba aprisa, y, cada vez que el peine de marfil hundía sus dientes entre las ondas de el cabello, entablaba con el espejo un dúo coqueto de sonrisas. el amor es como la luz: lo alegra todo. pero el amor de no era perfecto aún. la prueba es que no le decía: le amo, sino: ¡me ama!
de pronto, suenan dos golpecitos en la puerta. .
¿ ? se había habituado en pocos días a ver le siempre lejos. cumpliendo a maravilla su papel, había tomado cierto aire respetuoso para hablar le y puesto un doble cerrojo en sus habitaciones. mala actriz bajo el cielo haraposo de las bambalinas, era una comedianta consumada en las escenas y peripecias de la vida. en aquellos momentos tenía la plena convicción de su honradez. ¿quién era ese ?, ¿qué le quería?, ¿por qué tocaba con los nudillos de su huesosa mano a la cerrada puerta? y luego, ¡en qué momento!, cuando su alma corría, a todo correr, por los países de el ensueño, a la hora en que su corazón se iluminaba con las claridades opalinas de el alba. ¿quién era, pues? ¿qué le quería? era ese espectro pavoroso y mudo que escribe vaticinios de muerte en el salón orgiástico de y que se llama en el festín de . — ¡adelante! entra, ya que lo quieres, oh ser mudo, señor para el esclavo, pasado para la mujer. entra, como traidor de melodrama, grave y áspero, fruncido el entrecejo, torva la mirada. es tu derecho.
tras el rostro animado de la niña, se perfiló en la luna de el espejo la cara avellanado y el granujiento cutis de . — ¿ya estás dispuesta? — ¿a qué? — a mentir, a acabar esta comedia que ya se me va haciendo insoportable. — vamos.
— sí, pero es fuerza que antes me prometas desoír los suspiros de , de ese chicuelo con quien estamos jugando a la gallina ciega, y a quien engaño, por tu culpa, miserablemente. dispon para mañana tus maletas. ya me cansé: volvemos a . — ¡mentira! — no, pues mejor: yo partiré solo, si quieres. da me entonces papel, pluma, tintero: voy a dejar escrita la verdad... sí, toda la verdad... — ¡oh! ¡nunca! — imagina el horror de esas honradas gentes cuando lo sepan todo, todo... tomó de el tocador un pomo de cola cream y lo arrojó a la cara de . — ¡infame!... airado, tembloroso, asió el viejo una mano de su cómplice, y forcejeando, pálido, logró vencer a que cayó de rodillas en el suelo. — ¡infame!... ¿infame porque no tolero infamias, porque conservo aún conciencia y honradez? bien merecido me lo tengo. te levanto hasta mí y te ensoberbeces. consiento en ser ridículo y ser bajo por ahorrar te vergüenzas, ¡a ti, mujer perdida, a ti que para avergonzar te necesitas untar de rojo tus mejillas afrentadas! sollozaba.
— ¡ve te! no te necesito. puedo, si así lo quiero, abrir esas mamparas y llamar a todos. sí, que entren, que te miren arrodillada, con la frente baja, como conviene a las mujeres de tu clase. puedo decir les: esta mujer en quien usted, señora, posó sus labios, frescos todavía por el contacto de una boca pura, es una vil que engaña y que corrompe. la he recogido en el arroyo, manchada con todas las inmundicias de la calle, llena de lodo, haraposa y sucia. valida de delincuente complacencia, ultrajó la inocencia de una niña que le tendió sus brazos y la llamó su amiga. más aún: ¿qué es lo que usted más quiere, lo que más ama, lo que más respeta?, ¿el corazón de su hijo? bien, pues esa mujer lo tiene, lo ha robado. tendiendo una celada infame a su honradez, ha pretendido ser su esposa. ¡tras robo de corazón, robo de nombre! llame usted a sus criados, a sus palafreneros, a sus mozos: arroje la de esta casa que insulta con su imprudencia y su descoco. ¡es una vil ladrona! — ¡oh, di lo, di lo! — lo diré, sí, no ahora, porque pienso que la vergüenza me ahogaría. yo lo diré por medio de una carta, mañana, en cuanto parta, luego que logre desasir me de esta red oprobiosa, luego... — pero, ¿no tienes alma? — hoy, aún eres mía, me perteneces como una cosa que he comprado. puedo escupir te, pisotear te, arañar ese cutis y estrujar los encajes de tu bata. ¿quieres ser libre? ¡paga me! si yo te debo, ¡toma!
, a el decir esto, hundía una mano en los cabellos de , enmarañando los, mientras, con la otra, le apedreaba la cara con monedas. ella, sin levantar se, con las pupilas rojas y la garganta hinchada de sollozos, no contestaba una palabra ni una queja. su bata se había desplegado por varias partes, con el brutal contacto de esas manos viejas que apretaban como tenazas y se hundían en la carne como jarcias. su cabellera rubia, ya deshecha, le caía por los hombros en desorden. apretó entre sus manos una de aquellas trenzas ultrajadas, y llevando la a su boca, la mordió con rabia: en ella se estrellaban los sollozos y las quejas y las súplicas, que no encontrando franca la salida, retrocedían a el corazón avergonzadas. entretanto, sonaban pasos en los corredores, se oían voces...
— ¡ ! ¡ ! la carretela de camino, ya dispuesta, paseaba por el patio de el hotel. una falda de seda crujió en las losas de el pasillo; una mano movió el picaporte de la mampara para abrir la... — ¡no se puede! ¡no se puede! — gritó , desesperada. — soy yo: ; te concedemos quince minutos más de espera, perezosa. soltó por fin el brazo de la desgraciada y le indicó imperiosamente que se levantase. — viste te ya: te esperan. , alzando se altiva, señaló la puerta. tomó el justiciero insultador su enorme fieltro de alas anchas, y sin decir palabra más, salió de el aposento. a el ver se sola, dejó caer su cuerpo como una cosa muerta; flojos ya sus músculos no tenía vigor para permanecer de pie; afuera sonaban voces, gritos, ruidos de carruaje, risas y latigazos; nada oía: de rodillas y junto de el humilde catre, mordía con ansia las sobrecamas y las colchas para que no se percibiera en el hotel el rumor de su llanto y sus sollozos. sólo dos veces había llorado así: una el día de el entierro de su madre, y otra, ahora. pero, entonces, la afrenta no enrojecía su rostro, ni lastimaban su precioso cuerpo los verdugones que le habían levantado las monedas; lloraba sin blasfemias y sin imprecaciones, desarmada contra los rayos de y la inflexible lógica de los sucesos naturales; pero en esos momentos de suprema vergüenza y de suprema rabia, el llanto le quemaba el rostro como un chorro de vitriolo; no era quien la hería con su : era un hombre. de pronto, , haciendo un esfuerzo, logró levantar se; hundió su cara, su cabeza, sus rizos y su cutis en una palangana llena de agua helada; alisó con el peine sus cabellos; se arrancó la bata en jirones, y sin llamar a la camarera, echó sobre sus hombros un lujoso traje. después hallaba se en el comedor.
la mañana, con esa insoportable indiferencia de la , reía, como una colegiala endomingada, en los cristales de colores y en los viejos muebles. pasaba el su enorme peine de oro por el follaje verde de los árboles. se oía el gorjeo de algunos pájaros y la risa de . los ángeles habían puesto una corona de rocío en las flores y un poco de amor en los corazones. los mandiles de los mozos parecían más blancos, y hasta las grandes telarañas que enredaban sus hilos en las puertas, heridas por el , se perfilaban en el aire como alambres de oro. en esa atmósfera de fiesta se dilataban los sonidos con alegres ecos, y las olas de el mar, lamiendo blandamente las rocas esponjosas de la playa, murmuraban palabras amorosas.
, vestida ya y dispuesta para la proyectada caminata, daba el último sorbo a su pequeña taza de café, en el comedor. a el ver a la estrechó en sus brazos, y riendo como una loca, le enseñó la taza. era graciosa y diminuta, de paredes delgadas, color de rosa y trasparentes, como obleas de porcelana. en la orilla tenía una lista de oro, y en el fondo, dispuesto adrede para sorprender a los que apuran el moka o el che perla hasta consumir el último trago, un diablo de grandes cuernos y uñas largas mostraba, sonriendo, sus pupilas de lumbre y sus enormes dientes afilados.
para amar verdaderamente, sólo faltaba a una cosa más: el sufrimiento. ya sufría, esto es, ya amaba. sufrir es elevar se; por eso ha puesto su eterna bienaventuranza a el término de una vía dolorosa. para llegar a conocer los grandes goces de el amor, necesitan las almas sentir la ruda iniciación de la amargura. todos sus amoríos pasados habían tenido ese carácter frívolo y pecaminoso de los bastidores: encuentros fortuitos de dos naturalezas y de dos caprichos, choques de ambiciones, cambios de necesidades. de el amor no conocía más que la escala descendente: las noches de , las bujías pálidas, las flores pisoteadas y las ojeras violáceas de el insomnio. era para ella como un antiguo caserón, de cuyas piezas no conocía más que la bodega y la cocina. había bajado a el subterráneo, oscuro y húmedo, todo lleno de barricas polvosas y botellas sucias. pero el salón de honor, colgado de damascos y de brocados, con su tallada sillería de ancho respaldo, sus lienzos de y su redonda mesa de ébano; el parque, poblado de mariposas y de pájaros, con sus graciosas jaulas de oro en donde abrían su cola de iris los faisanes, y traveseaban aves escarlatas; la alcoba señorial, tendida de terciopelo azul y blanco, le eran desconocidos. de ese gran ser, mitad demonio, mitad ángel, no había visto más que las risas que condenan y no las lágrimas que salvan.
entraba, pues, a un mundo enteramente nuevo, con sorpresas de viajero y gritos de chicuela. ¿por qué no había observado más temprano esa faz luminosa de la vida? para ver la, necesitó apartar se de los grandes círculos, de las atmósferas viciadas; oír más de cerca las elocuentes voces de la ; hacer se pequeñuela, como las almas para entrar a el . es una revelación de lo infinito: por eso vive en el silencio bucólico de el campo y en la quietud de las tranquilas heredades. los ermitaños, para ver mejor a , buscan abrigo en la grieta desierta de algún monte, lejos de los hombres.
para que el alma nueva no se fatigue pronto de la , y se acostumbre suavemente a la dura faena de la vida, ha puesto, piadoso, junto a cada cuna, la proyección de un ángel: el alma de la madre. así los niños se creen más próximos a el y menos cerca de la . después, la madre es la suprema iniciadora de las grandes cosas. como la ciencia es necesaria, quiso el poner, junto a la vida que comienza, la vida que se acaba; junto a quien todo ignora, quien lo sabe todo. la madre enseña a deletrear en el espíritu. ¡qué más! , con ser hijo de , necesitó el cariño de una madre, y no quiso ser huérfano.
quitad a el niño algún sentido desde el primer minuto de su vida, pues le habéis quitado todo un orden de ideas en el entendimiento. quitad le el santo amparo de la madre, pues le habéis quitado todo un linaje de virtudes en el corazón.
lo alcanzará después, acaso, pero la iniciación habrá sido más larga, sin remedio. , que de la madre sólo había visto el mal ejemplo, estaba ante el amor y la virtud como el rapaz que hojea algún libro sin haber estudiado el alfabeto. eran para ella como la noción de los colores para un ciego de nacimiento.
en todo espíritu, aun en el más gastado, puede encontrar se una virginidad. cada alma es como un libro que no tiene todas las páginas abiertas. esa virginidad, en la de la leyenda florentina, es el amor de madre. el corazón es a manera de una casa que tiene muchos locatarios: todos suben por la misma escalera y transitan por los mismos corredores. algunos se conocen, otros saludan, muchos no se han visto nunca. éste, que vive enfermo y paralítico, pasa los meses y los años amarrado a su gran sitial de cuero. aquél, que acaba de nacer, duerme en la cuna. que estalle algún incendio, que peligren las vidas de aquellos pobres seres perdidos en una gran colmena humana, y todos salen: arrastrando se, el viejo; el niño, en brazos, pero todos salen. los sentimientos viven así en el corazón: algunos, atrofiados recién nacidos, otros. cuando llega el minuto supremo de la crisis, todos aparecen: algunos duermen como si estuvieran muertos; pesa sobre ellos una enorme lápida, pero, a guisa de epitafio, en ese mármol fúnebre hay una inscripción que dice: ¡resucitará! !
en el alma de había una virginidad: la de el amor. sus alas de mariposa habían perdido, con el contacto de los hombres, el polvillo dorado, las moléculas rojas y los átomos azules, pero eran alas todavía, y toda ala puede llevar a el . miraba dentro de su corazón nuevas figuras que no había visto nunca. era el amor un amor imperfecto, pero amor a el fin. los niños no vienen a el mundo hablando y discurriendo. era un amor recién nacido, que asomando los rizos rubios, las pupilas azul cielo y la pálida frente de camelia, decía en voz baja: " ¡aquí estoy! "
y como es el gran hechicero y el supremo encantador, , no obstante las recientes luchas, no obstante su amargura, veía las cosas todas a través de una lente que todo lo teñía con un vago matiz color de cielo. la victoria, ligera, atravesaba los collados verdes, y crujía ásperamente a el encajar sus ruedas en los desnudos arenales.
hablaba con de enfermedades y de achaques; sonreía a el lado de , y , a caballo, galopando para marchar a el mismo paso que el carruaje, iba altivo y gallardo junto a la portezuela. algunas cabras de vellón inmaculado triscaban en las rocas. ¡así corrían y traveseaban las ideas alegres en el cerebro de !
callada y pensativa, repasaba en la memoria todos los varios incidentes de su vida en . primero, las humillaciones de su amor propio, sus congojas de coqueta a el pensar que no la quería. ¿no estaba siempre austero, huraño y mudo a el encontrar la? su mano varonil tocaba apenas el delicado cutis de la suya. le hablaba poco, con señalada indiferencia y cortesía. no; no la amaba. algunas veces, a el entrar por la noche en su mezquina habitación, desesperando de vencer esa esquivez, se había puesto con ansia frente de el espejo, diciendo, para sus adentros: " ¡veamos! ¿soy o no soy bonita? "
acostumbrada a encadenar las voluntades, aquella rebeldía la impacientaba, y, sin embargo, , a pesar de las apariencias, la quería. lo adivinaba con su instinto seguro de mujer, y las ingenuas confidencias de su amiga acababan de patentizar la secreta existencia de ese afecto. todas las circunstancias que antes hubiera desechado por insignificantes, tomaban cuerpo en su imaginación, como testigos cuyas declaraciones demostraban, sin dar lugar a duda, el amor taciturno de . y tan absorta en tales pensamientos iba , que hablaba maquinalmente sin fijar se en las palabras, tanto, que a el preguntar le :
— ¿cuál flor te gusta más?
contestó:
— un sombrero y un traje crema.
¡hermoso día aquél! el canto de los gallos en los corrales comarcanos parecía más vibrante y más agudo. los mastines, inquietos, ladraban a el ver pasar la carretela, y los niños, saliendo de los ruinosos caseríos, seguían con ojos asombrados la marcha de el carruaje que caminaba envuelto en una gran nube de polvo. por fin, llegaron los viajeros a el sitio designado para el frugal almuerzo. los criados bajaron de el carruaje grandes canastos con provisiones abundantes, y extendieron sobre la yerba verde, y dura, un mantel blanco. las botellas de y de erguían su cuello corto levantando la tapa de el canasto, en cuyo fondo, heridas por la luz, brillaban vasijas de plaqué y grandes latas de pescados y conservas. un sano olor a queso fresco y pan caliente salía de aquellas cestas campesinas; la sombra de los árboles bajaba fresca y protectora sobre el gran mantel, en donde se alineaban, dispuestos para el combate venidero, los vasos trasparentes, los platos ordinarios con su paisaje azul y sus ribetes rojos, la hoja lustrosa de los cuchillos y los agudos dientes de el acerado tenedor. un perro flaco, deserto de alguna granja no lejana, miraba con envidia los preparativos de aquella solemne orgía campestre.
el almuerzo se servía, , y soltaron a correr por la campiña. sacó de su bolsa una bola de estambre, un gancho de marfil y unas tijeras. , poco seguro de sus piernas y mal traído por la gota, quedó en compañía de la buena anciana. — ¡gracias a que estamos solos! — dijo la madre de . ya ha mucho tiempo que quiero hablar a usted muy seriamente.
tembló de pies a cabeza, y sorbiendo una toma de rapé, repuso:
— hablemos, pues, señora.
— ¿por qué no se ha casado usted?
— señora... porque no he tenido tiempo.
— y sin embargo, el deber, severo e inflexible, prescribía a usted la urgente necesidad de el matrimonio. tiene usted una sobrina, que, huérfana desde su temprana edad, necesitaba los cuidados de una mujer, de una segunda madre... no me replique usted... los hombres son insuficientes para educar el corazón.
— es cierto, pero...
— no hay pero que valga. ¿qué es lo que ustedes saben? despilfarrar dinero a manos llenas; pagar ayas y maestros que sirven de seguro para el aprendizaje de los idiomas y de el piano, pero que son de todo punto incompetentes para imbuir sanas doctrinas y preceptos prácticos.
— yo diré a usted, señora...
— no me diga usted nada. ya sé que los solteros, y sobre todo los solteros parisienses, tienen antipatía cordial a el santo estado. ¿casar se?, ¿para qué? lo que ustedes buscan es la casa sin familia, la mujer sin la esposa y sin la madre, el matrimonio sin sus peligros y el hogar sin la cocina. pues bien: siempre se encuentra algún buen hombre que os prepara todo eso: una mujer bonita, una vivienda fresca, magníficos tapices y comida inmejorable. toma usted entonces sus guantes de color y se presenta. todos le aguardan con ahínco. el marido, que bosteza examinando la marcha de el minutero en su reloj, le ofrece un buen asiento; la mujer, que moría de tedio, le sonríe. huye el marido libertado por usted, y vuelve precisamente a la hora necesaria para librar a usted de una conversación sobradamente prolongada. él hace la felicidad de usted, y usted hace la de él; la señora se encarga de los dos. ¿qué más? he aquí por cuál camino, siendo el más independiente de los maridos, es usted el más arreglado y feliz de los solteros.
— exactamente — dijo , perplejo y sin saber lo que decía.
— pues bien, esa conducta es criminal. permita me que emplee con usted una franqueza semejante. mis años, mi experiencia y la simpatía que ustedes me inspiran, me autorizan para ello. usted tiene la estricta obligación de educar bien a su sobrina. es buena, de excelente natural, dócil y franca; pero, vuelvo a pedir perdón por mi franqueza, yo he notado en su compostura, en sus palabras y en sus trajes, cosas que sientan mal en una señorita. ¿qué entiende un hombre de perendengues y de trapos?, ¿cómo puede saber si este o aquel color es conveniente para el vestido de una niña? el hecho es que, en absoluto, tales detalles tienen poquísima importancia: se puede llevar un loro de en el gorro, un vestido escarlata, capota azul y guantes verdes, sin dejar por ello de ser una mujer perfectamente honrada. pero, conforme a las convenciones mundanas, todo tiene su importancia. la joven debe solicitar un guía prudente que la encamine hasta en la elección de sus vestidos. si todo lo hace sola, se vestirá como una bailarina o como un perro sabio. el caso presente está muy lejos de llegar a semejante extremidad. viste elegantemente, con demasiada elegancia.
— así lo creo.
— usa blondas y encajes... ¡magníficos encajes! ayer llevaba un fichú espléndido, de punto de ; plumas, sedas, todo un mundo de adornos. una joven debe vestir con más sencillez; tener el continente reposado de una señorita...
— de una señorita... con efecto — dijo , inclinando se.
— no se enfade usted; si yo no sintiera una profunda simpatía, si y usted me fueran indiferentes, no hubiera hablado de este modo. en fin, yo creo que entre mamas...
— ¿mamas?...
— ¿no es usted, en cierto modo, la mamá de ? vamos a ver: ¿cuánto apostamos a que ha leído dramas o novelas?
— con efecto...
— ¿lo ve usted, hombre de ? ya yo extrañaba oír en boca de una señorita recogida frases y palabras que disuenan muchísimo, muchísimo. ayer, sin ir más lejos, la oí cantar una aria poco edificante de gran duquesa. muy mal hecho. las niñas no deben leer novelas, con exclusión de aquellas que haya aprobado el arzobispo. ahora comprendo por qué he advertido en ella ciertos romanticismos de mal género. estoy segura de que se le ha metido en la cabeza la historia de algún héroe imaginario. ¿qué haría usted si mañana se dejara robar por un barbero, deseosa de poner en práctica las aventuras imposibles de una novela mal zurcida?
— con efecto... una ocurrencia semejante...
— ¡chist... ya están aquí! venían a tiempo. el diálogo emprendido iba siendo absolutamente insoportable. sudaba la gota gorda. aquel examen de conciencia, tan fuera de camino y tan extemporáneo, le parecía ridículo en extremo. a haber tenido a mano algún espejo, hubiera examinado con atención su propia cara, para cerciorar se de si tenía en efecto el aire bonachón de un tío completo. volvía contenta y despejada. sus mejillas estaban rojas, rojas, como dos pétalos de rosa caídos sobre una taza crema. le daba el brazo. , adrede, se había atrasado un poco para dar ocasión a una amorosa confidencia; les decía sonriendo:
— ¡así!, ¡juntos!, ¡muy bien!, ¡cómo dos novios!
¡como dos novios, sí! pero, ¿por qué no abría sus labios? su brazo temblaba ligeramente. lo sentía, como siente el niño el aleteo de el pájaro impaciente que aprisiona entre sus manos. mas, ¿convenía acaso que hablara? titubeaba sin saber qué podía esperar o qué debía temer. durante la comida estuvo triste. la alegría de , rompiendo en carcajadas armoniosas, sonaba en sus oídos como los sones de la música en la pieza donde velan un cadáver. a medida que estaba cerca de , volaban sus pensamientos de ventura, como las palomas cuando columbran las alas de el gavilán. y sin embargo, la pobre enamorada habría querido detener aquel día que se escapaba a toda prisa, a modo de el amante que toma apretadamente entre sus manos la perfumada falda de su novia, para impedir le que se vaya a la hora en que debe terminar se la entrevista. ¡acaso aquel día era el último que pasaba junto a ! ¿por qué no había de amar le? algunas horas más de engaño, ¿qué importaban? a el día siguiente arrancaría de su memoria los dulces recuerdos de esa temporada; arrojaría a los lodos de la calle esa blanca corona de azahares inocentes que había ceñido sus sienes por un breve rato. después de todo, ya estaba acostumbrada a esas bruscas caídas de telón, ¿no era una comedianta? pues bien, la campanilla de el apuntador marcaba el fin de el acto; las señoras comenzaban a poner se sus abrigos de pieles en los palcos y los hombres encendían sus tabacos en el patio; un minuto más y la comedia concluía: era urgente, sin duda, aprovechar ese minuto.
a el terminar los postres, indicó la conveniencia de el regreso. gruesas nubes se amontona han en el cielo, y algunas aves asustadas volaban a flor de tierra, husmeando la tormenta. el aire soplaba húmedo, y los tumbos de el mar, lejanos, pero perfectamente perceptibles, subían en un crescendo formidable. los criados recogieron precipitadamente en el canasto todos los restos de el banquete; la pequeña caravana se puso en marcha. a poco andar, gruesos goterones, cayendo violentamente sobre la tierra seca y árida, iniciaron la sinfonía sonora de el chubasco. faltaba todavía un gran trecho de el camino, y la...... ventura eterna de tu amante. le ciñes amorosamente con los brazos, para que no advierta cómo le vas aproximando a la orilla de la barranca, para arrojar le a el precipicio. y además, eres tonta. no comprendes que cuando llegue el día de la verdad — y ese día llega siempre —, todo su amor se trocará en vergüenza, en odio inextinguible e infinito. pues qué, ¿se ultraja impunemente la honra?, ¿se burla así la santidad de el matrimonio? ¡falso! ¡falso! tú le habrás hecho eternamente desgraciado; no podrá ya gozar las dichas castas de el amor; le habrás quitado hasta el derecho de tener hijos; pero, cuando conozca tu vileza, llamará a sus lacayos para que te pisen, y te dirá, como a : " de rodillas, prostituta ".
lloraba mordiendo sus enormes trenzas rubias, desgarrando con las inquietas manos el pañuelo. ¿qué iba a hacer? en ese instante su alma podía ser comparada a el niño huérfano que la madre suicida abandonó en la plaza pública. ¿adónde va?, los transeúntes le interrogan, pero él no sabe dar las señas de su casa. llora mucho, vuelve hacia todas partes la mirada suplicante, y no se atreve a pasar de una acera a otra, por temor de que un coche la atropelle.
los recios tumbos de la mar llegaban a los oídos de y le decían: " ¡ven!, ¡te esperamos! " ¿tendrían razón las voces de el abismo? el pensamiento de la muerte proyectó su negra sombra, pero no odio. dirá: " ¡me amaba mucho, no era digna de mi cariño, y se mató! ¡yo la habría amado! " no más congojas, no más zozobras, no más sobresal ' tos. ¡mucho frío!... ¡mucha sombra!... ¡mucho olvido!... primero, las angustias de esta vida pegajosa que no quiere dejar nos y que se ase furiosamente de nosotros; las ideas que dan vuelta a el cerebro como si el resorte que las regula se rompiera; el peso de una lápida en el pecho; algo que se nos va encajando, a un tiempo mismo, en todo el cuerpo, y luego, mucha calma, mucho silencio, mucha oscuridad... un sueño largo, que dura, ¡dura mucho y no se acaba! ¡eso es! ¡eso es! la muerte lava y purifica todo. pero, ¿qué muerte es la mejor?, ¿un puñal?, ¡ah, no, no!... me faltaría valor para encajar me lo en el pecho: ¡no podría! ¿el veneno? ¡tampoco!, los venenos abrasan las entrañas, van quitando la vida a pedacitos. ¡yo quiero morir toda de una vez! acaso, acaso, me arrepentiría de haber me envenenado, cuando no hubiera ya remedio, y eso... sería horrible! ¡no, no quiero, no quiero oír los pasos de la ! si apoyara en mi sien el cañón de una pistola y tirara ligeramente de el gatillo... ¿qué se siente cuando la bala rompe el cráneo? los huesos saltarán hechos pedazos, como si la cabeza reventara. ¡qué suplicio, mío! no, yo no quiero que mi cadáver quede enrojecido con la sangre, ni deforme. quiero ser bella hasta después de muerta. si él me viera despedazada y cubierta de sangre, dejaría de amar me. no, mejor será morir ahogada. ¡el mar! ¡qué helado debe estar su seno! ¡y qué oscuro que es! los tiburones abrirán sus bocas horribles para devorar me, y el cuerpo mío no descansará en tierra bendita! ¡no, yo no quiero morir! ¿qué habrá después de la muerte? ¡dios castiga a los suicidas! y mi cuerpo, mi pobrecito cuerpo se irá cayendo a pedazos, como un traje viejo. me dejarán sola en el cementerio, rodeada de cadáveres... los gusanos morderán mis brazos y mi cara y mi cuello... ¡qué horribles son los esqueletos!... ¡no, mío, yo no quiero morir! ¡no, no lo quiero!
y las voces misteriosísimas, partiendo de todos los resquicios y rincones, se embrollaban y confundían como las voces de los niños que salen tumultuosamente de la escuela:
— ¿morir tú?... — decían unas. pero, loca, ¿para eso cuidaste con esmero tan grande el cuerpo blanco y los cabellos rubios? no has querido que el sol manche tu cutis ni que el trabajo deforme tus manos. has sido esclava de tu belleza: la rodeaste de sedas y de blondas, como decora la mujer piadosa el altar en que está su imagen favorita. ¿y para qué?, ¿necesita un cuidado tan escrupuloso la prometida de el gusano? el novio hediondo te espera en la oscuridad de el ataúd: ¡ésa es tu alcoba nupcial! tu blanco traje de novia caerá a tus pies, como la nieve que cubre los árboles cuando el la derrite con sus besos. de esos rizos, perfumados de amor, se agarrarán, con sus tentáculos velludos, los gusanos; morderán esos brazos blancos y torneados, hasta dejar limpia de carne la canilla, como el perro hambriento deja los huesos que le arrojan para que los roa. ¡no más belleza, no más triunfos, no más amor! otros cuerpos se adornarán con tus encajes y tus blondas, y nadie recordará a la pobre comedianta que brilló, como los cohetes de luz, para perder se luego en los abismos infinitos de la noche. estarás sola en la tumba, porque no te acompañarán las oraciones; estarás fría, porque no te calentarán las lágrimas!
las olas de el mar, lamiendo las arenas de la playa, le decían:
— ven: nosotras tenemos el consuelo. aquí se olvida.
— ven — le gritaba un genio de la mar — ven pronto a mi palacio: sus paredes son de conchas tornasoles, y sus columnas, de perlas amasadas; los muebles están hechos de coral, y en los arcones guardo todo el oro de los barcos sumergidos. veremos, asomados a las ventanas de diamante, el vientre de los peces, que espejea herido por la luz, y la estela que dibujan los buques por la noche. la ballena monstruosa nos servirá de embarcación para recorrer nuestros dominios, y verás cómo se traban pugnas y batallas entre los habitantes de mi imperio submarino. ven, ya la esponja nos contempla con sus mil ojuelos, y las sardinas de plata culebrean a flor de agua. ven a ver los palacios de la , que serán tuyos, si lo quieres. la diosa de las noches hunde su cuerpo blanco en el océano; todo se ilumina y resplandece en el palacio de las aguas, las escamas de el pez parecen hojas superpuestas de oro y plata; los enormes racimos de corales están casi tan rojos como tus labios, y la perla, entreabriendo su preciosa concha nácar, asoma su pequeña cabecita, y con sus ojos diminutos, como la punta de una aguja, invisible para los seres inferiores, te contempla. ven, te daré mi tridente de marfil con dientes de oro, y haré que te arrulle un coro de sirenas. los caballos marinos, que tirarán de tu concha tornasol cuando vayas de paseo, te esperan impacientes. la ondina clava en nosotros sus pupilas verdes. ven, de cada gota de agua haré un brillante para tu cabello, y de cada coral, una gota de sangre para tus venas.
— así llamaban las sirenas a sus víctimas. no escuches esa voz engañadora. vuelve a el mundo, triunfa, goza, apura hasta las heces el ánfora pulida de el champagne: eso es vivir.
tu música es el timbre agudo de las copas que chocan y se rompen; el ruido de los platos en la mesa y el rumor de los besos en los labios. deja las sombras a la noche y las tempestades a el océano. si quieres olvidar, toma la copa en cuyo fondo levanta su escarlata adormidera el sueño. las bujías no pavesean aún en los candelabros de plata cincelada, y los espejos reflejan tu hermosura soberana. tienes derecho a la riqueza y a la felicidad porque eres bella. ve a la alcoba en donde sueña, contigo, y di le: " te engañé, pero te amo. hunde tus manos en mi cabellera y desata los lazos de mi traje. no te daré ese tibio amor con que soñabas, pero sí te daré la pasión agitada que devora como el incendio y, también como los incendios, resplandece. vivirás como la salamandra: entre las llamas. derrochemos en pocos días el capital de amor que hemos atesorado. ¡ama! ¡goza! ¡soy tuya! "
la voz de la tentación vibraba en los oídos de , como un repique en sábado de . ! su boca se entreabría para respirar el perfumado ambiente de la alcoba. le parecía que todas las tinieblas huían acobardadas, como huyen las sombras de la antecámara, cuando descorren los lacayos la cortina que da a el salón iluminado por enormes candelabros. se levantó impaciente; abrió la tapa de el baúl arrinconado, y puesta de rodillas en el suelo, hundió sus manos ágiles entre ondas de seda y estalactitas de brillantes. los trajes iban saliendo de el baúl y derramando se en la alfombra vieja, como si la mano de un travieso duende los revolviera y empujara. las flores salían ajadas y las sedas, rotas. arrojaba lejos de el baúl trajes y flores, diciendo a veces con inquietud nerviosa: " ¡no, éste no! ¡quiero estar bella, bella como nunca! " de repente, se levantó, arrastrando la falda de un traje blanco, que colgado de su brazo, crujía rozando el suelo. llegó frente a el tocador y se detuvo; dos cabos de bujía, puestos en arandelas de madera, ardieron a los lados de el espejo. arrancó, con manos impacientes, el humilde vestido que llevaba y se envolvió en las blancas ondas de aquel suntuoso traje de tertulia. ¡qué hermosa estaba así! brillaban sus tersos hombros descubiertos, como si fueran de marfil torneado. su espalda blanca parecía formada con micas de mármol color de rosa y las trenzas deshechas derramaban sus largos hilos de oro por aquella divina superficie. ¡así brotó de los palacios húmedos de el mar! rico collar de perlas se enredaba en su garganta, tembloroso de pasión, y dos hermosos brazaletes de oro, apretando, como la mano de un amante, las muñecas recortaban sus brazos escultóricos; entreabría sus labios sonriendo, y el espejo brillaba, herido por la luz, como las pupilas de los viejos que espiaron el baño de .
— soy hermosa — pensaba. ¡y sospeché que podría resistir me! ¡necia de mí! entraré de puntillas a su cuarto, cubierta como las mujeres de el harem, y, poniendo la mano sobre su frente, le diré: " ¡despierta! soñabas conmigo; me veías cruzar entre las olas negras de tu sueño como un cisne blanco. pues aquí estoy; aquí me tienes; vengo a amar te. yo no soy el amor: soy la pasión. despierta y ama ".
cubrió sus hombros blancos y torneados con una espesa cachemira; tomó la palmatoria, y, cubriendo la luz de la bujía con una mano, aventuró sus pasos por el corredor. su corpiño se alzaba y deprimía, como si tuviera presas dos palomas. la oscuridad era profunda, y el rayo escarlata de la vela, iluminando la cara de , semejaba un reflejo de el . oía se el ruido de su crujiente falda de seda. a cada paso se detenía convulsa, y conteniendo la respiración, escuchaba los vagos rumores de la noche. parecía un ángel cerca de el .
un paso más y todo terminaba. ya estaba junto a la puerta de : con tocar la, con voltear el picaporte nada más, cambiaba el rumbo de su vida. pero no tocaba: de pie junto a la puerta, rebujada en los anchos pliegues de su preciosa cachemira, con la palmatoria en la mano, palpitante el corazón, reflexionaba: ¿qué iba a hacer? el viento húmedo y frío que soplaba en los corredores calmó un tanto su fiebre. ¿qué iba a hacer? tras los maderos cerrados de aquella puerta dormía un hombre, que soñaba con ella y la veía a la luz opalina de el hogar. para él era casta, era honrada, era pura. para él, sus rojos labios no habían sentido nunca la opresión de otra boca ardorosa. y soñaba con ella, la veía cubierta con una blanca vestidura, como miró a su en el . un momento más y la decoración cambiaba por completo. la mujer de el templo se convertía en la mujer de la calle. la virgen se decoraba con los arreos de la cortesana, y, entrando a la alcoba, santificada por los sueños buenos, le decía: " baja de el cielo azul, porque no estoy allí: busca me en el lodo ". ¡qué horrible trasmutación! ¡así bajó ! tal vez la arrojaría lejos de sí con miedo y asco. " ¡ ! ¡no eres tú! — contestaría. yo soñaba con una alondra, y, a el despertar, miro ceñida mi cintura por el cuerpo escamoso de una víbora. no puedo besar te, porque no hay en tu cuerpo parte alguna que no esté profanada por los besos de otros; ve te lejos de mí; no te conozco ".
escuchaba esas durísimas palabras, y, con la mano puesta ya en el picaporte, no se atrevía a voltear lo. le faltaban las fuerzas; sentía el zumbar de mil abejas dentro de sus oídos; bajó los ojos, vio la blancura deslumbrante de su seno, y tuvo vergüenza de su desnudez; quiso correr, y un soplo de aire helado apagó la bujía que llevaba en la mano... entonces tuvo miedo: las sombras le dirigían imprecaciones, y las olas de el mar, rompiendo se en la playa, gritaban le:
— ¡prostituta! ¡prostituta!
y echó a correr desesperada, como loca. entró de nuevo a su alcoba, toda llena de trajes esparcidos y de pomos rotos. volvió se a ver en el espejo, y, tomando con ira los frascos de pomadas y de esencias, los arrojó sobre la blanca luna, que, partida en mil pedazos, parecía un pedazo de papel de plata arañado por un gato.
— ¡toma! ¡toma! ¡liviana! ¡prostituta! ¡maldita sea la hermosura que te ha perdido! ¡sí! ¡maldita sea!
y los frascos volaban a estrellar se en el espejo, hasta que , pálida como un cadáver, cayó inerte sobre el suelo. la bujía, paveseando en la arandela, la miraba como la azul pupila de un niño agonizante. el viento se quejaba en los angostos corredores. en ese instante amanecía.
un cepillo de mesa fue el culpable. ya ustedes lo conocen... un cepillo de crin blanca, lomo y mango de marfil, en forma de hoz o sable turco, con el que, a el fin de las comidas, antes de los postres, la doncella, y algunas veces la " señora " o la " señorita " de la casa, barre las migajas de pan que han quedado cerca de cada convidado, dando vuelta a la mesa.
pues bien, él fue quien me perdió. yo no pensaba en casar me. a los veintiocho años, ¿no es verdad?, tenía tiempo sobrado para pensar en ello. mi jefe de oficina — hombre excelente que imitaba mi firma en el registro de entradas cuando se me hacía tarde, me había dicho muchas veces:
— en lugar de usted, no me casaría... no porque esté yo separado de mi mujer desde hace diez años y porque haya tenido ya tres procesos por denegación de paternidad digo a usted esto, no... pero, en lugar de usted, no me casaría.
y luego que yo había leído en las este pensamiento, cuya profundidad toda hasta hoy conozco, y que por instinto admiraba ya. " hay matrimonios buenos; no los hay deliciosos ".
por otra parte, era yo perfectamente feliz, y había arreglado a las mil maravillas mi pequeña existencia de célibe.
estaba en esa época — como lo estoy todavía hoy — empleado en una administración pública. ¡dos mil duros de sueldo y la gratificación es muy bonito a los veintiocho años! la oficina a la cual pertenecía yo ( oficina de las morgues y de los anfiteatros ) y el " detalle " de que estaba encargado de la repartición de los cuerpos en las salas de disección, no era, como usted comprenderá, cualquier cosa, y tenía ante la vista, todo el día, seis cartones verdes sobre los cuales, con una cañita, había escrito con hermosa letra redonda: empleo de los cadáveres. pero yo conocía a fondo mi especialidad; despachaba mi tarea con prontitud, en una o dos horas, y mataba el resto de la sesión en adivinar los jeroglíficos de el . me había puesto muy fuerte en esa ciencia; enviaba la solución y tenía la pequeña gloria de leer mi nombre en el periódico entre " el " y " los parroquianos de el en ".
por otra parte, el tiempo que pasaba en el ministerio era el sacrificio que hacía a el pan cuotidiano. mi verdadera vida comenzaba a las cuatro, cuando después de haber me lavado las manos y haber colgado de la patére mi viejo saco de alpaca de el que me servía en la oficina, me iba con un paso regulado por el ruido de mi bastón, hacia mi lejano barrio, tomando el y el .
las tardes de estío, sobre todo, era ese viaje encantador. el sol oblicuo, el sol de " la hora de el efecto ", — como dicen los pintores —, doraba los viejos árboles que cortaron durante ese horrible y reemplazaron con plátanos insignificantes que tienen a el pie un cerco de hierro colado, que parece uno de esos limpiacalzados que se colocan debajo de las escaleras. los árboles de entonces eran viejos olmos, viejos tilos, viejos castaños crecidos lentamente en plena tierra desde , datando de la antigua , en que se tenía paciencia, en que agradaba lo sólido, en que se consagraba todo el tiempo que se necesitaba para plantar un árbol o una institución. hacía bien el andar bajo sus robustas ramas, bajo su follaje espeso, que el sol poniente atravesaba con sus cálidas chispas. delante de la estación de el , ¡alto!.. el criado me había reservado mi mesa cerca de la ventana, en el entresuelo de el pequeño restaurant, y comía yo lentamente, divirtiendo me en mirar entre las bocanadas de gente, arrojadas por los trenes de , a los dos artilleros, muy semejantes uno a otro, con un plumero rojo en el shako, pesados con sus pantalones de gamuza y sosteniendo con la mano la vaina de su sable; las parejas de enamorados, muy cansados, trayendo grandes ramos de flores de el campo, y el viejo botánico de barba gris enmarañada, con polainas empolvadas y sombrero de paja, y golpeando en su espalda la caja verde. por la noche iba yo a tomar mi mediataza a el fresco, delante de un café; luego, las más de las veces, me retiraba a casa.
¿quién será el que hoy habita mi cuarto alto de la calle de ? algún filisteo, tal vez, que habrá deshonrado las paredes clavando en ellas retratos de hombres políticos en chro me. en un tiempo era un cuarto de pobre, ¡pardiez!, pero amueblado a mi antojo; el cuarto de un sedentario, de un " intimista " que guardaba el recuerdo de un sueño en cada flor de su, papel. allí tenía yo mi flauta, mi pipa, una buena alfombra, un gran sillón de respaldo tendido, muy cómodo para soñar y para leer a un lado de el fuego; sobre una tabla los libros que sé de memoria: los escépticos sin ferocidad, y , y, para las horas de enternecimiento, a el querido , y, a derecha e izquierda de el espejo, mis bellas pruebas de el de la casada y felices de el columpio.
en el estío, el despertar era exquisito; andaba de un lado a otro de el cuarto, en mangas de camisa, fumando mi primera pipa, cuyo humo volaba en un rubio rayo de sol, y por la ventana grande, abierta, veía el océano de verdura de el jardín de , las cúpulas de el y de el , cielo, mucho cielo; y las graciosas golondrinas pasaban y volvían a pasar continuamente muy cerca de mí, lanzando me su pequeño cuik que parecía que me daban los buenos días. pero las noches eran aún más suaves: las noches de estrellas, cuando después de haber leído dos o tres buenas páginas, tocado algo de en mi flauta, me ponía de codos delante de los esplendores de el , escuchando los jirones de los valses de que el viento de la noche en bocanadas me traía.
sí, faltaban las mujeres, ¿no es verdad? no había faldas en mi vida, es cierto, y bastantes tenía yo con las modistas a quienes se espera a la salida de el almacén, a quienes se acompaña escuchando sus novelas, entrecortadas por: " ¡de seguro! " y por: " ¡ahí es mucha verdad! ", y que se abotonan los botines sirviendo se de una horquilla. esto fue justamente lo que tuve la imprudencia de contar a un compañero ( debiera yo haber desconfiado de ese badulaque, hombre práctico que había aprendido la zapatería como arte de entretenimiento, por espíritu de economía, y que se hacía él mismo sus zapatos, en la oficina, en sus ratos perdidos ). me dijo, desde luego:
— tengo lo que, a usted hace falta... treinta mil francos y esperanzas... la madre tiene los labios color de violeta; morirá de el corazón...
no estaba yo decidido, me rebelaba... ¡bah! a el cabo de quince días estaba ya comprometido: había aceptado una invitación para comer con la familia de la joven.
el cepillo de mesa hizo lo demás. era el momento de los postres. la comida había sido muy amable, muy cordial. aun cuando llevaba la fotografía de su marido en un alfiler sobre el pecho, la mamá tenía aire de ser una excelente mujer; y aunque un poco solemne, y habiendo hablado, desde el potaje, de la conducta que la debía observar hacia la , el padre no me desagradaba, con su gorro griego y su cabeza de modelo, de barba blanca, que sirve tan bien para ser los " " y los " ". yo había comido bien, muy bien. el asado estaba evidentemente hecho con leña, y había un borgoña muy bueno, que olía a violeta. se ensanchaba mi ánimo a los postres, los postres de invierno en casa de los buenos burgueses: un pastelillo, macarrones, manzanas arrugadas, naranjas y castañas calientes bajo una servilleta. entonces fue cuando la señorita, a una seña de su madre, tomó una canastilla y el cepillo en forma de yatagán para recoger las migajas de pan esparcidas en rededor de cada cubierto.
no son ustedes de mármol, ¿no es verdad? ni yo tampoco, y cuando esa esbelta morena, de mejillas color de manzana, se inclinó cerca de mí para cepillar el mantel, rozando mi hombro con la redondez de su corpiño, y embriagando me con el fino perfume de sus cabellos empomadados, dije ( también tuvo la culpa el vino de ), dije para mis adentros: " la pediré ".
pues bien, lo hice; hace diez años que lo hice, y fui bien acogido, y soy el más desgraciado de los hombres.
adiós jeroglíficos de el . ahora me sumerjo hasta el codo en mis repugnantes papeles; profundizo la cuestión de las morgues, " azadono " los anfiteatros. eso me desagrada, me disgusta, pero ya tengo tres hijos y no soy todavía sino subjefe con cinco mil francos. para aparecer a los ojos de mis superiores como hombre muy fuerte, como especialista, he publicado algunos opúsculos cuyos solos títulos me causan horror: las morgues, lo que han sido, lo que son, lo que deben ser, un tomo en 18, o bien: de el peligro de las inhumaciones precipitadas, un folleto en 8 ° y preparo en este momento un voluminoso informe sobre cementerios suburbanos y el trasporte de los cuerpos por las vías ferros, tanto bajo el punto de vista de la decencia como bajo el de la higiene . ¡yo, antiguo flautista! ¡yo, que en otro tiempo he rimado sonetos!
pobre flauta mía, cómo pienso en ella, en mi flauta de granadilla! hace mucho tiempo que no sale de su estuche, como tampoco mi buena pipa de espuma, de hormilla, afianzada por una pata de águila. la música y el soñar, bueno es eso para los célibes.
están lejos los gratos paseos después de el trabajo de la oficina. ahora tomo muy pronto el tranvía, para volver a entrar en el barrio espantoso en que ha querido mi esposa permanecer, para estar más cerca de sus padres. habito allí un entresuelo desolador, bajo de techo, desde donde puedo ver, cuando me rasuro por la mañana, delante de la ventana, un obrador de demolición, y más lejos, el perfil de una casa de seis pisos, toda pintarrajeada, con un gigantesco diablo verde, que sacude fuera de un cuerno de la abundancia el chaleco, el pantalón y el saco de un vestido completo de diecisiete francos.
¡dios mío!, no tengo de qué quejar me de mi mujer: es una criatura muy buena, salvo que quiere a sus hijos, no como una madre, sino como una gallina, y los mima horriblemente. solamente que jamás me acostumbraré a su desorden ( ¿es soportable para un hombre nervioso — pregunto a ustedes —, hallar, como me sucede todos los días, zapatos de niño muy mojados sobre los morillos de la chimenea, y una mantilla que se seca sobre el guardafuego? ), y no comprenderé jamás por qué se obstina en tener a esa doncella que muestra una mancha de vino en el semblante, y cuyo aspecto destierra mi apetito.
mi suegra también sería soportable. esa desventurada ilota, aterrorizada absolutamente por las gruesas cejas y las barbas blancas de su viejo esposo, no le habla sino de esta manera que concilia el respeto y la ternura:
— , pasa me el bote de la mostaza... ¿ , quieres más potaje?
pero él, , es quien ha envenenado mi existencia. es un odioso burgués, un tirano doméstico. adocenado y pretencioso, abusa de su fisonomía austera y venerable para dar a todas sus palabras la autoridad amarga de una lección, y me inflige sus teorías imbéciles sobre el progreso, el arte utilitario, los beneficios de la instrucción: todas las habladurías de los periódicos. su cabeza de patriarca, que se asemeja a un busto de jabón, me irrita hasta tal punto, por su expresión de insoportable tontera, que cuando mi suegro me habla de las usurpaciones de el clericalismo, me entran deseos de apuntar me en una peregrinación de , y cuando preconiza las legítimas conquistas de la burguesía, que nunca deja de llamar " la aristocracia de el trabajo ", me siento dispuesto a poner me un cinturón rojo y un kepí con diez galones y a colocar me a el frente de una banda de petroleros. muy mezquino y muy duro en negocios, reclama la solución de las cuestiones sociales, declara a la caridad degradante para el pueblo, y rehusar dos céntimos a un pobre bajo el pretexto de que los mendigos se forman enfermedades artificiales, y que una noche se le acercó una mujer haraposa que se había hecho un falso chiquillo con un montón de trapos.
como tuve la imprudencia, a el entrar en familia, de abandonar me a un hombre terrible que pretendía conseguir todo más barato y de mejor calidad de lo que yo hubiera podido hacer lo, habito en la infancia de terciopelo encarnado y de la caoba, y el reloj de mi salón — ¡oh, mi precioso cuquito de la que daba tan alegremente las horas de libertad en mi cuarto de la calle de ! —, el reloj de mi salón es un espantoso pedazo de mármol color de queso de . hace mucho tiempo que mis galantes y amables grabados — según y —, fueron relegados como indecentes a un corredor negro, y fúnebres imágenes — según —, regalo de mi suegro ( ante el tajo fatal, cerca de el verdugo que llora, y pasando su mano a través de los barrotes de su prisión ), entristecen en marcos escandalosos las paredes de mi habitación.
el año pasado, el día de el santo de mi esposa, tuve que enojar me contra , que amenazaba adornar mi morada con una espantosa escena de la con tribunal de monjes, verdugos con casulla, y una víctima toda desnuda que se retuerce sobre los carbones encendidos. mis noches no son ya tan buenas: cuando tomo en la comida algún alimento refractario, y me persiguen en mis pesadillas, y sueño que me veo obligado a cortar la cabeza a mi mujer, o que me arrodillo delante de un respiradero por el cual mi suegro me tiende su mano para que se la bese.
el miserable ha comenzado a vengar se cruelmente de mi repulsa, colgando en la cámara de su hija, nuestra cámara nupcial, la amplificación de su propia fotografía, de él, de , revestido con sus insignias de francmasón.
¡he ahí mi vida! todo eso porque la sangre se me subió a la cabeza en el momento en que — se llama mi mujer — recogió las migajas de pan que habían quedado sobre el mantel; y como para revivir sin cesar mis pesares, todos los domingos, por la noche, después de la comida en casa de mis suegros, cuando están servidos los postres, y cuando pienso, vagamente fascinado por la barba de modelo de mi suegro, en el fastidio de la vuelta, en la noche lluviosa, en los niños muy pesados de llevar, en las interminables esperas en las estaciones de el ómnibus, mi mujer hace, como en otro tiempo, el aseo de la mesa, y, creyendo traer a mi memoria un tierno recuerdo, me muestra sonriendo el cepillo de mesa, cuya forma curva me hace tristemente pensar en el último cuarto de nuestra luna de miel ha tanto tiempo desaparecido.
a el día siguiente, las primeras claridades de el alba encontraron a desmayada en su alcoba. afuera comenzaba el rumor turbulento de la vida. por la abierta ventana llegaban los rumores de las olas, el gorjeo de los pájaros y la risa de . se levantó, ya más serena, vió se en el espejo, y los dos círculos violeta que rodeaban sus pupilas le infundieron pavor. el pensamiento de la muerte la aterraba. en otras ocasiones habría visto sin miedo el pálido espectro de la diosa que arrebata seres a la vida. pero en aquel momento, su corazón vibraba como un arpa eolia, herida por los aires encontrados. ¿qué iba a hacer?
acosada por estos pensamientos, triste y silenciosa, bajó a el jardín. ninguno paseaba por las enarenadas avenidas, semejantes a las de un parque inglés. todo callaba, menos el agua que bullía en la fuente, los pájaros entre la fronda de los árboles, y la retozona voz de en el pequeño camarín, cuya ventana estaba abierta. el chubasco de la noche anterior había refrescado la atmósfera y humedecido el musgo. las gotas de agua se evaporaban en el cáliz de las flores, y los insectos morían ahogados en un pétalo de rosa. el cielo estaba azul y limpio, " como si los ángeles lo hubieran lavado por la mañana ".
el aire, soplando como el abanico de una hada, se llevaba en sus alas las últimas gotas de la lluvia y los pensamientos tristes de . ya estaba más serena, más tranquila. ante el sublime cuadro de la mañana, las tristezas huían despavoridas, como tinieblas que sorprende la luz de el alba. de improviso, a el torcer por una calleja, se encontró cara a cara con . también había dejado el lecho muy temprano. los enamorados sueñan mucho, pero duermen poco.
los dos novios no se hablaron. sus labios torpes no habrían podido pronunciar una palabra. pero, mirando se, con las manos juntas, se dirigieron a una de las bancas que había en lo más espeso de el jardín.
— ¿me amas? — dijo .
bajó los ojos y murmuró muy quedo:
— sí...
— di me si no me engañas; yo no quiero que finjas; había me, como si le hablaras a desde el confesionario, o como le hablarías a tu madre si viviera. nunca he querido: soy como esas islas que se levantan en mitad de el océano y que ninguna planta humana ha pisado jamás. dios quiso que guardara para ti toda esta fuerza inmensa de pasión, que no cabe en mi alma y que por eso quiere ir a la tuya. di me si me amas. no me engañes. me considero en este instante como el niño que comienza a hablar y que quisiera decir lo todo en una frase. el amor es para mí una tierra virgen. yo sabía que alguna vez había de visitar la, pero en la oscuridad y en el silencio de mi alma te aguardaba. tu amor se enseñorea de mí: ya nada tengo mío, ni voluntad ni pensamiento: ¡todo es tuyo!
lloraba sin acertar a responder una palabra.
— ¿por qué lloras?, no te cubras los ojos; deja que los mire. ¿no me amas?
, ciñendo con su brazo la cintura de , le dio un beso en los labios. ella no hizo el menor movimiento de sorpresa.
¿la habrán besado otros amantes? — pensó él —, ¿por qué no se defiende?, ¿por qué permite que la bese?
— , oye me. jura por la memoria de tu madre que vas a decir me la verdad, toda la verdad. ¿has amado otra vez?, ¿te ha besado alguien como yo te beso? ¡ah!, di me lo, por , di me lo pronto, que ya me van faltando fuerzas para oír lo.
— no; mienten; me calumnian; es mentira; yo sólo te he querido a ti; no más a ti!
— ¿por qué te exaltas y hablas de calumnias?, ¿hay alguno quizá que se crea con derecho a deshonrar te? pues, si eres inocente, nada temas. di me quién es y yo le haré callar eternamente. pero, ¡no quieres descubrir tus ojos!... deja que los mire para que lea en ellos la verdad. — tú dices que me amas y sospechas de mí... ¡qué pobre amor es el tuyo! si no crees, tampoco amas. ¡ve te, ve te! tomó entre sus manos las de y le besó los párpados.
— perdona me. tengo la avaricia de la pasión, y todo me acobarda. necesito creer en ti y por eso creo. ¡sería el engaño tan horrible!... hoy mismo hablaré a tu tío y a mi madre.
— ¡ah, no! ¡todavía no!
— yo soy ahora quien dice con justicia que no es amado como debe ser lo. basta una palabra para asegurar nuestra mutua felicidad, y me dices que calle. yo respondo de la aquiescencia de mi madre. tu tío hará lo que tú quieras. ya hemos visto cómo satisface tus menores caprichos. y después, ¿qué razón podría alegar para negar me tu mano? vivirá con nosotros, si lo quiere. bien sé que le sería muy triste separar se de ti. pues bien, ¿por qué no ha de quedar se en nuestra casa? deja que hoy mismo hable con él: yo respondo de todo.
— no, , no le conoces. tengo la certidumbre de que se opondrá tercamente a nuestros deseos. no quiere que me case. si tú le hablas, mañana mismo me arrebata de tu lado. deja que yo le hable y le convenza poco a poco. no quiero dar le el menor disgusto. ¡es tan bueno conmigo!
— ¿y si a la fin y postre se encapricha en no ceder?, ¿te faltará valor para seguir me amando aunque él no quiera?
— no; te lo juro. yo confío en disipar sus prevenciones y conseguir su consentimiento. mas, si no fuera así, dentro de un año, aunque la toda se opusiera, sería tuya. deja pasar una semana, quince días; ten paciencia por mí. yo allanaré el camino. ya verás cómo, a fuerza de cariño, logro vencer su resistencia. deja lo a mi cuidado solamente. cree y espera.
a poco rato, los novios se despidieron dando se un beso apasionado. se encerró en su habitación para que nadie viera sus ojos enrojecidos y le preguntara cuál era la causa de esas lágrimas. su plan estaba ya trazado. ¡cómo iba a padecer!... mas si lograba sobreponer se a su destino, ¡cuán grande sería su recompensa! le parecía que su pasado la iba dejando como una horrible pesadilla de la que sólo queda una memoria vaga a el despertar. estaba sola contra los hombres, contra su destino, contra el mundo. pero también estaba solo y venció a . la lloró mucho y la perdonó porque había amado. dios es bueno. los hombres no pueden ser más inflexibles que el .
sin embargo, ¡cuántos obstáculos iban a presentar se en su camino! su vida anterior la perseguía como un acreedor implacable. necesitaba rehacer se; buscar el sitio más oscuro; nacer de nuevo como el fénix de la fábula. ¿quién la ayudaría? sus amigos se habían trocado en feroces adversarios. como en la isla desierta, sólo estaba armada de su voluntad.
a ratos, se imaginaba estar a la entrada de un túnel muy oscuro y muy largo, ¿cuánto tiempo tardaría en atravesar lo? un año, dos, tres, acaso más, pero, a el término de el túnel, estaba el cielo azul, el aire, el campo. sus enemigos caerían a el gran despeñadero, abierto expresamente por la , mientras ella, libre de sus perseguidores, proseguiría la caminata. si en ese instante hubiera poseído la omnipotencia de , habría deshecho el mundo con un soplo, dejando nada más un islote perdido en el océano, donde cupieran juntos ella y él.
¡qué días tan agitados y a la vez tan alegres los de aquella vida! , que estaba un poco enfermo, no quería ya marchar se, y dejaba tiempo y lugar a los enamorados para ver se.
leía ya de corrido en el libro virgen de su corazón. como esas aves que ocultan su cabeza bajo el ala, para que no las mire el cazador, ella creía que sus pecados íbanse borrando a modo de esas cartas que se escriben con tinta preparada expresamente y que, a la vuelta de unos cuantos días, se borran. no obstante, por las noches, cuando el sueño no venía pronto a cerrar sus párpados, miraba con la imaginación los años de su vida, y su memoria podía entonces comparar se a esos castillos ruinosos que describe , en donde habitan a sus anchas los espectros. su corazón latía violentamente, como si fuera a escapar se le de el pecho. ¡cuántos aparecidos! ¡cuánto oprobio! ¡cuánta vergüenza! primero, aquel empresario gotoso que juraba como un carretero, y que bebía copas de rhum a todas horas. después, un viejo rico, más viejo que y más rico también. en seguida, aquel joven periodista que la compró con una crónica de teatros y le empeñó todas sus alhajas. ¡y ninguno había muerto! ¡todos vivían para publicar su deshonra! ¿habría en el mundo sitio bastante oscuro y escondido para ocultar en él ese tesoro de amor casto? ¿cómo haría para que todos, todos, la olvidasen?
esos adustos pensamientos huían despavoridos a el día siguiente, para volver, fieles a su consigna, por la noche. mas, durante las horas matinales, en los almuerzos a campo raso y en las alegres caminatas de la tarde, ¡cómo gozaba el corazón de ! ¡qué poco duraban los días, y qué largas eran las noches!
— ¡no te vayas! — decía a la luz cuando empezaban a caer las sombras de la noche. pero la luz se iba; el tiempo, eterno , no se paraba, y cada noche, a el apagar la vela y entregar se a el sueño, pensaba con tristeza recóndita. " ¡un día menos! "
por fin, las brisas frías de octubre soplaron desnudando los arbustos. las inglesas que habitaban en el hotel se despidieron de . el drama había llegado a el último acto, y éste, a la última escena. lloraba mucho por las noches, y se entristecía visiblemente. los dos pasaban una gran parte de la noche recorriendo el calendario.
allí estaba marcado, con cruz negra, el día de la partida. iban llegando a él como el caballo desbocado corre a la barranca. los días se despeñaban a el hondo seno de la eternidad, como los coraceros que, en una carga impetuosa, precepitaron se a el abismo en . sabía ya cuál debía ser el día fatal, pero ni se atrevía a preguntar lo ni ella a decir lo. una noche los dos se hallaron solos junto a el mar.
— ¿me quieres? — dijo a media voz.
— ¡con toda el alma!
— pues si me quieres, si me amas, no te vayas. deja que venza yo con súplicas y ruegos la terca resistencia de tu tío. ¿a qué separar nos si estamos unidos ya delante de ?
oprimió la mano de , y, sentando le a su lado en el banco de piedra, comenzó a hablar le de esta suerte:
— no sabes todo aún. yo no quiero afligir te y he callado. a el cabo, la verdad había de abrir se paso un día, destrozando nuestros corazones con su aguda cuchilla. pero hoy es tiempo ya de que lo sepas todo. ten valor. no me quites el poco que me resta. ten valor por ti y por mí. quiere me mucho. ¡soy tan desgraciada!
— pero, ¡acaba, por !, ¡me estás matando el alma!, ¿vas a ir te mañana? no, si es imposible, no tendrán fuerzas para arrebatar te de mi lado! ¡yo no quiero, no quiero que te vayas!
— ¡ ! considera un momento cuál será mi pena cuando eso que tú dices, y que temes sería más llevadero para mí que la desgracia que me agobia! escucha. mi madre — ¡pobrecita madre! — se fue a el dejando me muy niña. ya por aquel entonces, sin embargo, podía yo comprender sus consejos y hacer solemne juramento de seguir los. una noche, mientras todos dormían y yo velaba en mi , junto a el lecho de mi madre, ella, besando me en los ojos y en la boca, me dijo estas palabras, que no olvido:
" estoy mala, muy mala: los médicos me dicen otra cosa porque temen acelerar el fin de mis padecimientos. la vida se me va, por más que quiero sujetar la, no por mí, que estoy enferma y sufro mucho, sino por ti, la hija de mi alma, que vas a sola quedar sola en este mundo. no solloces; no llores; quiero que hablemos solas un ratito, sin que nadie nos oiga, y, si lloras, despiertan los demás. ¡me cuesta tanto hablar te de este modo! no quisiera afligir te, pero es fuerza. ya que me voy a ir, quiero dejar te lo más santo que tengo: mi bendición y mis consejos ".
yo hacía esfuerzos inauditos por contener el llanto que me ahogaba. ¡pobre madre mía! ¡aquélla fue la última noche en que me habló!
" dentro de pocos años — prosiguió diciendo — serás una completa señorita. yo le he pedido mucho a el que me alargue la vida para ayudar te, con mi experiencia y mis consejos, en esa edad tan llena de peligros, pero, ¡ya tú lo ves!, ¡no quiere!, ¡no ha querido!, ¡quisiera llevar te conmigo adonde voy! ¡una hija está bien siempre que se halla cerca de su madre! pero es forzoso que me vaya, y que te deje cuando más me necesitas. ¡qué brazos tan duros son los de la , cuando arrancan a una madre de el lado de su hija! por eso quiero hablar te antes de ir me. oye bien mis palabras: son las últimas. yo he padecido mucho en esta vida. tu padre dejó de amar me a poco tiempo de casados. quiere le mucho, compadece le y pide a que esté en el . yo, que le amaba con toda el alma, sufrí tanto como si me clavaran cien puñales en el pecho. dios me dio fuerzas para vivir, y cuando tú naciste, no pensé más en la muerte porque ya había llegado mi consuelo. tu padre no tuvo tiempo de querer te. poco después, murió en un duelo por otra mujer. yo le perdoné, y quise que no supieras nunca la verdad. si te la digo ahora es porque vas a quedar te sin defensa, y el ejemplo de tu infeliz madre puede servir te para que huyas de el peligro y sepas ir a la felicidad. el mundo está lleno de abismos. la mujer va por la con una venda en los ojos: todos la empujan a el abismo, y cuando cae, maldicen de ella. un hombre llega y murmura a su oído cuatro frases de novela; ella le abre su corazón de par en par; entra el amor y le roba todo. dentro de pocos años, tú escucharás esas palabras, e inocente como todas, dejarás que te roben tu tesoro. yo no quiero que tú seas infeliz, como lo he sido. yo no quiero que te roben el corazón, para tirar lo como un objeto inútil. antes de amar, medita bien lo que haces. que no te engañen las palabras ni te seduzcan los juramentos de pasión; cuando un hombre te diga que te ama, aleja te de él por tres años, no le veas ni le hables, ni le escribas; si tu amor no se borra de su corazón en ese tiempo, da le tu mano, porque es digno de ti; si te olvida, no merece tu amor: es un ingrato. no ates tu vida a la suya antes de sujetar la a esa prueba. mejor es amar de lejos, sin esperanza, que vivir amarrada a un hombre que nos desprecia y nos insulta. jura me por mi alma que lo harás así. ¡que te castigue si no lo haces! "
¡yo, entonces, bañada en lágrimas, juré!
— pero ese juramento es, insensato. ¡yo te amo, te adoro, vida mía! ¿dudas de mi cariño? pues sujeta me a cuantas pruebas quieras para convencer te. a todas, sí, ¡menos a ésa! ¡tres años sin mirar te, sin escribir te, solo con mis angustias! ¡cómo puedes pensar que sufriría, sin perecer, ese tormento! si lo sufriera, no te amaría como te amo. no, tú no me quieres: si me quisieras, tampoco podrías vivir lejos de mí.
— ¿y mi madre, ? mi pobre madre, ¿no tiene derecho también a mi cariño?, ¿quieres que la desobedezca y que reniegue de sus consejos? pero entonces seré una mala hija, y las malas hijas no pueden ser esposas amantes ni madres buenas!
— de modo que tu decisión es irrevocable: por un juramento hecho cuando niña, a una madre que el dolor de la muerte trastornaba, consientas en hacer me desgraciado y en olvidar te de mi amor.
— ¡ ! ¡no! ¡eso no!
— ¡tú sabes ya que te amo inmensamente y que jamás, aunque lo quiera, he de olvidar te! cumplir ese insensato juramento es dudar de mi amor, dudar de . ¡ve te! ¡no me has querido nunca ni me quieres! ¡me engañabas! ¡mala! ¡mala!
— pero, ¿no ves que estoy llorando? ¡si me faltan las fuerzas y estoy sintiendo que me muero! ¿que no te amo?, ¡ojalá que no te amara!, pero, ¡qué digo!, ¡no!, ¡perdona me! yo bendigo tu amor, aunque me haga sufrir, aunque me mate. yo sé querer mejor que tú, porque no retrocedo ante el dolor.
— mi cabeza se pierde. soy un loco. ¡no cumplas ese juramento, vida mía!
los sollozos ahogaban la voz de : — ¡separar nos!... ¡tres años!... ¿tú no sabes que cada año tiene muchos, muchos días, y cada día, infinitas horas? ¿que el tiempo corre prisa? no, ¡mentira! para que esos tres años pasen se necesita un siglo. ¡yo no quiero, no quiero que te vayas! antes de ver te, el amor de mi madre llenaba toda mi alma. ¿cómo, llenando la toda, cupo el tuyo? no lo sé. pero este amor advenedizo ha ido empujando poco a poco a el otro. le dejé entrar y hoy es el dueño de la casa. mis ojos se van acostumbrando a ver te y mis oídos a oír te. y es que en ti pongo todos mis amores, y amando te a ti, amo a mi madre, y amo a mi hermana y amo a . si te vas, yo me quedo como esos cuerpos que están fuera de su atracción y permanecen inmóviles en el espacio. si te vas, yo me quedo solo, vacío, hueco.
sufría mil veces más que . no lloraba ni hablaba. parecía estar interrogando a el , con los ojos fijos. pero el , eternamente mudo, sólo tiene voz en las tempestades.
¿cuál iba a ser su vida? estaba a el lado de una madre, esto es, cerca de . estaba en paz con su conciencia; era honrado y era bueno. ¡pero ella!... ¿quién querría enjugar sus lágrimas? necesitaba huir de sus amigas, como se huye de la casa que va a desplomar se. nada le quedaba de su vida anterior, más que el remordimiento. volvía a nacer; pero imaginad la horrible condición de el niño que, nacido apenas, queda huérfano. pues tan grande era la desdicha de . era el niño sin madre, sin nodriza, sin fuerza para andar y sin palabra. con más, la soledad en que iba a vivir no era la quieta soledad de el eremita que ve a ni la de el amante que piensa en su amor. era la soledad de en la isla; la soledad de el ser humano entre las fieras, la tempestad y el mar. a estar sola, sin ayuda, sin socorro, en lucha abierta con los tigres y los leones y las hienas. luchar con las pasiones es peor que luchar con las fieras. luchar con el pasado no es combatir, como con el ángel: es luchar con el . la arrojaban a el desvestida, sin armas, expuesta a el hambre y la furia de los tigres, pero el amor la sostenía, como sostuvo la fe a los mártires cristianos. comparad, pues, la soledad de con la soledad de ; aquélla era el sueño, y ésta, la pesadilla; aquélla, la quietud, y ésta, el combate.
estaba en más triste condición que el niño huérfano a quien todos abandonan. el niño no piensa ni ama ni ase con sus manitas la vida que se le escapa. está solo en la cuna, o en el quicio de una puerta, o en la oscuridad de una atarjea. el frío amorata y rasga sus delgadas carnes; la lluvia le moja; el hambre atenacea su estómago; pero, a poco, el hambre, el cierzo, el agua, no le causan dolor ninguno: queda se insensible, agoniza solo, como una vela que se extingue, y la muerte, esa madre de todos los huérfanos, le lleva a el en brazos, y hace de su carne alas de mariposa y pétalos de flores. era el niño abandonado; pero en la cuna, los pálidos vampiros le mordían la nuca, chupando su roja sangre; los genios malos le clavaban sus patas de alfiler en las pupilas; en el quicio de la puerta, era su carne pasto de los perros, que la arrancaban a pedazos con sus dientes, y de los buitres, que descendían adrede de las torres para clavar en ella su corvo pico; en la atarjea, sufría la muerte hedionda y espantosa de el que se ahoga en una charca inmunda y siente cómo empieza a devorar le la repugnante muchedumbre de las ratas. la soledad de era la soledad de el cadáver; la soledad de era la soledad de el enterrado vivo. por eso no hablaba ni gemía: escuchaba a como los náufragos escuchaban la voz de el océano que va a tragar les. para ella no se trataba acaso de una ausencia, sino de una muerte. y quería ver le, oír le, porque pudiera ser que fuese aquélla la última vez en que le escuchaba y le veía. era la madre viendo a el hijo que se muere.
— sin embargo — pensaba —, acaso no esté sola. tal vez tenga un padre. pero, ¿quién es?, ¿en dónde está? si yo le conociera me echaría a sus pies, pidiendo le socorro. los padres deben amar a sus hijas. mas, ¡si también me desechara!... las mujeres como yo no tienen derecho a tener padre. no soy una hija: soy una vergüenza. pero, ¿quién es el culpable?, ¿por qué me abandonó?, ¿por qué me dejó sola? si me desecha, si me arroja, si me afrenta, yo le diré. " ¡ve te, ya no te busco, no te quiero, me das asco! " ¡miento! ¡miento! no puedo hablar le así. es mi padre. pero, ¿quién es?, ¿en dónde está? será probablemente un gran señor, sólo los grandes señores se avergüenzan de tener hijos y los desamparan. él sabe, seguramente, en dónde estoy, ¿por qué no viene? ¡si hubiera muerto!... ¡ah, yo no quiero que haya muerto! quiero encontrar le quiero que me ayude. pero, ¿qué digo? si vive, no me ama, y necesito de su amor; si vive, se esconde como los criminales, y no quiero que mi padre sea un criminal. ¡mejor que ya no exista! ¡sí, eso es, mi padre ha muerto! ¡así, a lo menos, pueda amar le!
pero entonces, ¿quién va a ayudar me y socorre me? ¿dios? no le conozco. está muy lejos y muy alto. ahora que el dolor visita mi alma, comprendo que necesito creer en . y creo. pero mi fe no tiene alas; mi esperanza está enferma. ¿por qué no me enseñaron a creer? dios existe; debe existir, porque si no, yo estaría sola, sola contra todos. ¿adónde está?, ¿por qué no me habla? tal vez tampoco me quiera. si es así, no es . los padres perdonan. he cometido muchas faltas, pero también las cometía . tengo muchas manchas, pero el amor las quita. ¡ , yo quiero creer en ! tú sabes bien que no soy tan mala. te he rezado muchas veces. yo creo en ti porque mi madre creía. tú eres muy buena. di le a que me oiga. si no me escuchas, voy a quedar sola en el mundo, sola contra todos. para mí, entonces, el estaría lleno de demonios, y la , de fieras. quiero que salves mi alma, pero también necesito el amor de . es necesario. de ese modo seré buena. por eso te lo pido. qué, ¿no puedo ser buena? dios está en la con los brazos abiertos. ¿no es verdad que ése es ? pues mira cómo nunca los cierra. había le por mí. no me conoce, pero yo quiero conocer le y amar le. ya verás como soy buena. ¡ , escucha me! yo sí que muchas veces te he olvidado. pero soy huérfana y tú eres mi madre. ahora te busco: ya no te dejaré jamás. salva mi alma, pero ya sabes que, para salvar la, es necesario el amor de .
esta oración era egoísta e imperfecta, pero, a el fin, era oración, y la oración alivia los dolores. , desamparada de los hombres, pedía el socorro de los ángeles. no hablaba, no gemía. cuando fue necesario separar se, dejó que la besara en la frente, en los ojos, en la boca. el pobre enamorado habría querido ser de aire, para besar la a un tiempo mismo en todas partes. los que se quieren bien y van a separar se, muerden cuando se besan. diría se que se quieren devorar, para que sea imposible separar les! estar el uno dentro de el otro: ése es el ideal de el amante. así posee el tigre a la oveja que devora.
desde aquella última entrevista, y no hicieron más esfuerzos para ocultar su pasión a los demás. la madre de no había querido decir nada. sólo, la víspera de el viaje, besó en la frente a , diciendo a media voz:
— ¡ , te espero!
ya había hablado con ella, depositando en su seno de madre aquel amor y aquella pena. ella no había objetado nada. ¿para qué? la conducta de le parecía honesta y valiente. durante los tres años de la ausencia, había tiempo de sobra para que ambos amantes pusieran a prueba su cariño. y además, oponer se en aquel instante a la pasión de habría sido lo mismo que intentar detener con un hilo de seda el barco de vapor que leva sus anclas y se aleja de la playa.
sólo gruñía en el fondo de el cuadro. era un sátiro espiando los amores de una dríada. pero era un sátiro que pagaba.
de cualquiera suerte, había que resignar se, a pena de pasar la más insufrible de las vergüenzas. ya no era tiempo de retroceder. a el fin y a el cabo, el idilio llegaba ya a su término. después, todo se olvidaría como un mal sueño.
la víspera de partir, dijo a el oído de .
— necesito ver te.
— esta noche... cuando todos duerman... en mi cuarto.
había pasado la mañana y gran parte de la tarde haciendo sus preparativos de viaje.
por una de esas delicadezas que sólo tienen las mujeres, y las mujeres enamoradas, había querido ahorrar la pena de ese espectáculo a su novio.
las maletas y los baúles estaban cerrados ya en un rincón de el cuarto. parecían ataúdes, y eran, con efecto, ataúdes de recuerdos. la alcoba estaba triste y desmantelada. sobre la mesa había un retrato de y un bucle de su cabello rubio, atado con un listón color de cielo.
cuando todos se recogieron en sus habitaciones, esperó con febril impaciencia. era la medianoche, la hora de las citas. había tenido muchas, y sin embargo, aquélla era la única: sonaron pasos en el corredor, giró el picaporte, y , pálido como un espectro, entró a la alcoba. nada se dijeron. el canapé estaba cubierto de líos, maletas y cartones. para estar juntos se sentaron en el catre, que era pequeño, angosto, virginal, y estaba cubierto de ropas blancas, como el cuerpo de una novia. no se hablaban; las palabras son como el sonido: marchan más despacio que el pensamiento, esto es, más despacio que la luz. se miraban, y para ver se mejor, juntaban ojos con ojos y labios con labios. hubiera se creído que se estaban mirando con los poros.
en el silencio y la penumbra de la alcoba, solos, sentados en el pobre catre que se mecía a el menor movimiento de los cuerpos, bajo la doble influencia de la noche y de el amor, permanecían tristes y mudos con el azoramiento de el abismo. la mujer perdida inspiraba ideas buenas, pero la noche aconseja mal, y nadie puede prever el desenlace de esas reñidísimas batallas que empeñan los ángeles con los demonios en el aire. la mujer amada es diosa, vista desde lejos, pero es mujer, vista de cerca. la sombra y el silencio son los grandes tentadores.
¿por qué temblaba ? ¡cosa rara! hay capitanes que entran sin miedo a las batallas más feroces, y que tiemblan en una escaramuza. tenía miedo, el miedo de una virgen que lo sabe todo. cierta flojedad, parecida a la que produce la embriaguez, embargaba sus miembros y su alma. la voluntad se iba de ella, a manera de el ave que se escapa de su jaula. ¿se dejaba arrastrar por la corriente?, ¿resistía a la indómita fuerza de las olas? bien vistas las cosas, era aquella tal vez la última noche en que estaban juntos. perder la era insensato: era dar un diamante por un vidrio colorido, una flor por una estrella. la flor es el bien real; la estrella está muy alta, no se alcanza: ¡es la quimera, el sueño! ella, además, había perdido sus derechos a el pudor. no había sabido resistir a aquellos que le inspiraban repugnancia, y quería resistir a el amor. siendo con todos, quería ser con el único. , ante , era el león ante un domador.
lo único que podía salvar la o perder la era el respeto de . el amor de ese soñador era místico, pues olía a incienso. era un amor que vivía en el . sin embargo, cayó de allá, con ser un ángel. mientras más alta es la montaña, menos debe uno asomar se a el parapeto para ver el abismo. también a el llegan las serpientes. el viejo abad venció la tentación, pero el abad no amaba.
luchaba con el respeto y el deseo. era un marino dentro de un barco que se incendia. el respeto había echado raíces hondas en su alma, pero el viento huracanado desarraiga las encinas, y la pasión, los escrúpulos. se había habituado a amar contemplativamente, siguiendo la con los ojos, como los pastores de miraban las estrellas. mas he aquí que, de improviso, el ídolo se trueca en criatura; el mármol se hace carne, y los brazos, inmóviles antes, estrechan blandamente contra el seno. la pasión ciega como el relámpago. hay momentos en que el espíritu se va, dejando el cuerpo en desamparo. una vez colocado en la pendiente, es preciso caer si no obra un milagro. y ya bajaba, como una de esas avalanchas que se desprenden de las cimas nevadas. estaba ebrio de ella.
todavía en la pasión no avasallaba todo, puesto que aún tenía espacio para pensar. iba en el potro desbocado que conduce a el abismo, pero reflexionaba si debía entregar se a la merced de el bruto indómito o saltar de la silla con grave riesgo de estrellar se. ya hemos dicho qué pensamientos eran los suyos. el ser nuevo luchaba en ella con el ser viejo. sin embargo, a cada paso amenguaba la resistencia y la voluntad se adormecía. bien miradas las cosas, esa derrota podía ser una victoria. , después, no podía abandonar la sin ruindad. se dividía la vergüenza en dos partes, y en el aturdimiento de el pecado, , que era inexperto, no podría darse cuenta de el engaño. y en seguida, la cadena que los ataba constreñiría más sus férreos eslabones. para un disoluto, triunfar de la mujer es apurar la copa y arrojar la después a el vuelo, con desprecio; para un soñador, poseer es ser poseído.
¡bah! no más rodeos ni más escrúpulos. la triple complicidad de el silencio, la noche y el amor les ayudaba poderosamente. y además, era aquella la última noche. a el día siguiente, se irían los dos por rumbos encontrados, con la esperanza de amar se y el temor de ver se. ¿quién puede escrutar los misterios insondables de el destino? juzgando con arreglo a la razón, les sería punto menos que imposible realizar sus ilusiones. iba a emprender una lucha insensata: el combate de uno contra mil. la derrota era probable y el triunfo posible, porque, si ayuda, son posibles los milagros. pero, evidentemente, esa eventualidad era remota. es la que esperan los sentenciados a muerte cuando marchan camino de el cadalso. para , fue el ángel que detuvo en los aires la cuchilla esgrimida por . para , fue .
¿y si, como era natural, no aparecía el milagro?, ¿si el esfuerzo y la voluntad de se estrellaban en el granito de la realidad, como las olas se desbaratan y deshacen a el chocar con los peñascos? entonces, el sacrificio sería estéril. pues lo cuerdo es aprovechar todo momento y detener la dicha que se escapa. así, a lo menos, se hace provisión de memorias con qué nutrir se en la desgracia, como los precavidos almacenan leña, para calentar se en el invierno. nada más la moral podía oponer su resistencia a el cumplimiento de sus deseos. pero no conocía la moral. su lógica era la de las pasiones. quería, y esta palabra expresa con absoluta perfección la fuerza invencible de su voluntad y la fuerza dominadora de su amor. hubo un momento en que cerró los ojos para no ver se en las pupilas de . entonces meditó: " ¿se extinguirá su amor si yo me entrego? no. ¿se apaga la hoguera cuando se le arroja un chorro de alcohol? antes se aviva. ¡bah! ¡cedamos! "
y el aliento ardoroso de erizó los cabellos color de oro dispersos en la nuca de su amada, y los labios resecos se buscaron, como hermanos que vuelven a juntar se tras larguísima ausencia, y , desanudando aquellos brazos varoniles que la ataban, forcejeando, con la rabia insensata de la madre maniatada que ve morir a el hijo de su alma, logró por fin soltar se, desasir se; saltó rápidamente, y, parada en el quicio de la puerta, exclamó bañada en lágrimas:
— ¡ve te! ¡ya no te quiero! ¡no te quiero!
la mariposa se defendía de el arrapiezo, y el colibrí de el gato. ¡cambio brusco! dos fuerzas poderosas les iban empujando en dirección contraria, por manera que el choque no podía evitar se; la razón extraviada les servía de cómplice, y el amor, de galeoto; estaban solos, una terrible complicación de oscuridades y silencios: la oscuridad caliente de la alcoba y el tentador silencio de la noche; la helada oscuridad de el porvenir y el silencio de la conciencia, favorecían sus intenciones; los dos habían llegado ya a el momento en que los ojos no ven ni los oídos oyen; buscaban se y querían se con todo el ahínco de su voluntad y de su amor. " ¡la quiero! ", pensaba , y respondía en silencio: " ¿por qué no? " su vida antigua, la incertidumbre de lo venidero, sus flaquezas de temperamento y de carácter, su amor en suma, que es el gran sofista y el supremo allanador de todos los caminos, le aconsejaban que cediera, pero, en un instante, cuando los brazos se anudaban más, y ya ninguno de los dos sabía cuáles eran sus lágrimas, , la envilecida y maculada, el ser enfermo y el ser débil, obedece a un enérgico impulso, se desata, salta como si tuviera alas, y enrojecida, por primera vez acaso, con las tintas de el pudor, exclama:
— ¡ve te!
pero, ¿qué genio sobrenatural ha obrado ese milagro?, ¿es esa mujer? ya no sabía cuándo era ella o cuándo era otra. parecía que iba dentro de su pecho un dios dormido y que, cuando éste despertaba, le imponía su absoluta voluntad. minutos antes había querido y razonado como una cortesana. ¿para qué? para obrar como una virgen.
, inmóvil y confuso, aguardaba el rayo, como el hebreo que hubiera osado descubrir el . tambaleando, con la mirada suplicante y compungido, se acercó a y besó con respeto la áurea punta de sus trenzas. así besa la pescadora de a la .
en ese instante sonaron dos golpecitos en la puerta. ¿quién podía ser a tales horas? los dos se estremecieron: , de miedo por , y , de vergüenza por . de esa manera sólo llaman los amantes viejos; los jóvenes abren sin tocar. pero no sabía esto. ambos cambiaron una mirada inexplicable. sin decir se lo, expresaban con los ojos estos dos pensamientos tan distintos que caben en la misma frase: ¡te he perdido! los dos golpecitos, dados con los nudillos de una mano huesosa, sonaron nuevamente en la mampara. buscó en la alcoba un escondite. no lo había.
— abre o grito.
. supuso que el escándalo era inevitable. más cuerdo sería abrir para que la escena pasara entre los tres. había entornado la ventana y consideraba la distancia que le separaba de el suelo. era precisamente lo que media entre la vida y la muerte. esa profunda oscuridad nocturna era el insondable de lo . pensó en su madre, en , y tuvo miedo. después de todo, el caso no era irremediable. iba a ser su esposa.
— ¿no abres?
¡sí!, ¿por qué no? la suerte estaba echada. a la puerta de el surgía el . asió con la mano el picaporte e iba a abrir. en ese instante, se agazapaba bajo el canapé. soltó el picaporte. ya había entrado a el escondite. allí no le veían, pero veía. entonces, arrastrando, con las manos y las piernas, valijas y maletas y baúles, cerró con esos grandes bloques de madera la hendedura por donde se había encajado como gato. los baúles eran pesados, pero hay momentos en que el hombre desquicia los peñascos y la mujer remueve las montañas. ya no veía, pero escuchaba. iba a batallar con la mitad de el enemigo.
un golpe, más fuerte ya, sonó en la puerta. abrió. estaba lívida, tan lívida, que, cuando la luz roja de la vela alumbró su semblante, parecía un cadáver. no lo era aún, pero acaso iba a ser lo muy en breve. quiso hablar. , cogiendo le con fuerza extraordinaria por el brazo, y sellando sus labios con la mano izquierda, le llevó a la ventana. le iba arrastrando, paso a paso, para no hacer ruido. en un momento, con la destreza de un gimnasta, saltó a el angosto pretil de la ventana. no volvía de su asombro. ella, señalando imperiosamente el canapé y luego el vacío, dijo, más bien con la miraba que con la palabra:
— ¡allí está!, ¡si hablas, me mato!
en los ladrillos lambaleantes de el pretil, apenas cabían sus plantas. estaba de pie sobre un teclado y suspendida en el vacío. el viento de la noche agitaba las crenchas rubias de su pelo; su cuerpo tornaba en el espacio curvas trágicas. el menor movimiento podía dar la muerte. no se atrevía a tender la mano. no obstante, ese drama podía estar preparado de antemano. quiso obligar la a que bajase con ambas manos; intentó agarrar la por el talle. pero ya no era tiempo. , encorvando se como una rama que se troncha, se dejó caer. ¡ah! la había cogido por uno de los pliegues de la bata. pero el lino de aquella bata se rompía. se encaramó sobre el pretil de la ventana sacando medio cuerpo afuera. ¡no gritaba; no podía! toda su fuerza estaba concentrada en las dos manos que parecían garfios de hierro. y la bata se desgarraba y se rompía. se balanceaba en el espacio dislocando los brazos de , cuyos huesos tronaban. el abismo la iba sorbiendo. de aquel cuerpo, suspenso en el vacío, nada más se miraba su cuello blanco, torcido horriblemente, y una gran, mala de cabellos rubios, flotando en las tinieblas de la noche, como sobre las ondas de un mar negro.
contaba con la muerte, pero no con la agonía. ese diablo furioso que la apretaba con sus uñas, queriendo disputar la a el , era el vampiro pegado a el cuerpo de su víctima. por fin, la bata se rompió, pero había logrado asir un brazo. como el marino que saca de las olas a su hermano, así, bregando, jadeante, consiguió levantar la y coger la después por la cintura. ya estaba en salvo. un esfuerzo más y todo concluía. pudo tomar la, a el fin, entre sus brazos; descansó parte de el cuerpo en el pretil, y luego, tirando de él con fuerza rabiosa, como quien tira de una cuerda para levantar un peso enorme, así, rozando la con las grietas de la pared, desgarrando le el traje y la carne misma, la arrancó de el abismo.
todo esto, que he narrado en muchas líneas, ocurrió en un instante. el instante en que se nace y el instante en que se muere.
ya estaba en, salvo, esto es, ya estaba perdida, porque , implacable, iba a hablar. bajo el angosto canapé, se movió, queriendo apartar los baúles y las enormes cajas que le impedían el paso, sofocando lo. volvió en derredor la vista, agonizante. sobre uno de los baúles ya cerrados estaba la cuchilla con que horas antes habían cortado las correas para liar los. tomó el cuchillo y lo puso de punta sobre el corazón. , a pocos pasos de distancia, comenzó a hablar.
— pensaste que era un bandido. ¡ , tontuela! escuché voces en tu cuarto y vine pensando que estabas mala. ¿por qué estás vestida? el cansancio seguramente te rindió y te dormiste sin desvestir te. has tenido una horrible pesadilla. ¿quieres que te acompañe? no; pues, entonces, enciende luz y hasta mañana. yo vendré a espiar por el agujero de la llave a ver si duermes en sosiego. hasta mañana.
el pobre viejo apenas podía hablar. tenía la voz de el náufrago cuando llega a la ribera. como un ebrio se dirigió a la puerta y se fue por el angosto corredor, apoyando se con ambas manos en el muro. había olvidado la palmatoria y la bujía. mató la luz, para que su novio no observara la lividez de su semblante ni la sangre que salía de sus heridas y los desgarrones de su traje. después, haciendo un último esfuerzo, y ayudada de , que también empujaba por atrás, arrimó los baúles y las cajas. ¿habría escuchado algún rumor de aquella lucha? imposible. la espantosa tragedia fue muy rápida, y como las tragedias verdaderas, se verificó en silencio. se levantó sin atrever se a hablar, temiendo que estuviera cerca de la alcoba. le conducía apretando le la mano. así llegaron a la puerta.
— ¡ni una palabra! todavía está cerca: ¡ve te! ¡ve te!
y luego que los pasos recatados de sonaron en el desierto corredor, , cerrando la puerta con doble llave, desfallecida y casi muerta, se dejó caer sobre la cama. la sangre brotaba de los rasguños y desgarros que las piedras le habían hecho. pero en aquel momento, no sufría ningún dolor físico. no lloraba tampoco. sentía su cuerpo suspendido encima de el abismo. y las tinieblas que iban a tragar la con sus bocas de monstruo, también le hablaban, y le decían: " ¡hasta mañana! "
había vuelto a su alcoba color de rosa y a su lecho de limonero, incrustado de marfil. el rumor que llegaba a sus oídos no era el rumor de el océano, sino el de . la gran ciudad había vuelto a ceñir la y rodear la, como una gran corriente de agua en ebullición. y , en su mullido lecho, blanco y limpio como el corazón de una campánula salvaje, sollozaba mordiendo los encajes de la almohada. no se había desvestido.
la novela que algunos meses antes vimos en la mesita de papier maché, con su amarillo forro levantado por un cuchillo nácar, dormía aún cerca de el cucurucho japonés, rebosando pistaches y bombones. nada había cambiado en esa alcoba que parecía un nido de raso hecho para dos pájaros de porcelana. pero el reloj de , que antes contó las horas de el amor, estaba inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido.
sollozaba mordiendo los encajes de la almohada. estaba sola, tan sola que ni el ángel de su guarda la acompañaba. , como la virgen cristiana que los verdugos arrojan a las fieras en el . , en medio de todos, esto es, en la peor de todas las soledades. sentía su debilidad como si de repente se hubieran quedado sus venas sin sangre; le parecía que enormes manos de gigante la arrojaban de un lado a otro, convertida en volante de raqueta, y en una de esas pesadillas extravagantes que produce la fiebre, se veía en medio de una estridente carcajada, como una mariposa dentro de una red. y veía la carcajada, dando le dimensiones y colores. era un rehilete de espuma, grande, enorme, que iba absorbiendo cuanto ñauaba en su camino. una vez dentro de él, faltaba el aire, los pies se desprendían de la , e iba el cuerpo ascendiendo velozmente, como si algún titán lo sorbiera, y ese rehilete terminaba en una boca deforme, colocada bajo dos ojos sin pestañas. aquella boca no tenía más que colmillos, que hacían polvo los huesos y la carne. ¡qué espantoso soñar! la fiebre pintaba en los muros cuerpos horriblemente descoyuntados y torcidos, como los cuerpos de los condenados que arrojó a su . todos los muebles de la alcoba se movían a los ojos de , y ella sollozaba viendo con los ojos, desmesuradamente abiertos, esas cosas que no estaban afuera, sino dentro de ella. a ratos, sentía se atada, con durísimas correas, a una rueda de que iba rodando sobre bayonetas puestas de punta. otras, le parecía que un monstruo velludo le iba mondando el cuerpo con una navaja, hasta dejar los huesos limpios. no le brotaba sangre de las heridas, pero veía ya una de sus canillas descarnadas, y escuchaba el chirrido de la navaja limando el hueso para dejar lo enteramente blanco. el monstruo hacía esta operación muy poco a poco, tal como se monda una manzana a la hora de los postres.
y estos sueños parecían hechos de neblina, por la rapidez con que se borraban, y de bronce, por el bulto que tenían. en un minuto de pesadilla cabe una hora de vida. , estrujada por las visiones de la calentura, iba de un lado a otro, rebotando como pelota. de repente, el rumor de la ciudad le pareció el ruido de un diluvio. pero el agua no descendía de las nubes: brotaba de la tierra e iba subiendo, subiendo en láminas compactas, tan oscuras que apenas podían distinguir se en las tinieblas de la noche. , azorada, se asía a los barandales de el balcón, que era muy alto. desde allí contemplaba la horrible escena. el rumor que escuchó primero había cesado. la invasión de el océano ascendente se verificaba con lentitud y en medio de el silencio. primero, la capa negra se tendió sobre las calles, sin arrugas ni pliegues. sobre esa tersa oscuridad, como puntos luminosos repartidos en hilera, los reverberos de el gas brillaban tristemente. el monstruo negro se incorporó otro poco, y los faroles más altos parecieron, por su proximidad a el agua, linternas de invisibles góndolas inmóviles. entre cada movimiento de el agua mediaba el espacio de algunos minutos. nada se oía: el seno de aquel oscuro mar cerraba el paso a todo rumor y a toda luz. subió el agua otro poco y los faroles se perdieron, apagando se, como luciérnagas arrojadas a un estanque. entonces la tiniebla fue absoluta. la noche descendía de el y brotaba de la . iba a ser aplastada entre esas dos enormes láminas de una prensa negra, como un ratón entre la puerta y la pared. el mar subía con menos lentitud. ya se miraban en la capa tenebrosa algunos pliegues, que eran las oleadas silenciosas. sintió que el agua le bañaba los pies y, loca de terror, se encaramó sobre los barandales de el balcón. pero el agua subía, y entonces, ella, agarrando con ambas manos una canal delgada de hojalata, quedó suspensa en el vacío. la canal se iba doblando poco a poco. un momento más y se quebraba. ella, haciendo un supremo esfuerzo, logró subir a el tejado, en donde se agrupaban, maullando y deteniendo se con las uñas, muchos gatos. estaba defendiendo su vida instante por instante. ¡todo inútil! el agua continuaba subiendo e iba ya a devorar la. los gatos se quejaban como niños y arañaban la cara de . en ese momento, algo muy blanco flotó sobre la densa oscuridad de el agua. era una vela. ¿quién puso aquella barca milagrosa sobre el agua? lo urgente era entrar en ella. , tendiendo con angustia las dos manos, logró detener la. pero los gatos, más ágiles y elásticos que ella, habían entrado ya, no dejando lugar para otro cuerpo. entonces comenzó una lucha horrible. combatía con aquellos demonios que maullaban y describían rombos terribles en el aire, encajando le sus agudas uñas en el cuello. por fin, logró vencer. cupo como una cuña entre los cuerpos blandos de los rabiosos animales, que frotando se entre sí, despedían chispas de fuego. la barca siguió flotando sobre el agua. pero, ¿adónde iba? el agua continuaba su marcha ascendente. ¡si pudiera llegar a el cielo, o cuando menos, a una estrella! así pasaron muchas horas de congoja. de improviso, sintió que la barca se hundía. todo estaba perdido. lanzó un grito y se arrojó a las aguas, que estaban tan frías como si fueran de nieve líquida. se resignó a morir, pero, arrojado por las velas, su cuerpo fue a chocar con la cruz de piedra que coronaba una altísima torre, ya sumergida en el océano. aquella cruz era el único punto firme que las aguas no habían tragado aún. se puso de pie en ella. apenas cabían las plantas de sus pies en los angostos brazos de la cruz. pero , por una maravilla de equilibrio, se conservaba firme y sin mover se. así pasó una hora. las aguas ya no subían: comenzaban a bajar. no moriría ahogada, pero, como era imposible que se mantuviera en esa posición durante aún muchas horas, caería por fin, rompiendo se la cabeza con las piedras. mientras el agua cerraba herméticamente la ciudad, como una tapa, podría permanecer sobre la cruz. mas luego que el vacío se fuera ahondando en torno de ella, el vértigo se apoderaría de su cerebro, precipitando la a el abismo. ¿en dónde estaba? a enorme altura, incuestionablemente. esa cruz era el único punto respetado por las aguas. poco a poco se fueron descubriendo las torres, las chimeneas y los tejados. las agujas de los templos perforaban el manto de las aguas. el abismo crecía de arriba para abajo. el océano se retiraba dejando la sola, a doscientas varas de la tierra. y por una rareza que no podía explicar se, a medida que las pérfidas ondas descendían, se iban iluminando las claraboyas de las casas, las ventanas, los balcones, hasta que aparecieron por fin los reverberos y los faroles movedizos de los coches. ¿qué?... ¿no había perecido la ciudad?, ¿ella sola iba a ser la víctima?, ¿por qué no hizo lo que todos y se dejó tragar por aquella agua que no ahogaba y por aquella boca sin colmillos? un vapor de oro subía de la ciudad, rodeando la como si fuera una neblina hecha con hilos de cabellos rubios. la vida bullía abajo, y esa vida en que iba a precipitar se fatalmente era para ella el seno de la muerte. ¡qué agudas le parecían las cúpulas y qué filoso el ala de los tejados! y gritaba, gritaba, ¡pero no podían oír la! únicamente las lechuzas, de ojos amarillos, comenzaron a revolotear en torno de ella. de pronto, un cuervo de torcido pico y semejante a el ave que habita el , le arrancó las pupilas a mordidas. no pudo ya ver nada: sus piernas flaquearon, dobló el cuerpo y cayó de cabeza sobre una aguja de granito.
la camarera, asustada por las voces en que su ama prorrumpía, estaba de pie junto a su cama moviendo con la cucharilla de cristal el líquido recetado por el médico. volvió en sí: sus nervios se sosegaron, apuró la tisana y dejó que la desnudaran sus criadas. le zumbaban los oídos, y a cada instante preguntaba si llovía. luego, pensaba oír repiques, e incorporando se en el lecho pedía sus ropas para ir a el teatro. el ruido más leve hería sus tímpanos, y a cada rato se estremecía su cuerpo, como si el catre lo encogiera y lo estirara. estos sacudimientos fueron debilitando se. ya era más regular su respiración. dormía con ese sueño vidrioso de la calentura, a través de el que todo se mira aumentado y opaco. luego despertaba sobresaltada, y llena de congoja, tendía la vista en derredor y apuraba con sed rabiosa un vaso de agua. la camarera velaba en una silla baja junto de la cama. le apretaba las manos duramente, bañando las de frío sudor.
— ¡no te vayas! — decía. veo caras que me hacen gestos y se ríen de mí. ese hombre me ha perforado la cabeza, y metiendo me un tubo hueco en el agujero, sopla y sopla hasta llenar me de aire. tengo en los ojos dos bolas azogadas y veo todo muy grande. ¡no te vayas! ¿por qué colgaron mi cama en el aire? ya no quiero que se mueva. quita me esa nieve que me han puesto en los pies. ¡ ! ¡dios mío! esos hombres me frotan la piel con unas toallas duras hasta sacar me chispas. ¿por qué hablas tan recio? ¡me lastimas!... da me agua... sí, ¡pero tibia no! me estoy muriendo de calor. ¡ya no me quemen! bebo agua, y como cae en fuego, se apaga y no me sacia.
¡ve te tú! ¡ve te! ¡no me cuidas bien! ¡ ! ¡ !...
luego lloraba mucho, movía los brazos enojada, dando golpes a el aire, y arañaba las sábanas hasta quedar desfallecida y sin aliento, con la boca pegada a la pared. así pasó toda la noche. cuando el alba vino, estaba ya menos inquieta y un sudor copioso corría en todo su cuerpo. las imágenes que miraba en sueños tenían ya mayor fijeza y más naturales proporciones. los endriagos se habían trocado en hombres. ya lo maravilloso no intervenía en sus pesadillas ni se miraba acorralada por los gatos. era el suyo un sueño más terso, más unido, más estable: ya no fue la madeja enmarañada ni; la rueda vertiginosa, sino el hilo que va desenrollando se cuando gira el carrete en que lo ataron.
entonces vio de nuevo los sucesos de la víspera:
ya apunta el alba y piafan los caballos. los postillones hablan en el patio; suenan las cadenetas de las muías y se oye el ruido bronco de las ruedas, girando pesadamente en las baldosas. un criado sacude el interior de el ómnibus. a poco, aumenta el bullicio. los camaristas pasan por los corredores rezongando. algunos toman en el patio su café con aguardiente, entre groseras risotadas y redondos juramentos. en la pieza contigua, zambulle su cabeza en una palangana de agua fría; manotea, salpicando la pared, y escupe, enjugando se con la toalla. los pájaros cantan en el pretil de la ventana. ¡ya es el día! la luz viene sonrosado y fresca, como si saliera de un baño. cantan los gallos y se oye el choque metálico de las vasijas en que va a caer la leche. las vacas salen de el establo y el toro muge a lo lejos. los sirvientes, con las mangas de su camisa arremangadas, barren los corredores, y ve con el oído todo esto. ¡ya es el día!
¡adiós, consuelo! ¡adiós, amor! ¡adiós, vida! las violentas emociones de la noche anterior descoyuntaron su cuerpo y su alma. está cansada. no tiene fuerza para levantar se. sin embargo, es preciso. ¡ya todo se acabó! quisiera acurrucar se bajo de las sábanas, fingir se muy enferma, como hacía, siendo niña en el colegio, cuando iba la superiora a despertar la. ¡qué bonita es su alcoba! las paredes son blancas y por la ventana entra mucha luz. el primer día le pareció espantosa. ¡pero ahora!... ya todo se acabó. ¡vamos! ¡en pie! los pájaros tocan diana. ¡si se muriera!... ¿por qué no? es viejo y está enfermo. la escena de anoche puede haber le hecho daño. una apoplejía fulminante no es un caso raro. ¡si muriera! la madre de no querría entonces dejar la abandonada y sin ánimo. viviría con ella uno, dos, tres, cuatro meses... quizá un año. todo el tiempo que pudiera alargar se la superchería. mas, ¿para qué? a el fin y a el cabo todo lo sabrían. sin embargo, un minuto más, una hora... ¡un siglo! pero , que no había muerto, la llamaba: " ¡ , ya es hora! "
demasiado lo sabía. se levantó; se fue vistiendo poco a poco, como si así creyera que iba el tiempo más despacio; sacó un cepillo de su bolsa de cuero azul y se puso frente a el espejo roto para peinar se, — anoche estaba aquí. ¡pobrecito! ¡también él va a sufrir! ¡si quisiera!... apenas podía andar, las piernas le dolían, y la camisa, pegada por los coágulos de sangre a las heridas y rasguños de su cuerpo, le molestaba horriblemente. mirando se a el espejo, dijo con tristeza. — ¡qué bien estoy para representar la muerte de ! poco después salió a los corredores. allí estaba . no se dijeron nada, ¿qué habían de decir se? ella, perdiendo ya todo temor, le llevó a su cuarto y le puso en las manos una trenza de pelo y un retrato. " ama me mucho. yo no sé a dónde voy. no podremos ni ver nos ni escribir nos. si no me muero y tú me amas, aquí nos reuniremos dentro de tres años.
contigo queda mi alma. " ¿qué respondió ? no recordaba sus palabras y las quería atrapar, como tiende el rapaz sus manos impacientes para coger las alas de una mariposa. ¿qué había dicho? algunas palabras que eran como besos mojados en lágrimas. pero, ¿cuáles? debía tener las siempre en la memoria, y la perversa enfermedad se las quitaba. en su cerebro, estropeado por las visiones de la calentura, sólo se dibujaba el cuadro de esa amarga despedida.
la acompañaron en el ómnibus hasta la estación de el ferrocarril. y iban a su lado, y las abrazaba sollozando, pero no lloraba por ellas, sino por él. ¡cómo galopaban los caballos! se hubiera creído que tenían alas. ¡si se rompiera el ómnibus! probablemente quedaría herida o lastimada, y sería necesario aplazar el viaje. pero el ómnibus no tropezaba ni caía. pronto llegaron a el embarcadero de el ferrocarril. ¡qué tristes son esos lugares! el hombre que vendía los boletos tras de la angosta rejilla de madera, tenía el aspecto de un ogro. los mozos, agobiados bajo el peso de enormísimos fardos, iban jadeando de los almacenes a la vía. ya estaba el tren allí. sonaba en torno un gran rumor de cadenas agitadas. pensó en el tercer acto de y en el . de cuando en cuando, un silbo agudo rasgaba el aire como si la materia se quejase. eran los toques de aviso para llamar a los pasajeros. y subieron, por fin, a el amplio wagón, dividido en pequeños departamentos. todos hablaban a su alrededor, pero no oía ni hablaba nada. tenía asida la mano de , y pensaba, mirando le: " ¡si supiera!... " por fin, el tren partió. ¡qué horrible monstruo es la locomotora! sus brazos son de hierro para arrancar y desunir a aquellos que se aman. se nutre de carbón y por sus venas corre fuego en vez de sangre. cuando grita es que junta en su garganta la voz de todos los seres afligidos que van adentro. en esa voz se ligan y confunden los quejidos de la madre a quien separan de sus hijos, y los sollozos de el amante que no verá ya más a su adorada.
el monstruo es inflexible. la muerte, nada más, pudiera detener le. trepa, como una víbora gigante, por la vertiente de los montes, y baja, a modo de un alud oscuro, hasta la sima de los más hondos precipicios. es el cometa de la . pero el cometa encadenado, preso en la angosta vía que la voluntad y la inteligencia humana le han trazado, cuando desriela, cuando se despeña, es que, cansado de su largo cautiverio, se rebela. pero en aquella vez el tren corría obediente por los rieles. , asomando la cabeza por el ventanillo, veía perder se las torrecitas de madera apostadas en los cuatro ángulos de la estación. los árboles, agitando sus cabelleras trágicas, corrían a el punto de donde había partido. las cosas inanimadas y los dolientes pensamientos de la pobre comedianta volvían a la estación. allí estaría , siguiendo con los ojos el blanco penacho de la locomotora despezado por los vientos en el espacio. pero ella se alejaba. ¡dios sabe cuándo volvería a mirar aquellos sitios! su vista enamorada se detenía tercamente en todos los detalles de el paisaje. veía la luz color de iris, porque llegaba a su retina a través de las lágrimas. la calma de los campos la irritaba. todo permanecía imposible y quieto, como sí ella no estuviera próxima a morir. el cielo había vestido un traje nuevo de raso azul, y el despilfarraba sus monedas de oro, esparramando las pródigamente sobre la verde alfombra de los campos. los gorriones picoteaban los granos de maíz que habían quedado en las tierras de labranza, y el agua se reía como una niña que despierta. nuestras penas no entristecen a la . la gota de tinta no tiñe de negro el océano. las lágrimas caen a la dura tierra que las bebe y no suben a el cielo. la no tiene corazón. pensaba: " así estarán los campos cuando yo esté muerta ". y así pasaron la mañana azul, el mediodía color de fuego y la tarde color de ópalo. el tren se aproximaba ya a . los vientos de la noche comenzaron a desmelenar su cabellera de chispas, como destrenza el enamorado por las noches la cabellera de su querida. y llegaron por fin. allí estaba , riendo, aullando, lleno de luz como el y como el . la gota de agua, que en nube de vapor se alzó a el cielo, volvía a caer a el océano. volvía a . tomaron un carruaje y momentos después llegaban a la casa. iba con , pero, ¿qué habían hablado en el camino? no podía recordar lo. nada había cambiado en aquella casita perfumada. miró de nuevo las grandes lunas de y los armarios de palo santo. era una mariposa viendo su crisálida. pero de esos riquísimos tapices; de esos muebles, prodigio de ebanistería; de esas joyas y de esos trajes, salían para ella voces amenazadoras. cada una le recordaba su deshonra, y, como en la tragedia de , gritaba a sus oídos: " ¡desespera y muere! " era su vida antigua hecha ébano y oro y seda y raso: su vida antigua, vestida opulentamente como la reina de el y armada de una espada flamígera como el arcángel que guardaba el .
así pasó la noche de la fiebre. los rayos áureos de la luz entraron a la alcoba, y , más tranquila, despertó. la camarera revolvía con su pequeña cucharilla de cristal la poción recetada por el médico. sacó el retrato de , que tenía oculto bajo la almohada, y después de mirar le breve rato, le dio un beso.
esa fiebre fue desapareciendo poco a poco, y a el cabo de ocho días, pudo dejar el lecho. lo primero que hizo fue ver se a el espejo, estaba pálida: hubiera se creído que había bajado de la . sus ojos, rodeados de grandes círculos oscuros, parecían, de lejos, dos pensamientos negros. tenía despellejados los labios, y un tinte cetrino afeaba su purpúrea lengua de conejo. durante su enfermedad, no había cuidado de teñir se los cabellos, que a la sazón estaban descoloridos y plomizos, como si hubieran recibido una menuda lluvia de ceniza. la cómica empezaba a descascarar se y la mujer aparecía.
contrariamente a lo que otra cualquiera hubiera hecho en caso semejante, no quiso recurrir a medios artificiales para hermosear su rostro de convaleciente. dejó su cabellera desteñida; no quiso untar se ungüentos aromáticos en su cara triste y enfermiza: ¿para qué? esa hermosura teatral, que fue su gloria, no podía servir le ya. era como el lujoso traje de una comedia que no volvería a representar. si hubiera podido transformar se, mudar de cutis y de ojos y de formas, lo habría hecho, con tal de que la continuara amando. las amigas de no encontraban la explicación de esta mudanza. algunas habían ido a visitar la: pocas, por simpatía; muchas, por curiosidad; ninguna, por cariño. las más notaban con perverso regocijo el triste estado de la pobre enferma. en ese cielo de bambalinas, las estrellas se alegran cuando alguna pierde el brillo y muere helada.
poco a poco, en los pasillos de los teatros y en los gabinetes particulares de las fondas, cundió la voz de que la rubia se moría. tenía que ser discreto por fuerza. la posición social que ocupaba y la inflexible gravedad que ésta le imponía garantizaban el secreto. para muchos, había ido a veranear a un villorrio donde habitaba su nodriza. para otros, una pasión romántica la había llevado a la quietud de alguna choza campesina. poquísimos sabían la verdad. ninguno la había hallado en los establecimientos balnearios más en moda. lo indiscutible era, nada más, que estaba enferma y se moría.
a poco tiempo, cambió la voz de que la comedianta iba de viaje. los médicos le aconsejaban que mudara de aires. en efecto, días después anunciaron los diarios que iba a rematar sus muebles y sus joyas. la noticia sorprendió un tanto cuanto a sus amigos. " bien está que remate sus muebles — murmuraban — más, ¿las joyas?, ¿estará pobre?, su enfermedad no ha sido larga y, por lo tanto, es imposible que agotara sus recursos ". los mejor informados agregaban que, viendo se muy cerca de la muerte, había confesado y comulgado, prometiendo a el sacerdote que, si le alargaba la existencia, mudaría de vida, dando muestras muy grandes de arrepentimiento.
la verdad es que quería despedazar los férreos eslabones de esa cadena que la ataba a su pasado. durante su convalecencia, en esas horas largas en que el espíritu despierta y como que renace, había, trazado su plan de campaña. acurrucada en un sillón de ancho respaldo, presa entre las paredes de su alcoba, recorría con la imaginación las quiebras y vericuetos de su vida. cada uno de sus trajes, cada una de sus joyas, cada uno de sus muebles, le recordaba alguna de esas aventuras galantes. todos la acusaban. si en el silencio de la noche escuchaba el tic tac sonoro de el reloj, creía que un duende movía sus brazos flacos y quejosos en la carátula, diciendo le: " recuerda. yo he asistido a todas las horas de el amor. te he visto y te conozco. mi vocesita, apenas perceptible, era la única que sonaba interrumpiendo tus galantes dúos. no puedes engañar me ".
y el reloj tenía razón. era un acusador, era un testigo. aquellos muebles habían sido comprados a precio de la honra. en ese rojo canapé, cuyos pies eran de oro, habían reposado los amantes de un mes, de una semana, de un minuto. en ese tocador, que era un prodigio de ebanistería, estudió ella el arte diabólico de seducir y provocar. los espejos decían: " hemos visto tus hombros desnudos y tu garganta descubierta ". el búcaro de , enhiesto sobre la mesita de palo santo, murmuraba a sus oídos: " yo sostuve los ramilletes de camelias que mil adoradores te enviaban ". y , amedrentada por la voz muda de esos acusadores inflexibles, no podía volver los ojos a parte alguna sin encontrar testigos de sus faltas. esos dos candelabros " salomónicos, apostados como centinelas de bronce, junto a el tocador, eran regalo de un joven comerciante que robó por ella la caja de su amo. la madre murió de pena y de vergüenza. y cada uno de los trajes opulentos que cerraban los armarios había sido pagado a la modista con el oro internacional de esas compañías anónimas que sostienen el lujo de las actrices. hasta el loro de , preso entre los alambres de la jaula, le gritaba: — ¡loca! ¡loca! y abría los cofres de sus joyas, ya no para contar las, como antes ni para ver se en la plata bruñida de la tapa, sino para sentir en la conciencia las mordeduras de el remordimiento. los diamantes despedían rayos de sus pupilas indignadas y los rubíes semejaban gotas de sangre. el collar de perlas, enredado en su garganta, se iba cerrando como una soga, y los hermosos brazaletes de oro, salpicados de brillantes, le apretaban las muñecas a manera de esposas. sólo una joya honrada había dentro de el cofre, y era un pequeño dedal de oro. ese dedal de oro era un recuerdo de el colegio. estaba aún limpio e intacto: como que no había vuelto a usar lo.
¡ah!, pero aquella humilde joya, honrada, la iba a acompañar en su vida nueva e iba a ser su escudo de combate. , tapices, joyas, muebles, todo eso que no podía mirar sin vergüenza y dolor, había vendido. el dinero que esta venta le produjera iría a aliviar las penas y congojas de los pobres. sólo el pequeño dedal de oro la salvaría de el naufragio, sólo él no la acusaba. las joyas son cortesanas de la riqueza. esos brillantes, esos topacios, esas perlas, habían contribuido a su pérdida. si hubiera escuchado desde antes la pequeñita voz de el dedal de oro no tendría ahora que arrepentir se y que llorar. la pobre joya, despreciada, le decía: " yo soy la felicidad y la virtud, soy el trabajo ". pero esa voz imperceptible se ahogaba en el fondo de el cofre, y el dedal moría sofocado por los enormes brazaletes de oro y los collares de brillantes.